Lady Felicity y el canalla

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Sari: Romantica #1
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Capítulo 4

Fe­li­city atra­ve­só la puer­ta abier­ta del ho­gar de sus an­ces­tros ig­no­ran­do el he­cho de que su her­mano le pi­sa­ba los ta­lo­nes. Se de­tu­vo para son­reír con edu­ca­ción al ma­yor­do­mo, que se­guía sos­te­nien­do la puer­ta.

—Bue­nas no­ches, Ir­ving.

—Bue­nas no­ches, mi­lady —en­to­nó el ma­yor­do­mo, para des­pués ce­rrar la puer­ta tras Art­hur y gi­rar­se a re­co­ger los guan­tes del con­de—. Mi­lord.

Art­hur negó con la ca­be­za.

—No voy a que­dar­me, Ir­ving. Solo es­toy aquí para ha­blar con mi her­ma­na.

Fe­li­city se vol­vió para en­con­trar­se con una mi­ra­da cas­ta­ña idén­ti­ca a la suya.

—¿Aho­ra te gus­ta­ría ha­blar? De re­gre­so a casa has es­ta­do ca­lla­do.

—Yo no lo lla­ma­ría ca­lla­do.

—¿Ah, no?

—No. Yo lo lla­ma­ría «en­mu­de­ci­do».

Ella se mofó mien­tras se qui­ta­ba los guan­tes, uti­li­zan­do aque­lla ex­cu­sa para no mi­rar a su her­mano a los ojos y evi­tar la vio­len­ta cul­pa que la ator­men­ta­ba solo de pen­sar en que de­bía ha­blar so­bre la desas­tro­sa ve­la­da que aca­ba­ba de fi­na­li­zar.

—Por Dios, Fe­li­city, no es­toy se­gu­ro de que haya un her­mano en toda la cris­tian­dad que pue­da en­con­trar pa­la­bras para tu osa­día.

—Oh, por fa­vor. Solo he di­cho una pe­que­ña men­ti­ra. —Se di­ri­gió a la es­ca­le­ra al tiem­po que agi­ta­ba una mano en el aire y tra­ta­ba de no pa­re­cer tan ho­rro­ri­za­da como lo es­ta­ba—. Mu­cha gen­te ha he­cho co­sas mu­cho más es­can­da­lo­sas. Tam­po­co es que haya em­pe­za­do a tra­ba­jar en un bur­del.

Los ojos de Art­hur casi se sa­lie­ron de sus ór­bi­tas.

—¿Una pe­que­ña men­ti­ra? —An­tes de que ella pu­die­ra res­pon­der­le, pro­si­guió—: Y ni si­quie­ra de­be­rías co­no­cer la pa­la­bra bur­del.

Fe­li­city miró ha­cia atrás; los dos es­ca­lo­nes que ha­bía subido la ha­cían su­pe­rar a su her­mano en al­tu­ra.

—¿En se­rio?

—En se­rio.

—Su­pon­go que crees que no es apro­pia­do que yo co­noz­ca la pa­la­bra bur­del.

—No es que lo crea, es que lo sé. Y deja de de­cir bur­del.

—¿Te hago sen­tir in­có­mo­do?

Su her­mano la miró con los ojos en­tre­ce­rra­dos.

—No, pero in­tu­yo que esa es tu in­ten­ción. Y no quie­ro que ofen­das a Ir­ving.

El ma­yor­do­mo ele­vó las ce­jas.

Fe­li­city se vol­vió ha­cia él.

—¿Te es­toy ofen­dien­do, Ir­ving?

—No más de lo ha­bi­tual, mi­lady —con­tes­tó el hom­bre ma­yor con se­rie­dad.

Fe­li­city sol­tó una ri­si­ta mien­tras el hom­bre se mar­cha­ba.

—Me ale­gra que uno de los dos aún sea ca­paz de to­mar­se nues­tra si­tua­ción a risa. —Art­hur miró ha­cia la gran lám­pa­ra de ara­ña del te­cho an­tes de con­ti­nuar—. Dios mío, Fe­li­city.

Y de nue­vo es­ta­ban don­de ha­bían em­pe­za­do, con la cul­pa y el pá­ni­co y una can­ti­dad no pre­ci­sa­men­te pe­que­ña de mie­do re­co­rrien­do todo su cuer­po.

—No qui­se de­cir­lo.

Su her­mano vol­vió a mi­rar­la.

—¿Bur­del?

—Oh, ¿aho­ra eres tú quien está de bro­ma?

Él abrió los bra­zos.

—No sé qué más ha­cer. —Se de­tu­vo, y lue­go pen­só en algo más que aña­dir. Lo más ob­vio—. ¿Cómo es po­si­ble que pen­sa­ras…?

—Lo sé —le in­te­rrum­pió ella.

—No, no creo que lo se­pas. Lo que has he­cho es…

—Lo —in­sis­tió.

—Fe­li­city, le has con­ta­do a todo el mun­do que te vas a ca­sar con el du­que de Mar­wick.

Se sen­tía bas­tan­te ma­rea­da.

—No a todo el mun­do.

