Una esquirla en la cabeza

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Y la quinta pieza de la “compra”, se la llevamos a Kupchikha, Petelin pensó saboreándose. Esta kazaja Kupchikha, que vivaracha que es, vende vino y vodka tarde en la noche. Claro, todos los desvelados de la ciudad van para allá. No importa que quede a cuatro kilómetros, de todas maneras, van. ¿Y donde más puedes comprar? Los almacenes cierran a las ocho y los restaurantes a las once. Y en los almacenes no siempre hay vodka. Donde Kupchikha siempre hay, más cara, por supuesto. Eso es, la quinta saiga se la llevamos cuando volvamos en la mañana. Sería bueno que la saiguita sea joven, para que la carne sea más tierna. Y allá desayunamos. La diligente Kupchikha nos escogerá el filete más tierno y nos lo asará ahí mismo en el patio.

El mayor cerró los ojos y se imaginó un colorido acorde final en la suite de nombre “Caza de los saigas”. El olor de la carne sangrienta asada en un fuego vivo, en un aire matinal lleno de vida, multiplicador de un ya existente apetito de fiera, después de una noche movida, y con una buena vodkita.

¿Qué más hace falta a un tipo cansado, de regreso a su hogar con una buena producción?

“Pero donde diablos está Fedorchuk?” – de nuevo se disgustó Petelin y se sirvió otro medio vaso de vodka. La mitad del gran tomate rojo, carnoso y jugoso, resaltaba en la mesa. Bueno, vamos a terminar de comerlo, pensó Viktor Petrovich, levantando el vaso hacia sus labios.

De repente, la puerta de la oficina se abrió y en el umbral apareció Fedorchuk. Su mano derecha, pegada al pecho, estaba cubierta por un trapo grande y sucio.

– Dónde estabas? – de mal humor y sorprendido, gritó el mayor.

– Mire! ¿Para qué le cuento?! – indignado, el sargento levantó la mano izquierda.

– No. Cuenta! ¡Cuenta! – gruñó Petelin. Ya terminaba de comerse los restos del tomate. – Cuenta con detalles. —

– Mire! Le estoy diciendo. – Fedorchuk trató de concentrarse. – Derechito por la estepa regresaba. Todo iba normal, pero cuando doblé en la línea del tren apareció un pedazo de hierro grande, no lo pude evitar y le di. De algún tren se cayó, o de un tractor. Bueno, se metió bajo el carro cerca de la rueda y la trancó. Levanté el carro con el gato y traté de quitar la rueda. No pude, coño. Y usted sabe que no tenemos herramientas. Metí las dos manos y traté de sacar el pedazo de hierro con toda la fuerza. El carro se balanceó hacia mi lado, el gato voló, la rueda se rompió y ¡la palanca del gato me dio con fuerza en la mano! Mire. —

El sargento levantó el trapo sucio y mostró la mano.

– El hierro ese me rasgó la palma de la mano hasta el hueso. Y lo peor, por añadidura, es que no podía sacar la mano de debajo del carro. Y siquiera hubiera pasado un tipo por ahí, pero usted sabe, el desierto… Yo grité y grité, y empecé a excavar debajo de la mano. Al fin la saqué y mientras la limpiaba, afortunadamente tenía agua en el carro, pensaba como iba a levantarlo. El gato se había quedado debajo. Me traje el carro así, varias horas, la mano me duele mucho. Vine directo para acá. —

– Siempre te pasa algo. – murmuró el mayor. – Tenemos que irnos para la caza. —

– ¿Cual caza, camarada mayor? Me gustaría, pero tengo que ir al hospital. Es una herida seria en la mano. Mire, – Fedorchuk dio un paso hacia la mesa, se quitó el trapo otra vez y le puso al mayor la mano frente a la cara.

– Aparta esa mano. – arrugó la cara Petelin. – Tú eres el que siempre me llevas. ¡No se puede confiar en nadie! – El mayor miró la botella y se suavizó. – Tómate un trago y ve para el médico. —

El jefe y el subalterno se bebieron el resto del vodka. Petelin sacó otro tomate grande del maletín y lo cortó por la mitad.

