Lady Hattie y la Bestia

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Capítulo 4

En­con­trar­la de­be­ría de haber sido como dar con una aguja en un pajar. Ella de­be­ría haber de­sa­pa­re­ci­do.

Ten­dría que haber sido sido una más entre las miles de mu­je­res, en miles ca­rr­ua­jes, co­rr­ien­do como es­cor­p­io­nes por los rin­co­nes más os­cu­ros de Lon­dres, oculta a la vista de los hom­bres or­di­na­r­ios.

Y lo habría sido, si no fuera porque Whit no era un hombre or­di­na­r­io. Era un Bas­tar­do Ba­rek­nuck­le, un rey de las som­bras de Lon­dres, con de­ce­nas de espías apos­ta­dos en la os­cu­ri­dad, y en su te­rri­to­r­io no ocu­rría nada sin que él lo su­p­ie­ra. Había sido ri­dí­cu­la­men­te fácil para su amplia red de vigías en­con­trar el único ca­rr­ua­je negro que se di­ri­gía hacia la os­cu­ri­dad.

Lo habían estado si­g­u­ien­do antes de que él se su­b­ie­ra a los te­ja­dos. Ob­tu­v­ie­ron su ubi­ca­ción tan rápido como él pidió la in­for­ma­ción. El car­ga­men­to que con­du­cía había de­sa­pa­re­ci­do, los es­col­tas que habían sido ata­ca­dos es­ta­ban vivos, y sus ata­can­tes se habían es­fu­ma­do. Sin iden­ti­fi­car.

«Pero no por mucho tiempo».

Aq­ue­lla mujer lo lle­va­ría hasta su ene­mi­go, un ad­ver­sa­r­io que los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le lle­va­ban meses bus­can­do.

Si Whit estaba en lo cierto, se tra­ta­ba de un ene­mi­go que co­no­cí­an desde hacía años.

No le mo­les­ta­ba que sus chicos es­tu­v­ie­ran vi­gi­lan­do todas las en­tra­das al burdel. Des­pués de todo, un her­ma­no pro­te­gía a una her­ma­na, in­clu­so cuando la her­ma­na en cues­tión era lo su­fi­c­ien­te­men­te po­de­ro­sa como para poner a una ciudad de ro­di­llas. In­clu­so cuando su her­ma­na se es­con­día de lo único que podía des­po­jar­la de ese poder.

Whit había en­con­tra­do sin pro­ble­mas el camino al burdel y se cruzó con Zeva, sin apenas de­te­ner­se, solo lo ne­ce­sa­r­io para des­cu­brir dónde se en­con­tra­ba aq­ue­lla mujer sin ni si­q­u­ie­ra nom­brar­la. Sabía que ella no lo haría. El éxito del 72 de Shel­ton Street se debía a su dis­cre­ción in­fle­xi­ble: guar­da­ban los se­cre­tos de todos y no los re­ve­la­ban a nadie, ni si­q­u­ie­ra a los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le.

Por eso no pre­s­io­nó a Zeva. En su lugar, la empujó, ig­no­ran­do cómo se ar­q­ue­a­ron sus cejas os­cu­ras, con si­len­c­io­sa sor­pre­sa. Si­len­c­io­sa por el mo­men­to; Zeva era la mejor de los lu­gar­te­n­ien­tes y sabía guar­dar se­cre­tos…, pero no ocul­ta­ba nada a su jefa. Y cuando Grace, co­no­ci­da en todo Lon­dres como Dahlia, re­cu­pe­ra­ra su le­gí­ti­mo puesto como dueña de aquel lugar, sabría lo que había pasado. Y no du­da­ría en pedir ex­pli­ca­c­io­nes al res­pec­to.

No había cu­r­io­si­dad tan im­pla­ca­ble como la de una her­ma­na. Pero, por ahora, Grace no lo mo­les­ta­ría. Solo exis­tía la mis­te­r­io­sa mujer del ca­rr­ua­je, con toda la in­for­ma­ción, la última pieza del me­ca­nis­mo de re­lo­je­ría que había estado es­pe­ran­do a po­ner­se en marcha. El último re­sor­te. Ella sabía los nom­bres de los hom­bres que habían dis­pa­ra­do a su car­ga­men­to, de los que habían dis­pa­ra­do a sus mu­cha­chos. Los nom­bres de los hom­bres que es­ta­ban ro­ban­do a los Bas­tar­dos. Los nom­bres de los hom­bres que tra­ba­ja­ban para su her­ma­no de­sa­pa­re­ci­do. Su ene­mi­go. Y ella estaba allí, en el burdel de su her­ma­na, en un te­rri­to­r­io que per­te­ne­cía al propio Whit.

