El libro de Shaiya

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Capítulo 13
La quinta ceremonia de ayahuasca

Abrí los ojos y un velo me cubría. Asustado, me incorporé, era la mosquitera que rodeaba la cama del tambo. Qué raro, pensé, según mi última experiencia vital estaba clavado en el suelo y no recordaba haberme levantado para yacer en la cama. Al desplazarla y ponerme de pie observé que de nuevo habían colocado velones blancos en las esquinas y supuse que alguien se tomó la molestia de cargar con mi peso. De nuevo estaban el plato, el brebaje y las hojas sobre la mesa. Esta vez el té era de un verde oscuro, acompañado de pescaditos hechos a la brasa, donde asomaban muchas raspas, pero no tenían mal aspecto. Al olerlos me di cuenta de que algo en el aire había cambiado. Mi vista no tardó en percatarse de que la mochila no estaba. Me alegré y decidí probar un poco de pescado. Eran espinas tostadas que sabían poco más que a humo, pero mi cuerpo agradeció comerlas, solo un par, con un poco del agua verdosa.

Mis costillas asomaban como nunca antes, me di cuenta al tocarlas de que había perdido mucho peso. Hacía ya algún día que tampoco iba al baño con lo que, literalmente, me estaba consumiendo.

Un ruido procedente del caminito llamó mi atención y una figura blanca asomó por él. Isabel venía para acompañarme al riachuelo. Al verla no pude evitar sonrojarme, estaba completamente desnudo. Ella interpretó sin pudor mi actitud y sonriendo se acercó sin mirar. Cogió mi ropa y, girando la cabeza, estiró el brazo para entregármela; algo avergonzado me vestí rápidamente.

—Gracias, Isabel —le dije al tiempo que cogía las hojas.

—Veo que al menos comiste algo —dijo ella mostrando satisfacción.

Con cuidado de no caer, bajé del tambo y agarré su brazo. Lentamente nos encaminamos hacia el riachuelo. Por la altura del sol y la fuerte humedad estaba claro que era mediodía. Al llegar al recodo más profundo me dijo:

—Sergi, frótate bien las hojas para que te limpien. Cuando acabes me llamas, estaré un poquito más abajo.

Asentí con la cabeza y se marchó bordeando el agua hasta un pequeño claro. Me desnudé y me puse manos a la obra. No me percaté de que las hojas eran diferentes. Al mojarlas olían anisado y mi boca salivaba abundantemente mientras me limpiaba. Era la primera vez en todo ese tiempo que realmente me hubiera apetecido comer algo. Empecé a sentir una agradable vibración en mi cuerpo a medida que las hojas desprendían su jugo en la piel. Una vez acabé me senté al sol para secarme, notando un agradable frescor por todo el cuerpo.

Lejos de calentarme parecía que el sol me refrescaba y era realmente una sensación muy placentera. Ante la inquietud de que Isabel me esperaba la llamé para el regreso. Me dejó en el tambo y quedamos de nuevo al sonar el cuerno.

Me estiré en la hamaca para reposar los acontecimientos de la noche anterior que aún no conseguía entender, mi mente estaba ya colapsada por lo acontecido en los días previos.

Lo cierto es que estaba preocupado por las experiencias de la nueva ceremonia y por el horrible trago de la ayahuasca. Aunque eran increíbles y ninguna había sido por suerte negativa, todas suponían un terrible desgaste físico y mental.

Sin darme cuenta ya estaba entrando en la gran palapa del brazo de Isabel que sonriente me acompañó hasta mi sitio. Cerré los ojos y procurando no respirar, tragué. Solo quedaba esta toma y la siguiente para finalizar el proceso; ya faltaba menos y esa sensación no dejaba de ser un profundo alivio. Incapaz de levantarme, fui a gatas a mi sitio para incómodamente tumbarme en el suelo.

Una vez don Pedro finalizó el reparto, Raúl desenfundó una flauta nativa americana, de unos 60 cm, oscura, muy probablemente de cedro, rodeada de tiras de piel de las que colgaban coloridas plumas; emanaba una magia especial a simple vista y un sonido dulce y cálido empezó a brotar a nuestro alrededor gracias al instruido arte del chamán.

