Lady Hattie y la Bestia

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Capítulo 7

La tarde si­g­u­ien­te, mien­tras el sol se hundía por el oeste, Whit se en­con­tra­ba en la pe­q­ue­ña y si­len­c­io­sa en­fer­me­ría, en lo pro­fun­do de la Co­lo­n­ia de Covent Garden, vi­gi­lan­do al chico que había sido tras­la­da­do allí des­pués del ataque al car­ga­men­to.

La ha­bi­ta­ción, llena de luz dorada, estaba me­ti­cu­lo­sa­men­te limpia en com­pa­ra­ción con el mundo ex­te­r­ior, un mundo donde rei­na­ba la su­c­ie­dad y eso de­be­ría ha­ber­le pro­por­c­io­na­do una pizca de paz.

No fue así.

Había ido in­me­d­ia­ta­men­te a la co­lo­n­ia des­pués de salir del 72 de Shel­ton Street… Había ido a ver a aquel chico, Jamie, que estaba en el suelo cuando lo no­q­ue­a­ron, bañado en su propia sangre. In­clu­so cuando había per­di­do el co­no­ci­m­ien­to, algo que lo en­fu­re­cía. Nadie hería a los hom­bres de los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le y so­bre­vi­vía para con­tar­lo.

Su co­ra­zón se ace­le­ró con el re­c­uer­do y no se fijó en que la puerta de la ha­bi­ta­ción se abría y un joven doctor con gafas en­tra­ba y se acer­ca­ba mien­tras se secaba las manos.

—Lo he sedado —dijo el doctor, arran­cán­do­lo de sus pen­sa­m­ien­tos—. No se des­per­ta­rá du­ran­te horas. No es ne­ce­sa­r­io que es­pe­res aquí.

Pero él ne­ce­si­ta­ba ha­cer­lo. Pro­te­gía a los suyos.

Los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le rei­na­ban en el re­tor­ci­do la­be­rin­to de Covent Garden, más allá de las ta­ber­nas y de la se­gu­ri­dad de los te­a­tros para los ri­ca­cho­nes de Lon­dres, donde nada era seguro para los fo­ras­te­ros. Había lle­ga­do a la co­lo­n­ia junto con su medio her­ma­no y la chica que lla­ma­ban her­ma­na, y habían apren­di­do a pelear como perros por cual­q­u­ier cosa que ne­ce­si­ta­sen. Las peleas se habían con­ver­ti­do en algo na­tu­ral, y así habían lle­ga­do a lo más alto. Mon­ta­ron un ne­go­c­io y arras­tra­ron al resto de la co­lo­n­ia con ellos. Con­tra­ta­ron a los hom­bres y mu­je­res del ve­cin­da­r­io para tra­ba­jar en sus in­nu­me­ra­bles em­pre­sas: sir­v­ien­do pas­te­les en las ta­ber­nas, en­car­gán­do­se de las ap­ues­tas en los cír­cu­los de las peleas, des­c­uar­ti­zan­do ganado, cur­t­ien­do cueros y trans­por­tan­do la carga que lle­ga­ba en los barcos dos veces al mes.

Si no se hu­b­ie­ran ase­gu­ra­do la le­al­tad de los ha­bi­tan­tes del Garden desde niños, el dinero lo habría hecho. La co­lo­n­ia de los Bas­tar­dos era co­no­ci­da en todo Lon­dres como un lugar que pro­por­c­io­na­ba tra­ba­jo ho­nes­to por un buen sa­la­r­io y en con­di­c­io­nes se­gu­ras, bajo el amparo de un trío de per­so­nas que se habían hecho a sí mismas desde la su­c­ie­dad de las calles de Covent Garden.

Allí, los Bas­tar­dos eran reyes. Re­co­no­ci­dos y ve­ne­ra­dos in­clu­so más que el propio mo­nar­ca, ¿y por qué no? El otro lado de Lon­dres podría ser el otro lado del mundo para los que cre­cí­an en la co­lo­n­ia.