– Come. – le alcanzó el fruto rojo a Fedorchuk. – Quedó bastante gasolina? ¿No nos pasamos del límite? —

– Hoy es primero de septiembre. Empieza un nuevo mes y tenemos un nuevo límite. En el tanque hay bastante. —

– Ya septiembre. – dijo, pensativo, Petelin e hizo un gesto hacia la mesa. – Déjame las llaves. —

El sargento puso las llaves en la mesa y preguntó, temeroso:

– Puedo irme? —

– Vete. —

Viktor Petrovich no quería, absolutamente, cambiar sus planes. Especialmente había dormido más que de costumbre, agarró todo lo que necesitaba, llegó a la oficina después de almuerzo, en traje de campaña, por cierto, nuevo. Con el intendente hizo un trueque por ancas de saiga. ¡Y el día siguiente lo tenía libre! Si no era esta noche, ¿cuándo tendría otra oportunidad así?

CAPITULO 14

Hassim. El escape desde China

Hassim, enseguida, tomó muy en serio las palabras del pequeño Shao, acerca del peligro que corría la caravana. El viejo Zhun ya le había advertido sobre algo semejante. El negocio con la pólvora se había hecho y engañar o mentir al experimentado comerciante chino no era posible.

Hacía muy poco que los chinos se habían liberado del poder de los mongoles y los habían expulsado al norte de la gran muralla. Durante muchos siglos la amenaza al imperio celestial vino de allá. Pero ahora, toda China miraba con preocupación hacia el occidente.

Allá había tomado fuerza el despiadado Tamerlán, y nadie sabía hacia donde dirigiría sus ejércitos la próxima vez. Desde tiempos antiguos los gobernantes de un país trataban de conseguir información de las ciudades y países vecinos a través de los comerciantes que transitaban sus tierras. Y frecuentemente, los datos obtenidos los utilizaban para conseguir pérfidos fines militares. Por eso, los poderes de todos los países se relacionaban con los comerciantes extranjeros de una manera cautelosa, sospechando siempre que eran espías.

Hassim sabía perfectamente como una noche, en la ciudad de Otrar, destrozaron una caravana que venía del país de Gengis Kan, considerándolos exploradores enemigos. En ese tiempo, en Asia central, todavía no sabían quién era ese kan Gengis, y pensaron que, de esa manera, lo iban a asustar. Pero eso solo hizo que Gengis se enojara a nivel de ira, y pronto todo Otrar fue cubierto en la sangre de miles de sus habitantes.

Por un momento, Hassim apartó sus pensamientos de preocupación y cariñosamente miró a su camella Shikha resucitada. Que milagro la salvó? El mismo había visto como ella había expirado. Y ahí está ella ahora, llena de fuerza. Solo la lana en las jorobas se encaneció.

El todopoderoso le da, otra vez, una buena señal. En una larga caminata, un camello más, nunca sobra.

Shikha miraba a lo lejos, hacia allá, de donde acababa de llegar junto con Shao. A Hassim le pareció, con asombro, que la mirada de Shikha, normalmente apática e indiferente como en todos los camellos de carga, ahora era aguda y de preocupación. ¿Solo le pareció?

Amanecía. El sol se levantaba sobre el valle. Shaken, el jefe de seguridad, intranquilo por las palabras del chino, ya había dispuesto la preparación rápida para el camino. Había que partir rápido, antes que aparecieran los perseguidores. Pronto estuvo lista la caravana para partir. Mientras esperaban, Shaken observaba a Hassim.

En esos momentos, Hassim siempre recordaba el dicho chino: Inclusive, un camino de mil millas comienza con el primer paso. ¿Cuantos pasos de esos ya había hecho él? Esta vez Hassim decidió quedarse al final de la caravana, para ser el primero para ver la posibilidad del peligro.

Todos esperaban su señal. Shikha estaba a su lado. “Oh, todopoderoso Alá danos la fortuna de salir con bien de China”, pidió en voz baja el comerciante.

Él quiso dar la orden de partida al principal conductor de la caravana, pero en ese momento, Shikha, emitió un quejido que le venía de las entrañas. Ella nunca se había quejado de esa manera. Hassim se volteó. Mirándolo fijamente estaban los grandes ojos preocupados de la camella. De nuevo hizo su extraño quejido y dirigió su cabeza hacia el lado de las montañas. A Hassim le pareció que ella quería decirle algo.

