Lady Felicity y el canalla

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Sari: Romantica #1
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—¿Tie­ne un nom­bre?

—Dia­blo.

Su co­ra­zón se ace­le­ró al es­cu­char esa pa­la­bra, que pa­re­cía to­tal­men­te ri­dí­cu­la pero sen­ci­lla­men­te per­fec­ta.

—Ese no es su ver­da­de­ro nom­bre.

—Es ex­tra­ño el va­lor que le da­mos a los nom­bres, ¿no cree, Fe­li­city Fair­cloth? Llá­me­me como quie­ra, pero soy el hom­bre que pue­de dár­se­lo todo. Todo lo que desee.

Ella no le cre­yó. Es­ta­ba cla­ro. En ab­so­lu­to.

—¿Por qué yo?

Él ten­dió en­ton­ces su mano ha­cia ella, y ella supo que de­be­ría ha­ber re­tro­ce­di­do. Sa­bía que no de­be­ría ha­ber per­mi­ti­do que la to­ca­se, so­bre todo cuan­do sus de­dos le re­co­rrie­ron la me­ji­lla iz­quier­da de­jan­do un ras­tro de fue­go a su paso, como si es­tu­vie­sen de­jan­do su mar­ca so­bre ella, la mar­ca de su pre­sen­cia.

Pero el ar­dor que pro­vo­ca­ba su tac­to no se pa­re­cía en nada al do­lor. Es­pe­cial­men­te cuan­do res­pon­dió.

—¿Por qué no?

¿Por qué no ella? ¿Por qué no de­be­ría te­ner lo que desea­ba? ¿Por qué no de­be­ría ha­cer un tra­to con este dia­blo que ha­bía apa­re­ci­do de la nada y que pron­to des­apa­re­ce­ría?

—De­seo no ha­ber men­ti­do —dijo.

—No pue­do cam­biar el pa­sa­do. Solo el fu­tu­ro. Pero pue­do cum­plir su pro­me­sa.

—¿Con­ver­tir la paja en oro?

—Ah, así que es­ta­mos en un cuen­to, des­pués de todo.

Ha­cía que todo pa­re­cie­ra tan fá­cil, tan po­si­ble, como si pu­die­ra ha­cer un mi­la­gro en la no­che sin es­fuer­zo al­guno.

Cla­ro que era una lo­cu­ra. No po­día cam­biar lo que ella ha­bía di­cho. La men­ti­ra que ha­bía con­ta­do, la ma­yor de to­das. Las puer­tas se ha­bían ce­rra­do en torno a ella esa no­che, blo­queán­do­le cual­quier ca­mino po­si­ble, cer­ce­nan­do su fu­tu­ro y el fu­tu­ro de su fa­mi­lia. Re­cor­dó la im­po­ten­cia de Art­hur. La de­ses­pe­ra­ción de su ma­dre. La re­sig­na­ción de am­bos. Como ce­rra­du­ras que no se po­dían for­zar.

Y aho­ra, ese hom­bre… blan­día una lla­ve.

—¿Pue­de ha­cer­lo reali­dad?

Él giró la mano, y ella sin­tió su ca­lor con­tra la me­ji­lla y a lo lar­go de su man­dí­bu­la y, du­ran­te un fu­gaz ins­tan­te, Dia­blo se con­vir­tió en el rey de las ha­das, que la te­nía cau­ti­va.

—El com­pro­mi­so es fá­cil. Pero eso no es todo lo que desea, ¿ver­dad?

¿Cómo lo sa­bía?

Su tac­to pren­dió fue­go por su cue­llo, y sus de­dos le be­sa­ron la cur­va del hom­bro.

—Cuén­te­me el res­to, Fe­li­city Fair­cloth. ¿Qué más desea la prin­ce­sa de la to­rre? Que el mun­do esté a sus pies, que su fa­mi­lia sea rica de nue­vo, y…

Las pa­la­bras se fue­ron apa­gan­do y lle­na­ron la ha­bi­ta­ción has­ta que la res­pues­ta bro­tó de lo más pro­fun­do de Fe­li­city.

—Quie­ro que él sea la po­li­lla. —Él le­van­tó la mano de su piel, y ella sin­tió una agu­da pér­di­da—. De­seo ser el fue­go.

Dia­blo asin­tió, sus la­bios se cur­va­ron como el pe­ca­do, sus ojos in­co­lo­ros se os­cu­re­cie­ron en­tre las som­bras y ella se pre­gun­tó si se sen­ti­ría me­nos cau­ti­va si pu­die­ra ver su co­lor.

—Desea que se sien­ta atraí­do por us­ted.

Un re­cuer­do le so­bre­vino, un ma­ri­do de­ses­pe­ra­do por su mu­jer. Un hom­bre de­ses­pe­ra­do por su amor. Una pa­sión que no se po­día ne­gar, todo por una mu­jer que po­seía todo el po­der.

—Sí.

—Ten­ga cui­da­do con la ten­ta­ción, mi­lady. Es una pa­la­bra pe­li­gro­sa.

—Hace que sue­ne como si ya la hu­bie­ra ex­pe­ri­men­ta­do.

—Eso es por­que lo he he­cho.

—¿Su bar­be­ra? —¿Se­ría esa mu­jer su es­po­sa? ¿Su aman­te? ¿Su amor? ¿Por qué le im­por­ta­ba a Fe­li­city?

—La pa­sión que­ma en am­bos sen­ti­dos.