—No, solo seis de los peo­res co­ti­llas. A nin­guno de los cua­les le caes bien, debo aña­dir, así que no ha­brá ma­ne­ra de si­len­ciar­los. —El re­cuer­do del odio que sen­tían ha­cia ella no es­ta­ba ayu­dan­do a que sus en­tra­ñas se cal­ma­ran. Sin em­bar­go, Art­hur con­ti­nuó pre­sio­nan­do sin per­ca­tar­se de ello—. Tam­po­co es que im­por­te. Bien po­drías ha­ber­lo gri­ta­do des­de la pla­ta­for­ma de la or­ques­ta, a juz­gar por la ve­lo­ci­dad con la que atra­ve­só el sa­lón de bai­le. Tuve que sa­lir co­rrien­do de allí an­tes de que Mar­wick me bus­ca­ra para pe­dir­me ex­pli­ca­cio­nes. O, lo que es peor, an­tes de que se le­van­ta­ra de­lan­te de to­dos los in­vi­ta­dos y te lla­ma­ra men­ti­ro­sa.

Ha­bía sido un te­rri­ble error. Lo sa­bía. Pero ha­bían con­se­gui­do que se en­fa­da­ra tan­to. Y ha­bían sido tan crue­les. Y se sen­tía tan sola.

—No pre­ten­día…

Art­hur lan­zó un lar­go y pe­sa­do sus­pi­ro, como si lle­va­ra una car­ga in­vi­si­ble a cues­tas.

—Nun­ca lo pre­ten­des.

Lo dijo tan ba­ji­to que pa­re­cía un su­su­rro, casi como si no desea­ra que Fe­li­city lo es­cu­cha­ra. O como si no es­tu­vie­ra allí. Pero lo es­ta­ba, por su­pues­to. Pue­de que siem­pre lo es­tu­vie­ra.

—Art­hur…

—No pre­ten­días que te des­cu­brie­ran en la al­co­ba de un hom­bre…

—Ni si­quie­ra sa­bía que era una al­co­ba.

Era una puer­ta ce­rra­da con lla­ve. En la plan­ta su­pe­rior del sa­lón de bai­le don­de le ha­bían roto el co­ra­zón. Por su­pues­to, Art­hur nun­ca lo en­ten­de­ría. En su men­te, aque­llo ha­bía sido una es­tu­pi­dez. Y tal vez lo fue­ra.

Pero aho­ra ya ha­bía cam­bia­do de tema.

No pre­ten­dis­te re­cha­zar tres ofer­tas su­ma­men­te ade­cua­das en los me­ses si­guien­tes.

Su co­lum­na ver­te­bral se en­de­re­zó. Eso ha­bía que­ri­do ha­cer­lo.

—Eran ofer­tas su­ma­men­te ade­cua­das si te gus­tan la ve­jez o la inep­ti­tud.

—Eran hom­bres que desea­ban ca­sar­se con­ti­go, Fe­li­city.

—No, eran hom­bres que desea­ban ca­sar­se con mi dote. Desea­ban ha­cer ne­go­cios con­ti­go —se­ña­ló. Art­hur po­seía una men­te pri­vi­le­gia­da para los ne­go­cios y era ca­paz de con­ver­tir las plu­mas de gan­so en oro—. Uno de ellos in­clu­so me dijo que po­día se­guir vi­vien­do aquí, si así lo desea­ba.

Las me­ji­llas de su her­mano ad­qui­rie­ron un tono ro­ji­zo.

—¡¿Y qué tie­ne eso de malo?!

Ella par­pa­deó va­rias ve­ces.

—¿Te re­fie­res a vi­vir se­pa­ra­da de mi ma­ri­do en un ma­tri­mo­nio sin amor?

—Por fa­vor —se bur­ló—, ¿aho­ra ha­bla­mos de amor? Es me­jor que te va­yas me­tien­do tú mis­ma en el flo­re­ro, ya pues­tos.

Ella en­tre­ce­rró los ojos.

—¿Por qué? Tú tie­nes amor.

Art­hur ex­ha­ló con fuer­za.

—Eso es di­fe­ren­te.

Años atrás, Art­hur se ha­bía ca­sa­do con lady Pru­den­ce Feat­hers­to­ne. Lo suyo ha­bía sido un re­co­no­ci­do ma­tri­mo­nio por amor. Pru era la chi­ca que ha­bía vi­vi­do en la rui­no­sa re­si­den­cia que ha­bía al lado de la casa de cam­po del pa­dre de Art­hur y Fe­li­city. Todo Lon­dres sus­pi­ra­ba cuan­do nom­bra­ba a Art­hur, el jo­ven y bri­llan­te con­de de Grout, he­re­de­ro de un mar­que­sa­do, y a Pru­den­ce, su po­bre pero en­can­ta­do­ra es­po­sa, que no ha­bía tar­da­do en dar a luz al he­re­de­ro de su enamo­ra­do ma­ri­do y que es­ta­ba ac­tual­men­te en casa, es­pe­ran­do el na­ci­mien­to del se­gun­do, que le ser­vi­ría de re­pues­to.

Pru y Art­hur se ado­ra­ban de una ma­ne­ra irra­cio­nal, has­ta tal pun­to que na­die lo cree­ría de no ha­ber sido tes­ti­go. Nun­ca dis­cu­tían, dis­fru­ta­ban de las mis­mas co­sas y a me­nu­do se les po­día ver jun­tos por los rin­co­nes de los sa­lo­nes de bai­le de Lon­dres, pues pre­fe­rían su mu­tua com­pa­ñía a la de cual­quier otra per­so­na.

Era nau­sea­bun­do, de ver­dad.

Pero no po­día ser tan inal­can­za­ble, ¿no?

—¿Por qué?

