Después de final

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La segunda parte del libro engloba ocho trabajos que de manera amplia enmarcamos bajo el título “Historias, estéticas y teorías”. Abrimos esta sección con el texto de Nathalie Rondón y Daniel Suárez quienes se acercan a algunas bandas latinoamericanas de rock que, a lo largo de su historia musical, han reflexionado sobre los procesos de conquista y colonización que datan de 1492, para destacar lo que ha sido la lucha por lo indígena y lo autóctono de los territorios americanos. Esto se hace necesario en la medida en que las propuestas de estas bandas chocan con el papel benefactor que ha sido dado históricamente a los conquistadores españoles y a las diferentes olas de colonizadores, que, para muchos, siempre han venido a estos territorios a promover cierto tipo de políticas de progreso que hoy día podríamos catalogar como desarrollistas, pues han buscado imponer la cultura occidental en América Latina. Para su análisis, acuden a grupos de rock provenientes de tres países: México, país que se destaca por la notable presencia de grupos indígenas, con las bandas Café Tacvba y Panteón Rococó; Argentina, país con gran producción musical, con los grupos Los Fabulosos Cadillacs, Todos Tus Muertos, León Gieco y A.N.I.M.A.L.; finalmente, Colombia, por medio de las bandas Kraken e I.R.A. que dan cuenta de la vigencia de la colonialidad en la actualidad. Jair Vega y Juan Fernando Piñeres presentan los resultados de una revisión de la literatura sobre los estudios del rock, fundamentados en el concepto de capital simbólico, que introdujo Bourdieu en 1978 en el que trascendió la mirada meramente económica del capital y lo asoció con bienes simbólicos y diversos artificios de la cultura material. Los autores presentan el universo del rock como un capital simbólico, cuyo texto no se asume estrictamente como análisis de un género musical, sino como la comprensión de un proceso de producción cultural que incluye las significaciones construidas en relación con sus contenidos (letra y música), las dinámicas identitarias y de sentidos valorativos asociados a los productos, eventos y espacios donde circula, así como los mecanismos de distinción propios de su consumo. A continuación, aparece el capítulo de Sergio Sabogal sobre el punk, en el cual analiza sociohistóricamente cómo se han manifestado política y culturalmente los jóvenes que producen y escuchan punk a través de su sonido, estética y lírica, específicamente en Colombia. Así, se plantea el uso y la función que se le otorga al punk como medio de conocimiento, memoria y crítica de las realidades sociales. De igual forma, se presenta la relación que tiene con el escenario político, donde, a partir de la música, y en particular el punk, se pueden establecer alternativas de acción y manifestación política. Metodológicamente, el estudio se soporta en el enfoque histórico hermenéutico y desde un tipo de investigación analítico-interpretativa, en la que se realiza una revisión, análisis e interpretación documental, que estudia los contenidos líricos y discursos planteados en el punk, para lo cual analiza las características sociales tanto del contexto en el que surge determinada canción como los autores y los sujetos a quienes iba destinado el mensaje sonoro, en especial en la escena colombiana. Finalmente, se develan las formas en las que los jóvenes históricamente han utilizado el arte y la música como instrumento y canal para entender el panorama político y sociocultural de una realidad específica, y un camino de protesta y rechazo respecto de las instituciones y estructuras que rigen la sociedad convencional. Román Mayorá propone pensar la tensión entre novedad y repetición que ha estado presente en muchos momentos de la historia del rock y que adquirió particular relevancia en las primeras décadas del siglo XXI. Él reflexiona conceptualmente sobre este problema en relación con el funcionamiento del mercado y la industria cultural, con las disputas entre posturas tradicionalistas y vanguardistas, y con la lógica de la autenticidad propia de la esfera artística retomada por la cultura rock. Asimismo, presenta una conceptualización teórica del tema investigado y sus diversas facetas, desde la perspectiva de los estudios culturales y retoma las reflexiones del crítico inglés Simon Reynolds, quien ha propuesto que la música actual estaría en una fase de “retromanía”: una adicción a la reproducción de estilos y géneros del pasado. El recorrido propuesto le permite plantear algunas hipótesis respecto del funcionamiento cultural de la música estudiada