—No tie­ne por qué —dijo, sin­tién­do­se de re­pen­te pro­fun­da y ex­tra­ña­men­te có­mo­da con ese hom­bre al que no co­no­cía—. Es­pe­ro po­der lle­gar a amar a mi es­po­so, pero no ten­go por qué es­tar con­su­mi­da por él.

—Quie­re ser us­ted quien lo con­su­ma.

Que­ría que ser desea­da. Más allá de la ra­zón. Desea­ba que se mu­rie­ran por ella.

—Quie­re que vue­le has­ta su lla­ma.

«Im­po­si­ble».

—Cuan­do las es­tre­llas te ig­no­ran —re­pu­so ella—, te pre­gun­tas si al­gu­na vez se­rás ca­paz de bri­llar. —In­me­dia­ta­men­te aver­gon­za­da por las pa­la­bras, Fe­li­city se dio la vuel­ta y rom­pió el he­chi­zo. Se acla­ró la gar­gan­ta—. No im­por­ta. No pue­de cam­biar el pa­sa­do. No pue­de bo­rrar mi men­ti­ra y con­ver­tir­la en ver­dad. No pue­de ha­cer que me desee. No po­dría ni aun­que fue­ra el dia­blo. Es im­po­si­ble.

—Po­bre Fe­li­city Fair­cloth, tan preo­cu­pa­da por lo im­po­si­ble.

—Era una men­ti­ra —pro­cla­mó—. Ni si­quie­ra he co­no­ci­do al du­que.

—Y aquí tie­ne la ver­dad… El du­que de Mar­wick no ig­no­ra­rá su re­cla­mo.

Im­po­si­ble. Y aun así, una pe­que­ña par­te de ella es­pe­ra­ba que fue­ra ver­dad. De ser­lo, po­dría ser ca­paz de sal­var­los a to­dos.

—¿Cómo?

Él son­rió.

—La ma­gia de Dia­blo.

Ella le­van­tó una ceja.

—Si pue­de con­se­guir­lo, se­ñor, se ha­brá ga­na­do su es­tú­pi­do nom­bre.

—La ma­yo­ría de la gen­te opi­na que mi nom­bre es in­quie­tan­te.

—Yo no soy la ma­yo­ría de la gen­te.

—Eso es cier­to, es Fe­li­city Fair­cloth.

No le gus­ta­ba la ca­li­dez que se ex­ten­dió a tra­vés de ella al es­cu­char esas pa­la­bras, así que las ig­no­ró.

—¿Y lo ha­ría por­que tie­ne un co­ra­zón bon­da­do­so? Per­dó­ne­me si no me lo creo, Dia­blo.

Él in­cli­nó la ca­be­za.

—Por su­pues­to que no. No hay nada bueno en mi co­ra­zón. Cuan­do esté he­cho y lo haya con­se­gui­do, tan­to su co­ra­zón como su men­te, ven­dré a co­brar mi deu­da.

—Su­pon­go que esta es la par­te en la que me dice que su deu­da será mi pri­mo­gé­ni­to.

Él se rio. Su risa so­na­ba con­te­ni­da y se­cre­ta, como si hu­bie­ra di­cho algo más di­ver­ti­do de lo que ella pen­sa­ba, an­tes de con­ti­nuar.

—¿Qué ha­ría yo con un bebé llo­rón?

Sus la­bios se cur­va­ron al es­cu­char­lo.

—No ten­go nada que dar­le.

La miró du­ran­te un lar­go mo­men­to.

—Se ven­de mal, Fe­li­city Fair­cloth.

—A mi fa­mi­lia ya no le que­da di­ne­ro —afir­mó—. Us­ted mis­mo lo ha di­cho.

—Si lo tu­vie­ra no es­ta­ría en este aprie­to, ¿ver­dad?

Ella frun­ció el ceño ante su ob­je­ti­va eva­lua­ción de los he­chos, ante la im­po­ten­cia que le pro­vo­ca­ron aque­llas las pa­la­bras.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Que el con­de de Grout y el mar­qués de Bum­ble han per­di­do una for­tu­na? Que­ri­da, todo Lon­dres lo sabe. In­clu­so aque­llos que no es­ta­mos in­vi­ta­dos a los bai­les de Mar­wick.

Ella hizo una mue­ca.

—No lo sa­bía.

—Has­ta que no han ne­ce­si­ta­do que lo su­pie­ra.

—Ni si­quie­ra en­ton­ces —re­fun­fu­ñó—. No lo he sa­bi­do has­ta que no he po­di­do ha­cer nada para so­lu­cio­nar­lo.

Él gol­peó el sue­lo dos ve­ces con su bas­tón.

—Es­toy aquí, ¿no es así?

Ella lo miro con los ojos en­tre­ce­rra­dos.

—Por un pre­cio.

—Todo tie­ne un pre­cio, ca­ri­ño.

—Y su­pon­go que ya sabe el suyo.

—De he­cho, sí, lo sé.

—¿Cuál es?

Son­rió con pi­car­día.

—Si se lo con­ta­ra se per­de­ría la di­ver­sión.

Sin­tió un hor­mi­gueo, cá­li­do y ex­ci­tan­te, que se ex­ten­día ha­cia sus hom­bros y a lo lar­go de su co­lum­na ver­te­bral. Tam­bién era ate­rra­dor y es­pe­ran­za­dor. ¿Qué pre­cio te­nía la se­gu­ri­dad de su fa­mi­lia? ¿Qué pre­cio te­nía su repu­tación de rara pero no de men­ti­ro­sa?