Pero ni si­q­u­ie­ra un rey podía man­te­ner a raya a la muerte.

El joven que yacía in­cons­c­ien­te era casi un niño y había re­ci­bi­do una bala por ellos. Por eso se en­con­tra­ba en una ha­bi­ta­ción im­po­lu­ta y blanca entre unas sá­ba­nas im­po­lu­tas y blan­cas, en manos del des­ti­no; porque él había lle­ga­do de­ma­s­ia­do tarde para pro­te­ger­lo.

«Siem­pre es de­ma­s­ia­do tarde».

Se metió una mano en el bol­si­llo, y sus dedos fro­ta­ron el metal ca­l­ien­te de un reloj y, luego, el del otro.

—¿Vivirá?

—Quizás. —El doctor lo miró desde la mesa del rincón de la ha­bi­ta­ción donde mez­cla­ba un tónico.

Whit gruñó, se clavó con fuerza una mano en un cos­ta­do e hizo una mueca de dolor. ¡Mal­di­ta vida! Había estado tan cerca la noche an­te­r­ior que, si hu­b­ie­ra des­per­ta­do junto al ene­mi­go, podría ha­ber­se co­bra­do su ven­gan­za.

Pero en cambio había re­cu­pe­ra­do el co­no­ci­m­ien­to junto a aq­ue­lla mujer, Hattie, de­se­o­sa de ex­pe­ri­men­tar en un burdel mien­tras sus hom­bres aca­ba­ban lu­chan­do por su vida en las manos de un ci­ru­ja­no. Y luego se había negado a darle un nombre.

Miró la si­l­ue­ta ya­cen­te; la cama, de alguna manera, hacía a Jamie más pe­q­ue­ño y frágil de lo que era en re­a­li­dad, cuando se reía con sus ca­ma­ra­das y le gui­ña­ba un ojo a las chicas bo­ni­tas que pa­sa­ban a su lado.

Hattie le aca­ba­ría dando el nombre del hombre al que pro­te­gía, el que le había robado, el que ame­na­za­ba lo que era suyo. El que tra­ba­ja­ba con su ver­da­de­ro ene­mi­go y al que él di­ri­gi­ría toda la fuerza de su ira para que su­fr­ie­ra.

Estaba en­fu­re­ci­do por Jamie y por todos aq­ue­llos que es­ta­ban bajo su pro­tec­ción en el Garden, donde la es­ca­sez ame­na­za­ba a no más de medio ki­ló­me­tro de al­gu­nas de las casas más ricas de Gran Bre­ta­ña. Estaba en­fu­re­ci­do por los otros siete que habían estado allí antes que el chico. Por los tres que habían dejado esta ha­bi­ta­ción y se habían ido di­rec­ta­men­te al suelo del ce­men­te­r­io.

Otro gru­ñi­do.

—En­t­ien­do que no te guste, Bestia, pero es la verdad. La Me­di­ci­na es im­per­fec­ta. Pero la herida está todo lo de­sin­fec­ta­da que puede estar una herida —añadió el doctor—. La bala entró y salió lim­p­ia­men­te; hemos de­te­ni­do la he­mo­rra­g­ia. Está ven­da­do y pro­te­gi­do. —Se en­co­gió de hom­bros—. Podría vivir. —Se acercó más. Le tendió el vaso que su­je­ta­ba—. Bebe. —Whit negó con la cabeza—. Llevas des­p­ier­to más de un día, y Mary me ha dicho que no has comido ni bebido desde que lle­gas­te.

—No ne­ce­si­to que tu mujer me vigile.

—Ya que ha estado des­p­ier­ta en esta ha­bi­ta­ción du­ran­te doce horas, no tenía otra opción. —El doctor le echó un vis­ta­zo. Le tendió la bebida de nuevo—. Bebe, por la herida en la cabeza que no ad­mi­ti­rás que tienes.

