Once escándalos para enamorar a un duque

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Y con un frío movimiento de muñeca se alejó a toda prisa en la misma dirección por la que habían venido.

La siguió con la mirada hasta que desapareció, atento al intervalo de silencio que indicaba que había vuelto a saltar el árbol caído. Esperó a que el silencio fugaz ahogara el eco de su título en los labios de Juliana.

5

«Nunca se sabe dónde pueden ocultarse los rufianes.

Las damas elegantes no salen de casa solas».

Tratado de las damas más exquisitas

«Resultan sorprendentes las decisiones que pueden tomarse sobre un fusil aún humeante».

El Folleto de los Escándalos, octubre de 1823

El marqués de Needham y Dolby apuntó con cuidado a un urogallo rojo y apretó el gatillo de su fusil. El tiro rasgó el aire calmado de la tarde.

—Maldita sea. He fallado.

Simon evitó comentar que el marqués había fallado los tiros dirigidos a las cinco criaturas a las que había apuntado desde que sugirió que conversaran en el exterior, «como hombres».

El corpulento aristócrata apuntó y disparó de nuevo, y el estruendo le produjo a Simon un estremecimiento de irritación. Nadie cazaba por la tarde. Y mucho menos alguien con una puntería tan lamentable.

—¡Maldita sea!

Otro error. Simon empezó a preocuparse por su propia seguridad. Si el hombre deseaba destrozar los jardines de su extensa propiedad en la margen del Támesis, no sería él quien lo disuadiera, pero eso no significaba que no lamentara su proximidad ante semejante ineptitud.

Aparentemente, incluso el marqués tenía sus límites. Farfulló una maldición, le entregó el fusil a un criado y, entrelazando las manos a la espalda, empezó a caminar por un largo y sinuoso sendero que se alejaba de la casa.

—De acuerdo, Leighton, será mejor que vayamos al grano. Desea casarse con mi hija mayor.

Tal vez el marqués fuera un pésimo tirador, pero no era tonto.

—Creo que el enlace beneficiaría a ambas familias —dijo Simon situándose junto al marqués.

—Sin duda, sin duda. —Caminaron en silencio unos minutos antes de que el marqués continuara—. Penelope será una excelente duquesa. No tiene cara de caballo y sabe cuál es su lugar. No exigirá nada desproporcionado.

Aquello era lo que Simon deseaba oír. Era una alabanza a su elección de la dama que debía convertirse en su futura esposa.

Entonces, ¿por qué lo perturbaba tanto?

El marqués continuó.

—Una chica excelente, sensible y preparada para cumplir con su deber. De buen linaje inglés. No debería tener problemas para tener hijos. No se hace ninguna ilusión sobre el matrimonio ni sobre todas esas cosas extravagantes que las chicas de hoy creen que merecen.

«Como la pasión».

Una imagen apareció en su mente, imprevista, indeseada: Juliana Fiori sonriendo ante sus propias palabras. «Ni siquiera un duque frígido como usted puede sobrevivir sin pasión».

Tonterías.

Seguía pensando lo mismo que la noche anterior: la pasión no tenía cabida en un buen matrimonio inglés. Y, al parecer, lady Penelope era de la misma opinión.

Y eso la calificaba como la candidata ideal para convertirse en su esposa.

Era totalmente adecuada. Justo lo que necesitaba.

«Todos necesitamos pasión».

Las palabras resonaron como un susurro en algún lugar recóndito de su mente, ese tono socarrón matizado por el acento italiano.

El duque apretó los dientes. Juliana no sabía lo que él necesitaba.

Con un asentimiento cortante, Simon dijo:

—Me alegra oír que cuento con su aprobación.

—Por supuesto que sí. Es un matrimonio adecuado. Dos líneas aristocráticas británicas de calidad. Iguales en reputación y genealogía —dijo el marqués quitándose el guante de la mano derecha y extendiéndola hacia Simon.

Mientras estrechaba la mano de su futuro suegro, Simon se preguntó si pensaría de modo distinto en cuanto salieran a la luz pública los secretos de la casa Leighton.

Entonces, su familia no gozaría de una reputación tan intachable.

Simon confiaba en que el matrimonio sirviera para que todos pudieran sobrevivir al escándalo.

Al encaminarse de nuevo hacia Dolby House, Simon dejó escapar un lento y largo suspiro.

Un paso más. Lo único que debía hacer ahora era proponerle matrimonio a la dama.