y reconsiderar desde otra perspectiva aquellas miradas que diagnosticaron la “muerte del rock”. Sigue esta sección con una mirada desde los estudios culturales propuesta por Minerva Campion. Ella se pregunta ¿cuál es el discurso que maneja el fanzine Visión Rockera en torno a las categorías de raza, clase y género? Este fanzine fue publicado en Medellín durante 1986 y 1989, y tuvo nueve números. A partir de las tres categorías planteadas y estudiando las páginas del fanzine, el estudio las relaciona con el concepto de discurso y con las relaciones de poder que se generan para la juventud punkera, representante de la contracultura de Medellín durante esos años. El trabajo busca determinar el discurso que manejaba Visión Rockera en torno a las categorías de raza, clase y género, así como abordar cuantitativa y cualitativamente los temas que se trabajan en el fanzine relacionarlos con el Medellín de los ochenta y, finalmente, examinar el discurso del fanzine desde la perspectiva de la juventud punkera. Josefina Cingolani se acerca a la escena rock de la ciudad de La Plata y analiza el proceso de construcción de la tradición del rock local. El capítulo no busca reconstruir la historia del rock en la ciudad, sino describir y analizar el modo como esa historia es relatada por diversos actores, colocando el foco en analizar cómo se construye esa narrativa desde el presente hacia el pasado, tratando de reconstruir las representaciones que allí operan. Con este objetivo, la autora acude a un muy interesante y variado corpus de fuentes provenientes de periódicos de tirada nacional y local, revistas especializadas, documentales, fuentes secundarias de páginas web, programas radiales, blogs, notas en otras revistas y distintas producciones académicas, que serán presentadas y referenciadas oportunamente. En busca de acercarse al problema de la memoria y la política, Juan David Cárdenas y Mauricio Lozano se acercan al rock latinoamericano pensándolo en un contexto político en el que el continente está girando hacia la derecha ideológicamente, donde las lógicas del mercado han cooptado la escena musical y donde la relación entre rock y política, desde las causas, la militancia, el sentido y las letras de las canciones, parece ser cada vez más superficial, más distante. Los autores se preguntan ¿cuál es el lugar del rock y de los artistas del género de la región como elementos de activismo y denuncia social y política? ¿De qué manera el rock es un dispositivo de producción de memoria y tiene una potencia política en tiempos de neoliberalismos y posturas políticas extremas? El trabajo aborda estas preguntas de la mano de bandas insignes de la escena latinoamericana como Los Prisioneros, Kapanga, Los Violadores, entre otras. Cerramos el libro con un capítulo que, al igual que varios que el lector encontrará, aborda el problema de la nostalgia. Alexis Castellanos y Diana Galindo analizan las materialidades que produce un fenómeno como el rock, en un sentido amplio. Esto implica pensar todo un sistema de objetos, como instrumentos musicales, impresos de diversos formatos, indumentarias, accesorios, figuras coleccionables, entre otros. Ellos analizan las lógicas del comercio que se mueven a través de la venta de este tipo de bienes en sitios web, redes sociales y comercio local, así como las prácticas de coleccionismo por partes de los fans y las estrategias de exhibición expográfica enfocadas en este tipo de público. Como caso de estudio, se analiza la recepción del metal y los principales subgéneros asociados (heavy metal, death metal, thrash metal, glam metal y black metal). Para ello, utilizan herramientas analíticas de los estudios sobre cultura material y propuestas como la teoría activa de la materialidad, a través de instrumentos como entrevistas presenciales o vía web, y la observación participante en grupos de redes sociales. Se evidencia que los objetos operan como dispositivos que construyen sentido y aportan a la individualidad-colectividad, tras lo cual se convierten en marcadores de valores estéticos, culturales e identitarios. Asimismo, el estudio encontró un revival permanente, a modo de culto a la nostalgia, que es visible en la adquisición, el coleccionismo, el uso y la exhibición de este tipo de productos. Estos hallazgos sugieren que no se puede pensar la cultura material de una forma acrítica como si se tratase de una producción autónoma, ahistórica y separada de las relaciones sociales, pues la materialidad no es algo propio de los objetos, sino que se construye a partir de las interacciones entre todos los entes que inciden en su constitución.