—Por­que co­noz­co a Pru de toda la vida, y el amor no es algo que le su­ce­da a todo el mun­do. —Hizo una pau­sa y lue­go agre­gó—: Y aun cuan­do su­ce­de, sue­le ve­nir acom­pa­ña­do de sus pro­pios pro­ble­mas.

Ella la­deó la ca­be­za ante aque­llas pa­la­bras. ¿Qué sig­ni­fi­ca­ban?

—¿Art­hur?

Él agi­tó la ca­be­za, ne­gán­do­se a con­tes­tar.

—El caso es que tie­nes vein­ti­sie­te años, y ya va sien­do hora de que de­jes de ti­tu­bear y te ca­ses con un hom­bre de­cen­te. Por su­pues­to, aho­ra lo has he­cho casi im­po­si­ble.

Pero ella no que­ría a un an­ciano de ma­ri­do. Que­ría más que eso. Que­ría a un hom­bre que pu­die­ra…, ni si­quie­ra lo sa­bía. Un hom­bre que pu­die­ra ha­cer algo más que ca­sar­se con ella y de­jar­la sola du­ran­te el res­to de su vida, eso es­ta­ba cla­ro.

Sin em­bar­go, no que­ría que su fa­mi­lia su­frie­ra a cau­sa de sus lo­cu­ras. Se miró las ma­nos y dijo la ver­dad.

—Lo sien­to.

—Tu arre­pen­ti­mien­to no es su­fi­cien­te.

La res­pues­ta fue brus­ca. Más de lo que se hu­bie­ra es­pe­ra­do de su her­mano ge­me­lo, que ha­bía per­ma­ne­ci­do a su lado des­de el na­ci­mien­to. In­clu­so an­tes. Bus­có su mi­ra­da cas­ta­ña, una mi­ra­da que co­no­cía al de­di­llo pues­to que era igual que la suya, y lo vio. In­cer­ti­dum­bre. No. Peor. De­cep­ción.

Des­cen­dió un es­ca­lón para acer­car­se a él.

—Art­hur, ¿qué ha pa­sa­do?

Él tra­gó sa­li­va y negó con la ca­be­za.

—No es nada. Yo solo… pen­sé que tal vez te­nía­mos una opor­tu­ni­dad.

—¿Con el du­que? —Sus ojos se agran­da­ron de in­cre­du­li­dad—. No la te­nía­mos, Art­hur. Ni si­quie­ra an­tes de de­cir lo que dije.

—Con… —Hizo una pau­sa, se­rio—. Con un buen par­ti­do.

—¿Aca­so ha­bía un gru­po de hom­bres re­cla­man­do co­no­cer­me esta no­che?

 

—Es­ta­ba Matt­hew Bing­ham­ton.

Ella par­pa­deó.

—El se­ñor Bing­ham­ton es te­rri­ble­men­te abu­rri­do.

—Es tan rico como un rey —le re­cor­dó su her­mano.

—No lo su­fi­cien­te­men­te rico como para que me case con él, me temo. La ri­que­za no com­pra la per­so­na­li­dad. —Cuan­do Art­hur gru­ñó, ella con­ti­nuó—. ¿Tan malo se­ría que me que­da­ra sol­te­ra? Na­die te cul­pa­rá por­que sea in­ca­sa­ble. Mi pa­dre es el mar­qués de Bum­ble, y tú eres con­de y he­re­de­ro. Po­de­mos pres­cin­dir de un buen par­ti­do, ¿no?

Aun­que es­ta­ba to­tal­men­te aver­gon­za­da por lo que ha­bía su­ce­di­do, ha­bía una par­te no pe­que­ña de ella que sen­tía bas­tan­te agra­de­ci­da por ha­ber ter­mi­na­do con aque­lla far­sa.

Él pa­re­cía es­tar pen­san­do en otra cosa. Algo im­por­tan­te.

—¿Art­hur?

—Tam­bién es­ta­ba Frie­drich Hom­rig­hau­sen.

—Frie­drich… —Fe­li­city la­deó la ca­be­za, su­mi­da en la con­fu­sión—. Art­hur, herr Hom­rig­hau­sen lle­gó a Lon­dres hace una se­ma­na. Y no ha­bla in­glés.

—No pa­re­cía te­ner pro­ble­mas con eso.

—¿Y no se te ocu­rrió que yo sí po­dría te­ner pro­ble­mas con eso, ya que no ha­blo ale­mán?

Él le­van­tó un hom­bro.

—Po­drías apren­der.

Fe­li­city vol­vió a par­pa­dear.

—Art­hur, no sien­to nin­gún de­seo de vi­vir en Ba­vie­ra.

—He oído que es un lu­gar muy bo­ni­to. Se dice que Hom­rig­hau­sen tie­ne un cas­ti­llo —hizo un ade­mán con la mano—, con to­rre­ci­llas.

In­cli­nó la ca­be­za.

—¿Es que es­toy en el mer­ca­do en bus­ca de to­rre­ci­llas?

—Pue­de que lo es­tés.

Fe­li­city ob­ser­vó a su her­mano du­ran­te un rato mien­tras al­gu­na ab­sur­da idea le ron­da­ba la men­te, algo que no po­día pro­nun­ciar en voz alta, así que se de­ci­dió.

—¿Art­hur?

An­tes de que pu­die­ra res­pon­der re­tum­ba­ron me­dia do­ce­na de la­dri­dos des­de el piso su­pe­rior, se­gui­dos de unas pa­la­bras.