El marqués lo miró de refilón.

—Penelope está en casa. Si lo desea, puede hablar ahora con ella.

Simon comprendió el significado oculto tras sus palabras. El marqués deseaba anunciar y completar el compromiso cuanto antes. No era habitual que un duque buscara esposa.

Valoró aquella posibilidad. Después de todo, no había razón para posponer lo inevitable.

Dos semanas.

Le había dado dos semanas a Juliana.

Había sido una concesión ridícula. Podría haber utilizado aquellas dos semanas en beneficio propio; para planificar la boda, por ejemplo. Si hubiera insistido, incluso podría haber estado casado en aquel plazo.

Y, en lugar de eso, había accedido al estúpido juego de Juliana.

Como si tuviera tiempo para juegos, comportamientos temerarios, atuendos impropios y… abrazos irresistibles.

No. Lo de aquella mañana había sido un error. Un error que no podía repetirse.

Por mucho que deseara repetirlo.

Sacudió la cabeza.

—¿No está de acuerdo?

Las palabras del marqués sacaron al duque de su ensoñación.

Se aclaró la garganta.

—Me gustaría cortejarla adecuadamente, si me lo permite.

—No es necesario, ¿sabe? Todo el mundo sabe que no es un compromiso basado en el amor. —Alborozado ante semejante ocurrencia, el marqués se rio con ganas desde las profundidades de su abultada barriga. Simon hizo todo lo posible por ocultar su irritación. Cuando finalmente logró contenerse, su futuro suegro añadió—: Solo quería decir que es de conocimiento público su aversión a las emociones pueriles. Penelope no espera que la corteje.

Simon ladeó la cabeza.

—Pese a todo, me gustaría hacerlo.

—No me importa cómo lo haga, Leighton —dijo el marqués recorriendo su voluminoso contorno con sus grandes manos—. Mi único consejo es que empiece tal y como espera continuar. Las esposas son más fáciles de manejar si saben desde el principio qué esperar del matrimonio.

La marquesa de Needham y Dolby era una mujer afortunada, pensó Simon irónicamente.

—Intentaré seguir su consejo.

El marqués asintió una sola vez.

—¿Le apetece un brandi para celebrar un excelente compromiso?

Había pocas cosas que Simon deseara menos que pasar más tiempo con su futuro suegro. Sin embargo, también sabía que no era adecuado rechazar su ofrecimiento. Ya no podía permitirse el lujo de vivir ajeno a aquel tipo de exigencias.

No podría volver a hacerlo nunca más.

Tras una pausa, dijo:

—Me encantaría.

Dos horas después, Simon se encontraba de nuevo en su palacete, sentado en su sillón favorito, con su perro a los pies, mucho menos exultante de lo que debería sentirse. La reunión no podría haber ido mejor. Dentro de poco quedaría unido a una familia de enjundia e impecable reputación. Aunque no había visto a lady Penelope —a decir verdad, no había querido verla—, todo estaba dispuesto, e imaginó que solo era cuestión de conseguir la aceptación de la dama antes de hacer oficial el compromiso.

—Supongo que el resultado de tu visita ha sido satisfactorio.

Simon se tensó de repente y se dio la vuelta para enfrentarse a la fría y gris mirada de su madre. No la había oído entrar. Se puso de pie.

—Así es.

Ella no se movió.

—El marqués ha dado su consentimiento.

Simon se acercó al bar.

—Sí.

—Es muy pronto para beber, Leighton.

Simon se dio la vuelta con un vaso de whisky en la mano.

—Considéralo un brindis.

Su madre no respondió y siguió mirándolo impertérrita. Se preguntó qué estaría pensando. Aunque nunca había comprendido qué se ocultaba bajo la glacial fachada de la mujer que le había dado la vida.

—Dentro de poco serás suegra. —Hizo una pausa—. Además de viuda de un aristócrata.

Su madre no picó el anzuelo. Nunca picaba.

En su lugar, asintió de forma cortante, como si todo estuviera controlado. Como si todo fuera sencillo.

—¿Cuándo planeas obtener una licencia especial?

«Dos semanas». Simon cerró los ojos ante aquel pensamiento y dio un trago para ocultar su vacilación.

—¿No crees que primero debería hablar con lady Penelope?

La duquesa dejó escapar el aire por la nariz, como si la pregunta insultara su inteligencia.