¡El mudo animal trataba de explicarle algo!

Shikha, de nuevo, lo miró particularmente, y de repente, Hassim, olvidándose de las preocupaciones, inmediatamente se sintió muy tranquilo y como si no estuviera en una tierra extranjera peligrosa, sino en su hogar. La camella se volteó y rápidamente se fue caminando hacia las montañas, moviendo las inusuales jorobas. Se alejó sin mirar hacia atrás. Hassim se le quedó mirando, y sin darse cuenta, hizo la señal para que la caravana la siguiera.

El camino trillado tomado por muchos de los caravaneros era por la llanura a lo largo del río. Ahí estaban los pueblos conocidos de Hassim, donde era posible conseguir comida, descansar y conocer las últimas noticias. Más adelante donde el río hacía una curva fuerte había un puente, el cual utilizaban todos los viajeros. ¿No fue de este puente que advirtió Shao? Puede ser que los chinos pensaran que el extranjero Hassim quisiera volar ese puente. Entonces, justo por este camino, los ejércitos chinos iban a perseguir la caravana.

Pero Shikha escogió otro camino; por los pasos montañeros. Por ahí, las caravanas comerciales nunca iban. Hassim no conocía este camino, pero cuando él ordenó a la caravana seguir a Shikha en dirección a la montaña, estaba inusualmente tranquilo y seguro de haber tomado el camino correcto.

Después de algunas horas, la caravana ya subía por la serpentina de la montaña. En una de las curvas, Hassim, como iba de último, miró hacia atrás. Abajo se abría la llanura que hacía poco habían abandonado. En ese lugar ya amanecía, y el conjunto de fogatas apagadas mostraba donde acampó el ejército de jinetes armados. El sol brillaba en sus cascos. Hassim dedujo que estos eran los perseguidores. Ya los caballos estaban listos y entonces los jinetes se lanzaron al galope, hacia el oeste, por el camino caravanero principal.

Rápidamente, Hassim se escondió tras un peñasco, cuidándose de que los chinos no vieran su pequeña silueta.

 

CAPITULO 15

Encuentro con el brujo

Los hermanos Peregudov, tensos, miraban hacia la oscuridad, sin importarles las picadas de los zancudos. Era obvio que la desagradable y extraña voz los había asustado mucho.

En ese momento, la negra neblina homogénea se puso en movimiento. Algo en ella se balanceo y a la luz, sin hacer ruido, apareció una figura oscura. El aparecido estaba vestido con una burda chaqueta acolchada y abierta, y sobre la cabeza un feo y grande sombrero de fieltro, terminado en punta, y cuya visera le oscurecía el rostro.

El primer pensamiento de Zakolov fue: ¿este es el famoso brujo? ¿Pero como supo mi nombre?

El desconocido se acercó, la sombra en la cara disminuyó y a la luz se mostró un rostro plano, con ojos rasgados y una sonrisa tímida.

No, pensó Tikhon, el brujo debe ser viejo y este, aunque está vestido extrañamente, es joven y sin barba. ¡Espera! A Tikhon le parecieron unos rasgos conocidos en el rostro kazajo. En alguna parte, él ya había visto esa sonrisa tímida, también, saliendo misteriosamente de la oscuridad.

– Soy yo, Murat. – se presentó el desconocido y sonrió más abiertamente.

– Murat?! – Tikhon reconoció al muchacho, el cual había encontrado hacía un año, en el patio del instituto. – Que estás haciendo aquí? —

– Yo vivo aquí, con mi abuelo. – Murat señaló hacia el lado donde estaba la choza.

– Ah, ¿tu abuelo es el brujo? – Tikhon preguntó, en voz baja.

– Que brujo nada. – se ofendió Murat. – Es un anciano sabio, ha vivido mucho, sabe mucho y a veces predice el futuro. Por eso es que la gente lo llama brujo. Pero entre nosotros, los kazajos, el nombre shaman se considera honorable. – Murat respiró hondo y agregó. – Es verdad que con frecuencia lo llaman brujo. —

– Predice el futuro? – preguntó, asombrado, Vlad.

– En eso no hay nada sobrenatural. El entiende las leyes de la naturaleza y la esencia del ser humano, y sobre esta base, saca sus conclusiones. Eso asusta a la gente bruta, pero ustedes son inteligentes, ¿no? En la entonación se sintió lo retórico de la pregunta.

