El libro de Shaiya

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Capítulo 8
El segundo día de integración

Una punzada en la mano hizo que regresara de mi profundo sueño. Rápidamente, tomando consciencia de la situación, me miré la mano derecha. Algo me había picado en el dedo gordo, justo al lado de la uña, donde se podían ver dos pequeñas hendiduras. Como cuando te cortas con una cuchilla, el dolor era mucho más agudo de lo imaginable por el daño que se veía a simple vista. Inconscientemente me chupé el dedo succionando lo que allí pudiera haber.

Inquieto, empecé a mirar por el suelo entre los tablones para averiguar qué me podía haber causado aquellas molestas punciones. Justo por debajo de mí, un río de grandes hormigas se movía a increíble velocidad, tanto, que me era muy difícil enfocar visualmente a un solo individuo por la vorágine de sus movimientos. Me miré de nuevo el dedo en un intento de identificar si la cabeza de aquellos seres se correspondía con la distancia entre heridas. Suspiré aliviado al relacionar que una de ellas, sobrestimándose, intentó agarrarme fuertemente con la intención de arrastrarme hacia su nido. Por suerte para mí, el resto no tuvo la misma idea.

Con todo el cuerpo resentido del duro suelo, me erguí apreciando claramente cómo los músculos de las piernas me empezaban a flojear a consecuencia de estar ya cuatro días sin comer. No tenía ninguna sensación de hambre, supongo porque mi estómago debía estar completamente cerrado.

La luz era de pleno día y los sonidos de la selva resonaban con una especial alegría, al igual que toda la vegetación lucía un hermoso y lustroso verde matizado por multitud de vivos colores. Está claro que, a pesar de la fuerte humedad, la lluvia refresca la zona y a sus habitantes, al igual que convierte el suelo arcilloso en una pesadilla. A los tres pasos, mis botas tenían una base de barro de unos dos centímetros de grosor que me asemejaban al andar a un pesado astronauta. Incapaz de llevar tanto peso en los pies, no tuve más remedio que coger un palo de entre la maleza para ayudarme. «Qué lástima haber perdido la capacidad de ver las auras de los árboles y plantas», pensé.

Debilitado, me costó lo mío subir la cuesta por lo resbaladiza que estaba, incluso con la ayuda del útil bastón que acababa de improvisar. Ya tenía el tambo a la vista cuando observé en el caminito una especie de sombra que se movía lentamente. Con cautela fui acercándome para descubrir con sorpresa que se trataba de una gran tarántula mucho mayor que mis dos manos juntas. Con el reflejo del sol su tonalidad cambiaba a un brillante liliáceo, cosa que me chocó por la típica imagen negra opaca que tenemos de esta especie.

Manteniéndome a un metro de distancia, la observé inmóvil fascinado por el poder que me transmitía. La lentitud de sus movimientos resultaba hasta elegante, percibiendo cómo sus miles de pelos funcionaban como antenas capaces de captar toda la información que las vibraciones en el aire le ofrecían. Plenamente consciente de todo lo que sucedía a su alrededor y, cómo no, de mi presencia, no tardó en llegar al otro extremo del camino, justo debajo del tambo, adentrándose entre el follaje que lo bordeaba. Al acercarme un poco más para seguir contemplando el fascinante espectáculo, momentáneamente la perdí de vista. Con el bastón, agité cuidadosamente las hojas para comprobar que se había desvanecido de donde creía que debía estar. Agitando de nuevo el bastón no conseguía entender cómo era posible que eso hubiera sucedido.

Asustado, me aparté del borde al comprobar que un animal de tal magnitud pudiera ser tan sigiloso y desaparecer delante de mí sin dejar rastro. Entendí la peligrosidad real de la selva que se alejaba mucho de esa imagen idílica de paraíso verde, lleno de color, donde las especies conviven felizmente para convertirse en un lugar donde la vida es algo muy sutil y fugaz, en constante estado de supervivencia.