—No abundan los duques en edad de matrimonio, Leighton. La susodicha está a punto de consumar el mejor compromiso en muchos años. Hazlo de una vez.

Allí estaba, expresado en la fría e impertérrita voz de tenor de su madre. «Hazlo de una vez». La exigencia…, el convencimiento de que un hombre como Simon haría cualquier cosa para asegurar la seguridad y el honor de su nombre.

Simon regresó a su sillón y se relajó deliberadamente, una proeza, teniendo en cuenta su frustración. Su madre se tensó ante su aparente serenidad, y Simon saboreó la minúscula victoria.

—No hay necesidad de comportarse como un animal, madre. Cortejaré a la chica. Se merece cierta emoción, ¿no crees?

Su madre continuó inmóvil, su fría mirada ocultaba sus pensamientos. Simon se dio cuenta de que nunca había recibido ningún elogio por su parte y se preguntó, fugazmente, si tendría la capacidad para hacerlo. Lo más probable era que no. No había lugar para la emoción en la vida de un aristócrata. Y menos aún para sus vástagos.

 

Las emociones eran para los plebeyos.

Nunca había visto a su madre exhibir sus sentimientos. Jamás había parecido feliz, triste, airada, entretenida. En una ocasión le había oído decir que las distracciones eran para aquellos con menor enjundia que ellos. Cuando Georgiana era una niña risueña y despreocupada, la duquesa apenas la había tolerado. «Intenta ser un poco más refinada», solía decirle con el labio ligeramente torcido, el único gesto de disgusto que le había visto permitirse. «Tu padre es el duque de Leighton».

Georgiana se ponía seria, una parte de su exuberancia perdida para siempre.

Simon se tensó ante el recuerdo, largamente enterrado. No era extraño que su hermana hubiera huido en cuanto fue consciente de su situación. Su madre no era muy dada a las muestras de amor.

Él no se había comportado mucho mejor.

—¡Eres la hija del duque de Leighton!

—Simon…, fue un error. —Apenas había oído su susurro.

—¡Los aristócratas no comenten errores!

Y la había abandonado en un lugar remoto de Yorkshire. Sola.

Cuando le había contado a su madre el escándalo que se avecinaba, esta se había quedado inmóvil, impertérrita. Tras mirarlo largamente con sus ojos fríos y omniscientes, le había dicho: «Tienes que casarte». Y no habían vuelto a hablar de Georgiana nunca más.

Simon sintió un fogonazo de arrepentimiento. Que ignoró adecuadamente.

—Cuanto antes mejor —dijo la duquesa—. Antes.

Alguien menos familiarizado con la duquesa podría pensar que esta había dejado la frase en el aire. Pero Simon la conocía bien. Su madre no solía usar palabras superfluas. Y el duque entendió perfectamente qué quería decir.

La mujer no esperó su respuesta, pues sabía de un modo intuitivo que su orden sería obedecida. Se dio la vuelta y abandonó la habitación, olvidándose de todo lo que esta contenía incluso antes de que la puerta se cerrara a su espalda.

Confiando en que Leighton haría lo que se esperaba de él.

«Antes».

Antes de que se descubriera el secreto.

Antes de que su nombre acabara hundido en el barro. Antes de que se destruyera su reputación.

Si le hubieran dicho a él cuatro meses atrás que estaría encaminándose hacia el matrimonio para proteger la reputación de su familia, se habría reído larga y altivamente antes de echar al insolente de su casa.

Por supuesto, hacía cuatro meses las cosas eran muy distintas.

Por entonces, Simon era el soltero más deseado de Gran Bretaña, sin nada que indicara un cambio en semejante estatus.

Cuatro meses atrás nada podría haberlo afectado.

Maldijo en voz baja, sombríamente, y, al apoyar la cabeza en el respaldo de su sillón, la puerta de la biblioteca volvió a abrirse. Mantuvo los ojos cerrados.

No quería volver a enfrentarse a ella. Ni a ella, ni a lo que representaba.

Oyó cómo alguien se aclaraba la garganta con delicadeza.

—¿Su excelencia?

Simon se enderezó inmediatamente.

—¿Sí, Boggs?

El mayordomo cruzó la habitación, alargando la bandeja de plata en dirección a Simon.

—Le pido disculpas por la interrupción, pero ha llegado un mensaje urgente.

Simon alargó la mano para coger el pesado sobre de color crudo. Le dio la vuelta y vio el sello de Ralston.