Es­pe­ran­do a que un hombre la com­pla­c­ie­se.

Ignoró el tor­be­lli­no de ex­ci­ta­ción que lo re­co­rría al pen­sar­lo y el hilo de irri­ta­ción que lo seguía. Se tra­ta­ba de tra­ba­jo, no de placer. Era el mo­men­to de los ne­go­c­ios.

La vio nada más entrar, sus ojos la en­con­tra­ron posada en el borde de la cama, aga­rra­da a un poste en la os­cu­ri­dad. Al dejar que la puerta se ce­rra­ra tras él, le con­su­mió una idea sin­gu­lar: allí sen­ta­da, en uno de los bur­de­les más ex­tra­va­gan­tes de la ciudad, di­se­ña­do para fé­mi­nas de gusto exi­gen­te, un burdel que pro­me­tía la máxima dis­cre­ción, aq­ue­lla mujer no podía pa­re­cer más fuera de lugar.

Debía sen­tir­se como en casa, te­n­ien­do en cuenta que lo había ex­ci­ta­do, que había man­te­ni­do una con­ver­sa­ción con él como si fuera algo com­ple­ta­men­te normal y, luego, lo había arro­ja­do a la calle desde un ca­rr­ua­je en marcha. Des­pués de be­sar­lo.

El hecho de que se di­ri­g­ie­ra allí pa­re­cía estar en con­so­nan­c­ia con el resto de aq­ue­lla noche sal­va­je. Pero algo no cua­dra­ba. No era el ves­ti­do, aunque la lujosa falda de seda que on­de­a­ba en la os­cu­ri­dad en sal­va­jes ole­a­das tur­q­ue­sas, su­ge­ría una mo­dis­ta de gran ha­bi­li­dad. Tam­po­co eran los za­pa­tos a juego ni los dedos que aso­ma­ban por debajo del do­bla­di­llo.

No era la forma en que el cor­pi­ño bri­lla­ba en la os­cu­ri­dad, abra­zan­do las curvas de su torso y mos­tran­do unas en­can­ta­do­ras formas debajo de él… No, eso casaba a la per­fec­ción con Shel­ton Street.

Ni si­q­u­ie­ra era la sombra de su cara, apenas re­co­no­ci­ble en la os­cu­ri­dad, pero lo su­fi­c­ien­te­men­te vi­si­ble como para re­ve­lar que tenía la boca ab­ier­ta por la sor­pre­sa. Otro hombre podría en­con­trar ri­dí­cu­la esa ex­pre­sión, pero Whit no. Sabía lo que sabía. Cómo se sua­vi­za­ban y cedían esos labios car­no­sos. Y no había nada re­mo­ta­men­te fuera de lugar en eso.

El 72 de Shel­ton Street era un lugar más que aco­ge­dor para cuer­pos y labios llenos, para mu­je­res que sabían cómo usar­los. Pero esta mujer no sabía cómo usar­los. En ese mo­men­to estaba tiesa como un palo, afe­rra­da al poste de la cama con los nu­di­llos de una mano blan­cos y sos­te­n­ien­do en la otra una copa de cham­pán vacía, que in­cli­na­ba en un ángulo ex­tra­ño. Sí, estaba to­tal­men­te fuera de lugar.

Más aún, cuando se en­de­re­zó de manera for­za­da.

—Le ruego que me per­do­ne, señor —dijo—. Estoy es­pe­ran­do a al­g­u­ien.

—Mmm… —Se in­cli­nó hacia atrás ap­o­yán­do­se en el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y deseó que ella no es­tu­v­ie­ra en las som­bras—. Espera a Nelson.

—Co­rrec­to. Y como usted no es él… —Asin­tió con la cabeza, en un mo­vi­m­ien­to que pa­re­cía el me­ca­nis­mo de un reloj.

—¿Cómo lo sabe?

Si­len­c­io. Whit re­sis­tió el im­pul­so de son­re­ír. Casi podía oír su pánico. Ella estaba a punto de re­tro­ce­der, lo que lo pon­dría en una po­si­ción de poder. Le daría la in­for­ma­ción que de­se­a­ba en mi­nu­tos, como si fuera un niño, a cambio de go­lo­si­nas.