Comprobé que, en la mesa, aparte del famoso brebaje rojizo, había un plato de madera con algo de plátano macho y arroz hervido. Al acercarme para cogerlo, un desagradable olor me detuvo. La comida olía a algo que me creaba un profundo rechazo, tanto, que al llevarme un trozo de plátano a la boca me produjo una arcada.

Enfadado y molesto por esa sensación, cogí el plato y lo tiré lo más lejos que pude. Estaba cansado de malos olores y ahora que por fin tenía la posibilidad de ingerir algo otra vez, un olor me rompía por dentro. Era la primera vez que me enfadaba y noté cómo se removían por mi mente imágenes del pasado. Enrabietado, bebí del brebaje y me estiré en la hamaca intentando calmarme para comprender qué me estaba sucediendo.

Al cerrar los ojos, cientos de flashes de la cotidianidad aparecieron en mi cabeza como si de un álbum de fotos se tratara, viajando por mi vida adelante y atrás. Algunas de esas secuencias las tenía completamente olvidadas y me sorprendió ser capaz de apreciarlas con tanta claridad. Al abrir los ojos, seguía en medio de ese gran mar verde de vegetación, pero al cerrarlos de nuevo, volvían las imágenes. Era como si una parte de mi subconsciente se hubiera abierto mostrándome todo su contenido.

Recuerdos de cuando empecé la escuela, de juegos en la playa, los amigos de la infancia, de cuando aprendí a nadar, a leer o el despertar de una mañana en la cuna de casa de mi abuela materna. Destellos de una intensa felicidad e inocencia, así como de una tristeza e incomprensión a medida que fui creciendo, iluminaron el transcurso de la tarde mientras la noche fue poco a poco abrazando el paisaje.

Ya era completamente oscuro cuando desde la hamaca escribía en una libreta aquellos lejanos recuerdos. Inevitablemente, de vez en cuando, entre líneas, mi mirada se dirigía al techo para contemplar su espectáculo luminoso. Decidí que ya era hora de acostarme al empezar a desdoblarse algunas palabras, consecuencia del agotamiento físico y psicológico que empezaba a sentir. Asomé la cabeza por el borde enfocando con atención el suelo, por si mi peluda vecina decidía darse un paseo por allí. Una vez estuve seguro de que no tenía compañía, bajé de la hamaca.

Un fuerte golpe de calor me ascendió por la columna cuando mis pies tocaron la madera. La vista se me oscureció, al tiempo que perdí las fuerzas en las piernas, cayendo bruscamente con el pecho en el suelo en un intento vano por mantenerme en pie. El impacto produjo un sonido seco que retumbó dentro de mi cabeza hasta desvanecerse en un largo silencio.

Capítulo 9
La tercera ceremonia de ayahuasca

Los sonidos de la selva penetraban por mis oídos cuando una sensación húmeda y pegajosa en la cara me despertó. Dolorido, levanté ligeramente la cabeza y vi que mi saliva impregnaba la madera. Me incorporé hasta sentarme, comprobando con preocupación mi estado corporal, básicamente, estar de una pieza; parecía estar bien, no me faltaba ni una mano ni un dedo.

Pasé la noche tirado en el suelo del tambo como un trozo de carne inconsciente, un ofrecimiento difícil de rechazar para multitud de especies que allí moraban y recordé las palabras de don Pedro en la primera ceremonia.

«La selva es muy sabia, conoce todos los procesos por los que sus individuos transcurren. No temáis, ningún animal o insecto interferirá vuestro camino hacia la evolución personal porque la ayahuasca es una planta maestra y transitar con ella es un proceso sagrado».

Sinceramente no sé si fue el caso, pero reconozco que pudieron haber pasado muchas cosas y afortunadamente no sucedió ninguna.

Sin fuerzas, me agarré a la hamaca para levantarme y entendí que a partir de entonces necesitaría del bastón para desplazarme. Mi percepción del tiempo era completamente nula, ignoraba cuánto faltaba para el siguiente trabajo, aunque, eso sí, el día estaba nublado otra vez.

El pecho y parte de la cara me dolían tras el impacto, estaba convencido de que en mi mejilla se veía un buen moratón por la sensación que tenía al tocarla. Decidí ir al riachuelo para refrescarme un poco y despejarme.