Su cuerpo se tensó al instante.

Solo había un motivo para que Ralston le enviara una nota urgente: Georgiana.

Tal vez se le hubiera acabado el tiempo.

—Puede retirarse.

Esperó a que Boggs saliera de la habitación, a oír el suave y aciago sonido de la puerta rozando la jamba.

Solo entonces deslizó uno de sus largos dedos bajo el sello, sintiendo el grueso peso del momento en sus tripas. Extrajo la hoja de papel y la desdobló con resignación.

Leyó las dos líneas de texto.

Y pese a no saber que estaba conteniendo el aliento, dejó escapar el aire en una corta bocanada airada y arrugó la hoja en su puño.

En el Serpentín a las cinco en punto.

Esta vez iré vestida apropiadamente.

***

Exspecto, exspectas, exspectat…

Susurró las palabras en latín mientras lanzaba piedras a la superficie del Serpentín, intentando ignorar el sol, que se hundía lentamente en el horizonte.

No debería haber enviado aquella nota.

Exspectamus, exspectatis, exspectant…

Eran más de las cinco.

«Si hubiera decidido venir, ya tendría que estar aquí».

Su doncella, Carla, hizo un chasquido de incomodidad poco delicado que Juliana oyó a pesar de que su acompañante se encontraba a unos metros de allí, sobre una manta de lana.

—Espero, esperas, espera…

Si el duque había informado a Ralston sobre la nota…, no volvería a salir de casa nunca más. O al menos no lo haría sin un batallón de sirvientes, carabinas y, muy probablemente, el propio Ralston.

—Esperamos, esperáis, esperan…

Lanzó otra piedra y falló su objetivo. Hizo una mueca ante el sonido hueco que produjo el guijarro al hundirse en el fondo del lago.

—No vendrá.

Se dio la vuelta al oír las palabras en italiano, monótonas y llenas de verdad, y se encontró con la mirada marrón oscura de Carla. La joven se abrigaba hasta el pecho con un chal de lana, los brazos alrededor de su cuerpo para protegerse del viento otoñal.

—Solo lo dices porque quieres volver a casa.

Carla alzó un hombro y esbozó una mueca de desinterés.

—Eso no hace que mis palabras sean menos ciertas.

Juliana frunció el ceño.

—No es necesario que te quedes.

—De hecho, eso es precisamente lo que se espera de mí. —Se sentó bajo un frondoso árbol—. Y no me importaría si este país no fuera tan insoportablemente frío. No me sorprende que su duque sea un hombre de hielo.

Para reforzar sus palabras, el viento volvió a soplar con fuerza, amenazando con arrancarle a Juliana el sombrero. Se llevó una mano a la cabeza para impedirlo, haciendo una mueca cuando los lazos y las cintas que lo adornaban le fustigaron el rostro. Era sorprendente que un complemento pudiera resultar al mismo tiempo tan problemático e inútil.

Cuando el viento amainó, Juliana creyó que era el momento de quitarse el sombrero.

—No es mi duque.

—¡Oh! Entonces, ¿qué hace aquí, soportando este viento y esperando su llegada?

Juliana miró a la joven con los ojos entrecerrados.

—¿Sabes?, he oído decir que las doncellas inglesas son mucho más dóciles. Estoy pensando hacer un cambio.

—Se lo recomiendo. Así podré regresar a la civilización. A la cálida civilización.

Juliana se agachó para recoger otra piedra.

—Diez minutos más.

Carla suspiró, larga y dramáticamente, y Juliana notó cómo una sonrisa acudía a sus labios. Por muy estricta e inamovible que fuera, su presencia resultaba reconfortante. Era como un pedacito de hogar en aquel mundo nuevo y extraño.

Aquel mundo insólito lleno de hermanos y hermanas, reglas y normas, bailes y sombreros, y hombres increíbles y exasperantes.

Hombres a quienes no había que enviarles notas insinuantes y tentadoras durante el día con el papel y el sello de un hermano.

Juliana cerró los ojos al sentir cómo una oleada de vergüenza le recorría todo el cuerpo.

Había sido una idea nefasta, el tipo de idea que llegaba en el momento álgido de la victoria y que convertía cada pensamiento en una pincelada radiante. Aquella mañana había llegado a Ralston House cuando todo el mundo aún dormía, ebria de excitación y poder después de su encuentro con Leighton, emocionada tras haber zarandeado a aquel hombre enorme e inalterable.