Whit lo tomó de un trago ig­no­ran­do el dolor pun­zan­te en la parte pos­te­r­ior de su cráneo, antes de mal­de­cir du­ra­men­te sobre el sabor a ba­zo­f­ia po­dri­da.

—¿Qué de­mo­n­ios es eso?

—¿Im­por­ta? —El doctor re­co­gió el vaso y re­gre­só a su es­cri­to­r­io.

No im­por­ta­ba. El doctor era poco or­to­do­xo, ra­ra­men­te usaba una cura común cuando podía mez­clar una pasta o hervir un trago de algo as­q­ue­ro­so, y tenía una ob­se­sión por la lim­p­ie­za que Covent Garden nunca había visto. Whit y Diablo lo habían traído de lejos, de un pe­q­ue­ño pueblo del norte, dos años antes, des­pués de en­te­rar­se de que había sal­va­do a una joven mar­q­ue­sa de una herida de bala en el Gran Camino del Norte con una cu­r­io­sa com­bi­na­ción de tin­tu­ras y tó­ni­cos.

Un hombre con ha­bi­li­dad para de­rro­tar balas valía su peso en oro, en lo que a Whit se re­fe­ría. Y el tiempo le había dado la razón, pues la con­tra­ta­ción del doctor había sido be­ne­fi­c­io­sa, eco­nó­mi­ca­men­te ha­blan­do, dado que habían aho­rra­do mucho dinero gra­c­ias a sus ha­bi­li­da­des desde que llegó a la co­lo­n­ia. Y ese día podría salvar a otro de sus hom­bres.

Whit se volvió hacia Jamie. Lo ob­ser­vó en el si­len­c­io de la tarde.

—En­v­ia­ré a al­g­u­ien a bus­car­te cuando des­p­ier­te —dijo el doctor—. En el mismo ins­tan­te en que se des­p­ier­te.

—¿Y si no lo hace?

Una pausa.

—En­ton­ces en­v­ia­ré a al­g­u­ien a bus­car­te cuando no lo haga.

Whit gruñó, la lógica le dijo que no había nada que hacer. Que el des­ti­no ac­t­ua­ría y que aquel chico vi­vi­ría o mo­ri­ría.

—Odio este mal­di­to lugar. —Whit no podía que­dar­se quieto más tiempo. Fue hasta el fondo de la ha­bi­ta­ción y lanzó un pu­ñe­ta­zo contra la pared cons­tr­ui­da por los me­jo­res al­ba­ñi­les que el dinero de los bas­tar­dos había podido pagar. Lo lanzó sin va­ci­lar.

El dolor le atra­ve­só la mano y le subió por el brazo, y lo aceptó. Era un cas­ti­go.

—¿Estás san­gran­do? —La silla del doctor crujió cuando se volvió hacia él.

Se miró los nu­di­llos. Había visto cosas peores. Negó con un gru­ñi­do sa­cu­d­ien­do la mano. El doctor asin­tió con la cabeza y volvió a su tra­ba­jo.

Mejor. No estaba de humor para con­ver­sar, un hecho que se volvió irre­le­van­te cuando la puerta de la ha­bi­ta­ción se abrió y en­tra­ron su her­ma­no y su cuñada y, detrás de ellos, Annika, la bri­llan­te lu­gar­te­n­ien­te no­r­ue­ga de los Bas­tar­dos, que podía hacer de­sa­pa­re­cer una bodega llena de con­tra­ban­do a plena luz del día, como si de una he­chi­ce­ra se tra­ta­se.

—Hemos venido tan pronto como nos en­te­ra­mos. —Diablo fue di­rec­to a la cama y miró a Jamie—. ¡Joder! —Le­van­tó la cabeza, la ci­ca­triz de más de quince cen­tí­me­tros de largo que le re­co­rría la me­ji­lla de­re­cha apa­re­cía blanca por la ira.