Salvo que ella dijo:

—No cumple mi lista de re­q­ui­si­tos.

«¿Qué de­mo­n­ios… ? ¿Qué re­q­ui­si­tos?».

De alguna manera, por puro mi­la­gro, evitó hacer la pre­gun­ta di­rec­ta­men­te. Sin em­bar­go, aq­ue­lla char­la­ta­na le pro­por­c­io­nó in­for­ma­ción adi­c­io­nal.

—Pedí es­pe­cí­fi­ca­men­te a al­g­u­ien menos… —Se calló.

Whit estaba dis­p­ues­to a hacer casi cual­q­u­ier cosa para que ella ter­mi­na­ra esa frase. Cuando agitó una mano en su di­rec­ción, él no pudo de­te­ner­se.

—¿Menos… ?

—Pre­ci­sa­men­te. Menos —dijo ella frun­c­ien­do el ceño.

Algo sos­pe­cho­sa­men­te pa­re­ci­do al or­gu­llo es­ta­lló en el in­te­r­ior del pecho de Whit, pero lo ignoró y guardó si­len­c­io.

—Y usted no es menos —dijo ella—. Es más. Es mucho. Por eso lo ex­pul­sé del ca­rr­ua­je, me dis­cul­po por ello, por cierto. Espero que no se haya ma­gu­lla­do de­ma­s­ia­do en la caída.

—¿Mucho qué? —Ignoró las dis­cul­pas.

—Mucho todo. —Ella movió de nuevo la mano. La metió en la vo­lu­mi­no­sa tela de sus faldas y ex­tra­jo un trozo de papel, con­sul­tán­do­lo—. Altura media. Cons­ti­tu­ción media. —Lo miró de arriba abajo, eva­luán­do­lo—. Usted no es nin­gu­na de esas cosas.

No tenía que pa­re­cer de­cep­c­io­na­da por ello. ¿Qué más ponía en ese papel?

—No me di cuenta de lo grande que era cuando nos reu­ni­mos antes.

—¿Es así como lo llama? ¿Una reu­nión?

In­cli­nó la cabeza con­si­de­rán­do­lo.

—¿Tiene un tér­mi­no mejor?

—Un ataque.

Ella abrió los ojos de par en par detrás de la más­ca­ra y se puso de pie, des­ve­lan­do una altura que él no había ima­gi­na­do en el ca­rr­ua­je.

—¡No le he ata­ca­do!

Se eq­ui­vo­ca­ba, por su­p­ues­to. Ella en sí era un asalto: desde sus exu­be­ran­tes curvas al fulgor de sus ojos, desde el brillo de su ves­ti­do al olor a al­men­dras, como si aca­ba­ra de salir de una cocina llena de pas­te­les.

Sintió el ataque de esa mujer desde el mo­men­to en que abrió los ojos en el ca­rr­ua­je y la en­con­tró allí, ha­blan­do de cum­ple­a­ños y planes, y del Año de Hattie.

—Hattie… —No había que­ri­do de­cir­lo. O mejor, no había que­ri­do dis­fru­tar di­cién­do­lo.

Los ojos de la joven se hi­c­ie­ron to­da­vía más gran­des detrás de la más­ca­ra.

—¿Cómo sabe mi nombre? —pre­gun­tó ella con una mezcla de pánico e in­dig­na­ción mien­tras se ponía en pie—. Pensé que este lugar era el colmo de la dis­cre­ción.

—¿Qué es el Año de Hattie?

La re­a­li­dad la asaltó de golpe, ella misma había re­ve­la­do su nombre.

—¿Por qué quiere sa­ber­lo? —in­q­ui­rió des­pués de un breve si­len­c­io.

No estaba seguro de la res­p­ues­ta, así que no le con­tes­tó.

Ella rompió el si­len­c­io, como él estaba des­cu­br­ien­do que acos­tum­bra­ba a hacer.

—Su­pon­go que no me dirá su nombre. Sé que no es Nelson.

—Porque soy de­ma­s­ia­do para ser Nelson.

—Porque no cumple mi lista de cua­li­da­des. Es de­ma­s­ia­do ancho de hom­bros y sus pier­nas son de­ma­s­ia­do largas y no es en­can­ta­dor. Y, desde luego, no es nada afable.