Los muchachos asintieron inseguros. Zakolov estaba convencido de que, en la vida normal, los brujos no existían. Pero aquí, en el medio de esta estepa salvaje, no había visto nada normal, hasta ahora.

– A propósito, el abuelo los invita a la casa. – dijo Murat. – Vine para eso. —

– ¿Nos invita?, ¿a nosotros? – asombrado y cauteloso, preguntó Vlad.

– Si, vamos. Aquí se los van a comer los zancudos. En la choza no hay. —

Los hermanos Peregudov se miraron inseguros.

– Vamos. – se animó Tikhon. Los insistentes insectos lo tenían fastidiado.

Sin apuro, los muchachos se levantaron y silenciosamente siguieron a Murat. Cuando abandonaron el cono de luz, la oscuridad era total. Los estudiantes iban mirando al suelo con atención, para no tropezarse en ese camino desconocido. Solo Murat caminaba seguro y rápido. De vez en cuando, él se detenía para esperarlos.

Cerca de la choza se detuvieron. Aquí no llegaba ninguna luz artificial, y solo el brillo de las estrellas y el comienzo de cuarto creciente, permitían diferenciar el contorno de los objetos. Cerca de la entrada de la choza, en una pequeña estufa parpadeaban unos carbones apagándose. Hacia un lado se veían las siluetas de dos camellos grandes. Si estaban parados sin moverse, Tikhon no podía notarlo.

– Llegamos. – dijo, deteniéndose, Murat.

A Zakolov le pareció que la determinación, con la cual los había invitado, desapareció. En ese momento, en alguna parte, lejos, en la estepa, se sintió un aullido lastimero. Los camellos voltearon las cabezas en dirección del aullido y se quedaron quietos.

– Que es eso? – Vlad se estremeció.

– La estepa. – Murat lo dijo como si estuviera hablando de alguien vivo. Volteó y miró hacia la oscuridad. Después se dirigió a la choza a grandes zancadas. – El abuelo espera. —

Murat apartó una gruesa cortina de fieltro, la cual cerraba la entrada de la choza y entró. Los muchachos lo siguieron y entraron uno por uno.

La choza estaba iluminada por una lámpara pequeña de kerosén. El piso de la entrada tenía un felpudo y el resto del lugar estaba cubierto por alfombras variadas. Al lado de la pared lejana, frente a la puerta, en almohadones estaba sentado el viejo con su barba canosa, triangular y terminada en punta. Estaba vestido con una bata ancha, con filigranas, pero de colores suaves, y con un gorro pequeño, algo maltratado. Algo en el amplio rostro le pareció extraño a Tikhon, pero mirarlo fijamente era incómodo.

– Abuelo, traje a los estudiantes. – avisó Murat.

– Salam aleikum. – y tres veces el anciano inclinó la cabeza.

– Buenas noches. – los muchachos respondieron con deferencia.

– Pasen, siéntense. – propuso Murat, mirando al anciano, y les mostró las almohadas, que estaban colocadas alrededor de una vasija plana tapada con un paño sencillo. – Este es mi abuelo, se llama Bekbulat. —

Murat se quitó los zapatos. Lo mismo hicieron los muchachos. Cuidadosamente se fueron caminando hacia la alfombra y se sentaron en las almohadas dispuestas en forma circular. Murat presentó a Tikhon y miró interrogativamente a los gemelos. Vlas y Stas dijeron sus nombres, mirando con aprehensión, al anciano. Tikhon resultó al lado del dueño de la choza. El observó la posición de las piernas del viejo kazajo y trató de sentarse de la misma manera. Las rodillas se separaron, y al cabo de cierto tiempo la ingle le empezó a doler por la posición no acostumbrada. Los hermanos también trataron de sentarse de la misma manera, pero después no aguantaron.

El anciano destapó la vasija que estaba en el centro y, con un gesto, invitó a los muchachos a comer. La choza se llenó de un denso aroma de arroz caliente aderezado con especias. Primero fue el viejo que agarró una cuchara y tomó arroz de la vasija. Uno por uno, los muchachos tomaron sus cucharas y empezaron a comer. El arroz desmenuzado mantenía los diferentes sabores y un ligero olor de las brasas quemadas. Comieron en silencio. Los hermanos dijeron algunas palabras elogiosas sobre lo sabroso de la comida, pero el anciano sabio solo asintió con la cabeza y no dijo nada. De reojo, Tikhon miró al brujo del lugar, quien estaba sentado a su lado, pero solo vio una mejilla grande que escondía la nariz y los ojos.

