Lady Felicity y el canalla

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Sari: Romantica #1
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Capítulo 3

La úl­ti­ma vez que Dia­blo ha­bía es­ta­do en el in­te­rior de Mar­wick Hou­se fue la no­che en que co­no­ció a su pa­dre.

Te­nía diez años, y era de­ma­sia­do ma­yor para que­dar­se en el or­fa­na­to don­de ha­bía pa­sa­do toda su vida. Dia­blo ha­bía oído ru­mo­res de lo que les ocu­rría a los chi­cos que cre­cían fue­ra del or­fa­na­to. Se ha­bía pre­pa­ra­do para huir, pues no es­ta­ba pre­pa­ra­do para en­fren­tar­se a la fá­bri­ca en la que, de ser cier­tos los ru­mo­res, era pro­ba­ble que mu­rie­se y na­die en­con­tra­ra su cuer­po.

Se ha­bía creí­do las his­to­rias.

Cada no­che, sa­bien­do que era cues­tión de tiem­po que vi­nie­ran a por él, ha­bía ido em­pa­que­tan­do con cui­da­do sus per­te­nen­cias: un par de me­dias de­ma­sia­do gran­des que ha­bía ro­ba­do de la la­van­de­ría, una cor­te­za de pan o una ga­lle­ta dura res­ca­ta­da de las so­bras de un al­muer­zo, un par de guan­tes usa­dos por tan­tos chi­cos que no se po­dían ni con­tar y con tan­tos agu­je­ros que ape­nas ca­len­ta­ban las ma­nos y el pe­que­ño al­fi­ler do­ra­do que ha­bía cla­va­do en su pa­ñal cuan­do lo en­con­tra­ron de bebé y del que col­ga­ba un bor­da­do en el que ha­bía una mag­ní­fi­ca «M» roja. El al­fi­ler ha­bía per­di­do hace tiem­po su bar­niz y tan solo que­da­ba el la­tón y la tela, que una vez ha­bía sido blan­ca, se ha­bía vuel­to gris por la su­cie­dad de sus de­dos. Pero era lo úni­co que Dia­blo po­seía de su pa­sa­do, y la úni­ca fuen­te de es­pe­ran­za que le que­da­ba para el fu­tu­ro.

Cada no­che se tum­ba­ba en la os­cu­ri­dad, es­cu­cha­ba el so­ni­do del llan­to de los otros ni­ños, y con­ta­ba los pa­sos para lle­gar des­de su jer­gón al pa­si­llo y des­de el pa­si­llo has­ta la puer­ta. Sa­lía y se aden­tra­ba en la no­che. Era un ex­ce­len­te es­ca­la­dor y ha­bía de­ci­di­do to­mar los te­ja­dos en lu­gar de las ca­lles; allí era me­nos pro­ba­ble que lo en­con­tra­ran si lo per­se­guían.

Aun­que pa­re­cía im­pro­ba­ble que al­guien lo per­si­guie­ra.

Pa­re­cía im­pro­ba­ble que al­guien lo qui­sie­ra.

Es­cu­chó los pa­sos que so­na­ban por el pa­si­llo. Ve­nían a bus­car­lo para lle­var­lo a la fá­bri­ca. Giró has­ta ba­jar por el la­te­ral del jer­gón, se aga­chó, re­co­gió sus co­sas y se des­pla­zó has­ta co­lo­car­se de pie, pe­ga­do a la pa­red que ha­bía jun­to a la puer­ta.

La ce­rra­du­ra dio un chas­qui­do y la puer­ta se abrió, de­jan­do en­tre­ver el haz de luz de una vela, algo que nun­ca se veía en el or­fa­na­to des­pués de os­cu­re­cer. Tra­tó de es­ca­par es­cu­rrién­do­se en­tre dos per­so­nas y lle­gó has­ta la mi­tad del ves­tí­bu­lo an­tes de que una mano fuer­te se po­sa­ra so­bre su hom­bro y lo le­van­ta­ra del sue­lo.

Pa­ta­leó, gri­tó y se re­tor­ció tra­tan­do de mor­der aque­lla mano hi­rien­te.

—Dios mío, este sí que es sal­va­je —dijo una pro­fun­da voz de ba­rí­tono, y Dia­blo se que­dó com­ple­ta­men­te quie­to al es­cu­char­la.