—Oh, san­to cie­lo. Su­pon­go que el bai­le no sa­lió como es­ta­ba pla­nea­do, ¿ver­dad? —La pre­gun­ta bajó por la ba­ran­di­lla del pri­mer piso tras las pa­tas de los tres pe­rros sal­chi­cha de pelo lar­go, el or­gu­llo de la Mar­que­sa de Bum­ble, quien, a pe­sar de te­ner la na­riz roja por un res­fria­do que la ha­bía man­te­ni­do en casa, apa­re­ció con toda su ele­gan­cia, en­vuel­ta en una her­mo­sa bata de co­lor vino y con el pelo pla­tea­do ca­yén­do­le por los hom­bros.

—¿Has co­no­ci­do al du­que?

—De he­cho, no —res­pon­dió Art­hur.

La mar­que­sa se giró para lan­zar una mi­ra­da de de­cep­ción a su úni­ca hija.

—Oh, Fe­li­city. Eso no pue­de ser. Los du­ques no cre­cen en los ár­bo­les, ya lo sa­bes.

—¿Ah, no? —pre­gun­tó ella con des­ca­ro, desean­do que su ge­me­lo per­ma­ne­cie­ra ca­lla­do mien­tras ella tra­ta­ba de ahu­yen­tar a los pe­rros, que ya se ha­bían le­van­ta­do so­bre sus pa­tas tra­se­ras y es­ta­ban pi­so­teán­do­le el ves­ti­do—. ¡Aba­jo! ¡Fue­ra!

—No eres tan di­ver­ti­da como crees —con­ti­nuó su ma­dre, ig­no­ran­do el asal­to ca­nino que se es­ta­ba pro­du­cien­do aba­jo—. Pue­de que haya un du­que dis­po­ni­ble al año. ¡Al­gu­nos años, ni si­quie­ra eso! Y ya per­dis­te tu opor­tu­ni­dad el año pa­sa­do.

—El du­que de Ha­ven ya es­ta­ba ca­sa­do, ma­dre.

—¡No lo di­gas como si yo no lo re­cor­da­ra! —se­ña­ló—. Me gus­ta­ría dar­le una bue­na char­la por cómo te cor­te­jó sin te­ner si­quie­ra la in­ten­ción de ca­sar­se con­ti­go.

Fe­li­city ig­no­ró el so­li­lo­quio que, de to­das for­mas, ya ha­bía es­cu­cha­do mi­les de ve­ces. No la ha­brían en­via­do a com­pe­tir por la mano del du­que de no ser por­que no ha­bía otros ma­ri­dos que cla­ma­ran por ella, por lo que no le im­por­tó de­ma­sia­do que él hu­bie­ra ele­gi­do se­guir ca­sa­do con su es­po­sa.

Apar­te de que la du­que­sa de Ha­ven le caía bas­tan­te bien, tam­bién apren­dió una lec­ción im­por­tan­te so­bre la ins­ti­tu­ción del ma­tri­mo­nio: que un hom­bre per­di­da­men­te enamo­ra­do era un ma­ri­do ex­tra­or­di­na­rio.

No es que Fe­li­city fue­ra a te­ner la opor­tu­ni­dad de en­con­trar a un ma­ri­do per­di­da­men­te enamo­ra­do. Ese bar­co en con­cre­to aca­ba­ba de zar­par esa no­che. Bueno, ha­bía zar­pa­do me­ses atrás, para ser sin­ce­ra, pero esa no­che se ha­bía en­te­rra­do a sí mis­ma para siem­pre.

—Es­toy mez­clan­do me­tá­fo­ras.

—¿Qué? —gru­ñó Art­hur.

—¿Que tú qué? —re­pi­tió su ma­dre.

—Nada. —Hizo un ade­mán con la mano—. Es­ta­ba pen­san­do en voz alta.

Art­hur sus­pi­ró.

—Por el amor de Dios, Fe­li­city. Eso no te va a ayu­dar a atra­par al du­que —dijo la mar­que­sa.

—Ma­dre, Fe­li­city no va a atra­par al du­que.

—Con esa ac­ti­tud se­gu­ro que no —res­pon­dió su ma­dre—. ¡Nos in­vi­tó a un bai­le! ¡Todo Lon­dres cree que está bus­can­do es­po­sa! ¡Y tú eres la hija de un mar­qués, her­ma­na de un con­de y tie­nes to­dos los dien­tes!

Fe­li­city ce­rró los ojos por un ins­tan­te, tra­ta­do de con­tro­lar las ga­nas de gri­tar, llo­rar, reír o ha­cer las tres co­sas al mis­mo tiem­po.

—¿Es eso lo que quie­ren los du­ques hoy en día? ¿Que ten­ga­mos to­dos los dien­tes?

—¡Pues es una par­te im­por­tan­te, sí! —in­sis­tió la mar­que­sa, y sus pa­la­bras lle­nas de pá­ni­co se con­vir­tie­ron en una tos des­con­tro­la­da. Sacó un pa­ñue­lo para cu­brir­se la boca—. ¡Mal­di­to frío! ¡Si no hu­bie­ra te­ni­do que que­dar­me en casa os ha­bría pre­sen­ta­do yo mis­ma hoy!

Fe­li­city dio gra­cias en si­len­cio al dios que ha­bía he­cho lle­gar el res­fria­do a Bum­ble Hou­se dos días atrás, ya que si no se ha­bría vis­to obli­ga­da a bai­lar o in­clu­so a to­mar ra­ta­fía con el du­que de Mar­wick.