—Es­ta­mos bus­can­do a tu her­ma­na —dijo Nik mien­tras se movía al otro lado de la cama; su mano se posó sua­ve­men­te en la del chico—. Estará aquí pronto, Jamie—. Le su­su­rró, a sa­b­ien­das de que no podía oírla. Algo se re­tor­ció en el pecho de Whit; Nik amaba a los hom­bres y mu­je­res que tra­ba­ja­ban para ellos como si fuera dé­ca­das mayor, aunque apenas tenía vein­ti­trés años; a ellos y a sus hijos.

«Y no había podido man­te­ner­los a salvo».

—¿Y la bala? —Diablo se aclaró la gar­gan­ta.

—En el cos­ta­do. Lo atra­ve­só lim­p­ia­men­te —res­pon­dió el doctor.

—Casi lo tenía. Le clavé un cu­chi­llo —añadió—. Di en el blanco.

—Bien. Espero que le cor­ta­ses las pe­lo­tas —dijo Diablo gol­pe­an­do en el suelo su bastón de punta pla­te­a­da dos veces, señal de las ganas que tenía de de­sen­v­ai­nar la mal­di­ta espada que lle­va­ba dentro y atra­ve­sar a al­g­u­ien.

 

—Espera —dijo la cuñada de Whit, Fe­li­city, acer­cán­do­se a él y obli­gán­do­lo a mi­rar­la—. ¿Casi lo tenías?

—Al­g­u­ien me noqueó antes de que pu­d­ie­ra ter­mi­nar la tarea. —La ver­güen­za lo re­co­rrió e hizo que se son­ro­ja­ra.

Nik su­su­rró una mal­di­ción mien­tras Fe­li­city tomaba las manos de Whit en las suyas, apre­tán­do­las con fuerza.

—¿Estás bien? —Luego se di­ri­gió al médico—. ¿Está bien?

—A mí me parece que sí.

—Su gran in­te­rés en la Me­di­ci­na nunca deja de im­pre­s­io­nar­me, doctor. —Fe­li­city miró al médico en­tre­ce­rran­do los ojos.

—Está de pie ante usted, ¿no es así? —El doctor se quitó las gafas y las limpió.

—Su­pon­go que sí —sus­pi­ró ella.

—Pues en­ton­ces… —con­clu­yó, sa­l­ien­do de la ha­bi­ta­ción.

—Es un hombre re­al­men­te ex­tra­ño. —Fe­li­city se volvió hacia Whit—. ¿Qué ha pasado?

—¿Y Dinuka? —Whit ignoró la pre­gun­ta y, en su lugar, miró a Nik, que estaba al otro lado de la ha­bi­ta­ción. Whit había en­v­ia­do al joven a por la ca­ba­lle­ría—. ¿Está a salvo?

—Se libró de un balazo, pero no creo que le dis­pa­ra­ran a dar. Hizo lo que le di­je­ron. Vino co­rr­ien­do a por la ca­ba­lle­ría —con­tes­tó Nik mien­tras asen­tía.

—Buen chico —dijo Whit—. ¿La carga?

—Per­di­da antes de que pu­dié­ra­mos ras­tre­ar­la. —Nik sa­cu­dió la cabeza.

—Junto con mis cu­chi­llos. —Whit se pasó una mano por el pecho, donde echaba de menos la funda de que los acogía.

—¿Quién fue? —Diablo se volvió hacia él.

—No puedo estar seguro. —Whit se en­con­tró con los ojos de su her­ma­no.

—Pero tienes una sos­pe­cha… —co­men­tó Diablo sin dudar.

—Mis tripas me dicen que es Ewan.

No usaba su nombre actual, Ewan era ahora Robert, duque de Mar­wick, su medio her­ma­no y el que fuera pro­me­ti­do de Fe­li­city. Había dejado a Diablo al borde de la muerte tres meses antes y luego había de­sa­pa­re­ci­do; lo que había obli­ga­do a Grace a es­con­der­se hasta que lo en­con­tra­ran. Los robos se de­tu­v­ie­ron des­pués de que Ewan de­sa­pa­re­c­ie­ra, pero Whit no podía ig­no­rar la sen­sa­ción de que había re­gre­sa­do. Y quería res­pon­sa­bi­li­zar­lo por lo de Jamie.