 

—Ha hecho una lista de cua­li­da­des para un sa­b­ue­so, no para un polvo.

No mordió el an­z­ue­lo.

—Y si además con­si­de­ra­mos su cara…

¿Qué de­mo­n­ios le pasaba a su cara? En tr­ein­ta y un años, nunca había tenido una queja, Y esa mujer sal­va­je no iba a cam­b­iar eso.

—¿Mi cara?

—Sí, su cara —res­pon­dió ella atro­pe­lla­da­men­te—. Pedí una cara que no fuera tan…

Whit se man­tu­vo en si­len­c­io. ¿Así que esa mujer de­ci­día dejar de hablar justo en ese mo­men­to?

Hattie negó con la cabeza y él re­sis­tió el im­pul­so de mal­de­cir.

—No im­por­ta. El hecho es que no so­li­ci­té su com­pa­ñía y tam­po­co lo ataqué. No he tenido nada que ver con que apa­re­c­ie­ra in­cons­c­ien­te en mi ca­rr­ua­je. Aunque, para ser sin­ce­ra, em­p­ie­za a pa­re­cer­me la clase de hombre que bien podría me­re­cer un golpe en la cabeza.

—No creo que haya tomado parte en el asalto.

—Bien. Porque yo no asalté su ca­rr­ua­je.

—¿Quién lo hizo?

—No lo sé.

«Men­ti­ra».

Estaba pro­te­g­ien­do a al­g­u­ien. El ca­rr­ua­je per­te­ne­cía a al­g­u­ien en quien con­f­ia­ba o no lo habría usado para ir hasta allí. «¿Su padre?». No, im­po­si­ble. Ni si­q­u­ie­ra aq­ue­lla loca usaría el co­che­ro de su padre para lle­var­la a un burdel en medio de Covent Garden. Los co­che­ros ha­bla­ban.

«¿Un amante?». Por un mo­men­to con­si­de­ró la po­si­bi­li­dad de que ella no solo tra­ba­ja­ra con su ene­mi­go, sino que dur­m­ie­ra con él. A Whit no le hizo gracia el dis­gus­to que le causó la idea antes de que le pu­d­ie­ra la razón.

No. No era un amante. No es­ta­ría en un burdel si tu­v­ie­ra un amante. No lo habría besado a él si tu­v­ie­ra un amante. Y ella lo había besado, suave, dulce e inex­per­ta­men­te.

No había ningún amante. Pero aun así, era leal al ene­mi­go.

—Creo que sabe quién me dejó in­cons­c­ien­te y me retuvo en ese ca­rr­ua­je, Hattie —dijo en voz baja, acer­cán­do­se a ella. Su cuerpo vibró cuando se dio cuenta de que ella era casi de su altura; su pecho su­b­ien­do y ba­jan­do a ritmo de stac­ca­to por encima de la línea de su ves­ti­do, los mús­cu­los de su gar­gan­ta tensos mien­tras lo es­cu­cha­ba—. Y creo que sabe que tengo la in­ten­ción de con­se­g­uir un nombre.

—¿Es eso una ame­na­za? —Lo miró en­tre­ce­rran­do los ojos. Él no res­pon­dió, y en el si­len­c­io, ella pa­re­ció cal­mar­se; su res­pi­ra­ción se hizo más tran­q­ui­la mien­tras sus hom­bros se en­de­re­za­ban—. No me gustan las ame­na­zas. Es la se­gun­da vez que in­te­rrum­pe mi noche, señor. Haría bien en re­cor­dar que fui yo quien le salvó el pe­lle­jo antes.

—Casi me mata. —Ella ex­pe­ri­men­tó un cambio no­ta­ble.

—Por favor, ha sido usted muy ágil —se burló—. Lo vi ate­rri­zar en el suelo como si no fuera la pri­me­ra vez que lo lanzan de un ca­rr­ua­je—. Hizo una pausa—. No lo fue, ¿o sí?

—Eso no sig­ni­fi­ca que desee con­ver­tir­lo en un hábito.

—El punto es que, sin mí, podría estar muerto en una zanja. Un ca­ba­lle­ro ra­zo­na­ble me lo agra­de­ce­ría ama­ble­men­te y se iría a otro lugar ahora mismo.

—Tiene mala suerte, en­ton­ces, de que yo no lo sea.

—¿Ra­zo­na­ble?