Nun­ca ha­bía oído a na­die ha­blar un in­glés tan per­fec­to y co­me­di­do. Dejó de tra­tar de mor­der­le para gi­rar­se a mi­rar al hom­bre que lo sos­te­nía: era alto como un ár­bol, es­ta­ba más lim­pio que na­die que él hu­bie­se vis­to ja­más, y sus ojos eran del co­lor de las ta­blas del sue­lo de la sala don­de se su­po­nía que de­bían re­zar.

Aun­que él no era muy bueno re­zan­do.

Al­guien le­van­tó la vela a la al­tu­ra de la cara de Dia­blo, y la bri­llan­te lla­ma le hizo en­co­ger­se.

—Es él —dijo el rec­tor.

Dia­blo se giró de nue­vo para en­fren­tar­se a su cap­tor.

—No voy a ir a la fá­bri­ca.

—Por su­pues­to que no —le res­pon­dió el ex­tra­ño.

Le qui­tó el pa­que­te a Dia­blo y lo abrió.

—¡Oye! ¡Son mis co­sas!

El hom­bre lo ig­no­ró, arro­jó las me­dias y la ga­lle­ta a un lado y le­van­tó el al­fi­ler para co­lo­car­lo jun­to a la luz. Dia­blo se en­fu­re­ció ante la idea de que ese hom­bre, ese ex­tra­ño, to­ca­ra lo úni­co que te­nía de su ma­dre. Lo úni­co que te­nía de su pa­sa­do. Sus pe­que­ñas ma­nos se ce­rra­ron en pu­ños y lan­zó un gol­pe que fue a dar con­tra la ca­de­ra del hom­bre ele­gan­te.

—¡Eso es mío! ¡No te lo pue­des que­dar!

El hom­bre si­seó de do­lor.

—Je­sús. Este de­mo­nio sí que sabe dar pu­ñe­ta­zos.

El rec­tor se acer­có, ner­vio­so.

—Eso no lo ha apren­di­do de no­so­tros.

Dia­blo frun­ció el ceño. ¿En qué otro lu­gar lo iba a apren­der?

—De­vuél­ve­me­lo.

El hom­bre bien ves­ti­do se acer­có más a él y agi­tó el te­so­ro de Dia­blo en el aire.

—Tu ma­dre te dio esto.

Dia­blo ex­ten­dió la mano y le arre­ba­tó el pa­que­te al hom­bre, pero odió la ver­güen­za que le pro­vo­ca­ron aque­llas pa­la­bras. Ver­güen­za y an­he­lo.

—Sí.

El hom­bre asin­tió.

—Te he es­ta­do bus­can­do.

La es­pe­ran­za es­ta­lló, cá­li­da y casi do­lo­ro­sa, en el pe­cho de Dia­blo.

El hom­bre con­ti­nuó.

—¿Sa­bes lo que es un du­que?

—No, se­ñor.

—Lo sa­brás —pro­me­tió.

Los re­cuer­dos eran una mier­da.

Dia­blo se des­li­zó por el lar­go pa­si­llo de la plan­ta su­pe­rior de Mar­wick Hou­se mien­tras los acor­des de la or­ques­ta se co­la­ban des­de el piso in­fe­rior e inun­da­ban la os­cu­ri­dad. No ha­bía vuel­to a pen­sar en la no­che en que su pa­dre lo en­con­tró des­de ha­cía más de una dé­ca­da. Tal vez más tiem­po.

Pero en ese ins­tan­te, en esa casa que, de al­gu­na ma­ne­ra, con­ser­va­ba su olor, re­cor­dó cada mo­men­to de aque­lla pri­me­ra no­che. El baño, la co­mi­da ca­lien­te, la cama blan­da. Como si se hu­bie­ra dor­mi­do y des­per­ta­do de un sue­ño.

Y es que aque­lla no­che ha­bía sido un sue­ño.

La pe­sa­di­lla ha­bía co­men­za­do poco des­pués.

Con­si­guió sa­car aquel re­cuer­do de su men­te al lle­gar al dor­mi­to­rio prin­ci­pal. Puso la mano en el pi­ca­por­te, lo giró rá­pi­da y si­len­cio­sa­men­te, y en­tró.

Su her­mano es­ta­ba de pie jun­to a la ven­ta­na con un vaso en la mano y el pelo ru­bio bri­llan­do bajo la luz de las ve­las. Ewan no se giró para en­fren­tar­se a Dia­blo. En vez de eso, dijo:

—Me pre­gun­ta­ba si ven­drías esta no­che.