Me sorprendió ver que habían traído otro tipo de hojas y que de nuevo la jarra estaba llena, esta vez de un líquido más turbio. Cuando me acerqué a la mesa para coger las hojas vi en los extremos del tambo los restos de cuatro velones. Equivocadamente creí estar desamparado en medio de la vegetación; me sentí más tranquilo, aunque algo avergonzado por la situación que presenciara mi visita, encontrándome desnudo e inconsciente en el suelo. Bebí un poco de la jarra desconfiando que fuera agradable, pero me equivoqué, más que un brebaje parecía el zumo de alguna fruta con matices dulzones; evidentemente no era eso, la rigurosidad de la dieta no lo permitía, pero se asemejaba. Bebí hasta sentirme plenamente saciado, notando que me recuperaba un poco.

Al coger las plantas para limpiarme escuché el cuerno. Enojado, miré al cielo para intuir qué hora podía ser, temprano para la ceremonia, pensé. Nervioso e intranquilo me vestí y, con la ayuda del bastón, me encaminé a la gran palapa, deteniéndome cada diez metros para coger fuerzas y continuar. Llegué sin ninguna duda el último y don Pedro me siguió con la mirada mientras me sentaba en mi sitio. Estaba claro que quería comprobar en qué estado me encontraba. El estado del resto del grupo, por lo que observé, a rasgos generales no distaba del mío.

Don Pedro se levantó.

—Hoy la ceremonia se inicia antes porque nos interesa observar y entrar en contacto con los poderes y fuerzas que hay en los diferentes periodos de la jornada, no solo los que habitan de noche.

Encendió su gran pacheco y arrodillándose ante mí cantó un icaro sobre los poderes del tabaco. A medida que cantaba, entre estrofas, inhalaba una gran calada y la soplaba sobre mi cuerpo agitando una maraca. Empezó por la zona de los pies hasta acabar en la cabeza y mi ser se fue impregnando del fuerte olor a tabaco. Aunque no era muy agradable reconozco que me sentí más fuerte y vigoroso, como si mi alma se solidificara despertando una naturaleza dentro de mí que desconocía.

 

Se acercó a mi entrecejo y sorbió de él como si en mi frente hubiera una pajita. Raúl, que estaba a nuestro lado, le ofreció un cubo donde don Pedro escupía entre arcadas cada vez que succionaba de mí. Realizó el mismo ritual a otros dos de los presentes antes de ofrecernos el vasito dorado.

La medicina del alma me pareció más suave esta vez, deslizándose mansamente por dentro, pese al habitual escalofrío inicial. Me senté respirando con tranquilidad para abrirme a lo que viniera. Vi cómo Isabel se estremecía también al beber, pero al cerrar los ojos mis oídos se fueron centrando en los cientos de sonidos de la selva. En el interior de mi mente esa conjunción de cantos se abrió a un plano donde descifraba todos y cada uno de los diferentes sonidos. Se agrupaban espacialmente ocupando diferentes zonas alrededor de donde estábamos, como si de territorios se tratara. Cada individuo se comunicaba con el resto indicando dónde se encontraba, en algunos casos para evitar que se acercaran más de lo debido, en otros para aparearse. Otros sencillamente cantaban agradeciendo a la vida el momento presente de felicidad y alegría.

Mis oídos discernían y aislaban del resto cada uno de ellos, por grupos y especies, como un zoom auditivo.

Vi que por encima de ese plano residía otro más amplio en el que el conjunto de sonidos formaba como una gran orquesta filarmónica. Existía un entendimiento superior que parecía dirigirlo todo a través de su sutil voluntad. Entendí la profundidad de las palabras de don Pedro sobre el conocimiento de los procesos sagrados por todos los seres, esa fuerza superior los dirigía y sus «hijos» nunca osarían perturbarlos en forma alguna.