Y a na­die le gus­ta­ba la ra­ta­fía. El mo­ti­vo por el que es­ta­ba pre­sen­te en to­dos y cada uno de los bai­les se­guía sien­do una in­cóg­ni­ta para Fe­li­city.

—No po­drías ha­ber­nos pre­sen­ta­do —le dijo al fin—. To­da­vía no co­no­ces a Mar­wick. Na­die lo co­no­cía. Por­que es un er­mi­ta­ño y un loco, si he­mos de dar cré­di­to a los ru­mo­res.

—Na­die se cree los ru­mo­res.

—Ma­dre, todo el mun­do cree en los ru­mo­res. Si no lo hi­cie­ran… —Se de­tu­vo mien­tras la mar­que­sa es­tor­nu­da­ba—. ¡Je­sús!

—Si Je­sús tu­vie­ra algo que ver, ya se ha­bría en­car­ga­do él de ca­sar­te con el du­que de Mar­wick.

Fe­li­city puso los ojos en blan­co.

—Ma­dre, des­pués de esta no­che, si el du­que de Mar­wick mos­tra­ra al­gún in­te­rés en mí se­ría un cla­ro in­di­cio de que es el tipo de loco de re­ma­te que co­rre­tea por esa enor­me casa que tie­ne y co­lec­cio­na mu­je­res sol­te­ras para po­ner­les ves­ti­dos bo­ni­tos y ex­po­ner­las en su mu­seo pri­va­do.

Art­hur par­pa­deó.

—Eso es un poco gro­tes­co.

—Ton­te­rías —dijo su ma­dre—. Los du­ques no co­lec­cio­nan mu­je­res. —Se de­tu­vo an­tes de pro­se­guir—. Es­pe­ra, ¿des­pués de esta no­che?

Fe­li­city se que­dó en si­len­cio.

—¿Art­hur? —le ins­ti­gó—. ¿Qué ha pa­sa­do esta no­che?

Fe­li­city le dio la es­pal­da a su ma­dre y miró a su her­mano con los ojos muy abier­tos y su­pli­can­tes. No po­día so­por­tar te­ner que re­la­tar­le la desas­tro­sa no­che a su ma­dre. Para eso, an­tes ne­ce­si­ta­ba dor­mir. Y po­si­ble­men­te un poco de láu­dano.

—Sin in­ci­den­tes, ¿no es así, Art­hur?

—Qué lás­ti­ma —res­pon­dió la mar­que­sa—. ¿No ha pi­ca­do na­die más?

—¿Na­die más? —re­pi­tió Fe­li­city—. Art­hur, ¿tú tam­bién es­tás bus­can­do un ma­ri­do?

Art­hur se acla­ró la gar­gan­ta.

—No.

Las ce­jas de Fe­li­city se le­van­ta­ron.

—¿No, a quién de las dos?

—No a mamá.

—Oh —re­pli­có la mar­que­sa des­de su ele­va­da po­si­ción—. ¿Ni si­quie­ra Bing­ham­ton? ¿O el ale­mán?

Fe­li­city par­pa­deó.

—El ale­mán. Herr Hom­rig­hau­sen.

—¡Di­cen que tie­ne un cas­ti­llo! —chi­lló la mar­que­sa an­tes de su­mir­se en otro ata­que de tos, se­gui­do de un coro de la­dri­dos.

Fe­li­city ig­no­ró a su ma­dre y no dejó de ob­ser­var a su her­mano, que hizo todo lo po­si­ble para evi­tar mi­rar­la an­tes de res­pon­der al fin con tono irri­ta­do.

—Sí.

La pa­la­bra des­blo­queó el pen­sa­mien­to que ha­bía es­ta­do ron­dán­do­le an­tes por la ca­be­za a Fe­li­city.

—Son ri­cos.

Art­hur le lan­zó una mi­ra­da en­fu­rru­ña­da.

—No sé a qué te re­fie­res.

Ella se giró ha­cia su ma­dre.

—El se­ñor Bing­ham­ton, herr Hom­rig­hau­sen, el du­que de Mar­wick. —Miró a Art­hur de nue­vo—. Nin­guno de ellos es mi pa­re­ja ideal. Pero to­dos son ri­cos.

—¡Cie­los, Fe­li­city! ¡Las da­mas no ha­blan so­bre la si­tua­ción fi­nan­cie­ra de sus pre­ten­dien­tes! —gri­tó la mar­que­sa, y sus pe­rros sal­chi­cha la­dra­ron y brin­ca­ron en torno a ella como pe­que­ños y re­chon­chos que­ru­bi­nes.

—Pero no son mis pre­ten­dien­tes, ¿ver­dad? —pre­gun­tó. De re­pen­te lo com­pren­dió todo, y di­ri­gió una mi­ra­da acu­sa­to­ria a su her­mano —. Y si lo fue­ran, esta no­che lo he echa­do todo a per­der.

La mar­que­sa ja­deó al es­cu­char­la.

—¿Qué has he­cho esta vez?

Fe­li­city ig­no­ró el tono, como si ya hu­bie­ra es­pe­ra­do que hi­cie­ra algo para es­pan­tar a sus pre­ten­dien­tes. El que hu­bie­ra sido jus­to eso lo que hizo era del todo irre­le­van­te. Lo que im­por­ta­ba era lo si­guien­te: que su fa­mi­lia le ocul­ta­ba se­cre­tos.

—¿Art­hur?