Pero…

—Ewan no te habría dejado in­cons­c­ien­te —dijo Diablo—. Habría hecho cosas mucho peores.

—Tiene a dos tipos tra­ba­jan­do para él. Al menos son dos. —Bestia sa­cu­dió la cabeza.

—¿Quié­nes?

—Estoy a punto de sa­ber­lo —dijo. Ella se lo diría muy pronto.

¿Tiene algo que ver con la joven de Shel­ton Street?

Whit clavó los ojos en Nik tan pronto como pro­nun­ció aq­ue­llas pa­la­bras.

—¿Qué?

—¡Ah, sí! La mujer. Tam­bién no­so­tros nos en­te­ra­mos de eso —dijo Diablo—. Apa­ren­te­men­te te ti­ra­ron de un ca­rr­ua­je ante un grupo de bo­rra­chos y luego si­g­u­ie­ron a lo que Brix­ton ca­li­fi­có como… —Sonrió a su esposa—. ¿Cómo era, amor?

—Una se­ño­ri­tin­ga. —La boca de Fe­li­city se re­tor­ció en una iró­ni­ca son­ri­sa.

—¡Ah, sí! Es­cu­ché que se­g­uis­te a una dama al burdel de Grace.

Whit no res­pon­dió.

—Y que en­tras­te —añadió Nik.

«¡Joder!».

—¿No tienes nada qué hacer? To­da­vía ges­t­io­na­mos un ne­go­c­io o dos, ¿no? —dijo Whit mi­ran­do a la no­r­ue­ga.

—Con­se­g­ui­ré la in­for­ma­ción de los mu­cha­chos —re­pli­có Nik, en­co­gién­do­se de hom­bros.

Whit frun­ció el ceño, fin­g­ien­do no darse cuenta de que ella pasaba la mano por la frente de Jamie y su­su­rra­ba unas pa­la­bras de ánimo al chico antes de des­pe­dir­se.

—¿Y no­so­tros vamos a tener que con­se­g­uir tam­bién la in­for­ma­ción por medio de los mu­cha­chos? —in­ter­vi­no Fe­li­city tras un largo si­len­c­io.

—Ya tengo una her­ma­na pre­gun­to­na.

—Sí, pero como ella no está aquí, debo re­pre­sen­tar­nos a las dos. —Fe­li­city sonrió.

—Me des­per­té en un ca­rr­ua­je, con una mujer —dijo él, frun­c­ien­do el ceño.

—Y asumo que no ocu­rrió de la ex­ce­len­te manera que tal es­ce­na­r­io indica. —Diablo arqueó las cejas.

Había sido el beso más ar­d­ien­te que Whit había re­ci­bi­do, pero eso no lo sabía su her­ma­no.

—Cuando salí del ca­rr­ua­je…

—Oímos que te em­pu­ja­ron —pun­t­ua­li­zó Fe­li­city.

—Fue mutuo —mur­mu­ró en un pe­q­ue­ño gru­ñi­do.

—Mutuo… —re­pi­tió Fe­li­city—, pero a ti te lan­za­ron desde el ca­rr­ua­je.

Dios lo li­bra­ra de her­ma­nas en­tro­me­ti­das.

—Cuando salí del ca­rr­ua­je —in­sis­tió—, se di­ri­gía hacia lo más pro­fun­do del Garden. La seguí.

—¿Quién es? —pre­gun­tó Diablo.

Whit se quedó ca­lla­do.

—¡Dios, Whit!, sabes el nombre de la se­ño­ri­tin­ga, ¿no?

—Hattie. —Se volvió hacia Fe­li­city.

Tener una cuñada que una vez fue miem­bro de la aris­to­cra­c­ia estaba muy bien a veces, en par­ti­cu­lar cuando ne­ce­si­ta­ban ave­ri­g­uar el nombre de una noble.