—Un ca­ba­lle­ro.

Se rio un poco sor­pren­di­da por eso.

—Bueno, como es­ta­mos en un burdel, creo que nin­gu­no de los dos puede re­cla­mar mucha gen­ti­le­za.

—¿Eso no estaba en su lista de re­q­ui­si­tos?

—Oh, lo estaba —dijo—, pero es­pe­ra­ba más una apro­xi­ma­ción a la ca­ba­lle­ro­si­dad que la ca­ba­lle­ro­si­dad misma. Y ahí está el pro­ble­ma: tengo planes, mal­di­ción, y no voy a per­mi­tir que los arr­ui­ne.

—Los planes de los que habló antes de ti­rar­me del ca­rr­ua­je.

—Yo no lo tiré. —Cuando él no res­pon­dió, ella le dijo—: Está bien, lo eché. Pero todo ha ido bien.

—No gra­c­ias a usted.

—No tengo la in­for­ma­ción que quiere.

—No la creo.

Abrió la boca y la cerró.

—¡Qué gro­se­ro!

—Quí­te­se la más­ca­ra.

—No.

—¿Qué es el Año de Hattie? —pre­gun­tó ante el no ta­jan­te.

Ella le­van­tó la bar­bi­lla de­sa­f­ian­te, pero se quedó en si­len­c­io. Whit gruñó y se di­ri­gió al cham­pán y se sirvió una copa. Cuando ter­mi­nó, de­vol­vió la bo­te­lla a su sitio y se apoyó en el al­féi­zar de la ven­ta­na ob­ser­van­do cómo ella se movía.

Siem­pre estaba en mo­vi­m­ien­to, ali­sán­do­se las faldas o ju­gan­do con la manga; él bebía hip­no­ti­za­do por la larga línea del ves­ti­do, por la forma en que este en­vol­vía sus curvas re­bel­des y hacía pro­me­sas que un hombre de­se­a­ba que cum­pl­ie­ra. La luz de las velas se re­fle­ja­ba en su piel, do­rán­do­la. No era una mujer que tomara té. Era una mujer que tomaba el sol.

Tenía dinero, sal­ta­ba a la vista. Y poder. Una mujer ne­ce­si­ta­ba de ambos para entrar en el 72 de Shel­ton Street. In­clu­so sa­b­ien­do que el lugar exis­tía, ne­ce­si­ta­ba con­tac­tos que no eran fá­ci­les de con­se­g­uir. Había miles de ra­zo­nes por las que ella podría estar allí, y Whit las había es­cu­cha­do todas: abu­rri­m­ien­to, in­sa­tis­fac­ción, im­pru­den­c­ia. Pero no de­tec­ta­ba nin­gu­na de ellas en Hattie. No era una chica im­pe­t­uo­sa, era lo su­fi­c­ien­te­men­te mayor para ser ra­zo­na­ble y tomar sus de­ci­s­io­nes. Tam­po­co era simple o su­per­fi­c­ial.

Se acercó a ella len­ta­men­te de forma de­li­be­ra­da.

—No me dejaré in­ti­mi­dar. —Se puso rígida. Agarró con fuerza el papel que tenía en la mano.

—Él me ha robado algo y quiero que me lo de­v­uel­va.

Pero eso no era todo.

Estaba lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca como para to­car­la. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para medir la altura que ya había notado antes, casi igual a la suya. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para ver sus ojos detrás de la más­ca­ra, fijos en él. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para su­mer­gir­se en su aroma a al­men­dras.

—Lo que sea que le hayan robado —anun­ció mien­tras en­de­re­za­ba los hom­bros—, haré que se lo de­v­uel­van.

Cuatro envíos. Tres vi­gi­lan­tes ti­ro­te­a­dos. Des­pués de esa noche, el propio Whit había per­di­do unos cu­chi­llos que va­lo­ra­ba por encima de todo. Y, si tenía razón, ella le debía más de lo que podía de­vol­ver­le.

—No es po­si­ble. Ne­ce­si­to un nombre. —Negó con la cabeza.

—Le ruego que me per­do­ne, yo no fallo —res­pon­dió sin va­ci­lar.

Otro hombre podría haber en­con­tra­do aq­ue­llas pa­la­bras di­ver­ti­das, pero Whit ad­vir­tió ho­nes­ti­dad en ellas. ¿Cómo se había visto in­vo­lu­cra­da en este lío? No pudo re­sis­tir­se a re­pe­tir­se.