Cuando el propietario de la choza terminó de comer y colocó la cuchara, Murat recogió la vasija vacía. En su lugar colocó cinco tazas iguales sin asas y una tetera grande de porcelana. Bekbulat miraba los movimientos del nieto y, una vez, asintió de manera discreta. Parecía que, bebiendo té, si se podía charlar.

Zakolov buscó un pañuelo en su bolsillo, para limpiarse los labios, pero sus dedos notaron el papel con el dibujo, que le había dado Anatoli Kolesnikov. De repente le vino la idea de preguntarle al anciano sobre el dibujo. Seguramente le gustará mostrar sus conocimientos del lugar.

– Abuelo Bekbulat, ¿usted no sabrá, por casualidad, donde está este lugar? – preguntó Tikhon y le dio al viejo el dibujo donde estaba el río, la cruz y los camellos.

El brujo tomó el papel, lo miró con atención y se quedó callado. El silencio duró largo rato. Tikhon pensó que el anciano no entendió el dibujo y le daba pena preguntar.

– Esa culebra es el río Sir Daria – explicó, acercándose al viejo, y pasando el dedo a lo largo de la línea curveada. Después mostró la cruz y preguntó: – Donde puede estar este lugar? ¿Usted no conoce aquí algo parecido? —

Tikhon quitó el dedo y apenas en ese momento se dio cuenta de que la crucecita tenía un trazo vertical más largo y por eso parecía la representación de un símbolo fúnebre. Zakolov se sintió incómodo por lo negligente del dibujo.

Ya no se sintió bien y se apartó, tratando de pasar desapercibido.

Bekbulat apartó la vista del dibujo y lentamente dirigió su rostro hacia Tikhon. Los párpados grandes de pestañas cortas casi escondían los ojos completamente dejando, apenas, unas delgadas rendijas oscuras. De repente esos ojos brillaron y el brujo dirigió una mirada penetrante al rostro de Zakolov. Dio la sensación de que la luz no se reflejaba en los ojos oscuros del sabio anciano, sino que brillaban desde adentro. Pero no fue eso lo que más golpeó a Tikhon. Sino que, bajo los ojos del viejo, allí, donde debía comenzar la nariz, se levantaba como una especie de gancho. Bajo él, había dos huecos feos. Nariz, como tal, no había. En su lugar, se veía una piel morada con cicatrices burdas.

Involuntariamente, Zakolov apartó la vista. Por esos detalles el rostro del viejo se veía perverso y provocaba miedo. No es extraño que lo consideren brujo, pensó Tikhon y trató de apartarse sin que se notara.

– Quien hizo el dibujo? – claramente preguntó el anciano.

– Un amigo. Pero eso no importa. – se apresuró a responder Tikhon. – Simplemente queremos buscar este lugar. —

– Para qué? – preguntó el brujo.

– Como decirle? – Zakolov trató de mirar a otra parte, pero los feos huecos y los ojos penetrantes del viejo se clavaron como arpones en su cara. Solo en este momento Tikhon consideró: Por qué Anatoli, que lo que es, es un comerciante, tiene interés en esta búsqueda? Para Tikhon, el dibujo y el mapa se veían como condiciones de un problema lógico interesante, que necesitaba una solución no standard. Y recordó que Anatoli habló de un camello particular. Había que explicarle eso al viejo. – Es posible que este lugar tenga algún interés desde el punto de vista de la arqueología o la paleontología. Queremos cavar ahí, simplemente. —

Tikhon sonrió afablemente, pero sus palabras no tranquilizaron al anciano. El brujo otra vez movió los ojos perturbado y se dirigió a Murat en kazajo.

– Mi abuelo pregunta que es paleontología. ¿Como explicarle mejor? – Murat tradujo la pregunta.