La voz era la mis­ma. Cul­ti­va­da, cal­cu­la­da y pro­fun­da, como la de su pa­dre.

—Sue­nas igual que el du­que.

—Soy el du­que.

Dia­blo dejó que la puer­ta se ce­rra­ra tras él.

—Eso no es lo que que­ría de­cir.

—Sé lo que que­rías de­cir.

Dia­blo gol­peó el sue­lo dos ve­ces con el bas­tón.

—¿No hi­ci­mos un pac­to hace años?

Mar­wick se giró para de­jar ver un lado de su cara.

—Os he es­ta­do bus­can­do du­ran­te doce años.

Dia­blo se dejó caer en el si­llón bajo jun­to al fue­go y ex­ten­dió las pier­nas ha­cia el lu­gar don­de es­ta­ba el du­que.

—Oja­lá lo hu­bie­ra sa­bi­do.

—Creo que sí lo sa­bíais.

Por su­pues­to que lo sa­bían. En el mo­men­to en que al­can­za­ron la ma­yo­ría de edad, un re­gue­ro de hom­bres ha­bía ve­ni­do a hus­mear al ba­rrio pre­gun­tan­do por un trío de huér­fa­nos que po­drían ha­ber lle­ga­do a Lon­dres años an­tes. Dos va­ro­nes y una mu­jer, cu­yos nom­bres na­die co­no­cía en Co­vent Gar­den… Na­die apar­te de los mis­mos bas­tar­dos.

Na­die apar­te de los mis­mos bas­tar­dos y Ewan, el jo­ven du­que de Mar­wick, rico como un rey y con la edad su­fi­cien­te para sa­ber cómo uti­li­zar bien el di­ne­ro.

Pero ocho años en aquel su­bur­bio ha­bían con­ver­ti­do a Dia­blo y a Whit en hom­bres tan po­de­ro­sos como as­tu­tos, tan fuer­tes como in­ti­mi­dan­tes, y na­die ha­bla­ba de los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle por mie­do a las re­pre­sa­lias. Y mu­cho me­nos los fo­ras­te­ros.

Así que al en­friar­se el ras­tro, los hom­bres que lle­ga­ban hus­mean­do siem­pre aban­do­na­ban la bús­que­da y se mar­cha­ban.

Esa vez, sin em­bar­go, no era un em­plea­do quien ha­bía ido a por ellos. Era el pro­pio Mar­wick. Y con el me­jor plan de to­dos.

—Su­pon­go que pen­sas­te que al anun­ciar que bus­ca­bas es­po­sa, cap­ta­rías nues­tra aten­ción —dijo Dia­blo.

Mar­wick se dio la vuel­ta.

—Ha fun­cio­na­do.

—No pue­de ha­ber he­re­de­ros, Ewan —de­cla­ró Dia­blo, in­ca­paz de usar el nom­bre del du­ca­do en su cara—. Ese fue el tra­to. ¿Re­cuer­das la úl­ti­ma vez que in­cum­plis­te un tra­to con­mi­go?

Los ojos del du­que se os­cu­re­cie­ron.

—Sí.

Esa no­che, Dia­blo ha­bía to­ma­do todo lo que el du­que ama­ba y ha­bía hui­do.

—¿Y qué te hace pen­sar que no lo haré de nue­vo?

—Por­que esta vez soy el du­que —res­pon­dió Ewan—. Y mi po­der se ex­tien­de mu­cho más allá de Co­vent Gar­den. No im­por­ta lo du­ros que sean tus pu­ños en es­tos tiem­pos, De­von. Haré que el in­fierno cai­ga so­bre ti. Y no solo so­bre ti, sino tam­bién so­bre nues­tro her­mano. So­bre vues­tros hom­bres. So­bre vues­tro ne­go­cio. Lo per­de­rás todo.

«Val­dría la pena».

Dia­blo en­tre­ce­rró los ojos para mi­rar a su her­mano.

—¿Qué es lo que quie­res?

—Te dije que ven­dría a por ella.

«Gra­ce». La cuar­ta de su ban­da, la mu­jer a la que Whit y Dia­blo lla­ma­ban her­ma­na, aun­que no com­par­tían la mis­ma san­gre. La chi­ca a la que Ewan ha­bía ama­do in­clu­so en­ton­ces, cuan­do eran ni­ños.