Medio traspuesto, me apoyé sobre los brazos en el intento de ser respetuoso por el rito que se iniciaba, pero lo cierto es que ya me importaba bien poco lo que mi imagen y actitud reflejasen sobre el estado en que me encontraba. Parecía más un hombre rendido, esperando la llegada de la muerte, que un ser en el camino del aprendizaje y la evolución interior. Me fijé entristecido que el traje blanco brillante con que empecé los trabajos había adquirido tonos grisáceos apagados, con oscuras manchas que reflejaban, como si de un espejo se tratara, el deterioro anímico y físico que sufría.

Los latidos de mi corazón empezaron hacerse más visibles, rebotando en mí, al tiempo que las notas de la flauta me atravesaban haciendo vibrar mis órganos internos. Su sonido era sabio y ancestral, me dejé llevar cerrando los ojos y aflojando los brazos. Absolutamente vencido, me fui reclinando hasta quedar completamente estirado sobre las duras maderas del suelo. No tardé en percibir cómo esa desagradable sensación desaparecía, al igual que la del peso de mi cuerpo sobre el suelo, invadiéndome un sorprendente estado de ingravidez e inmaterialidad. La percepción interior de quietud y tranquilidad era absoluta, con lo que decidí dejarme llevar aún más por la paz que me envolvía. Sin abrir los ojos, no queriendo perturbar ese estado, me sentí flotar por el aire como una esencia frágil y etérea parecida a la de una burbuja de jabón.

De pronto, un fuerte destello iluminó mi mente y tuve la clara sensación de que la burbuja había explotado. Al abrir los ojos, de la nada surgió una luz que impactó en mi frente, a través de la que vislumbré la totalidad de los principios universales.

Cuando ante todo aquello parpadeé para entender lo sucedido, ese saber quedó en una bruma similar a la que tenemos cuando despertamos e intentamos recordar un sueño. Y en un suspiro de nuevo estaba allí, tirado en el suelo de la palapa, acompañado del hermoso instrumento musical.

Me sentí tan pequeño frente la magnitud y amplitud de la consciencia que acababa de vivir, que me acurruqué. Sabía lo que había visto, sabía lo que había sucedido y el porqué. Pero aquello era tan majestuoso como difícil de expresar. En una milésima de segundo había visto en mi cabeza cientos de miles de imágenes interrelacionadas que formaban parte de un todo. Desde la magnitud del cosmos hasta la sencillez de las células, de la totalidad del infinito a la particularidad e individualidad de la unidad. Cientos de miles de imágenes pasaron por mi mente como si mi cerebro hubiera sido tocado por el dedo de Dios. No era mi vida lo que había visto, sino la vida de este universo y de todos los planos dimensionales, en el conjunto de sus leyes y relaciones.

Estaba atónito ante aquella apertura, aunque lamentablemente sentí que mi cerebro era tan simple que no estaba preparado para asimilar tal cantidad de información.

Ese fue el motivo por el que solo se me permitió vislumbrar un fugaz destello de todo aquello, seguramente, ante el peligro de acabar completamente enloquecido si la exposición a ese tsunami hubiera sido mayor. Apareció en mí un extraño sentimiento de responsabilidad con respecto a lo que acababa de ver. Era como si se me hubiera ofrecido algo para que yo lo ofreciera a su vez.

Entendí que toda gracia siempre viene dada por la obligación de compartirla y que, en mi caso, era la de un saber que trascendía por su estructura el conocido. No era una nueva forma de conocimiento en sí, sino un nuevo entendimiento surgido a través de las relaciones entre ellos. La esencia de que todo está relacionado con todo y que todo forma parte de todo, que lo majestuoso depende de lo minúsculo en la misma proporción que lo minúsculo de lo majestuoso.

Me di cuenta de que cuanto más intentaba recordar, más espesa era la bruma. Aquello superaba en mucho la simplicidad de mi ser e intentar expresarlo devenía una labor casi imposible.