La había besado.

Y no como los mansos y sumisos chicos que había conocido en Italia, aquellos besos robados mientras la izaban del barco mercante de su padre para posarla en el muelle. No… Aquel había sido el beso de un hombre.

El beso de un hombre que sabía lo que quería.

Un hombre que jamás había tenido que pedir permiso para conseguir lo que quería.

Había percibido en él las mismas cosas que meses atrás: fortaleza, poder y algo más que era a un tiempo insoportable e irresistible.

«Pasión».

Juliana lo había retado a descubrir aquella emoción, pero ella tampoco estaba preparada para afrontar sus consecuencias.

Había tenido que recurrir a toda su energía para montar su caballo y alejarse de él, dejándolo solo bajo el sol de la mañana.

Juliana había deseado más.

Como siempre le ocurría con él.

Y, al llegar a casa, embriagada por el éxito de su primera interacción y sabedora de que había conseguido sacudirlo de pies a cabeza, tal y como le había prometido, no había podido evitar regodearse en su triunfo. Antes de que Ralston se levantara, se había colado en su estudio para escribirle una misiva a Leighton; más que una invitación, un desafío.

Una fuerte ráfaga de aire sopló desde el prado, provocando encrespadas ondas blancas en la superficie del lago. Carla se quejó airadamente mientras Juliana se colocaba de espaldas al viento y se protegía el cuerpo con el abrigo.

No debería haberle enviado la nota.

Lanzó una piedra a la superficie del lago.

«Ha sido una idea pésima».

Otra piedra.

«¿Qué le había hecho creer que vendría? No era estúpido».

Otra más.

«¿Por qué no venía?».

—Ya basta, idiota. No viene porque tiene cerebro. Al contrario que tú —murmuró las palabras en dirección al lago.

Ya lo había esperado suficiente. Hacía mucho frío, cada vez había menos luz y ya era hora de irse a casa. Inmediatamente.

Mañana pensaría su siguiente movimiento; no tenía ninguna intención de rendirse. Y tenía una semana y cinco días para conseguir arruinar a aquel hombre tan arrogante.

El hecho de que ignorara sus requerimientos solo servía para alentarla aún más.

Tras renovar su compromiso, Juliana se dio la vuelta y se encaminó hacia el árbol donde la esperaba su acompañante.

Andiamo. Volvamos a casa.

—Ah, por fin —dijo la doncella en un feliz arrebato, y se puso de pie—. Pensaba que nunca llegaría a rendirse.

«Rendirse».

La palabra fue como un aguijonazo. No estaba rindiéndose. Solamente estaba asegurándose de que no perdía ninguna extremidad por congelación para la próxima batalla.

Como si los elementos percibieran su convicción, volvió a levantarse viento, una fuerte y enfurecida bocanada, y Juliana se llevó una mano a la cabeza para asegurar el sombrero. Lamentablemente, no llegó a tiempo y el maldito tocado salió volando. Soltó un gritito y se dio la vuelta para ver cómo flotaba en dirección al lago, donde rebotó en la superficie como una de las piedras que había estado lanzando. Se posó, por increíble que pudiera parecer, en el extremo más alejado a la orilla de un tronco caído, y los largos lazos flotaron en las oscuras y frías aguas, burlándose de ella.

Carla se rio por lo bajo, y Juliana giró sobre sus talones para enfrentarse a los parpadeantes ojos marrones de su doncella.

—Tienes suerte de que no te envíe a recuperarlo.

Carla enarcó una de sus cejas oscuras.

—La mera sugerencia me deja sin palabras.

Juliana ignoró el impertinente comentario y volvió a dirigir su atención hacia el sombrero, que se mofaba de ella desde el lugar donde había ido a parar. No estaba dispuesta a que un complemento de sombrerería se riera a su costa. Algo tenía que salir bien aquella tarde.

Incluso si para ello tenía que adentrarse en el mismísimo Serpentín.

Juliana se deshizo del abrigo y se encaminó hacia el tronco, se subió a él extendiendo los brazos para equilibrarse y empezó a avanzar hacia el rebelde sombrero que estaba poniéndola en ridículo a varios metros de distancia.

¡State attenta! —gritó Carla, y Juliana hizo oídos sordos a la recomendación, concentrada como estaba en recuperar el sombrero. El viento volvió a soplar con fuerza e hizo que las florituras azules se agitaran, y Juliana se detuvo, esperando a ver si el sombrero volvía a salir volando.