Art­hur se vol­vió para mi­rar a su ma­dre, y Fe­li­city re­co­no­ció la mi­ra­da de sú­pli­ca frus­tra­da de cuan­do eran ni­ños, como cuan­do ro­ba­ba la úl­ti­ma por­ción de tar­ta de ce­re­za o cuan­do le pe­día que la de­ja­ran ir con él y sus ami­gos al es­tan­que por la tar­de. Si­guió su mi­ra­da has­ta don­de se en­con­tra­ba su ma­dre, vi­gi­lan­do des­de arri­ba y, por un mo­men­to, se pre­gun­tó cuán­tas ve­ces ha­bían es­ta­do ya en aque­lla mis­ma po­si­ción, los ni­ños aba­jo y uno de sus pa­dres arri­ba, como Sa­lo­món, es­pe­ran­do una so­lu­ción a sus ín­fi­mos pro­ble­mas.

Pero este pro­ble­ma no era ín­fi­mo.

A juz­gar por la mi­ra­da de im­po­ten­cia de su ma­dre, el pro­ble­ma era más gran­de de lo que Fe­li­city se ha­bía ima­gi­na­do.

—¿Qué ha pa­sa­do? —in­qui­rió Fe­li­city an­tes de co­lo­car­se jus­to fren­te a su her­mano—. No. A ella no. Es evi­den­te que yo tam­bién es­toy me­ti­da en esto, así que me gus­ta­ría sa­ber qué ha pa­sa­do.

—Yo po­dría pre­gun­tar lo mis­mo —re­pli­có su ma­dre des­de arri­ba.

Fe­li­city no la miró al res­pon­der.

—Le dije a todo Lon­dres que me iba a ca­sar con el du­que de Mar­wick.

—¡¿Que has he­cho qué?!

Los pe­rros co­men­za­ron a la­drar de nue­vo, esta vez en­lo­que­ci­dos, mien­tras su ama se su­mía en otro ata­que de tos. Aun así, Fe­li­city no apar­tó la vis­ta de su her­mano.

—Lo sé. Es te­rri­ble. He ar­ma­do un buen lío. Pero no soy la úni­ca… ¿ver­dad? —La mi­ra­da cul­pa­ble de Art­hur se en­con­tró con la suya, y ella re­pi­tió—: ¿Ver­dad?

Él ins­pi­ró pro­fun­da­men­te y lue­go sol­tó todo el aire con len­ti­tud y frus­tra­ción.

—No.

—Algo ha su­ce­di­do.

Él asin­tió.

—Algo re­la­cio­na­do con el di­ne­ro.

Otro asen­ti­mien­to.

—Fe­li­city, no ha­bla­mos de di­ne­ro con los hom­bres.

—Si es así, ma­dre, de­be­rías mar­char­te, por­que ten­go la in­ten­ción de con­ti­nuar con esta con­ver­sa­ción. —Los ojos ma­rro­nes de Art­hur se en­con­tra­ron con los de ella—. Algo re­la­cio­na­do con el di­ne­ro.

Él des­vió la mi­ra­da ha­cia la par­te tra­se­ra de la casa, don­de ha­bía un lar­go y os­cu­ro pa­si­llo que fi­na­li­za­ba en una es­ca­le­ra que subía a los apo­sen­tos del ser­vi­cio, don­de dor­mía una do­ce­na de sir­vien­tes sin sa­ber que su des­tino es­ta­ba en jue­go. Igual que lo ha­bía he­cho Fe­li­city has­ta aho­ra, has­ta que su her­mano, a quien ella ama­ba con todo su co­ra­zón, asin­tió por úl­ti­ma vez.

—No te­ne­mos nada —dijo.

Ella par­pa­deó ante aque­llas pa­la­bras; por más que ha­bía re­cla­ma­do una res­pues­ta, esta era más im­pac­tan­te de lo que es­pe­ra­ba.

 

—¿Qué quie­res de­cir?

Él se giró, frus­tra­do, y se pasó las ma­nos por el pelo an­tes de vol­ver­se de nue­vo ha­cia ella con los bra­zos abier­tos.

—¿Que qué quie­ro de­cir? Que no hay di­ne­ro.

Ella des­cen­dió del todo la es­ca­le­ra, agi­tan­do la ca­be­za.

—¿Cómo es po­si­ble? Eres Mi­das.

Él rio, aun­que fue un so­ni­do to­tal­men­te exen­to de hu­mor.

—Ya no lo soy.

—No es cul­pa de Art­hur —anun­ció la mar­que­sa de Bum­ble des­de el re­llano—. No sa­bía que era un mal ne­go­cio. Pen­só que los otros hom­bres eran de con­fian­za.

Fe­li­city sa­cu­dió la ca­be­za.

—¿Un mal ne­go­cio?

—No fue un mal ne­go­cio —re­pli­có él en voz baja—. No me es­ta­fa­ron. Yo solo… —Ella se acer­có a él y ex­ten­dió un bra­zo para tra­tar de con­so­lar­lo. Y lue­go aña­dió—: Nun­ca ima­gi­né que lo per­de­ría.

Ella tomó las ma­nos de él en­tre las su­yas.

—Todo irá bien —afir­mó en voz baja—. Solo has per­di­do algo de di­ne­ro.

Todo el di­ne­ro. —Miró sus ma­nos en­tre­la­za­das—. Por Dios, Fe­li­city. Pru no pue­de en­te­rar­se.