Gra­ce, a quien los tres her­ma­nos ha­bían pro­me­ti­do pro­te­ger tan­tos años atrás, cuan­do eran jó­ve­nes e inocen­tes, an­tes de que la trai­ción rom­pie­ra su víncu­lo.

 

Gra­ce, quien, ante la trai­ción de Ewan, se ha­bía con­ver­ti­do en el se­cre­to más pe­li­gro­so del du­ca­do. Por­que era Gra­ce quien re­pre­sen­ta­ba la ver­dad del du­ca­do. Gra­ce, na­ci­da del ma­tri­mo­nio del an­te­rior du­que y su es­po­sa, la du­que­sa. Gra­ce, bau­ti­za­da como su hija a pe­sar de ser, en cier­ta for­ma, ile­gí­ti­ma.

Pero era Ewan quien, aho­ra, años des­pués, de­ten­ta­ba su nom­bre por bau­tis­mo. Quien os­ten­ta­ba el tí­tu­lo que no per­te­ne­cía a nin­guno de ellos por de­re­cho.

Y Gra­ce era la prue­ba vi­vien­te de que Ewan le ha­bía usur­pa­do el tí­tu­lo, la for­tu­na y el fu­tu­ro; un robo que la Co­ro­na no se to­ma­ría a la li­ge­ra.

Un robo que, de ser des­cu­bier­to, lle­va­ría a Ewan a re­tor­cer­se al fi­nal de una cuer­da en el ex­te­rior de New­ga­te.

Dia­blo miró a su her­mano con los ojos en­tre­ce­rra­dos.

—Nun­ca la en­con­tra­rás.

Los ojos de Ewan se os­cu­re­cie­ron.

—No le haré daño.

—Es­tás tan loco como va con­tan­do por ahí tu apre­cia­da aris­to­cra­cia si crees que nos va­mos a creer eso. ¿No re­cuer­das la no­che en que nos fui­mos? Yo sí lo hago, cada vez que me miro en el es­pe­jo.

La mi­ra­da de Mar­wick se des­vió ha­cia la re­tor­ci­da ci­ca­triz de la me­ji­lla de Dia­blo, un po­de­ro­so re­cor­da­to­rio de lo poco que ha­bía sig­ni­fi­ca­do la her­man­dad cuan­do lle­gó el mo­men­to de re­cla­mar el po­der.

—No tuve elec­ción.

—To­dos tu­vi­mos elec­ción esa no­che. Tú es­co­gis­te tu tí­tu­lo, tu di­ne­ro y tu po­der. Y los tres te lo per­mi­ti­mos, aun­que Whit qui­sie­ra bo­rrar­te del mapa an­tes de que la po­dre­dum­bre de nues­tro pro­ge­ni­tor te con­su­mie­ra. Te de­ja­mos vi­vir a pe­sar de que tú pre­fe­rías a las cla­ras ver­nos muer­tos. Con una con­di­ción: nues­tro pa­dre es­ta­ba loco por un he­re­de­ro y, aun­que pu­die­ra con­se­guir uno fal­so con­ti­go, no ten­dría la sa­tis­fac­ción de que su li­na­je se per­pe­tua­ra, ni si­quie­ra es­tan­do él muer­to. Siem­pre es­ta­re­mos en la­dos opues­tos de esta lu­cha, du­que. La re­gla era que no hu­bie­ra he­re­de­ros. La úni­ca re­gla. Te he­mos de­ja­do en paz to­dos es­tos años con tu tí­tu­lo ilí­ci­to de­bi­do a ello. Pero quie­ro que se­pas una cosa: si de­ci­des in­cum­plir­lo, te des­tro­za­ré y nun­ca en­con­tra­rás ni un ápi­ce de fe­li­ci­dad en esta vida.

—¿Y crees que aho­ra es­toy ple­tó­ri­co?

Mal­di­ción, Dia­blo es­pe­ra­ba que no. Es­pe­ra­ba que no hu­bie­ra nada que hi­cie­ra fe­liz al du­que. Se ha­bía ale­gra­do del le­gen­da­rio re­ti­ro de su her­mano, pues sa­bía que Ewan vi­vía en la casa en don­de los ha­bían obli­ga­do a com­pe­tir; los hi­jos bas­tar­dos su­mi­dos en una ba­ta­lla por la le­gi­ti­mi­dad, por el nom­bre, el tí­tu­lo y la for­tu­na. Se les en­se­ñó cómo bai­lar, cómo com­por­tar­se en la mesa y cómo ha­blar con elo­cuen­cia para ocul­tar la ver­gon­zo­sa for­ma en que los tres ha­bían na­ci­do.