El viento se detuvo.

 

El sombrero se quedó donde estaba.

Vaya. Como diría Isabel, su cuñada, había llegado la hora de la verdad.

Juliana continuó avanzando hacia su sombrero para evitar que fuera sacrificado a los dioses del Serpentín.

Solo unos cuantos metros más.

Entonces lo tendría en la mano y podría regresar a casa.

Casi había llegado.

Se agachó lentamente, se balanceó y alargó una mano. Con la punta de los dedos rozó un tirabuzón de satén azul.

Y entonces el sombrero salió volando. En un instante de frustración, Juliana olvidó la precaria situación en la que se encontraba y saltó hacia delante.

Las aguas del Serpentín estaban más frías de lo que aparentaban. Mucho más.

Y eran más profundas.

Emergió a la superficie escupiendo y maldiciendo como un estibador veronés, ante la risa estridente de Carla. Se movió instintivamente hacia la orilla, pero las faldas de su vestido se enrollaron en sus piernas y la empujaron hacia el fondo del lago.

Dominada por la confusión, empezó a mover las piernas frenéticamente, emergió de nuevo a la superficie y jadeó en busca de aire sin comprender a ciencia cierta qué estaba ocurriendo.

Algo no iba bien.

Era una nadadora experta, ¿por qué no podía mantenerse a flote?

Siguió moviendo las piernas y estas se enredaron en una masa de muselina y sarga, y comprendió que la pesada falda de su vestido estaba tirando de ella. No podía alcanzar la superficie.

La invadió el pánico.

Extendió los brazos y movió las piernas en un desesperado intento por dar una bocanada de aire.

Todo fue inútil.

Los pulmones le ardían por el esfuerzo de mantener la última y preciosa cantidad de aire…, aire que sabía que estaba a punto de…

Exhaló, y el sonido de las burbujas de aire que se elevaban hacia la superficie del lago señaló su destino.

«Voy a ahogarme».

Las palabras se deslizaron por su mente con una calma siniestra. Y entonces algo fuerte y cálido agarró una de sus manos extendidas y tiró de ella… hasta que pudo…

Gracias a Dios.

Podía respirar.

Juliana cogió una jadeante bocanada de aire, tosió y escupió y se convulsionó, concentrada exclusivamente en respirar mientras la izaban desde las profundidades del lago y la posaban finalmente en el anhelado suelo firme.

Sus piernas no pudieron sostener el peso de su cuerpo.

Se derrumbó sobre su salvador, rodeando su cuello cálido y robusto con los brazos; una roca en un mar de incertidumbre. Le costó unos minutos recobrar la noción del tiempo y el espacio, y entonces oyó a Carla gritando como una abuela siciliana desde la orilla del lago. Experimentó la fría mordedura del viento en la cara y los hombros, percibió el movimiento de su salvador mientras la sostenía con el agua a la altura del pecho y sintió el temblor de su propio cuerpo, ya fuera por el frío, el miedo o por ambas cosas.

Las manos de su salvador le recorrieron la espalda, y este le susurró palabras reconfortantes al oído. En italiano.

—Respira… Te tengo… Estás a salvo… Todo saldrá bien. —Y, de algún modo, se dejó convencer por sus palabras. La tenía. Estaba a salvo. Todo saldría bien.

Notó cómo el pecho de su salvador subía y bajaba pegado a su espalda cuando respiró hondo.

—Estás a salvo —repitió—. Niña tonta… —susurró en un tono igualmente tranquilizador—. Ya te tengo. —Sus manos le recorrían rítmicamente los brazos y la espalda—. ¿Qué demonios hacías en el lago? ¿Y si no hubiera venido? Shhh… Ya te tengo. Sei al sicura. Estás a salvo.

Juliana tardó unos segundos en reconocer el timbre de su voz, y, cuando lo hizo, giró la cabeza y lo miró a los ojos por primera vez.

Y se quedó sin respiración.

Simon.

Despeinado y completamente mojado, su rubio cabello oscurecido por el agua que ahora le resbalaba por la cara, su aspecto no tenía nada que ver con el duque regio y perfecto que conocía. Estaba empapado, desaliñado, jadeante…

Y era maravilloso.

Juliana dijo lo primero que acudió a su mente.

—Ha venido.

Y la había salvado.