Una cierta inquietud me invadió ante tal cometido.

Tendría que trabajar mucho espiritualmente para poder ir recuperando fragmentos de ese saber que, sin duda, había penetrado en mí, aunque no sabía ni dónde ni cómo acceder a él. Apareció en mi mente una frase que decía: «Toda evolución viene siempre precedida por un conjunto de saberes».

Acababa de descubrir uno de los objetivos de mi vida, ser capaz de ofrecer a los demás el conocimiento de esa consciencia.

Mi barriga me sacudió y del fondo de mi ser salió algo que rápidamente hice caer en el cubo. Con cada una de las arcadas que me provocó el amargo sabor de boca, fueron asomando unos hilos blancos que caían ligeramente como niebla en el suelo de la palapa para desvanecerse en la nada.

De nuevo el sonido de la flauta penetró en mí, desintegrándome literalmente por el suelo como piezas de un puzle. Ya no existía ni era nada, solo una estructura desestructurada sin pies ni cabeza. Entendí que solo yo podía dar sentido a esa estructura con mi forma de ser y actitud, yo podía decidir qué quería construir a través de mí, tenía la llave y el poder para hacerlo. De pronto, unas sacudidas me reintegraron de nuevo, notando cómo don Pedro me golpeaba suavemente con unas hojas mojadas en una sustancia que olían a eucaliptus. En cada impacto, al son de sus silbidos, cientos de miles de destellos parecían brillar dentro de mí, conduciéndome poco a poco a sentarme, por respeto a la labor de profundo saber del chamán.

Por mi columna ascendió la energía hasta llegar a mi cabeza que, ante el olor, los golpes y los icaros, pareció abrirse a lo que vislumbré como una nueva dimensión mental. Con los ojos cerrados percibí un plano cuadriculado por el que mi cabeza asomaba de forma similar a cuando sacamos la cabeza del agua. Noté que mi rostro había cambiado y rápidamente lo identifiqué con el de un felino con rasgos humanos. Podía sentir con claridad la profundidad de mis grandes ojos y la sensibilidad de mis bigotes. En mi boca había unos potentes colmillos acompañados de una lengua áspera, así como puntiagudas orejas que se movían a voluntad hacia aquello que quería escuchar. Era un felino superior, una raza mucho más evolucionada que la nuestra en la actualidad. En mi frente vi una corona dorada con tres cálices de fuego y en la zona del pecho noté el símbolo de una gran libélula púrpura brillante.

 

Al fondo apareció ante mí una formación de estrellas que reconocí como la Constelación de Orión y vislumbré un planeta similar a la Tierra, aunque mucho más grande y verde. Mientras lo contemplaba, una imagen y una sensación surgió de mi entrecejo:

PaKKaP.

Cuando tomé consciencia de aquello, de inmediato regresé a la percepción de mi cuerpo y al potente olor a eucaliptus. Sin abrir los ojos percibí a don Pedro levantarse y dirigirse al compañero que tenía a mi derecha e iniciar idéntico ritual. El sonido de las hojas y su zarandeo me relajó, acurrucándome mientras intentaba entender la extraña visión y el mensaje recibido.

Era cierto y extraño a la vez porque desde pequeño sentí fijación por aquel conjunto de estrellas, mucho antes incluso de saber que formaban una constelación. Siempre disfruté buscándolas y observándolas en el cielo, sintiendo una extraña sensación de nostalgia, como si en ese lugar se encontrara algo profundamente mío.

La imagen de PaKKaP apareció en un imperceptible destello. PaK era blanco, KaP era negro. El propio nombre, su estructura y diseño, me mostró el significado y naturaleza de aquel que es conocedor de la luz y la oscuridad. No era solo un nombre y una imagen, sino también un ideograma.

En mí nació la certeza de que yo había sido ese ser y que aquel era mi nombre ancestral. Una hermosa sensación de felicidad surgió en mí al descubrirlo. Sabía que era una locura, pero también sabía que era una certeza. A nadie tenía que importarle aquello, solo a mí.