La majestuosidad de la sinfonía de la naturaleza se me mostraba plenamente en cada uno de sus aspectos. Permanecí embelesado, maravillado por la cantidad de vida y consciencia que sentía en cada uno de esos cánticos. Mis oídos se centraron en un ruido grave de fondo que venía de lejos y que fue poco a poco magnificándose.

El resto de sonidos variaba a medida que aquel se acercaba, hasta que identifiqué la lluvia cayendo sobre la arboleda. Del impacto de las gotas sobre las hojas surgía un extraño lenguaje en el que vislumbré fascinado un canto de agradecimiento a las nubes llenas de agua. Toda la vegetación reverenciaba los entes celestes que las cuidaban y alimentaban con esa bendita agua. La alegría de todas las almas era evidente, se respiraba en el ambiente hermosa felicidad.

La lluvia cesó al igual que los cantos y una brisa húmeda me acarició el rostro, dulcemente, como si quisiera llamar mi atención. Abrí los ojos para ver qué era y noté que los sonidos recobraron de pronto el aparente caos inicial.

Lejos de la entrada asomaba una extraña forma que no conseguí ver con claridad. Mis pupilas se dilataron cuando el sol reflejado en las hojas dibujó un rostro femenino que me sonreía. La Madre Naturaleza, la Pachamama, se mostraba ante un simple hombre como yo. Los brillos del sol bailaban al son del agua, mostrándome una hermosa y cariñosa sonrisa cuyo calor irradió por mi plexo solar. Era esa consciencia maternal que todo lo cuida cariñosamente y de cuyo amor las flores florecen como presentes a la vida. Era una imagen increíble producida por la conjunción de una infinidad de factores, algo inconcebible e imaginable, pero allí estaba, hermosa como ninguna.

Agradecido por el regalo, con el corazón rebosante de emociones y asombro, mis ojos se humedecieron hasta que las lágrimas cayeron por mis mejillas de tanta gratitud.

La sonrisa del rostro se acentuó cuando el estómago me aguijoneó y, de golpe, salió algo de mí que cayó al fondo del cubo. Miré de nuevo, pero la hermosa aparición había desaparecido con los brillos del sol.

La noche cayó mientras los icaros de don Pedro se sucedían. El grupo parecía tranquilo, algunos dormían, y yo debía de estar traspuesto cuando una extraña sensación me envolvió. Sin moverme, empecé a sentirme ingrávido, sin constancia del peso de mi cuerpo; no sentía los maderos del suelo, tampoco mi respiración. Parecía diferente a la sensación que experimentaba con la música, me sentía muy liviano, como si hubiera abandonado algo. Al abrir los ojos vi que estaba a unos tres metros del suelo, boca abajo, observando una imagen inquietante. En un círculo, unos encapuchados unidos por un lazo de luz contemplaban preocupados una esfera azul en el centro.

Aunque una parte de mí sabía que éramos nosotros y que la luz de las velas era el lazo que nos unía, reconocí en la esfera azul la imagen de la Tierra. Una emoción inmediata me hizo entender la responsabilidad del hombre sobre su planeta y habitantes, junto a la delicada situación en la que se encuentra.

No pude evitar sentir gran tristeza por la inconsciencia con que tratamos un mundo tan increíblemente hermoso y mágico, avergonzándome de la especie a la cual pertenecía. Sin darme cuenta, en un parpadeo, de nuevo estaba en mi sitio, aunque con una sensación agridulce por la percepción descrita.

Raúl se levantó para apagar las velas a pesar de que ya era negra noche y don Pedro nos señaló silencioso que miráramos lo que sucedía en el centro de la palapa. Se veía revolotear un pequeño ser que desprendía destellos de luz. Al rato fueron dos, después tres, cuatro, cinco. Todos se encendían y apagaban al unísono como si se llamaran entre sí.

Eran unas preciosas luciérnagas que nos acompañaban en nuestro trabajo, dibujando un baile de luces que nos dejó hipnotizados. Don Pedro reinició los icaros al que las luciérnagas se unieron danzando por el aire en un espectáculo de belleza difícil de expresar.

Mi ser, agradecido y agotado, se fue abandonando hasta quedar plácidamente dormido acompañado por ese maravilloso regalo de la Madre Naturaleza.