—¿Qué es el Año de Hattie?

—Si se lo digo, ¿me dejará en paz?

«No», pensó él.

Res­pi­ró pro­fun­da­men­te en si­len­c­io, como si con­si­de­ra­ra sus op­c­io­nes.

—Es lo que parece —ex­pli­có ella fi­nal­men­te—. Es mi año. El año que re­cla­mo como mío.

—¿Cómo?

—Tengo un plan de cuatro puntos para di­ri­gir mi propio des­ti­no.

—Cuatro puntos —re­pi­tió él, ar­q­ue­an­do las cejas.

—Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro. —Le­van­tó una mano mar­can­do las res­p­ues­tas con los largos dedos en­g­uan­ta­dos y luego hizo una pausa—. Ahora, si me dice qué fue con pre­ci­sión lo que le qui­ta­ron, se lo de­vol­ve­ré, y po­dre­mos seguir con nues­tras vidas sin mo­les­tar­nos nunca más.

—Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro —repasó el plan—. ¿En ese orden?

—Pro­ba­ble­men­te. —Hattie in­cli­nó la cabeza a un lado.

—¿Qué clase de ne­go­c­ios? —Él tenía dinero de sobra, y podía ayu­dar­la en cual­q­u­ier ne­go­c­io que de­se­a­ra… a cambio de la in­for­ma­ción que ne­ce­si­ta­ba.

Ella lo miró fi­ja­men­te y per­ma­ne­ció en si­len­c­io.

Pro­ba­ble­men­te tenía as­pi­ra­c­io­nes como mo­dis­ta o som­bre­re­ra, ambos ne­go­c­ios le com­pra­rí­an una casa, pero nin­gu­no de ellos le daría una for­tu­na. ¿No sería mejor que bus­ca­se un futuro como esposa y madre? Pa­re­cía la mujer ade­c­ua­da para ser la señora de una casa.

Eso, y que nin­gu­no de sus cuatro puntos tenía sen­ti­do en el con­tex­to del burdel de Shel­ton Street. Señaló el papel que sos­te­nía en el puño.

—¿Qué es­pe­ra­ba de Nelson, una in­ver­sión?

—De cierto tipo. —Hattie se rio de la pre­gun­ta.

—¿De qué tipo? —Whit en­tre­ce­rró los ojos, in­te­rro­ga­ti­vo.

—Hay un quinto punto —dijo.

Un reloj sonó en el pa­si­llo, alto y grave, y Whit sacó sus re­lo­jes sin pensar, com­pro­ban­do la hora en ambos antes de de­vol­ver­los a su lugar.

—¿Y cuál es?

—¿Tiene hora? —Su mirada siguió sus mo­vi­m­ien­tos.

—Las once. —No ignoró la burla en la pre­gun­ta.

—¿En los dos re­lo­jes?

—¿El quinto punto?

Sus me­ji­llas se ti­ñe­ron de rojo al es­cu­char la pre­gun­ta, y la cu­r­io­si­dad que sintió Whit por aq­ue­lla ex­tra­ña mujer se volvió casi in­so­por­ta­ble.

—Cuerpo —dijo ella en­ton­ces, en un tono claro como el tañido del pa­si­llo.

Cuando Whit tenía die­ci­s­ie­te años, salió del cua­dri­lá­te­ro tam­ba­leán­do­se, tras un com­ba­te que duró de­ma­s­ia­do con un opo­nen­te de­ma­s­ia­do grande; el rugido de la mul­ti­tud se le clavó en los oídos por la can­ti­dad de golpes que so­por­tó. Ate­rri­zó en el ca­lle­jón tra­se­ro de un al­ma­cén, donde llenó de aire frío sus pul­mo­nes mien­tras se ima­gi­na­ba en cual­q­u­ier lugar menos allí, en un club de lucha de Covent Garden.

La puerta se abrió y se cerró, y una mujer se había acercó a él con un trozo de lino en la mano. Se ofre­ció a lim­p­iar­le la sangre de la cara. Sus pa­la­bras suaves y su amable gesto fueron el mayor placer que había sen­ti­do en su vida.

Hasta el mo­men­to en que es­cu­chó a Hattie decir la pa­la­bra «cuerpo».

Se hizo el si­len­c­io entre ellos. Ella rio, ner­v­io­sa.