Tikhon trato de responder con palabras sencillas:

– Bueno, eso es cuando se buscan huesos y cráneos de hombres o animales que murieron y, a través de ellos, determinar, quien era, como murió y cuando sucedió. —

Bekbulat midió a Zakolov con la misma mirada penetrante, pero esta vez abarcó toda su fisonomía, como para recordar muy bien a la nueva persona. Después el sabio anciano devolvió el papel con el dibujo y medio afirmando, medio preguntando, dijo:

– Tu nombre es Tikhon? —

– Sí. —

– Vamos a beber té. – propuso Bekbulat y no dijo nada sobre el dibujo.

Murat llenó las tazas con té verde aromático. Afuera se escuchó un apagado, pero bien diferenciado grito, parecido a un aullido. Este era muy parecido al que los muchachos habían escuchado antes de entrar a la choza. Era alargado, monótono e inexplicablemente alarmado.

– Shikha. – se hizo escuchar Bekbulat.

– Shikha? – se asombró Murat. – Ella? —

– Sí. – confirmó el viejo. – Volvió. —

– Quien es Shikha? – Tikhon preguntó cautelosamente.

– Una camella salvaje. – respondió Murat, y dirigiéndose al viejo: – Cuéntales, abuelo. —

Sin apurarse, Bekbulat sopló en la taza, que sostenía entre sus manos trenzadas, cuidadosamente bebió un trago, y comenzó:

– El año pasado, ella me robó a Baraz, el camello más fuerte. Después Baraz volvió, pero enseguida murió. Shikha tomó toda su fuerza. Así ha sucedido desde tiempos inmemoriales. Ella siempre hace eso. Ahora ella debe tener un cachorro, la nueva Shikha. Ella la llevó a la tierra de sus antepasados. Yo sabía que iba a volver pronto. —

– Y por qué grita? – se interesó Tikhon.

– Si Shikha grita, eso es malo. Algo no le gusta, no le gusta nada. – dijo el viejo, y en su feo rostro había una clara preocupación.

CAPITULO 16

La cacería de saigas

En vez de Fedorchuk, ¿a quién llevo para la cacería?, pensó el mayor. ¿Puede ser el vecino, el profesor del instituto? Él no sabe disparar, pero puede conducir el carro y no va a despreciar un pedazo de carne gratis. Y a él lo que le hace falta es un chofer. Nos vamos con él y le hablamos para que no se duerma, decidió el mayor.

Petelin agarró el rifle, el bolso con los pasapalos y municiones, y se montó en el auto. Alejándose, apurado, de la comisaría, notó que alguien venía, por el camino solitario en la dirección contraria, y era el teniente Martynov. El freno chirrió.

– Martynov, para dónde vas? – Petelin le gritó, saliendo del carro.

– A la comisaría, camarada mayor. Estoy de guardia. – Martynov le respondió sin dudar. – Evteev y yo fuimos al parque infantil. Los vecinos nos llamaron para decirnos que había unos muchachos cantando en voz alta y bebiendo licor. —

– Y entonces? —

– Le dijimos a los muchachos que tenían que salir del parque infantil, camarada mayor. Ya se fueron. Evteev se quedó allá un rato. Lo voy a dejar veinte minutos para que los bullangueros no vuelvan. —

 

– Muy bien. – El mayor le hace una discreta alabanza al teniente, pero pensando en lo que se le acaba de ocurrir. – Sabes? Métete al carro. Vienes conmigo. —

Martynov obedece y se sienta en el puesto del acompañante, adelante. Petelin lo mita, socarronamente, y le dice:

– Que? ¿El jefe lleva al subordinado? No, no. Agarra el volante. —

Cuando cambiaron de lugar, Petelin prendió un cigarrillo, se acomodó en el asiento y ordenó:

– Salgamos de la ciudad. —

– Llegó alguna llamada? – preguntó Martynov.

– Que llamada nada! Es algo privado. —

– Y la guardia que debo hacer? – cautelosamente le preguntó el teniente al jefe.

– Al diablo la guardia! La ciudad ya duerme. En Bagdad todo está tranquilo. – El mayor recordó una frase de una película conocida, se rio y agregó seriamente: – Hasta la mañana estás a mi disposición directa. —

Sin apuro salieron de la ciudad. No había iluminación ni otros autos.

– Que te pasa? ¿Estás paseando como viejito en el parque? ¡Dale! ¿Quién nos detiene? – Petelin ordenó.