Es­pe­ra­ba que cada re­cuer­do de su ju­ven­tud con­su­mie­ra a su her­mano, y él mis­mo se con­su­mía de arre­pen­ti­mien­to por ha­ber­se per­mi­ti­do desem­pe­ñar el pa­pel de com­pla­cien­te hijo de un mal­di­to mons­truo.

No obs­tan­te, Dia­blo min­tió.

—No me im­por­ta.

—Os he bus­ca­do du­ran­te más de una dé­ca­da, y aho­ra os he en­con­tra­do. Los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle, ri­cos y des­pia­da­dos, que di­ri­gen Dios sabe qué cla­se de red cri­mi­nal en el co­ra­zón de Co­vent Gar­den, el lu­gar que me vio na­cer, debo aña­dir.

—Te es­cu­pió en el mo­men­to en que lo trai­cio­nas­te. Y a no­so­tros —le res­pon­dió Dia­blo.

—He he­cho la mis­ma pre­gun­ta de mil ma­ne­ras di­fe­ren­tes. —Ewan se giró y se pasó la mano, ner­vio­so, por su ru­bio ca­be­llo—. Na­die suel­ta pren­da, ¿dón­de está ella?

Ha­bía pá­ni­co en sus pa­la­bras, como si pu­die­ra vol­ver­se loco si no re­ci­bía una res­pues­ta. Dia­blo ha­bía vi­vi­do en la os­cu­ri­dad lo su­fi­cien­te como para en­ten­der a los lo­cos y sus ob­se­sio­nes. Agi­tó la ca­be­za y agra­de­ció en si­len­cio a los dio­ses que la gen­te del Gar­den les fue­se fiel.

—Siem­pre fue­ra de tu al­can­ce.

—¡Me la qui­tas­te! —El pá­ni­co se con­vir­tió en ra­bia.

—La ale­ja­mos del tí­tu­lo —le con­tes­tó Dia­blo—. El que hizo en­fer­mar a tu pa­dre.

—Tam­bién era tu pa­dre.

Dia­blo ig­no­ró la co­rrec­ción.

—El tí­tu­lo que te en­fer­mó. El que te hizo es­tar dis­pues­to a ma­tar­la.

El du­que se que­dó mi­ran­do al te­cho du­ran­te un rato an­tes de pro­se­guir.

—De­be­ría ha­ber­te ma­ta­do.

—Ella ha­bría es­ca­pa­do.

—De­be­ría ma­tar­te aho­ra.

—En­ton­ces nun­ca la en­con­tra­rás.

Su man­dí­bu­la, tan pa­re­ci­da a la de su pa­dre, se ten­só. Su mi­ra­da ad­qui­rió una som­bra de lo­cu­ra y des­pués vol­vió a tor­nar­se inex­pre­si­va.

—En­ton­ces en­tien­de, Dia­blo, que no ten­go in­te­rés en cum­plir mi par­te del tra­to. Ten­dré he­re­de­ros. Soy un du­que. Ten­dré es­po­sa y un hijo den­tro de un año. Re­ne­ga­ré de nues­tro tra­to, a me­nos que me di­gas dón­de está.

La ra­bia de Dia­blo se en­cen­dió y aga­rró con más fuer­za la ca­be­za pla­tea­da de su bas­tón. De­be­ría ma­tar a su her­mano aho­ra. De­jar que se de­san­gra­ra en el mal­di­to sue­lo y dar­le al fin su me­re­ci­do a la lí­nea su­ce­so­ria Mar­wick.

Co­men­zó a gol­pear­se la pun­ta de su bota ne­gra con el bas­tón.

—Ha­rías bien en re­cor­dar la in­for­ma­ción que ten­go so­bre ti, du­que. Una pa­la­bra mía ha­ría que te col­ga­ran.

—¿Y por qué no la usas?

La pre­gun­ta no era desafian­te, como Dia­blo ha­bría es­pe­ra­do. Era más bien tris­te, como si Ewan fue­ra a acep­tar la muer­te. Como si la desea­ra.

Dia­blo ig­no­ró aquel pen­sa­mien­to.

—Por­que ju­gar con­ti­go es más en­tre­te­ni­do.