El agotamiento no tardó en dejarme sin energía para más pensamientos, entregándome plácidamente a los sonidos nocturnos de la selva. La ceremonia llegó a su fin y los participantes fueron acompañados por María e Inés que atentamente esperaban fuera. Señalé a Isabel que no se preocupara, que se marchara tranquila. Me hizo un gesto con la mano señalándome que por la mañana regresaría a buscarme. Asentí agradecido con la cabeza.

Agarrándome al brazo de cada una de esas pequeñas y fuertes nativas, fui guiado cariñosamente a través de los peligros de la noche hacia el tambo. Estaba agotado y rápidamente me coloqué en el colchón para digerir, en sueños, todo lo vivido en aquel trabajo.

Capítulo 14
El quinto día de integración

Mi energía era tan escasa que podía notar la pesadez de los párpados al abrir los ojos. El delgado colchón no conseguía esconder la dureza de la madera debajo, las úlceras en los laterales de hombros, caderas y rodillas empezaban a asomar en forma de grandes callos redondos y rojizos por la presión soportada tantos días seguidos.

Al apartar la mosquitera observé que tenía otro brebaje, uno de color anaranjado acompañado del espinoso pescado.

Me sentía algo más animado, la sola idea de que todo aquello estaba a punto de acabar era más que suficiente para hacerme feliz, pero también por la sensación de estar realizando un profundo esfuerzo para ser mejor persona. Solo quedaba la integración de hoy y la ceremonia final.

El día era soleado y la humedad pegajosa como siempre. Bebí un poco del amargo zumo y, adelantándome a la llegada de Isabel, me vestí. La esperé estirado en la hamaca intentando aposentar lo vivido la noche anterior. Como si del famoso cubo Rubik se tratara, busqué ordenar mentalmente alguna de aquellas revoloteantes imágenes sin sentido. La sensación era la de estar sentado frente a un puzle de cientos de miles de piezas, todas de diferentes formas, pero igual color. Lo más preocupante de todo es que no sabía cuál era el mensaje que se me ofrecía, si es que lo había. Tan solo veía imágenes que se conectaban unas con otras, pero la pregunta importante era, ¿qué intentaban enseñar?, ¿cuál era el cometido que tenían o si, sencillamente, era información sin más? Intentar expresar aquello verbalmente era una locura de proporciones inimaginables, pues no había origen ni fin, ni aparente hilo conductor.

Sin darme cuenta, Isabel apareció con su esplendorosa sonrisa y, siguiendo el ritual del día anterior, me ayudó a ir al riachuelo. Esta vez decidí quedarme allí refrescándome hasta el inicio de la integración con lo que se marchó para regresar a buscarme cuando sonara el cuerno. Aproveché para enjuagar un poco el traje y alimentarme de energía solar.

El cuerno no tardó en bramar en medio de los sonidos de la selva e Isabel reapareció. Llegamos a la gran palapa donde ya todos ocupaban su sitio.

Esta vez trabajaríamos en contacto con una hermosa amatista de profundos cristales liliáceos. Don Pedro había escogido para la ocasión tocar una sansula, un instrumento de percusión con cuerpo de madera que soporta nueve lengüetas de acero y va apoyado sobre una caja de resonancia, como un tamborcillo con un pequeño orificio. El chamán en su tono serio dijo:

—Hoy nos abriremos al séptimo chakra, el de la coronilla. De la misma forma que con el primer chakra y la turmalina conectamos con la Tierra y, con el cuarto, mediante el cuarzo rosa, conectamos con el amor y las emociones, con este lo haremos al mundo trascendental, con el cielo y lo divino de cada uno de nosotros gracias a la amatista.

Me apoyé en el respaldo y cogiendo la amatista con ambas manos no tardé en sentir una muy sutil vibración. Era evidente la diferencia que había entre ellas. La de la turmalina era una vibración más densa y pesada, expresando aquello que es la propia tierra en sí misma; la del cuarzo rosa era una vibración más cálida y reconfortante, parecida al amor de una madre por su hijo. La amatista era más seria y profunda, más concreta, pero al mismo tiempo liviana. La turmalina alimentaba más mi parte física, el cuarzo rosa mi lado emocional y la amatista, en cambio, mi yo trascendental, ese yo interior y maestro que todos somos en esencia.