Martynov subió la velocidad. El “UAZ” pasó la estación del tren Tiura-Tam y se lanzó al camino desértico en la oscuridad total.

– Adónde vamos? – preguntó el teniente.

– Como que adonde? ¿No te dije? – dijo, sinceramente, el mayor. – A la cacería de saigas! Epa! Tú todavía no has estado en esa actividad tan importante. ¡De lo que te has perdido! Pero hoy te voy a bautizar en las delicias de esa acción peligrosa. Esto es un asunto solo para hombres. ¿Te imaginas? Tú y la fiera, y nadie más, ¿quién gana? —

El teniente miró de reojo al asiento de atrás. Ahí estaba el rifle.

– Nosotros, claro, tenemos un arma. – respondió a la pregunta retórica.

– Eso es. La bestia también tiene unos cuernos afilados y patas rápidas. Y aquí viene la emoción, la persecución, los disparos. Yo que te lo digo, en el momento de la caza, te sientes un verdadero macho. ¡El proveedor, como en la antigüedad! Y más aún, sabes, que agradable es, después de la caza, relajarse y saciarse con la presa, la cual, con tus propias manos se la quitaste a la naturaleza salvaje. —

Así rodaron un tiempo más por el camino desértico. Hasta que Petelin, mirando a los lados, ordenó:

– Ya! ¡Cruza! —

– Hacia dónde? – pregunto Martynov, sin ver ninguna vuelta.

– Para allá. Derecho a la estepa. – El mayor movía la mano de manera imprecisa.

El “UAZ” salió del camino trillado y se hundió en la estepa nocturna, a veces, saltando por los mogotes. Petelin le dio instrucciones:

– Ahora, no corras. Ve derecho cinco kilómetros, y ahí te detienes. No pongas la luz alta, asustas a las bestias. —

Cuando recorrió la distancia, Martynov detuvo el auto.

– Apaga el motor y la luz. – ordenó Petelin. – Ahora comienza lo más interesante. —

Martynov apagó todo. La oscuridad y el silencio se hicieron totales en el auto. Petelin esperó hasta que los ojos se acostumbraran a la oscuridad y los oídos al silencio.

– Ahora, para comenzar, vamos a calentarnos un poquito. Pásame el bolso. —

– Viktor Petrovich, y como se puede cazar en la oscuridad? – preguntó Martynov mientras alcanzaba el bolso desde el asiento de atrás.

– Ahh. Pronto vas a ver. – Sonrió Petelin. El papel del experimentado le empezaba a gustar. – Te explicaré todo en la práctica. Primero, unos pasapalos. Mira lo que traje. —

Petelin alcanzó la apreciada botella “La Cazadora” y sirvió la mitad del contenido en dos tazas metálicas.

– Pero yo estoy manejando. – dijo el teniente, inseguro.

– Y yo estoy cazando! – Se carcajeó el mayor. – Asustado? Esta es una dosis infantil. Y también es una parte del ritual. Nosotros somos la policía. Representantes del poder. Quien nos va a decir algo. —

Y bebieron.

– Amarga, ¿no? Adentro se siente buena. – Petelin alabó la bebida. – Sírvete, toma, come, de lo que encuentres. – él desenvolvió algunos paquetes. – Mira, salchichón casero. Mi mujer lo preparó. También hay cebolla. Mira Andrei, debes reunirte con el grupo más frecuentemente. No solamente en el servicio, sino como ahora, para festejar. Hay que conocerse con todos. Sin eso no hay nada. —

– Por qué me dice eso Viktor Petrovich? Yo no estoy en contra. – Martynov sentía los efectos del fuerte alcohol y comía con apetito.

– Recuerdas cuando te puse la tercera estrella de teniente? Utilicé aquel caso, el año pasado, de las estudiantes ahorcadas, y declaré a tu favor, porque hiciste muy buen trabajo. Varias veces llamé a los superiores para que no olvidaran sobre tus servicios. ¿Te imaginas si yo no hubiera intervenido por ti y te hubieran olvidado?

– Ehh.., Viktor Petrovich… Yo… entiendo. Muchas gracias. – Martynov, con un pedazo de pan en la boca, miró fijamente a su superior.