—Su­pon­go que es más bien el primer punto, con­si­de­ran­do que es esen­c­ial para el resto.

«Cuerpo».

—Ex­plí­q­ue­se —gruñó Whit.

Pa­re­cía estar con­si­de­ran­do la po­si­bi­li­dad de no dar ex­pli­ca­c­io­nes, como si él le fuera a per­mi­tir salir de la ha­bi­ta­ción sin ha­cer­lo.

—Hay dos ra­zo­nes —dijo fi­nal­men­te, pues debió de darse cuenta de que él no iba a ceder—. Al­gu­nas mu­je­res se pasan toda la vida bus­can­do un ma­tri­mo­n­io.

—¿Y usted no?

Negó con la cabeza.

—Tal vez en algún mo­men­to lo con­si­de­ré… —Se alejó, y Whit con­tu­vo la res­pi­ra­ción es­pe­ran­do ver qué venía a con­ti­n­ua­ción. La vio en­co­ger­se de hom­bros—. Mañana cumplo vein­ti­n­ue­ve años. En este mo­men­to, soy una dote y nada más.

Whit no la creyó ni por un mo­men­to.

—No quiero ser una dote. —Lo miró—. No deseo que me con­v­ier­tan en mer­can­cía. Deseo ser yo misma. Elegir por mí misma.

—Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro —dijo.

Ella sonrió sa­tis­fe­cha, for­man­do aquel mal­di­to ho­y­ue­lo que cen­te­lle­a­ba, y él no pudo re­sis­tir­se a re­pa­rar en esos labios, cuya sen­sa­ción re­cor­da­ba vi­va­men­te desde el prin­ci­p­io de la noche. Los vio mo­ver­se de nuevo.

—Solo hay una manera de ase­gu­rar que se me per­mi­ta elegir por mí misma. —Hizo una pausa—. Me desha­go de la única cosa de mí que es pre­c­ia­da. Me re­cla­mo a mí misma. Y gano.

—Y vino aquí para… —Se alejó sa­b­ien­do la res­p­ues­ta, pero quería que ella lo dijera.

Quería es­cu­char­lo.

Ese rubor otra vez.

—Perder la vir­gi­ni­dad —dijo fi­nal­men­te.

Las pa­la­bras re­so­na­ron en sus oídos.

—Bueno, yo sola no puedo perder mi propia vir­gi­ni­dad, ob­v­ia­men­te. Es más bien una me­tá­fo­ra. Nelson iba a ha­cer­lo por mí —añadió ella bro­me­an­do.

Dejó que el si­len­c­io rei­na­ra un se­gun­do mien­tras él ponía en orden sus pen­sa­m­ien­tos.

—Se libera de su vir­gi­ni­dad y se vuelve libre para vivir su vida.

—¡Exac­ta­men­te! —dijo como si es­tu­v­ie­ra en­can­ta­da de que al­g­u­ien lo en­ten­d­ie­ra.

—¿Y cuál es la se­gun­da razón? —gruñó Whit.

Se ru­bo­ri­zó de nuevo. ¿Quién era esta mujer tan audaz como ver­gon­zo­sa?

—Su­pon­go… —se in­te­rrum­pió para acla­rar­se la gar­gan­ta—. Su­pon­go que es lo que quiero.

 

«¡Dios!».

Podría haber dicho mil cosas y todas las hu­b­ie­ra es­pe­ra­do. Cosas que lo ha­brí­an man­te­ni­do ca­lla­do, im­pa­si­ble. Y en vez de eso, había dicho algo tan con­de­na­da­men­te sin­ce­ro que no tuvo otra opción que de­se­ar­la.

Lo detuvo antes de que em­pe­za­ra, re­pri­mió su deseo me­t­ien­do la mano en el bol­si­llo y sa­can­do un sa­q­ui­to de papel; del que sacó un ca­ra­me­lo. Se lo metió en la boca; el sabor a limón y miel ex­plo­ta­ron en su lengua.

Lo que fuera para dis­tra­er­se de sus pa­la­bras.

«La deseo».

—¿Son ca­ra­me­los? —Hattie miró la bolsa.

Whit la miró y gruñó un sí.

—No de­be­ría tomar go­lo­si­nas si no está dis­p­ues­to a com­par­tir­las, ya sabe… —In­cli­nó la cabeza a un lado.