Capítulo 10
El tercer día de integración

Al abrir los ojos recordé a don Pedro cuando en el hotel nos dijo: «Las dietas chamánicas hay que vivirlas en soledad, por ello la mayor parte del proceso debe realizarse evitando en lo posible el contacto con terceros; pues esto produciría lo que definimos como interferencia o contaminación de la propia experiencia. El hecho de hablar o interactuar con otro individuo que está en el trabajo, acostumbra a producir una distorsión en el propio, ya que cada uno tiende a proyectar sus propias experiencias, buenas o malas, induciendo involuntariamente un condicionamiento o perturbación en el proceso del otro».

La soledad debe ser nuestra mayor compañía durante estos días, para favorecer la exploración interior, realizándola apartado del resto y en silencio.

No era pues, de extrañar, mi sensación de constante abandono y la de despertar siempre en soledad y aquella mañana no fue excepción cuando la luz penetró por mis retinas. Volver a la realidad era como regresar a una pesadilla, pasando de un estado hermoso y agradable a otro muy doloroso e incómodo, como ascender a los cielos para caer a los infiernos.

Ese malestar me indujo de nuevo una sensación de rabia e impotencia que afloraba por los poros de mi ser. Estaba cansado de todo aquello y de la lucha que mantenía con mi cuerpo. El aparente abandono al que me veía sometido en todos los sentidos me empezaba a desgarrar por dentro, sintiéndome como un animal enjaulado que intenta escapar con todas sus fuerzas. Un pensamiento lúcido surgió en medio de aquel estado, cuanto más sufría mi cuerpo, más trascendente era la experiencia que vivía. Entendí por qué a lo largo de la historia los grandes maestros de todas las culturas y religiones se han sometido, en su búsqueda, a largos periodos de ayuno en lugares solitarios y recónditos. Hay que purificar el cuerpo para trascender e iluminarse.

Nuestra parte física no deja de ser un lastre que nos ancla al plano material, hay que debilitarla a su mínima expresión para hacer aflorar nuestro lado espiritual y así ascender a la superficie de nuestra esencia.

Aunque aquello sonaba muy bien la rabia me seguía invadiendo, surgiendo la incertidumbre de si con todos esos conocimientos conseguiría ser más feliz. Para qué me serviría todo aquello que vivía y a dónde me llevaría. Ser más consciente de todo, despertar, a veces significa sufrir más. Contrariado, sucio y débil me arrastré hasta la entrada para coger el bastón que en silencio esperaba mi carga. Sentado, decidí darme unos minutos hasta calmarme contemplando la naturaleza que me rodeaba, con su incansable deseo por vivir. Bajo mis pies, un gran grupo de hormigas seguía sus labores, ajenas a mi presencia y pensamientos. Probablemente me hubieran dicho que en su lugar no hay tiempo para esa clase de reflexiones, que la vida es mucho más simple.

Me agité el pelo en un intento de alejar toda esa negatividad que me abrumaba para iniciar mi regreso de la gran palapa.

El camino se me hacía cada día más largo, los pasos más lentos y las botas más pesadas. Suerte que el bastón, fiel amigo, me ayudaba en el tránsito por aquella situación tan delicada. Suspirando y cansado acabé alcanzándolo para mirar con recelo el mal olor que seguía desprendiendo la bolsa con la dichosa mochila.

En la mesa habían repuesto el zumo y las hojas, las mismas del día anterior. Me bebí el zumo casi entero dándome cuenta de que mi cuerpo lo ingería desesperado, llevaba seis días sin comer nada mínimamente sólido. Mi mente parecía haberse aplacado un poco y, para calmarme, aparté la mosquitera y me senté encima del delgado colchón; recogí mis piernas notando al tacto que claramente el volumen muscular había disminuido, siendo igualmente notable mi delgadez en brazos y barriga.

Necesitaba reflexionar y meditar sobre todo aquello que me estaba sucediendo, a pesar de sentirme físicamente abatido; aún me dolían el moratón de la cara y los dos costados de la cadera por la falta de costumbre que suponía soportar mi peso durmiendo sobre el duro suelo de madera.