Fe­li­city no creía que a su cu­ña­da le im­por­ta­ra lo más mí­ni­mo que Art­hur hu­bie­ra he­cho una mala in­ver­sión. Le son­rió.

—Art­hur. Eres el he­re­de­ro de un mar­que­sa­do. Papá te ayu­da­rá a re­cu­pe­rar tu ne­go­cio y tu repu­tación. Hay tie­rras. Ca­sas. Todo se arre­gla­rá por sí solo.

Art­hur negó con la ca­be­za.

—No, Fe­li­city. Papá in­vir­tió con­mi­go. Todo se ha es­fu­ma­do. Solo nos que­da el tí­tu­lo.

Fe­li­city par­pa­deó y se giró al fin ha­cia su ma­dre, que se­guía de pie con una mano so­bre su pe­cho, y asin­tió.

—Todo.

—¿Cuán­do?

—No es im­por­tan­te.

Ella se vol­vió ha­cia su her­mano.

—De he­cho, creo que sí que lo es. ¿Cuán­do?

Él tra­gó sa­li­va.

—Hace die­ci­ocho me­ses.

La man­dí­bu­la de Fe­li­city se des­en­ca­jó. Die­ci­ocho me­ses. Le ha­bían men­ti­do du­ran­te un año y me­dio. Ha­bían tra­ta­do de ca­sar­la con un mon­tón de hom­bres to­tal­men­te inade­cua­dos para ella, y des­pués la ha­bían en­via­do a una ri­dí­cu­la fies­ta en una re­si­den­cia cam­pes­tre para que se unie­ra a otras cua­tro mu­je­res que in­ten­ta­ban con­ven­cer al du­que de Ha­ven de que acep­ta­ra a al­gu­na de ellas como su se­gun­da es­po­sa. De­be­ría de ha­ber­lo adi­vi­na­do en­ton­ces, jus­to en el mo­men­to en que su ma­dre, quien ado­ra­ba los bue­nos mo­da­les, a sus pe­rros y a sus hi­jos —en ese or­den—, le ha­bía su­ge­ri­do que la idea de que Fe­li­city com­pi­tie­se por la mano del du­que era sen­sa­ta.

De­be­ría de ha­ber­lo sa­bi­do cuan­do su pa­dre se lo per­mi­tió.

Cuan­do su her­mano se lo per­mi­tió.

Ella lo miró.

—El du­que era rico.

Él pes­ta­ñeó.

—¿Cuál de to­dos?

—Los dos. El del ve­rano pa­sa­do. El de esta no­che.

Su her­mano asin­tió.

—Y to­dos los de­más.

—Eran lo su­fi­cien­te­men­te ri­cos.

La san­gre le lle­gó has­ta los oí­dos.

—Te­nía que ca­sar­me con uno de ellos.

Él asin­tió de nue­vo.

—Y ese ma­tri­mo­nio lle­na­ría las ar­cas.

—Esa era la idea.

La ha­bían es­ta­do usan­do du­ran­te un año y me­dio. Ha­cien­do pla­nes sin que ella lo su­pie­ra. Du­ran­te un año y me­dio. Solo ha­bía sido un peón en el jue­go. Negó con la ca­be­za.

—¿Cómo no me di­jis­te que el ob­je­ti­vo era ca­sar­me a cual­quier pre­cio?

—Por­que no lo era. No po­dría ca­sar­te con cual­quie­ra…

Se per­ca­tó de que du­da­ba al fi­nal de la fra­se.

—Sin em­bar­go…

Sus­pi­ró e hizo un ges­to con la mano.

—Sin em­bar­go.

Es­cu­chó las pa­la­bras que se que­da­ron sin pro­nun­ciar.

«Ne­ce­si­tá­ba­mos ese com­pro­mi­so».

No ha­bía di­ne­ro.

—¿Qué hay de los sir­vien­tes?

Él mo­vió la ca­be­za.

—He­mos re­cor­ta­do el per­so­nal en to­das par­tes me­nos aquí.

Fe­li­city imi­tó el ges­to de su her­mano y se vol­vió ha­cia su ma­dre.

—To­das esas ex­cu­sas…, las in­nu­me­ra­bles ra­zo­nes por las que no nos fui­mos al cam­po.

—No que­ría­mos preo­cu­par­te —le res­pon­dió ella—. Ya es­ta­bas tan…

«Aban­do­na­da. Aca­ba­da. Ol­vi­da­da».

Vol­vió a sa­cu­dir la ca­be­za.

—¿Y los arren­da­ta­rios?

Los ar­duos tra­ba­ja­do­res del cam­po. Que de­pen­dían del tí­tu­lo para sub­sis­tir. Para pro­te­ger­los.

—Aho­ra se que­dan con lo que con­si­guen —res­pon­dió Art­hur—. Son ellos quie­nes co­mer­cian con su pro­pio ga­na­do y arre­glan sus pro­pias ca­sas.

Es­ta­ban pro­te­gi­dos, pero no por el tí­tu­lo al que es­ta­ba ata­da la tie­rra.

No ha­bía di­ne­ro. Nada que pu­die­ra sal­va­guar­dar las tie­rras para las fu­tu­ras ge­ne­ra­cio­nes, para los hi­jos de los arren­da­ta­rios. Para el hijo pe­que­ño de Art­hur y el se­gun­do que es­ta­ba en ca­mino. Para su pro­pio fu­tu­ro, si no se ca­sa­ba.

«No po­de­mos per­mi­tir­nos otro es­cán­da­lo».