Era men­ti­ra. Dia­blo ha­bría des­trui­do fe­liz­men­te a este hom­bre, a quien una vez con­si­de­ró su her­mano. Pero to­dos esos años atrás, cuan­do él y Whit es­ca­pa­ron de la re­si­den­cia de Mar­wick y se di­ri­gie­ron a Lon­dres y a su te­rri­ble fu­tu­ro, pro­me­tien­do man­te­ner a Gra­ce sana y sal­va, ha­bían he­cho otra pro­me­sa, y esta era a la pro­pia Gra­ce.

No ma­ta­rían a Ewan.

—Sí, creo que ju­ga­ré a tu es­tú­pi­do jue­go —pro­si­guió Dia­blo, tras le­van­tar­se y dar dos gol­pes con su bas­tón en el sue­lo—. Sub­es­ti­mas el po­der del hijo bas­tar­do, her­mano. Las da­mas ado­ran a los hom­bres dis­pues­tos a lle­var­las a pa­sear por la os­cu­ri­dad. Es­ta­ré en­can­ta­do de arrui­nar a tus fu­tu­ras es­po­sas. Una tras otra, has­ta el fin de los tiem­pos. Sin pen­sár­me­lo dos ve­ces. Nun­ca en­gen­dra­rás un he­re­de­ro. —Se acer­có a su her­mano has­ta que­dar fren­te a fren­te con él—. Te qui­té a Gra­ce de­lan­te de tus na­ri­ces —su­su­rró—. ¿Crees que no po­dré ha­cer­lo con otras?

La man­dí­bu­la de Ewan se apre­tó en un arre­ba­to de fu­ria.

—Te arre­pen­ti­rás de ha­ber­la ale­ja­do de mí.

—Na­die ale­ja a Gra­ce de na­die. Ella fue quien de­ci­dió aban­do­nar­te. Eli­gió huir. No con­fia­ba en que la man­tu­vie­ras a sal­vo. No cuan­do ella era la prue­ba de tu más os­cu­ro se­cre­to. —Hizo una pau­sa—. Ro­bert Matt­hew Ca­rrick.

La mi­ra­da del du­que se nu­bló al es­cu­char ese nom­bre, y Dia­blo se pre­gun­tó si era po­si­ble que los ru­mo­res fue­ran cier­tos. Si Ewan es­ta­ría loco de ver­dad.

No se­ría una sor­pre­sa, dado el pa­sa­do que lo ator­men­ta­ba. Que los ator­men­ta­ba a to­dos.

Pero a Dia­blo no le im­por­tó, y con­ti­nuó con su dis­cur­so.

—Ella nos eli­gió, Ewan. Y me ase­gu­ra­ré de que to­das las mu­je­res a las que cor­te­jes ha­gan lo mis­mo. Dis­fru­ta­ré arrui­nan­do a cada una de ellas. Y al ha­cer­lo, las es­ta­ré sal­van­do de tu ob­se­sión por el po­der.

—¿Crees que tú no tie­nes la mis­ma ob­se­sión? ¿Crees que tú no la he­re­das­te de nues­tro pa­dre? Os lla­man «los re­yes de Co­vent Gar­den», y todo lo que os ro­dea es po­der, di­ne­ro y pe­ca­do.

Dia­blo son­rió con su­fi­cien­cia.

—Ga­na­do a pul­so, Ewan.

—Ro­ba­do, que­rrás de­cir.

—Tú sí que de­bes de sa­ber mu­cho so­bre fu­tu­ros ro­ba­dos. So­bre nom­bres ro­ba­dos. Ro­bert Matt­hew Ca­rrick, du­que de Mar­wick. Un bo­ni­to nom­bre para un niño na­ci­do en un bur­del de Co­vent Gar­den.

El du­que frun­ció el ceño y sus ojos se os­cu­re­cie­ron.

—En­ton­ces, que em­pie­ce el jue­go, her­mano, ya que pa­re­ce que me han re­ga­la­do una pro­me­ti­da. lady Fe­li­cia Fair­ha­ven o Fio­na Fart­hing o al­gún otro nom­bre es­tú­pi­do.

«Fe­li­city Fair­cloth».

Así es como la ha­bían lla­ma­do aque­llos as­nos en el bal­cón an­tes de des­tro­zar­la en pe­da­zos y ha­cer que se sin­tie­ra obli­ga­da a pro­me­ter­se al du­que en un arre­ba­to de in­so­len­cia. Dia­blo ha­bía sido tes­ti­go de cómo su­ce­día el desas­tre, pero ha­bía sido in­ca­paz de evi­tar que se vie­ra en­vuel­ta en los asun­tos de su her­mano. En sus pro­pios asun­tos.