—¿Sol­te­ro­na?

No era el primer ad­je­ti­vo que le venía a la mente para des­cri­bir­la.

—¿Muy alta? ¿Rubia? —Fe­li­city con­ti­nuó pre­s­io­nán­do­lo.

Asin­tió con la cabeza.

—¿Vo­lup­t­uo­sa?

La pre­gun­ta trajo de vuelta el re­c­uer­do de los de­cli­ves y valles de sus curvas. Lanzó un gru­ñi­do de asen­ti­m­ien­to.

—Vaya. —Fe­li­city se volvió hacia Diablo.

—Mmm… —dijo Diablo—. Ya vol­ve­re­mos a eso. ¿Sabes quién es la mujer?

—Hattie es un nombre bas­tan­te común.

—¿Pero…?

—Hen­r­iet­ta Sedley es la hija del conde de Che­ad­le. —Miró a Whit y luego a su marido.

La verdad golpeó a Whit junto con el tr­iun­fan­te placer de la re­ve­la­ción de la iden­ti­dad de Hattie. Che­ad­le se había ganado el título de conde, lo re­ci­bió del propio rey por su no­ble­za en el mar.

«Crecí en los mue­lles», le había dicho ella cuando trató de asus­tar­la con un len­g­ua­je soez.

—Es ella.

—¿Así que Ewan está tra­ba­jan­do con Che­ad­le? —dijo Diablo, sa­cu­d­ien­do la cabeza—. ¿Por qué el conde se pon­dría en nues­tra contra? No tiene sen­ti­do.

Y no lo había hecho. Andrew Sedley, conde de Che­ad­le, era muy que­ri­do en los mue­lles. Su ne­go­c­io era fuente de tra­ba­jo ho­nes­to y pagaba bien. Los tipos que tra­ba­ja­ban en el Tá­me­sis lo co­no­cí­an como un hombre justo, dis­p­ues­to a con­tra­tar a cual­q­u­ie­ra con un cuerpo capaz y un gancho fuerte, sin im­por­tar el nombre, el lugar de pro­ce­den­c­ia o la for­tu­na.

Los Bas­tar­dos nunca habían tenido mo­ti­vos para hacer ne­go­c­ios con Sedley, ya que él se de­di­ca­ba en ex­clu­si­va al tras­la­do de mer­can­cí­as, pagaba sus im­p­ues­tos y man­te­nía su ne­go­c­io sa­ne­a­do, lejos de toda sos­pe­cha. Sin armas. Sin drogas. Sin per­so­nas. Las mismas reglas con las que ju­ga­ban ellos, aunque los Bas­tar­dos ju­ga­ban en la mugre: su con­tra­ban­do se es­pe­c­ia­li­za­ba en el al­co­hol y el papel, el cris­tal y las pe­lu­cas y cual­q­u­ier otra cosa gra­va­da más allá de la razón por la Corona. Y no tenían miedo de de­fen­der­se con la fuerza.

La idea de que Che­ad­le pu­d­ie­ra ha­ber­los ata­ca­do era in­com­pren­si­ble. Pero Che­ad­le y su atre­vi­da hija no es­ta­ban solos.

—Es cosa del hijo —dijo Whit. August Sedley era, según todos los in­di­c­ios, un im­bé­cil in­do­len­te, pri­va­do de la ética y el res­pe­to que su padre sentía por el tra­ba­jo.

—Podría ser —dijo Fe­li­city—. Nadie sabe mucho de él. Es en­can­ta­dor pero no muy in­te­li­gen­te.

Lo que sig­ni­fi­ca­ba que el joven Sedley ca­re­cía del sen­ti­do común ne­ce­sa­r­io para en­ten­der que en­fren­tar­se a los cri­mi­na­les más co­no­ci­dos y que­ri­dos de Covent Garden no era algo que se pu­d­ie­ra hacer a la ligera. Si el her­ma­no de Hattie estaba detrás de los asal­tos, solo podía sig­ni­fi­car una cosa.