– En ese momento toda la gloria fue para ti… Lástima que yo estuviera de permiso. – El mayor exhaló con tristeza. – Pero ahora no se trata de eso. Ahora somos uno. ¿Verdad? —

– Claro. – asintió el teniente.

– Bueno. Otro palito. – el mayor vertió el resto de la bebida en las tazas. – Por qué cosa brindamos? —

Andrei Martynov pensó, y con un poco de vergüenza, dijo:

– Viktor Petrovich, brindemos por que se cumplan nuestros deseos. —

– Eso es brindis de mujeres. Las mujeres siempre sueñan, miran para el techo y sueñan. Para el hombre, un deseo es una meta. Y uno tiene que alcanzarla. Nosotros no tenemos tiempo de soñar. ¡Hay que agarrar el toro por los cuernos! O la ternera por la cintura. – Petelin se carcajeó por la ocurrencia, se secó los ojos y, ya más serio, dijo: – Y tú, ¿que deseos tienes? —

– Bueno… yo… – Andrei murmuró tímidamente. – Yo quisiera tener un deseo y que se cumpliera, como en los cuentos. —

– Y hablas como en los cuentos. – el mayor se sonrió, pero en la oscuridad su sonrisa ebria no se notó. – Brindemos por eso. —

Chocaron las tazas y bebieron. Ese último trago no le cayó bien al mayor. La cabeza le dio vueltas, se sintió apretado, soltó los botones en el pecho y salió del auto. El aire fresco alivió, agradablemente, su cuerpo sudoroso.

– Ya me siento bien, Andrei. – Petelin bostezó. – Epa, no nos podemos quedar dormidos. ¡Hay que ir a la pelea! Vamos a quitar el parabrisas.

Juntos destornillaron los tornillos que sostenían el marco del parabrisas. En ese momento, desde la oscuridad, se oyó un aullido profundo. Era desagradable y atemorizador.

– Que es eso? – suavemente preguntó Andrei, manteniendo la mano en alto como si dijera: “presente”.

– Quien coño sabe, – respondió Petelin, después de pensarlo un poco. – Pero no parece que fuera un lobo. Puede ser lejos y cerca. En la noche uno se confunde.

– Pero aquí hay lobos? – se sorprendió Andrei.

– Pues claro! Alguien tiene que perseguir a los saigas para que no engorden. ¡Espera! – El mayor levantó un dedo y puso atención hacia la oscuridad reinante. ¿Oyes? Cascos correteando. ¿Oyes? Esos son los saigas. ¡Seguro! Están ahí. Vamos a perseguirlos. – Gritó alegre y se metió en el carro. – Pon la luz alta y corre a toda velocidad para allá! —

El mayor señaló hacia la oscuridad y puso el rifle delante de él sobre el tablero. Andrei prendió el motor y arrancó violentamente.

– Corre! ¡Corre! ¡Empieza lo más interesante! – el mayor incitaba al subalterno.

Alentado por los gritos, Andrei, obedientemente, hacía los cambios de velocidad. Lanzó el auto hacia adelante sin escoger camino. ¿Pero de cual camino pudo haberse tratado en la estepa salvaje? La máquina se sacudía en la superficie desigual, ella saltaba en los mogotes invisibles y en esos momentos, Andrei, instintivamente, quería aplicar los frenos. Pero el mayor lo alentaba con gritos emocionados:

– Pisa el acelerador hasta el fondo! ¡Alcancémoslos! —

Pequeños matorrales latigueaban la carrocería para después desaparecer bajo las ruedas. Piedrecitas golpeaban la parte baja del automóvil, los amortiguadores sufrían y el volante temblaba y hacía temblar a Andrei. El presionaba fuertemente el pedal de la gasolina, agarraba con dureza el volante y trataba, con todas sus fuerzas, de mantener el auto en línea recta. Ni siquiera trataba de esquivar mogotes y arbustos. A esa velocidad, temía no controlar el auto. Como estaban sin parabrisas, el viento, en ocasiones, era fuerte y frío y latigueaba el rostro. Las olas de aire penetraban por las mangas de la chaqueta y por cualquier abertura que hubiera en la ropa. Algunas veces le parecía a Andrei que él iba completamente desnudo. Quería cubrirse del viento y abotonarse, pero soltar los dedos del volante saltarín, no podía.

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