Curiosamente también surgió en mí una forma geométrica asociada a cada una de ellas. La turmalina era un cuadrado o cubo, mirado tridimensionalmente; el cuarzo rosa un círculo o esfera y la amatista un triángulo o pirámide. Sentí cómo el cuadrado expresa lo sólido o terrenal, el círculo muestra lo sutil como las emociones y el amor, y el triángulo, con su arista hacia arriba en la pirámide, lo divino, lo inalcanzable e intangible. Fui entonces capaz de entender algunos de los principios de la geometría sagrada y su simbología que siempre me había parecido algo extraña y sin sentido.

Mientras pensaba en esto, la vibración de la amatista se fue extendiendo plácidamente por mi cuerpo, hasta que al llegar al coxis empezó a enroscarse por mi columna vertebral, poco a poco, ascendiendo al ritmo de mis exhalaciones al respirar, reptando con un agradable calor. La imagen era la de una serpiente de luz y energía que rítmicamente se enrollaba por mi columna vertebral ascendiendo por ella decididamente. Cuando llegó a una vértebra que parecía estar descolocada se enroscó en ella acumulando algo parecido a un flujo de energía. Al inhalar aire e hincharse mis pulmones, este flujo se incrementó en tamaño y presión hasta que la vértebra, incapaz de soportar la tensión, chasqueó recolocándose correctamente en su sitio, ya liberada, con un sonido muy similar al de crujirnos los dedos de las manos, pero más fuerte y seco, con una sensación mucho más agradable.

En su ascenso fue recolocando costillas, omóplatos, esternón, hombros, clavículas y cuello. Mi cuerpo fue chasqueándose al ritmo de la sansula, embargándome en cada una de ellas una sensación muy reconfortante de profunda paz, equilibrio y seguridad.

Cuando ascendió por la mandíbula, en mi tercer ojo, el color oscuro se fue difuminando hasta transformarse a una tonalidad liliácea brillante, idéntica a la de los cristales de la amatista.

Era como si mi cuerpo estuviera sumergido en un baño de violeta.

El sonido metálico pero suave y armónico de la sansula empezó a abrirme la zona de la coronilla como si de una flor se tratara. Cientos de pétalos se levantaban de forma concéntrica, del interior hacia la exterior, empezando a fluir en el centro de mi coronilla un suave remolino de giro antihorario que ascendió cielo arriba hasta llegar a un lugar, por llamarlo de alguna forma, donde tenía la percepción de que todo estaba conectado. En sí no era un espacio, sino una sensación, una conexión, algo similar a ser un simple ordenador que de pronto tiene acceso a internet y a toda su información.

Mi atención se centró en mi tercer ojo, donde apareció una zona brillante que se movía erráticamente. Según parecía acercarse me producía una sensación de calor por el cuerpo, atenuándose cuando se alejaba.

Un susurro me invitó a dejarme llevar aún más, con lo que me intenté relajar sintiendo cómo la amatista vibraba en mis manos mucho más rápido, provocando un silbido muy agudo en mis oídos y cabeza.

Me encontraba de pronto sentado en un banco de madera en medio de un hermoso bosque repleto de coloridas y grandes flores. Atardecía porque el cielo estaba rojizo y por delante de mis pies cruzaba un caminito. Pasaron unos niños que rápidamente reconocí como algunos de mis amigos de la escuela. Hacía mucho de eso y de la mayoría ya no sabía nada. Alegres al verme, me saludaban cariñosamente. No tardaron en aparecer personas más mayores. También amigos y gente que de una u otra forma estuvieron en mi vida de un modo más notorio que otros. Mis parejas emocionales vinieron después, a las que tenía tanto que agradecer por todo lo que aprendí y que tanto me ofrecieron en el tiempo que conviví con ellas. A continuación, mis tíos, primos y, como no podía ser de otra forma, mis abuelos. Con la visión de cada uno de ellos sentía y veía en recuerdos gran parte de lo vivido a su lado. Mis dos hermanos y mis padres fueron los últimos. Tanto vivido y tanto sentido al lado de cada uno que mi corazón solo podía llorar de alegría y felicidad ante la presencia de esos seres maravillosos. Tantos momentos mágicos, tantos instantes maravillosos de juego, de alegría, de ilusiones, de compartir, de amor y atento cuidado con lo que solo podía agachar la cabeza en señal de reverencia ante todo lo que me había ofrecido.