Decidí realizar un tipo de respiración conocida como holotrópica, consistente en inhalar y exhalar aire rápida y profundamente, algo parecido a una hiperventilación. A través de esta técnica había conseguido experiencias muy interesantes y trascendentales, aunque lo que más me animó a realizarla era el profundo estado de paz y armonía que se consigue cuando llevas un rato con ella.

Al empezar no tardé en encontrarme viajando por el interior de mi cuerpo, visualizando cada uno de los puntos donde sentía algún dolor. Al centrar mi atención en ellos se difuminaban hasta desvanecerse, como si se reajustaran con la energía que los rodeaba. Lentamente limpié por completo mi estructura de cualquier molestia, adquiriendo un relativo estado de paz, quietud y equilibrio.

Me dispuse a ir un poco más allá. Posicioné las manos con la sensación de que en medio de ellas se encontraba todo el planeta Tierra y sus habitantes. Una agradable sensación de calor empezó a fluir desde mi corazón hacia los brazos, aumentando la energía que concentraba con mis manos hacia la esfera de la Tierra. Visualizaba cómo yo también estaba en el planeta, que aparecía iluminando. Se produjo un efecto parecido al de una retroalimentación donde mi energía iluminaba la Tierra y, al estar yo en ella, el entorno que me rodeaba me iluminaba a mí, pudiendo yo así iluminar con mayor intensidad la Tierra y esta, a su vez, iluminarme más a mí.

Mis manos empezaron a calentarse moviéndose de forma rítmica sobre esa esfera imaginaria en una agradable sensación. La energía fluía libremente por mi cuerpo, del exterior circundante al interior del planeta sobre mis manos.

Un ojo me observaba. Un ojo claramente de reptil de pronto apareció en el interior de mi mente, y me contemplaba con atención. Sorprendido, dejé de respirar y me quedé expectante ante el extraño suceso. En el centro de mi mente no solo veía ese ojo verde y profundo, sino también parte de su contorno escamoso. Inquieto ante aquella imagen decidí observar qué era. Sentí que esa consciencia sencillamente me contemplaba, sin percibir en ningún momento amenaza, negatividad u hostilidad. Era una mirada profunda y silenciosa. Me recordó el preciso instante en que, sentado a la entrada de la palapa, miré las hormigas trabajar. Me di cuenta de que mi actitud por algún motivo captó la atención de ese ser que decidió venir a curiosear.

 

El ojo se desvaneció de la misma forma como apareció, ocupando su lugar, la típica oscuridad que vemos al cerrar los ojos. Me mantuve un buen rato completamente quieto por si reaparecía, pero el tiempo transcurrió sin que la presencia regresara. La verdad es que no sabía definir si la experiencia fue telepática o de otra clase, tampoco qué tipo de ser era ni por qué me visitó, pero, sin duda, había sido algo extraño y espectacular, alegrándome en parte por ello.

El sonido del cuerno me devolvió a la realidad. Mi cuerpo había recuperado parte de su vitalidad y aunque eso no evitaba que me costara levantarme y caminar, me sentía mejor y más animado, así que me vestí, cogí el bastón y regresé a la palapa de las ceremonias sopesando lo sucedido.

De nuevo estaba allí y como siempre el último en llegar. No quiero ni imaginarme la sensación que debía desprender con la ropa sucia, despeinado y sin afeitar, flaco, con el rostro amoratado y los andares cansados. Todo un poema.

Esta vez esperaba en mi lugar un cuarzo rosa del tamaño de mi puño. Al sentarme, don Pedro se dirigió al grupo:

—Hoy viajaremos de la mano del cuarzo rosa a la esencia del chakra del corazón y sus secretos. Todo aquello que somos viene definido por la amplitud de este chakra. Si está muy cerrado, seremos seres de piedra; si está muy abierto, seres de barro. Las emociones son muy poderosas y hay que saber gestionarlas de forma adecuada para aprender de ellas. El corazón es la llave, abríos y dejaos llevar por la amorosa vibración del cuarzo rosa.