¿Y qué pre­cio te­nía un es­po­so que no co­no­cía su pa­sa­do?

¿Por qué no ha­cer un tra­to con ese dia­blo?

La res­pues­ta la atra­ve­só en un su­su­rro, la pro­me­sa de algo pe­li­gro­so. Pero, a pe­sar de ello, to­da­vía sen­tía aque­lla pro­fun­da ten­ta­ción. Aun­que pri­me­ro de­bía ase­gu­rar­se.

—Si acep­to…

Esa son­ri­sa de nue­vo, como si fue­ra un gato de­lan­te de un ca­na­rio.

Si acep­to… —re­pi­tió frun­cien­do el ceño—, ¿él no ne­ga­rá el com­pro­mi­so?

Dia­blo in­cli­nó la ca­be­za.

—Na­die se en­te­ra­rá nun­ca de su men­ti­ra, Fe­li­city.

—¿Y me que­rrá?

—Como al aire que res­pi­ra —le res­pon­dió, y sus pa­la­bras so­na­ron a una ma­ra­vi­llo­sa pro­me­sa.

No era po­si­ble. Ese hom­bre no era el dia­blo. E in­clu­so aun­que lo fue­ra, ni si­quie­ra Dios po­dría bo­rrar los acon­te­ci­mien­tos de esa no­che y ha­cer que el du­que de Mar­wick se ca­sa­ra con ella.

Pero ¿y si pu­die­ra?

Los tra­tos te­nían do­ble filo, y este hom­bre pa­re­cía más ex­ci­tan­te que la ma­yo­ría.

Qui­zás si no con­se­guía la pa­sión im­po­si­ble que él le pro­me­tía, po­dría ob­te­ner algo dis­tin­to. Se en­fren­tó a su mi­ra­da.

—¿Y si no pue­de ha­cer­lo? ¿Me de­be­rá us­ted un fa­vor?

Él se que­dó en si­len­cio an­tes de con­tes­tar.

—¿Está se­gu­ra de que desea que Dia­blo le deba un fa­vor?

—Me pa­re­ce que se­ría un fa­vor mu­cho más útil que el de al­guien que sea bueno todo el tiem­po —se­ña­ló.

La ceja que que­da­ba so­bre su ci­ca­triz se ele­vó di­ver­ti­da.

—Me pa­re­ce jus­to. Si fra­ca­so, pue­de re­cla­mar­me un fa­vor.

Ella asin­tió y ex­ten­dió la mano para es­tre­char la de él, algo de lo que se arre­pin­tió en el mo­men­to en que su enor­me mano tomó la de ella. Era cá­li­da y gran­de, con la pal­ma ás­pe­ra, como si rea­li­za­ra tra­ba­jos de los que no so­lían ocu­par­se los ca­ba­lle­ros.

 

Era de­li­cio­sa, y ella la sol­tó de in­me­dia­to.

—No de­be­ría ha­ber acep­ta­do —ma­ni­fes­tó él.

—¿Por qué no?

—Por­que los tra­tos en la os­cu­ri­dad no con­du­cen a nada bueno. —Se me­tió la mano en el bol­si­llo y sacó una tar­je­ta de vi­si­ta—. La veré den­tro de dos no­ches, a me­nos que me ne­ce­si­te an­tes. —Dejó caer la tar­je­ta en la me­si­ta jun­to a la si­lla que Fe­li­city pen­só que él nun­ca aban­do­na­ría—. Cie­rre esa puer­ta con lla­ve cuan­do sal­ga. No que­rrá que en­tre nin­gún be­lla­co mien­tras duer­me.

—Las ce­rra­du­ras no han im­pe­di­do que en­tre el pri­mer be­lla­co esta no­che.

Él son­rió de lado.

—No es la úni­ca que sabe for­zar ce­rra­du­ras en Lon­dres, que­ri­da.

Ella se son­ro­jó cuan­do él in­cli­nó el som­bre­ro y sa­lió a tra­vés de las puer­tas del bal­cón an­tes de que ella pu­die­ra ne­gar que for­za­ra ce­rra­du­ras, y su bas­tón pla­tea­do bri­lló bajo la luz de la luna.

Para cuan­do ella lle­gó al bor­de del bal­cón, él ya ha­bía des­apa­re­ci­do, am­pa­ra­do por la no­che.

Vol­vió a en­trar y ce­rró la puer­ta con lla­ve para des­pués fi­jar la mi­ra­da en la tar­je­ta de vi­si­ta.

La le­van­tó y es­tu­dió la ela­bo­ra­da in­sig­nia que con­te­nía:


En la par­te tra­se­ra ha­bía una di­rec­ción —una ca­lle de la que nun­ca ha­bía oído ha­blar— y, de­ba­jo de ella, con la mis­ma ca­li­gra­fía mas­cu­li­na, ha­bía es­cri­ta la si­guien­te fra­se:

«Dia­blo le da la bien­ve­ni­da».

Capítulo 6

Dos no­ches des­pués, mien­tras los úl­ti­mos ra­yos del sol se des­va­ne­cían en la os­cu­ri­dad, los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle re­co­rrían las su­cias ca­lles de los rin­co­nes más apar­ta­dos de Co­vent Gar­den, don­de el ba­rrio po­pu­lar por sus ta­ber­nas y tea­tros daba paso al co­no­ci­do por el cri­men y la cruel­dad.