—Ewan tiene al her­ma­no ha­c­ien­do su tra­ba­jo y la her­ma­na pro­te­ge a su fa­mi­l­ia. —Diablo tam­bién lo en­ten­dió así.

Whit co­no­cía el precio de eso. Gruñó ex­pre­san­do su ac­uer­do.

—Ella se eq­ui­vo­ca —dijo Diablo, gol­pe­an­do su bastón contra el suelo otra vez y mi­ran­do a Jamie—. Esto se acabó. Nos en­car­ga­re­mos del hijo, del padre y de toda la mal­di­ta fa­mi­l­ia si es ne­ce­sa­r­io. Nos con­du­ci­rán hasta Ewan, y pon­dre­mos fin a eso. —Lle­va­ban dos dé­ca­das lu­chan­do contra Ewan. Es­con­dién­do­se de él. Pro­te­g­ien­do a Grace de él.

—A Grace no le gus­ta­rá —dijo Fe­li­city en voz baja. Hacía una vida, Diablo y Whit habían hecho una pro­me­sa sin­gu­lar a su her­ma­na: no harían daño a Ewan. No im­por­ta­ba que fuera el cuarto de su banda y que los hu­b­ie­ra tr­ai­c­io­na­do más allá de la razón. Grace lo había amado. Y les había hecho pro­me­ter que nunca lo to­ca­rí­an.

—Grace tendrá que pasar por esto. Ahora viene a por algo más que a por no­so­tros. A por algo más que su pasado. Ahora viene a por nues­tros hom­bres. —Grace no for­ma­ba parte de eso. Whit negó con la cabeza.

Iba a por el mundo que los Bas­tar­dos pro­te­ge­rí­an a toda costa. Era hora de ter­mi­nar con ello.

—Yo lo haré. —Whit miró a su her­ma­no.

Un golpe en la puerta del edi­fi­c­io acom­pa­ñó estas úl­ti­mas pa­la­bras; el sonido se es­cu­chó amor­ti­g­ua­do en la dis­tan­c­ia. Otro cuerpo, sin duda. Siem­pre había al­g­u­ien que ne­ce­si­ta­ba cui­da­dos en el Garden y se con­de­na­ría si dejaba que un aris­tó­cra­ta con título sumara más muer­tos a su cuenta.

—¿Todo? —Los her­ma­nos se mi­ra­ron fi­ja­men­te.

—El ne­go­c­io, el nombre, todo lo que tenga valor. Lo de­rri­ba­ré. —El joven Sedley se había cru­za­do en el camino de los Bas­tar­dos y, con ello, había cavado su propia tumba.

—¿Y lady Hen­r­iet­ta? —dijo Fe­li­city, lle­van­do a Whit al límite con la men­ción del tra­ta­m­ien­to ho­no­rí­fi­co. No le gus­ta­ba como aris­tó­cra­ta; la pre­fe­ría como Hattie—. ¿Crees que ella forma parte de esto? ¿Crees que tra­ba­ja con Ewan?

—No. —Esa res­p­ues­ta lo re­co­rrió de arriba abajo.

—¿Cómo lo sabes? —pre­gun­tó Diablo mien­tras lo ob­ser­va­ba de­te­ni­da­men­te.

—Lo sé.

No era su­fi­c­ien­te.

—Ella nos en­tre­ga­rá a su her­ma­no.

—¿Acaso tú re­nun­c­ia­rí­as a los tuyos? —Diablo lo miró en si­len­c­io.

Whit apretó los dien­tes.

—¿Y si no lo hace? —pre­gun­tó Fe­li­city—. ¿Qué pasará con ella, en­ton­ces?

—En­ton­ces será un daño co­la­te­ral —dijo Diablo. Whit ignoró el dis­gus­to que le pro­vo­ca­ron aq­ue­llas pa­la­bras.

—¿No es eso lo que yo fui una vez? —Fe­li­city miró a su marido.