Raúl entró a la palapa con una estructura metálica de unos sesenta centímetros de diámetro, abombada como un ovni. De nuevo me sorprendió la variedad de recursos que dominaba don Pedro; ese objeto era un Hang Drum, un instrumento de percusión que se toca golpeando con las palmas de las manos, o la punta de los dedos, sobre las zonas ovaladas y ligeramente hundidas alrededor del centro, de forma concéntrica. Su sonido es cosa peculiar, hermoso y fresco, muy recomendable para meditar.

Raúl le pasó un paño y se lo entregó con una reverencia a don Pedro que lo dispuso entre sus piernas.

Cogí el cuarzo con la mano izquierda, recordando que para centrarnos en percibir un objeto es recomendable hacerlo así; si queremos cargarnos de energía con cualquier mineral, material o instrumento, es a través de la mano izquierda cómo absorbemos la energía del entorno o de aquello que tocamos. La mano derecha sirve para descargar o programar y la podemos utilizar para trabajar con minerales u objetos que absorban las tensiones o las malas vibraciones, desprendiéndonos corporalmente de ellas, o para programarlos para que nos protejan, sanen o ayuden.

Cansado, me recliné y poco a poco me fui dejando llevar por las opacas vibraciones metálicas que don Pedro difundía con el suave golpeteo del instrumento. Empecé a sentir la sutil vibración del cuarzo en mi mano. Era tan delicada como su color rosa, ni rojo ni blanco, un fino equilibrio entre las dos esencias, la del rojo de la sangre y la vida, y la del blanco de la luz del espíritu.

Los latidos de mi corazón se sintonizaron con una especie de pulsos que surgían del cuarzo al ritmo de los impactos que recibía del Hang.

Abandonando mi cuerpo, elevándome de forma incorpóreo, vi la Tierra desde la lejanía, sintiendo lo hermoso de nacer en esa brillante esfera azul.

En mí surgió una profunda comprensión en una especie de diálogo mental que me ubicaba antes de mi encarnación en esta vida.

La esencia de mi yo había tomado la decisión de encarnar en este hermoso lugar donde se pueden tocar las cosas, acariciar, abrazar o saborear para sentirlas en todas sus formas, texturas y esencias. Lo mágico es que todas esas experiencias no solo sucederían a través de mis sentidos y percepción, sino que también me acompañarían unos estados emocionales internos que marcarían y definirían mi vivencia.

El planeta estaba repleto de seres como yo y compartiría mi experiencia con miles de millones de otros seres, en infinidad de formas, que vivirían la naturaleza y esencia material.

Me sentía entusiasmado y feliz ante la posibilidad de vivir algo semejante y mi alma, mi parte más profunda, se alegraba ante la proximidad de tal acontecimiento.

Pero había algo más… y entones fui consciente que era una forma de luz que debía de ayudar y mi nacimiento vendría marcado por esa esencia.

Sentí cómo mi corazón se calentaba hasta que de pronto surgió de él una espiral giratoria que me atravesó. Igualmente, con la misma sensación de calor, apareció otra en la entrepierna y coronilla. Percibí el calor desplazándose dentro de mí, por mi columna, ascendiendo desde el coxis y descendiendo desde la cabeza hasta conectarse con el corazón. Surgió en mí una nueva percepción de las cosas, el sentido que tiene todo más allá de la simple percepción material. Todo tiene un sentido y el corazón conecta el mundo terrenal con el mundo espiritual. La energía ascendente de la tierra se conecta con la energía descendente de lo trascendental en el latir del corazón, motor de la vida.

Sentí esa vibración suave del cuarzo rosa dentro de mi corazón y me di cuenta de que una cosa es lo que deseamos ser y anhelamos, y otra muy distinta lo que debemos ser.

De la nada, a través de mi cabeza, me atravesó un rayo verde que se enroscó por mi columna hasta llegar al suelo para desintegrarse en él. Solo vi verde, respiré verde y saboreé verde.

Mi mente, sencillamente, desapareció.