Co­vent Gar­den era un la­be­rin­to de ca­lles es­tre­chas que se re­tor­cían y gi­ra­ban so­bre sí mis­mas de for­ma que sus ig­no­ran­tes vi­si­tan­tes que­da­ban atra­pa­dos en su te­la­ra­ña. Un solo giro equi­vo­ca­do des­pués de sa­lir del tea­tro, y cual­quier ri­ca­chón po­día ver­se des­po­ja­do de su car­te­ra y arro­ja­do a la cloa­ca, o algo peor. Las ca­lles que con­du­cían ha­cia el in­te­rior del su­bur­bio del Gar­den no eran ama­bles con los ex­tra­ños —en es­pe­cial con ca­ba­lle­ros im­pe­ca­bles ves­ti­dos con atuen­dos to­da­vía más im­pe­ca­bles—, pero Dia­blo y Whit no eran im­pe­ca­bles ni tam­po­co eran ca­ba­lle­ros, y todo el mun­do sa­bía que era me­jor no cru­zar­se con los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle fue­ran como fue­ran ves­ti­dos.

Es más, los her­ma­nos eran ve­ne­ra­dos en el ve­cin­da­rio, pues ellos tam­bién pro­ve­nían de los ba­jos fon­dos, ha­bían pe­lea­do, ro­ba­do y dor­mi­do en­tre la in­mun­di­cia con mu­chos de ellos, y a na­die le gus­ta­ba tan­to un rico como a los po­bres que ha­bían te­ni­do los mis­mos co­mien­zos. No ha­cía daño a na­die que la ma­yo­ría de los ne­go­cios de los Bas­tar­dos se ce­rra­ran en ese su­bur­bio en par­ti­cu­lar, don­de ha­bía hom­bres fuer­tes y mu­je­res in­te­li­gen­tes que tra­ba­ja­ban para ellos y bue­nos chi­cos y chi­cas lis­tas que per­ma­ne­cían aten­tos ante cual­quier cosa ex­tra­ña que su­ce­die­ra para in­for­mar de sus ha­llaz­gos a cam­bio de una co­ro­na de oro fino.

Allí, una co­ro­na po­día ali­men­tar a una fa­mi­lia du­ran­te un mes, y los Bas­tar­dos se gas­ta­ban el di­ne­ro en la chus­ma como si fue­ra agua, lo que los con­ver­tía a ellos —y a sus ne­go­cios— en in­to­ca­bles.

—Se­ñor Bes­tia. —Una niña pe­que­ña tiró de la per­ne­ra del pan­ta­lón de Whit, usan­do el nom­bre que él uti­li­za­ba con to­dos me­nos con su her­mano—. ¡Aquí! ¿Cuán­do va­mos a to­mar he­la­do de li­món otra vez?

Whit se de­tu­vo y se aga­chó, su voz ás­pe­ra por el desuso y con el pro­fun­do acen­to de su ju­ven­tud, que solo re­gre­sa­ba cuan­do es­ta­ba allí:

—Es­cu­cha, mu­ñe­ca. No se ha­bla de he­la­do en la ca­lle.

Los bri­llan­tes ojos azu­les de la niña se abrie­ron de par en par.

Whit le re­vol­vió el pelo.

—Guar­da nues­tros se­cre­tos y ten­drás tus dul­ces de li­món, no te preo­cu­pes. —Un hue­co en la son­ri­sa de la niña in­di­có que aca­ba­ba de per­der un dien­te. Whit le in­di­có que se mar­cha­ra—. Ve a bus­car a tu mamá. Dile que iré a bus­car mi ropa lim­pia cuan­do ter­mi­ne en el al­ma­cén.

La niña co­rrió como un rayo.

Los her­ma­nos reanu­da­ron su ca­mino.

—Está bien que le des a Mary tu ropa su­cia —dijo Dia­blo.

Whit gru­ñó.

El suyo era uno de los po­cos arra­ba­les de Lon­dres que dis­po­nía de agua fres­ca co­mu­ni­ta­ria, por­que los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle se ha­bían ase­gu­ra­do de ello. Tam­bién se ha­bían ase­gu­ra­do de que hu­bie­ra un ci­ru­jano y un sa­cer­do­te, y una es­cue­la don­de los pe­que­ños pu­die­ran apren­der las le­tras an­tes de ver­se obli­ga­dos a sa­lir a las ca­lles y en­con­trar tra­ba­jo. Pero los Bas­tar­dos no po­dían con­se­guir­lo todo y, de to­das for­mas, los po­bres que vi­vían allí eran de­ma­sia­do or­gu­llo­sos para acep­tar­lo.

Así que em­plea­ban a tan­tos como po­dían, una com­bi­na­ción de vie­jos y jó­ve­nes, de fuer­tes y lis­tos, de hom­bres y mu­je­res de to­dos los rin­co­nes del mun­do: lon­di­nen­ses y nor­te­ños, es­co­ce­ses y ga­le­ses, afri­ca­nos, hin­dúes, es­pa­ño­les, ame­ri­ca­nos. Si lle­ga­ban has­ta Co­vent Gar­den y po­dían tra­ba­jar, los Bas­tar­dos los co­lo­ca­ban en uno de sus nu­me­ro­sos ne­go­cios. Ta­ber­nas y rings de pe­lea, car­ni­ce­rías y pas­te­le­rías, cur­ti­du­rías y tin­to­re­rías, y otra me­dia do­ce­na de co­mer­cios re­par­ti­dos por todo el ba­rrio.