Otro gru­ñi­do y tendió la bol­si­ta hacia ella.

—No, gra­c­ias —dijo con una son­ri­sa.

—En­ton­ces, ¿por qué me ha pedido uno?

—No le he pedido uno. Le he pedido que me ofre­c­ie­ra uno. Lo que es to­tal­men­te di­fe­ren­te. —Otra son­ri­sa.

Era in­cre­í­ble­men­te frus­tran­te. Y fas­ci­nan­te. Pero no tenía tiempo para sen­tir­se fas­ci­na­do por ella.

De­vol­vió los ca­ra­me­los al bol­si­llo, tra­tan­do de con­cen­trar­se en el limón, un agrio y dulce placer, uno de los pocos que se per­mi­tía. Tra­tan­do de ig­no­rar el hecho de que no era limón lo que de­se­a­ba en ese mo­men­to. Tra­tan­do de no pensar en las al­men­dras.

Ne­ce­si­ta­ba in­for­ma­ción de esa mujer. Y eso era todo. Ella sabía quién estaba ata­can­do a sus hom­bres, quién estaba ro­ban­do su mer­can­cía; podía con­fir­mar la iden­ti­dad de su ene­mi­go. Y él haría lo que fuera ne­ce­sa­r­io para que ella ha­bla­ra…

—¿No va a de­cir­me que me eq­ui­vo­co? —pre­gun­tó.

—¿Qué se eq­ui­vo­ca sobre qué?

—Que me eq­ui­vo­co al querer… —Se alejó por un mo­men­to, y un hilo de frío miedo atra­ve­só a Whit mien­tras so­pe­sa­ba la po­si­bi­li­dad de que ella lo dijera de nuevo. Cual­q­u­ier hombre hu­b­ie­ra que­ri­do llenar el es­pa­c­io entre esas dos mi­nús­cu­las letras con una vein­te­na de cosas sucias— … ex­plo­rar.

Dios mío. Eso era peor.

—No voy a de­cir­le que se eq­ui­vo­ca.

—¿Por qué?

No tenía ni idea de por qué lo había dicho. No de­be­ría ha­ber­lo dicho. Debió de­jar­la allí, en aq­ue­lla ha­bi­ta­ción y se­g­uir­la a casa y es­pe­rar a que re­ve­la­ra lo que sabía. Porque no había manera de que esa mujer guar­da­ra bien los se­cre­tos. Era de­ma­s­ia­do sin­ce­ra. Lo su­fi­c­ien­te­men­te sin­ce­ra como para causar pro­ble­mas. Pero lo dijo de todas formas.

—Porque de­be­ría ex­plo­rar. De­be­ría ex­plo­rar cada cen­tí­me­tro de sí misma y cada cen­tí­me­tro de su placer y fijar el rumbo de su futuro.

Ella abrió los labios cuando él se le acercó di­c­ien­do todo lo que no había ofre­ci­do a otra en otra época. En toda la vida.

Él se acercó y le­van­tó las manos len­ta­men­te, per­mi­t­ien­do que ella viera su mo­vi­m­ien­to. Dán­do­le tiempo para de­te­ner­lo. Al ver que no lo hizo, le quitó la más­ca­ra re­ve­lan­do sus gran­des y os­cu­ros ojos de­li­ne­a­dos con kohl.

—Pero no de­be­ría con­tra­tar a Nelson.

¿Qué estaba ha­c­ien­do?

Era la única opción.

«Men­ti­ra».

Hattie cogió la más­ca­ra con la mano libre y la bajó entre ellos. Se puso a ju­g­ue­te­ar con ella, y sus dedos lo ro­za­ron. Lo que­ma­ron.

—Será di­fí­cil en­con­trar otro hombre que me ayude sin que haya con­se­c­uen­c­ias.

—Le ase­gu­ro que no —dijo él in­cli­nán­do­se y ba­jan­do la voz.

—¿Pre­ten­de en­con­trar­me un hombre así? —Ella tragó saliva.

—No.

Hattie frun­ció el ceño y Whit le pasó el pulgar por las cejas varias veces, hasta que el ceño dejó de estar frun­ci­do. Trazó las líneas de su cara, el con­tor­no de sus pó­mu­los, la suave curva de su man­dí­bu­la. Su grueso labio in­fe­r­ior, tan suave como lo re­cor­da­ba.

—Tengo la in­ten­ción de ha­cer­lo yo.