—Si pien­sas con­ven­cer­me de que no es­tás en el mer­ca­do para he­rir a las mu­je­res, in­vo­lu­crar a una jo­ven inocen­te en esto no es la for­ma de ha­cer­lo.

La mi­ra­da de Ewan en­con­tró la suya al ins­tan­te, y Dia­blo la­men­tó ha­ber di­cho aque­llo. Lo que Ewan pa­re­cía pen­sar que ha­bía in­si­nua­do.

—No le haré daño —anun­ció Ewan—. Me voy a ca­sar con ella.

Aque­lla afir­ma­ción le mo­les­tó, pero Dia­blo hizo lo po­si­ble por ig­no­rar aquel sen­ti­mien­to. Fe­li­city Fair­cloth, la del nom­bre es­tú­pi­do, ya es­ta­ba in­vo­lu­cra­da has­ta las ce­jas. Lo cual sig­ni­fi­ca­ba que no te­nía otro re­me­dio que com­pro­me­ter­la.

Ewan si­guió pre­sio­nan­do.

—Su fa­mi­lia pa­re­ce de­ses­pe­ra­da por ca­zar a un du­que, tan de­ses­pe­ra­da que la mis­ma dama nos ha de­cla­ra­do com­pro­me­ti­dos esta no­che. Y que yo sepa, ni si­quie­ra nos he­mos co­no­ci­do. Evi­den­te­men­te, es una bo­ba­li­co­na, pero no me im­por­ta. Los he­re­de­ros son he­re­de­ros.

No era una bo­ba­li­co­na. Era fas­ci­nan­te. In­ge­nio­sa, cu­rio­sa y se sen­tía más có­mo­da en la os­cu­ri­dad de lo que él ha­bría ima­gi­na­do. Y con una son­ri­sa que ha­cía que los hom­bres se fi­ja­sen en ella.

Era una lás­ti­ma que tu­vie­ra que arrui­nar­la.

—En­con­tra­ré a la fa­mi­lia de la jo­ven y les ofre­ce­ré for­tu­na, tí­tu­lo, todo. Lo que sea ne­ce­sa­rio. Las amo­nes­ta­cio­nes se pu­bli­ca­rán el do­min­go —con­ti­nuó Mar­wick con toda tran­qui­li­dad, como si es­tu­vie­ra ha­blan­do so­bre el tiem­po— y es­ta­re­mos ca­sa­dos den­tro un mes. Los he­re­de­ros pron­to ven­drán en ca­mino.

«Na­die vuel­ve a en­trar a me­nos que atra­pe al me­jor par­ti­do de to­dos».

Dia­blo es­cu­chó cómo re­so­na­ban en su ca­be­za las pa­la­bras de Fe­li­city. La mu­jer iba a es­tar en­can­ta­da con ese giro de los acon­te­ci­mien­tos. El ma­tri­mo­nio con Mar­wick le trae­ría lo que ella desea­ba, el re­gre­so a la aris­to­cra­cia como una he­roí­na.

Solo que no re­gre­sa­ría.

Por­que Dia­blo nun­ca lo per­mi­ti­ría, tu­vie­ra una son­ri­sa pre­cio­sa o no. Aun­que la son­ri­sa fa­ci­li­ta­ría mu­cho la ta­rea de arrui­nar­la.

Dia­blo frun­ció el ceño.

—Solo con­se­gui­rás he­re­de­ros de Fe­li­city Fair­cloth so­bre mi pro­pio ca­dá­ver.

—¿Crees que se que­da­rá con Co­vent Gar­den en lu­gar de con May­fair?

«Quie­ro vol­ver a en­trar».

May­fair era todo lo que Fe­li­city Fair­cloth desea­ba. Lo úni­co que de­bía ha­cer él era mos­trar­le que ha­bía más don­de ele­gir. Pero an­tes de ello, lan­zó su dar­do más en­ve­ne­na­do.

—Creo que no es la pri­me­ra mu­jer que pre­fie­re arries­gar­se con­mi­go en vez de pa­sar toda una vida con­ti­go, Ewan.

Y era cier­to.

El du­que miró ha­cia otro lado, a tra­vés de la ven­ta­na.

—Vete.