Por si no fue­ra su­fi­cien­te que Dia­blo y Whit hu­bie­ran me­dra­do de en­tre la mu­gre del lu­gar, el tra­ba­jo que pro­por­cio­na­ban —con sa­la­rios de­cen­tes y en con­di­cio­nes se­gu­ras— com­pra­ba la leal­tad de los re­si­den­tes del su­bur­bio. Era algo que los pro­pie­ta­rios de otros ne­go­cios nun­ca ha­bían com­pren­di­do so­bre los ba­rrios ba­jos: pen­sa­ban que po­dían traer a tra­ba­ja­do­res de otros lu­ga­res mien­tras ha­bía ba­rri­gas a tiro de pie­dra que se mo­rían de ham­bre. El al­ma­cén que ha­bía en el ex­tre­mo más ale­ja­do del ve­cin­da­rio, y que aho­ra per­te­ne­cía a los her­ma­nos, se usó una vez para pro­du­cir brea, pero ha­bía sido aban­do­na­do mu­cho tiem­po atrás, cuan­do la com­pa­ñía que lo cons­tru­yó des­cu­brió que los re­si­den­tes no les te­nían leal­tad y ro­ba­ban todo lo que no es­ta­ba bajo vi­gi­lan­cia.

Pero no ha­bía ocu­rri­do lo mis­mo cuan­do el ne­go­cio ha­bía em­plea­do a dos­cien­tos hom­bres lo­ca­les. Al en­trar en el edi­fi­cio que aho­ra ser­vía como al­ma­cén cen­tra­li­za­do para todo tipo de ne­go­cios de los Bas­tar­dos, Dia­blo sa­lu­dó con la ca­be­za a la me­dia do­ce­na de hom­bres di­se­mi­na­dos por la os­cu­ri­dad que vi­gi­la­ban los con­te­ne­do­res de li­co­res y dul­ces, de cue­ro y de lana; si la Co­ro­na co­bra­ba im­pues­tos por algo, los Bas­tar­dos Ba­rek­nuc­kle lo ven­dían, y ba­ra­to.

Y na­die les ro­ba­ba por te­mor al cas­ti­go que pro­me­tía su nom­bre, uno que les ha­bía sido ad­ju­di­ca­do dé­ca­das an­tes, cuan­do eran mu­cho me­nos cor­pu­len­tos, cuan­do so­lían lu­char con unos pu­ños más rá­pi­dos y fuer­tes de lo que de­be­rían para re­cla­mar su te­rri­to­rio y no mos­trar mi­se­ri­cor­dia ante los enemi­gos.

Dia­blo fue a sa­lu­dar al hom­bre for­ni­do que di­ri­gía la vi­gi­lan­cia.

—¿Todo bien, John?

—Todo bien, se­ñor.

—¿Ha na­ci­do el bebé?

Los dien­tes blan­cos y bri­llan­tes bri­lla­ron con or­gu­llo so­bre la piel ma­rrón os­cu­ra.

—La se­ma­na pa­sa­da. Un niño. Fuer­te como su pa­dre.

La son­ri­sa sa­tis­fe­cha del fla­man­te pa­dre bri­lló como la luz del sol en la ha­bi­ta­ción poco ilu­mi­na­da, y Dia­blo le dio una pal­ma­da en el hom­bro.

—No ten­go nin­gu­na duda al res­pec­to. ¿Y tu es­po­sa?

—Sana, gra­cias a Dios. Es de­ma­sia­do bue­na para mí.

Dia­blo asin­tió y bajó la voz.

—To­das lo son, hom­bre. Me­jor que to­dos no­so­tros jun­tos.

Le dio la es­pal­da al so­ni­do de la risa de John para en­con­trar­se con Whit, que es­ta­ba aho­ra con Nik, la ca­pa­taz del al­ma­cén, una chi­ca jo­ven —poco más de vein­te años— y con una ca­pa­ci­dad de or­ga­ni­za­ción que Dia­blo no ha­bía co­no­ci­do en otra per­so­na. El pe­sa­do abri­go, el som­bre­ro y los guan­tes de Nik es­con­dían la ma­yor par­te de su piel, y la es­ca­sa luz ocul­ta­ba el res­to, pero ex­ten­dió una mano para sa­lu­dar a Dia­blo cuan­do él se acer­có.

—¿Dón­de es­ta­mos, Nik? —le pre­gun­tó Dia­blo.

La ru­bia no­rue­ga miró a su al­re­de­dor y lue­go les hizo se­ñas para que se acer­ca­ran ha­cia el rin­cón más ale­ja­do del al­ma­cén, don­de un vi­gi­lan­te se aga­chó para abrir una com­puer­ta en el sue­lo que daba paso a una os­cu­ra y enor­me ca­ver­na.

Dia­blo sin­tió un es­ca­lo­frío de in­quie­tud y se vol­vió ha­cia su her­mano.

—Des­pués de ti.

El ges­to de Whit con la mano fue mu­cho más ex­pre­si­vo que cual­quier pa­la­bra que hu­bie­ra po­di­do pro­nun­ciar, así que se aga­chó y se in­tro­du­jo en la os­cu­ri­dad sin du­dar­lo.

Dia­blo en­tró des­pués, es­ti­ró una mano para acep­tar una lám­pa­ra apa­ga­da que le ofre­ció Nik mien­tras los se­guía, y miró al vi­gi­lan­te de arri­ba solo para or­de­nar­le que ce­rra­ra la puer­ta.