Las pa­la­bras de Art­hur vol­vie­ron re­so­nar en su in­te­rior de ma­ne­ra ines­pe­ra­da, pero esta vez con un nue­vo sig­ni­fi­ca­do, más li­te­ral.

Era el si­glo XIX, y os­ten­tar un tí­tu­lo no ase­gu­ra­ba un es­ti­lo de vida acor­de con él, como an­tes so­lía ocu­rrir; ha­bía aris­tó­cra­tas em­po­bre­ci­dos por todo Lon­dres, y pron­to, la fa­mi­lia Fair­cloth se aña­di­ría a sus fi­las.

No era cul­pa de Fe­li­city, pero, de al­gu­na ma­ne­ra, sen­tía que lo era.

—Y aho­ra no me acep­ta­rán.

Art­hur des­vió la mi­ra­da, aver­gon­za­do.

—Aho­ra no te acep­ta­rán.

—Por­que he men­ti­do.

—¿Qué se te pasó por la ca­be­za para con­tar una men­ti­ra tan es­pan­to­sa? —cla­mó su ma­dre casi sin alien­to por el pá­ni­co.

—Su­pon­go que lo mis­mo que os pasó por la ca­be­za cuan­do de­ci­dis­teis ocul­tar­me un se­cre­to tan es­pan­to­so —le res­pon­dió Fe­li­city, pre­sa de la frus­tra­ción—: De­ses­pe­ra­ción.

Ra­bia. So­le­dad. El de­seo de for­mar­se un fu­tu­ro sin pen­sar si­quie­ra en qué po­dría ocu­rrir des­pués.

Su ge­me­lo le lan­zó una mi­ra­da cla­ra y ho­nes­ta.

—Ha sido un error.

Ella alzó la bar­bi­lla, y una in­ten­sa sen­sa­ción de ra­bia y te­rror la inun­dó.

—El mío tam­bién.

—De­be­ría ha­bér­te­lo con­ta­do.

—Hay mu­chas co­sas que am­bos de­be­ría­mos ha­ber he­cho.

—Pen­sé que po­dría pro­te­ger­te… —co­men­zó, y Fe­li­city alzó las ma­nos para de­te­ner­lo.

—Pen­sas­te que po­drías pro­te­ger­te a ti. Pen­sas­te que po­drías aho­rrar­te el te­ner que con­tar­le a tu es­po­sa, a quien se su­po­ne que ado­ras, toda la ver­dad so­bre ti. Pen­sas­te que po­drías aho­rrar­te la ver­güen­za.

—No solo la ver­güen­za. La preo­cu­pa­ción. Soy su ma­ri­do. Soy quien debe cui­dar­la. Cui­dar­los a to­dos.

Una es­po­sa. Un niño. Otro en ca­mino.

Fe­li­city sin­tió una pun­za­da de tris­te­za, de com­pa­sión, te­ñi­da con su pro­pia de­cep­ción. Su pro­pio mie­do. Su pro­pia cul­pa por com­por­tar­se de ma­ne­ra tan im­pul­si­va, por ha­blar tan alto, por ha­ber co­me­ti­do un error tan gran­de.

Art­hur con­ti­nuó des­pués de que se hi­cie­ra un si­len­cio.

—No de­be­ría ha­ber pen­sa­do en usar­te.

—No —le res­pon­dió ella, lo su­fi­cien­te­men­te en­fa­da­da como para no per­mi­tir­le sa­lir ai­ro­so—. No de­be­rías ha­ber­lo he­cho.

Sol­tó otra car­ca­ja­da des­pro­vis­ta de hu­mor.

—Su­pon­go que me me­rez­co lo que se ave­ci­na. Des­pués de todo, no te vas a ca­sar con un du­que rico. Ni con na­die que sea rico, ya que es­ta­mos. Y no de­be­rías ver­te obli­ga­da a re­ba­jar tus ex­pec­ta­ti­vas.

Pero aho­ra Fe­li­city ha­bía pro­pa­ga­do una enor­me men­ti­ra y ha­bía arrui­na­do cual­quier po­si­bi­li­dad de que sus ex­pec­ta­ti­vas se cum­plie­ran, y con ello tam­bién cual­quier po­si­bi­li­dad de que su fa­mi­lia tu­vie­ra el fu­tu­ro ase­gu­ra­do. Na­die la acep­ta­ría; no solo es­ta­ba mar­ca­da por su com­por­ta­mien­to pa­sa­do, sino tam­bién ha­bía men­ti­do. Pú­bli­ca­men­te. So­bre su ma­tri­mo­nio con un du­que.

Nin­gún hom­bre en su sano jui­cio juz­ga­ría ese pe­ca­do como ex­pia­ble.

Adiós, ex­pec­ta­ti­vas.

—No me­re­ce la pena si­quie­ra pen­sar en las ex­pec­ta­ti­vas si no te­ne­mos un te­cho so­bre nues­tras ca­be­zas. —La mar­que­sa sus­pi­ró, como si pu­die­ra leer los pen­sa­mien­tos de Fe­li­city des­de arri­ba—. Por Dios, Fe­li­city, ¿qué se te pa­sa­ría por la ca­be­za?

—No im­por­ta, ma­dre —in­ter­vino Art­hur an­tes de que Fe­li­city pu­die­ra res­pon­der.

Art­hur, siem­pre pro­te­gién­do­la. Siem­pre tra­tan­do de pro­te­ger­los a to­dos, el idio­ta.