—Justo a tiempo, según parece —contestó él en italiano, comprendiendo que aún no estaba preparada para el inglés.

Se vio sorprendida por un ataque de tos y, durante un momento, lo único que pudo hacer fue agarrarse a él. Cuando logró volver a respirar, se fijó en su mirada serena, en sus ojos, del color del buen brandi.

La había salvado.

Sintió un escalofrío ante aquel pensamiento, y el temblor hizo que él reaccionara.

—Tiene frío.

La cogió en brazos, la sacó del agua y la posó en la orilla del lago, donde Carla estaba al borde de la histeria.

La doncella dejó escapar un torrente de palabras en italiano.

¡Madonna! ¡Creía que la había perdido! ¡Que se había ahogado! ¡No he dejado de gritar pidiendo ayuda! —Y dirigiéndose a Simon, aún en italiano—: ¡Me maldigo por no saber nadar! ¡Si pudiera haber vuelto a mi infancia y aprender! —Y de nuevo a Juliana, abrazándola con fuerza contra su pecho—: ¡Mi Julianina! ¡De haberlo sabido…, jamás le habría dejado subirse a ese tronco! ¡Es evidente que esa cosa la ha dejado ahí el mismísimo diablo! —Y nuevamente a Simon—: ¡Ay! ¡Gracias a Dios que ha venido! —El torrente de palabras cesó abruptamente—. ¡Tarde!

Si Juliana no hubiese tenido tanto frío, se habría reído ante el desdén que transmitía esa última palabra. Era cierto, había llegado tarde. Pero había venido. Y si no lo hubiera hecho…

Pero había venido.

Miró a Simon de reojo y se dio cuenta de que no se le había escapado la insinuación de Carla: si hubiera llegado antes, todo aquello podría haberse evitado. Se quedó inmóvil con el rostro impertérrito, como el de una estatua romana.

El duque tenía la ropa pegada al cuerpo; no se había quitado el abrigo antes de sumergirse en el lago, y las distintas capas de ropa parecían formar una sola. De algún modo, con la ropa empapada parecía más grande, más peligroso, más contundente. Una gota de agua resbaló por su frente, y Juliana sintió la tentación de eliminarla con los dedos.

Con un beso.

Ignoró aquel pensamiento, convencida de que solo era el producto de la experiencia cercana a la muerte que acababa de vivir, y desvió la mirada hacia su boca, que formaba una línea recta y serena.

Y de inmediato sintió el impulso de besarla.

Le temblaba ligeramente una de las comisuras, la única señal de su irritación.

Más que irritación. Enfado.

Posiblemente ira.

Juliana sintió un escalofrío que atribuyó al viento y al agua, y no al hombre que se cernía sobre ella. Se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío y le agradeció en voz baja a Carla que se apresurara a recoger el abrigo que había dejado en el suelo antes de su aventura, y se lo posó sobre los hombros. La prenda no hizo nada por combatir el frío aire de la tarde ni la mirada acerada que le dirigía Leighton. Siguió temblando mientras buscaba el cobijo de la delgada sarga.

De entre todos los hombres en Londres, ¿por qué tenía que ser él quien la salvara?

Con la mirada clavada en una cuesta cercana, vio cómo un grupo de personas observaba la escena. Aunque no veía sus rostros a aquella distancia, estaba segura de que los habían reconocido.

La historia estaría circulando por todo Londres a la mañana siguiente.

Se sintió invadida por un cúmulo de emociones: cansancio, miedo, gratitud, vergüenza y algo más primitivo que se retorcía en su interior y que la hacía sentir como si estuviera a punto de vomitar sobre sus botas, antes perfectas y ahora destrozadas.

Solo quería estar sola.

Haciendo un esfuerzo por controlar los temblores, miró al duque a los ojos y dijo:

—Gr… gracias, su ex… excelencia. —Se maravilló al comprobar que, tras haber estado a punto de morir ahogada, era capaz de expresarse con fría cortesía. Y nada menos que en inglés. Se puso de pie con la ayuda de Carla y dijo aquello que hubiera preferido no tener que decir jamás—: Estoy en deuda con usted.

Giró sobre sí misma y, pensando únicamente en un baño caliente y en una cama cómoda, se encaminó hacia la salida del parque.

Las palabras del duque, expresadas en un perfecto italiano, la obligaron a detenerse.

—No me dé aún las gracias. Jamás he estado tan furioso.

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