El vi­gi­lan­te obe­de­ció sin du­dar­lo, y Dia­blo es­tu­vo se­gu­ro de que la ne­gru­ra de aque­lla gru­ta solo ri­va­li­za­ba con la de la muer­te. Se es­for­zó por con­tro­lar la res­pi­ra­ción. Por no re­cor­dar.

—Jo­der —gru­ñó Whit en la os­cu­ri­dad—. Luz.

—La tie­nes tú, Dia­blo —aña­dió Nik con un pro­nun­cia­do acen­to es­can­di­na­vo.

¡Je­sús! Se ha­bía ol­vi­da­do de que la lle­va­ba en la mano. Bus­có a tien­tas la aber­tu­ra de la lám­pa­ra, pero la os­cu­ri­dad y su pro­pia in­quie­tud hi­cie­ron que tar­da­ra más de lo ha­bi­tual. Fi­nal­men­te, lo­ca­li­zó el pe­der­nal y se hizo la ben­di­ta luz.

—Rá­pi­do, pues. —Nik le qui­tó la lám­pa­ra y le in­di­có el ca­mino—. No que­re­mos pro­vo­car más ca­lor del ne­ce­sa­rio.

El área de al­ma­ce­na­mien­to, os­cu­ra como boca de lobo, daba a un es­tre­cho co­rre­dor. Dia­blo si­guió a Nik y, a mi­tad del pa­si­llo, el aire co­men­zó a en­friar­se. La mu­jer se giró ha­cia ellos.

—Som­bre­ros y abri­gos, por fa­vor.

Dia­blo se ce­rró el abri­go, abo­to­nán­do­se­lo has­ta arri­ba, tal y como hizo Whit, y se caló el som­bre­ro has­ta las ce­jas.

Al fi­nal del pa­si­llo, Nik ex­tra­jo un aro re­ple­to de lla­ves de hie­rro y co­men­zó a afa­nar­se con una lar­ga lí­nea de ce­rra­du­ras que ha­bía en una pe­sa­da puer­ta de me­tal. Cuan­do to­dos los ce­rro­jos se abrie­ron, la puer­ta ce­dió y se afa­nó con otra tan­da de ce­rro­jos; doce en to­tal. Se dio la vuel­ta an­tes de abrir la puer­ta.

—En­tre­mos rá­pi­do. Cuan­to más tiem­po de­je­mos la puer­ta…

Whit la cor­tó con un gru­ñi­do.

—Lo que mi her­mano quie­re de­cir —in­ter­vino Dia­blo— es que he­mos lle­na­do esta bo­de­ga du­ran­te más tiem­po del que tú lle­vas viva, An­ni­ka. —Ella en­tre­ce­rró los ojos ante el uso de su nom­bre com­ple­to, pero abrió la puer­ta—. Ade­lan­te, en­ton­ces.

Una vez den­tro, Nik ce­rró la puer­ta de gol­pe y de nue­vo que­da­ron a os­cu­ras, has­ta que ella se giró y le­van­tó la luz para ilu­mi­nar la enor­me y ca­ver­no­sa sala, lle­na de blo­ques de hie­lo.

—¿Cuán­to ha so­bre­vi­vi­do?

—Cien to­ne­la­das.

Dia­blo sil­bó por lo bajo.

—¿He­mos per­di­do el trein­ta y cin­co por cien­to?

—Es­ta­mos en mayo —ex­pli­có Nik, qui­tán­do­se el pa­ñue­lo de lana de la par­te in­fe­rior de la cara para que pu­die­ran oír­la—. El océano se ca­lien­ta.

—¿Y el res­to del car­ga­men­to?

—Todo está con­ta­bi­li­za­do. —Sacó un al­ba­rán de em­bar­que de su bol­si­llo—. Se­sen­ta y ocho ba­rri­les de brandy, cua­ren­ta y tres cu­bas de bour­bon ame­ri­cano, vein­ti­cua­tro ca­jas de seda, vein­ti­cua­tro ca­jas de nai­pes y die­ci­séis ca­jas de da­dos. Ade­más, una caja de pol­vos de ma­qui­lla­je y tres ca­jas de pe­lu­cas fran­ce­sas, que no es­tán en la lis­ta y que voy a ig­no­rar, aun­que su­pon­dré que quie­res que se en­tre­guen en el lu­gar ha­bi­tual.

 

—Exac­ta­men­te —le res­pon­dió él—. ¿No hay da­ños por el des­hie­lo?

—Nin­guno. Es­ta­ba bien em­pa­que­ta­do en la otra pun­ta.

Whit emi­tió un gru­ñi­do de apro­ba­ción.

—Gra­cias a ti, Nik —dijo Dia­blo.

Ella no ocul­tó su son­ri­sa.

—A los no­rue­gos les gus­tan los no­rue­gos. —Hizo una pau­sa an­tes de con­ti­nuar—. Hay algo que que­ría con­ta­ros.

Dos pa­res de ojos os­cu­ros se po­sa­ron en ella.

—Ha­bía un vi­gía en los mue­lles.

Los her­ma­nos se mi­ra­ron el uno al otro. Aun­que na­die se atre­ve­ría a ro­bar a los Bas­tar­dos en el su­bur­bio, su trans­por­te te­rres­tre ha­bía co­rri­do pe­li­gro dos ve­ces en los úl­ti­mos dos me­ses; sus ca­ra­va­nas ha­bían sido asal­ta­das a pun­ta de pis­to­la al sa­lir de la se­gu­ri­dad de Co­vent Gar­den. Era par­te del ne­go­cio, pero a Dia­blo no le gus­ta­ba el au­men­to de los ro­bos.