En ese espacio, en ese lugar, sentí que existía una conexión, un pacto anterior a la vida, con todos y cada uno de ellos, que nos unía de una u otra forma. Era algo ya tejido de antemano para que fuera lo que tenía que ser, y para que cada uno estuviera donde tenía que estar. De la nada, en medio del camino, surgió ante mí un ser sin una forma definible. Era una especie de estructura humana brillante con preciosos destellos dorados, pero sin rostro ni rasgos corporales concretos. Se acercó y se sentó a mi lado, al hacerlo me abrazó. Una indescriptible sensación de felicidad abrió mi corazón de par en par, no pudiendo evitar empezar a llorar desconsoladamente. Mi alma gemela, aquella con la que transitamos por los mundos y las vidas de forma conjunta para aprender, me acababa de abrazar.

Desde pequeño, a lo largo de mi vida, siempre había sentido en mi corazón una incomprensible sensación de soledad y vacío. Ahora, en ese preciso instante, entendí que aquella extraña emoción era consecuencia de que mi alma gemela aún no se había encarnado en este mundo como yo. Esta separación entre dimensiones era lo que me angustiaba. De nuevo, como sumergiéndose en mí, susurró en mi interior algo que me desvelaba un conjunto de certezas cuyo origen o procedencia era difícil saber.

En ese susurro, sin saber cómo, me reveló que su nombre era «Shaiya» y que en esta vivencia nacería como mi hija. Yo había encarnado antes para poder aprender y recopilar personalmente la máxima información posible sobre este mundo, su funcionamiento, estructura, sociedades, costumbres, leyes, actitudes, pensamientos…, tanto desde la perspectiva convencional como, sobre todo, desde la perspectiva espiritual.

Adoptaría para ello una actitud plenamente autodidacta y de autodesarrollo para luego poder ofrecérselo de la forma más adecuada a ella. Yo dedicaría mi existencia a aprender para poderle enseñar, en un intento de favorecer y potenciar su desarrollo como individuo en este mundo.

 

Aunque almas gemelas, cada una transitaría su camino y lo pactado, no implicaba que tuviera que ser forzosamente realizado. Aun así, aquella sería otra de mis misiones de vida y la esencia por la cual, de una u otra forma, me movería por ella.

Me quedé algo estupefacto porque todo aquello iba acompañado de una profunda certeza que me hacía imposible la simple idea de pensar que fuese imaginado o creado por mí en forma alguna. Nada más me fue desvelado, y de la misma forma que había venido, regresé a la sensación de la amatista en las manos con mi cara empapada en lágrimas.

No tardé en abrirme a la sensación de que aquella vivencia venía relacionada con la de las imágenes surgidas del flash la noche anterior, pues supuse que parte de la información a transmitirle a mi futura hija también residía allí. Recordé que curiosamente siempre supe que tendría una hija, ya que desde bien pequeño alguna vez se lo comenté a mi madre, aunque nunca entendí muy bien de dónde surgía tal pensamiento.

Mi mente se relajó al observar que por ahora seguía estando soltero, con lo que aún tendría mucho tiempo para desarrollarme y ver si en el futuro aquello se plasmaba en una realidad o se quedaba en una bonita alucinación.

Feliz y algo aliviado, seguí disfrutando del arte instrumental de don Pedro y de la presencia de varias luciérnagas danzantes hasta el final de la ceremonia. María e Inés, amables y silenciosas, me acompañaron al tambo donde no tardé en dormirme.