—Por un ins­tan­te, amor. Y fue su­fi­c­ien­te como para que re­cu­pe­ra­se el sen­ti­do común. —Diablo tuvo el de­ta­lle de pa­re­cer dis­gus­ta­do.

—Si ella es el ene­mi­go, tam­bién me en­car­ga­ré —dijo Whit.

—¿Sí? —Diablo arqueó una ceja.

«Eres muy in­con­ve­n­ien­te». «Es el Año de Hattie».

Re­cor­dó frag­men­tos de la con­ver­sa­ción en el ca­rr­ua­je.

—Aunque no sea el ene­mi­go —señaló Diablo—, pro­te­ge al hombre que lo es. —Cruzó los brazos sobre el pecho y tanteó a su her­ma­no con una mirada firme—. Lo que la con­v­ier­te en va­l­io­sa.

«Le daba ven­ta­ja».

—No ten­drás más re­me­d­io que mos­trar­le la verdad sobre no­so­tros, her­ma­no —dijo Diablo en voz baja—. No im­por­ta cuánto te guste su as­pec­to.

«La verdad sobre ellos», los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le no de­ja­ban a sus ene­mi­gos con vida.

—So­lu­ció­na­lo antes de que ten­ga­mos que mover más pro­duc­to —dijo Diablo. Un nuevo car­ga­men­to lle­ga­ría a puerto la pró­xi­ma semana.

Whit asin­tió con la cabeza cuando se abrió la puerta de la ha­bi­ta­ción y apa­re­ció el doctor.

—Tiene un men­sa­je. —Abrió to­tal­men­te la puerta y apa­re­ció uno de los me­jo­res vigías de los bas­tar­dos.

—Brix­ton —le dijo Fe­li­city al chico, que in­me­d­ia­ta­men­te se aci­ca­ló bajo la aten­ción de Fe­li­city. Todos los chicos del Garden ado­ra­ban su ma­es­tría abr­ien­do cual­q­u­ier ce­rra­du­ra y su ins­tin­to ma­ter­no—. Pen­sa­ba que te ibas a casa.

—Espero que para apren­der a man­te­ner la boca ce­rra­da —dijo Whit ase­gu­rán­do­se de que Brix­ton su­p­ie­ra que se había en­te­ra­do de todo lo que el mu­cha­cho había dicho a Diablo sobre Hattie.

 

—Ig­nó­ra­lo —dijo Fe­li­city—. ¿Qué ha ocu­rri­do?

—Hay in­for­mes de que hay una chica en el mer­ca­do. Bus­can­do a Bestia. —Brix­ton le­van­tó su bar­bi­lla hacia Whit e hizo una pausa—. No es una chica, en re­a­li­dad, sino una mujer. —Bajó la voz—. Los chicos dicen que es una dama.

Un es­tr­uen­do resonó en el pecho de Whit.

Hattie.

—Está ha­c­ien­do todo tipo de pre­gun­tas.

—¿Es ella? —Fe­li­city miró a Whit.

—Sí. Y nadie está ayu­dán­do­la. —Por su­p­ues­to que no lo hacían. Nadie en Covent Garden le daría a lady Hen­r­iet­ta Sedley in­for­ma­ción sobre los Bas­tar­dos. Aq­ue­lla era la pri­me­ra de sus reglas. Los Bas­tar­dos per­te­ne­cí­an solo a la co­lo­n­ia.

—Buen tra­ba­jo, Brix­ton —dijo Diablo, lan­zan­do una moneda al chico, que la atrapó al mo­men­to con una son­ri­sa y se fue antes de que pu­d­ie­ra añadir nada—. Parece que no ten­drás que ir a bus­car­la des­pués de todo, Bestia.

El gru­ñi­do de Whit es­con­dió la sen­sa­ción de in­cre­du­li­dad que lo re­co­rrió. Y la cau­te­la. Y el deseo de per­se­g­uir­la. No, no ten­dría que en­con­trar­la.

Ella lo había hecho pri­me­ro.

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