—¿Qué tipo de vi­gía?

Nik in­cli­nó la ca­be­za.

—No po­dría des­cri­bir­lo con se­gu­ri­dad.

—In­tén­ta­lo —in­sis­tió Whit.

—Por sus ro­pas, di­ría que per­te­ne­cía a la com­pe­ten­cia del mue­lle.

Te­nía sen­ti­do. Ha­bía un gran nú­me­ro de con­tra­ban­dis­tas que tra­ba­ja­ban con los fran­ce­ses y ame­ri­ca­nos, aun­que nin­guno te­nía un mé­to­do de im­por­ta­ción tan im­pe­ne­tra­ble.

—¿Pero…?

Ella apre­tó los la­bios.

—Sus bo­tas es­ta­ban de­ma­sia­do lim­pias para tra­tar­se de un chi­co de Cheap­si­de.

—¿La Co­ro­na?

Siem­pre era un ries­go en las ope­ra­cio­nes de con­tra­ban­do.

—Pue­de ser —res­pon­dió Nik, pero no pa­re­cía se­gu­ra.

—¿Y los con­te­ne­do­res? —in­qui­rió Whit.

—Ocul­tos todo el tiem­po. El hie­lo se des­pla­zó con ca­rros de pla­ta­for­ma y ca­ba­llos, y los con­te­ne­do­res es­ta­ban se­gu­ros en su in­te­rior. Y nin­guno de nues­tros hom­bres ha vis­to nada fue­ra de lo co­mún.

Dia­blo asin­tió.

—El pro­duc­to se que­da­rá aquí du­ran­te una se­ma­na. Na­die pue­de en­trar ni sa­lir. Di­les a los chi­cos de la ca­lle que es­tén aten­tos a cual­quier per­so­na fue­ra de lo co­mún.

Nik asin­tió.

—He­cho.

Whit dio una pa­ta­da a un blo­que de hie­lo.

—¿Y el em­ba­la­je?

—Im­pe­ca­ble. Lo su­fi­cien­te­men­te bueno como para ven­der­lo.

—Ase­gú­ra­te de que las tien­das de des­po­jos del ba­rrio re­ci­ban algo esta no­che. Na­die debe co­mer car­ne ran­cia cuan­do te­ne­mos cien to­ne­la­das de hie­lo para re­par­tir. —Dia­blo se de­tu­vo—. Y Bes­tia pro­me­tió a los ni­ños he­la­do de li­món.

Las ce­jas de Nik se al­za­ron.

—Muy ama­ble por su par­te.

—Eso es lo que todo el mun­do dice —re­pli­có Dia­blo en tono cor­tan­te—. Oh, ese Bes­tia, es tan ama­ble.

—¿Vas a mez­clar el ja­ra­be de li­món tam­bién, Bes­tia? —pre­gun­tó ella con una son­ri­sa.

Whit gru­ñó.

Dia­blo se rio y puso una mano en un blo­que de hie­lo.

—En­vía uno de es­tos a la ofi­ci­na, ¿quie­res?

Nik asin­tió.

—Ya está he­cho. Y una caja de bour­bon de las co­lo­nias.

—Me co­no­ces bien. Ten­go que re­gre­sar.

Des­pués de un pa­seo por el ba­rrio iba a ne­ce­si­tar un baño. Te­nía ne­go­cios que aten­der en Bond Street.

Y des­pués te­nía otros ne­go­cios que aten­der con Fe­li­city Fair­cloth.

Fe­li­city Fair­cloth, que te­nía una piel que se tor­na­ba do­ra­da a la luz de una vela y unos gran­des e in­ge­nio­sos ojos cas­ta­ños, lle­nos de mie­do, fue­go y fu­ria. Y era ca­paz de dis­cu­tir como na­die que hu­bie­ra co­no­ci­do has­ta don­de la me­mo­ria le al­can­za­ba.

Que­ría vol­ver a dis­cu­tir con ella.

Se acla­ró la gar­gan­ta ante ese pen­sa­mien­to y se vol­vió para mi­rar a Whit, que lo ob­ser­va­ba con una mi­ra­da cóm­pli­ce.

Dia­blo lo ig­no­ró y se apre­tó el abri­go con­tra el cuer­po.

—¿Qué? Hace un frío de co­jo­nes aquí.

—Vo­so­tros sois los que ha­béis ele­gi­do co­mer­ciar con hie­lo —ter­ció Nik.

—Es un mal plan —le dijo Whit sin de­jar de mi­rar­la.

—Bueno, es un poco tar­de para cam­biar­lo. Se po­dría de­cir que el bar­co —agre­gó Nik con una son­ri­sa bur­lo­na— ha zar­pa­do.

Dia­blo y Whit no son­rie­ron ante aquel mal chis­te. Ella no sa­bía que Whit no es­ta­ba ha­blan­do del hie­lo; es­ta­ba ha­blan­do de la chi­ca.

Dia­blo les dio la es­pal­da y se di­ri­gió ha­cia la puer­ta de la bo­de­ga.

—Va­mos, Nik —ex­hor­tó—. Trae la luz.

Lo hizo, y los tres sa­lie­ron. Dia­blo evi­tó en­con­trar­se con la as­tu­ta mi­ra­da de Whit mien­tras es­pe­ra­ban a que Nik ce­rra­ra con lla­ve las puer­tas do­bles de ace­ro y los guia­ra ha­cia el al­ma­cén a tra­vés de la os­cu­ri­dad.

Con­ti­nuó es­qui­van­do la mi­ra­da de su her­mano mien­tras re­co­gían la co­la­da de Whit y se di­ri­gían de nue­vo al co­ra­zón de Co­vent Gar­den, abrién­do­se ca­mino a tra­vés de las ca­lles em­pe­dra­das has­ta sus ofi­ci­nas y apar­ta­men­tos en el gran edi­fi­cio de Arne Street.

Des­pués de un cuar­to de hora de ca­mi­na­ta si­len­cio­sa, Whit ha­bló fi­nal­men­te.

—Le es­tás ten­dien­do una tram­pa a la chi­ca.

A Dia­blo no le gus­tó aque­lla acu­sa­ción.

—Les es­toy ten­dien­do una tram­pa a los dos.

—To­da­vía tie­nes la in­ten­ción de se­du­cir a la chi­ca de­lan­te de sus na­ri­ces.

—A ella y a to­das las que ven­gan des­pués, si es ne­ce­sa­rio —res­pon­dió él—. Es tan arro­gan­te como siem­pre, Bes­tia. Pien­sa te­ner su he­re­de­ro.

Whit agi­tó la ca­be­za.

—No, él quie­re te­ner a Gra­ce. Pien­sa que se la en­tre­ga­re­mos para evi­tar que le en­di­ñe un pe­que­ño du­que a esta chi­ca.

—Está equi­vo­ca­do. No con­se­gui­rá ni a Gra­ce ni a la chi­ca.

—Dos ca­rrua­jes que se aba­lan­zan, a gran ve­lo­ci­dad, el uno con­tra el otro —re­fun­fu­ñó Whit.

—Él gi­ra­rá.

Los ojos de su her­mano se en­con­tra­ron con los su­yos.

—Nun­ca an­tes lo ha he­cho.

Un re­cuer­do le vino a la men­te. Ewan, alto y del­ga­do, con los pu­ños le­van­ta­dos y los ojos hin­cha­dos, el la­bio par­ti­do y ne­gán­do­se a ce­der. Poco dis­pues­to a echar­se atrás. De­ses­pe­ra­do por ga­nar.

—No es lo mis­mo. No­so­tros he­mos pa­sa­do ham­bre du­ran­te más tiem­po. He­mos tra­ba­ja­do más duro. El du­ca­do le ha re­blan­de­ci­do.

Whit re­so­pló.

—¿Y Gra­ce?

—No la va a en­con­trar. Nun­ca la en­con­tra­rá.

—De­be­ría­mos ha­ber­lo ma­ta­do.

Ma­tar­lo ha­bría he­cho que todo Lon­dres se les echa­ra en­ci­ma.

—De­ma­sia­do arries­ga­do. Ya lo sa­bes.

—Sí, lo sé, y tam­bién que le hi­ci­mos una pro­me­sa a Gra­ce.

Dia­blo asin­tió con la ca­be­za.

—Eso tam­bién.

—Su re­gre­so es una ame­na­za para to­dos no­so­tros, para Gra­ce más que para na­die.

—No —le con­tes­tó Dia­blo—. Su re­gre­so hace que la ame­na­za se cier­na so­bre él. Re­cuer­da, si al­guien des­cu­bre lo que hizo… Cómo con­si­guió su tí­tu­lo… Ter­mi­na­rá col­gan­do de una soga. Es un trai­dor a la Co­ro­na.

Whit negó con la ca­be­za.

—¿Y si está dis­pues­to a arries­gar­se para te­ner una opor­tu­ni­dad con ella?

Con Gra­ce, la chi­ca que una vez amó. La chi­ca cuyo fu­tu­ro ha­bía ro­ba­do. La chi­ca a la que ha­bría des­trui­do si no hu­bie­ra sido por Dia­blo y por Whit.

—En­ton­ces lo sa­cri­fi­ca­rá todo —re­pli­có—, y no con­se­gui­rá nada a cam­bio.

Whit asin­tió.

—Ni si­quie­ra he­re­de­ros.

—He­re­de­ros, nun­ca.

Des­pués, su her­mano con­ti­nuó.

—Siem­pre está el plan ori­gi­nal. Le da­mos una pa­li­za al du­que y lo en­via­mos a casa.

—No de­ten­drá el ma­tri­mo­nio. Aho­ra no. No cuan­do cree que está cer­ca de en­con­trar a Gra­ce.

Whit fle­xio­nó una mano y el cue­ro ne­gro de su guan­te cru­jió con el mo­vi­mien­to.

—Se­ría glo­rio­sa­men­te di­ver­ti­do, eso sí.

Ca­mi­na­ron en si­len­cio du­ran­te va­rios mi­nu­tos, an­tes de que Whit pro­si­guie­ra.

—Po­bre chi­ca, no po­dría ha­ber ima­gi­na­do que su inocen­te men­ti­ra la lle­va­ría a la cama con­ti­go.

Era una ab­sur­da fan­ta­sía, por su­pues­to, pero la ima­gen le so­bre­vino igual, y Dia­blo no pudo re­sis­tir­se a ella: Fe­li­city Fair­cloth, con el pelo os­cu­ro y las fal­das ro­sas ex­ten­di­das fren­te a él. In­te­li­gen­te, her­mo­sa y con una boca que in­ci­ta­ba al pe­ca­do.

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