Esperamos que este libro sea un aporte valioso para todos los interesados en el rock y que abra el camino para pensar el rock desde Colombia y América Latina. Este es un libro lleno de músicos y de música. Esta es una escena que merece ser pensada y vivida, no es la “escena underground que pagó tu papá y que tú te creíste que era verdad”. El rock no ha muerto, vive después del final.

Referencias

Arango-Lopera, C. A. y González, D. (2019). Ciudad cantada, de-cantada e imaginada: el territorio urbano y el conflicto en las canciones de rock. En S. Roncallo-Dow, J. D. Cárdenas Ruiz y J. C. Gómez Giraldo (Eds.), Nosotros, Colombia: comunicación, paz y (pos)conflicto. (pp. 95-112). Bogotá, Colombia: Universidad de La Sabana.

 

Baudrillard, J. (1997). La ilusión y la desilusión estéticas. Caracas, Venezuela: Monteávila.

Garay, A. de. (s. f.). Del rock al dance: el consumo musical de los jóvenes urbanos. Recuperado de http://www.uam.mx/difusion/revista/nov99/garay.html

García-Canclini, N. (1990). Culturas híbridas. Ciudad de México, México: Grijalbo.

Gaviria, V. (Director). (1990). Rodrigo D: no futuro [Película]. Colombia: Focine.

Godzich, W. (1999). Souvenirs, Souvenirs! Memorias de un no-rockero. En L. Puig y J. Talens (Eds.), Las culturas del rock. (pp. 103-122). Valencia, España: Pre-textos.

Heath, J. y Potter, A. (2005). Rebelarse vende: el negocio de la contracultura. Bogotá, Colombia: Taurus.

Mattelart, A. y Mattelart, M. (1997). Historia de las teorías de la comunicación. Barcelona, España: Paidós.

Sennet, R. (1994). Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid, España: Alianza.

Notas

1 Resulta interesante, a propósito de la expansión que vive el rock, recordar ciertos pasajes de las historias de Mafalda, del caricaturista argentino Quino. La historia tiene lugar en los sesenta y se hacen muchas alusiones a The Beatles, quienes son presentados como el producto de moda y como un denominador común en el gusto de las generaciones más jóvenes. Manolito, el único de los amigos de Mafalda que no gusta de The Beatles, es marginado por los demás en múltiples oportunidades. Por otro lado, y en lo que se refiere a las barreras del lenguaje, parece interesante notar cómo la no comprensión de las líricas no resulta un obstáculo para el consumo de rock. Basta pensar en los jóvenes de los barrios marginales de Medellín, por ejemplo, que consumen punk, como lo muestra la película Rodrigo D: no futuro, de Víctor Gaviria (1990).

2 Usamos la expresión masificar para dejar claro que el género no nace en los noventa en Colombia. Desde los sesenta había grupos, como la Banda Nueva, que hacían rock en el sentido estricto del término. Hay varios capítulos de este libro que dan cuenta del fenómeno.

I. COLOMBIA: LOS RELATOS DE UN ROCK INCONCLUSO


1. ROCK COLOMBIANO EN LOS NOVENTA: PÁNICO, EUFORIA Y SALTOS AL VACÍO

Ricardo Durán Paredes

Cuesta trabajo imaginar una antesala peor para alguna década: Colombia vivió en 1989 toda suerte de violencias que tuvieron origen en las guerrillas, en el paramilitarismo, en el narcotráfico e, incluso, en las fuerzas del Estado. Vimos explotar un avión cargado de pasajeros en pleno vuelo, presenciamos un gigantesco atentado contra el edificio del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), otro contra la sede del periódico El Espectador, y fuimos testigos de los asesinatos de José Antequera (dirigente de la Unión Patriótica [UP]), Jorge Enrique Pulido (periodista), Luis Carlos Galán (candidato a la Presidencia por el Nuevo Liberalismo), además de ver morir a decenas de jueces, magistrados, militares y policías. Todo esto sin considerar la aterradora cantidad de víctimas que en las regiones iba dejando el conflicto armado.

Fueron doce meses infernales en los que ni siquiera fue viable el torneo de fútbol profesional colombiano, que no tuvo campeón tras el asesinato del árbitro Álvaro Ortega. Como resulta apenas obvio, en 1989, la esperanza no figuraba en el vocabulario de ningún colombiano, y nuestra música no fue ajena a la tragedia.

Durante la primera mitad de los ochenta el rock colombiano vivía una especie de letargo que venía desde mediados de los setenta cuando muchos músicos, cansados de tocar sin ver los frutos de su trabajo, decidieron emigrar o dedicarse a la publicidad. Son pocas las grabaciones verdaderamente relevantes de esos primeros años ochenteros, y vienen a la memoria nombres de bandas como Traphico, Nash, Ship y Tribu 3, además de otras que venían trabajando de tiempo atrás, como Génesis, Los Flippers o Compañía Ilimitada. La gran mayoría de estas agrupaciones funcionaba como un reflejo más bien pálido de modelos anglosajones (muchas tocaban versiones y cantaban en inglés) y su impacto difícilmente llegaba más allá de algunas apariciones en Espectaculares JES, el programa televisivo que dirigía y presentaba Julio

E. Sánchez Vanegas.

Hacia la mitad de los ochenta los espacios para el rock cantado en español comenzaron a abrirse poco a poco: la radio pública y las emisoras universitarias, así como algunas franjas especializadas de la radio comercial, pusieron a sonar la música que los jóvenes argentinos y españoles venían haciendo en las democracias restauradas en sus países; los lanzamientos de Compañía Ilimitada y Kraken tuvieron buena acogida, y las puertas empezaron a abrirse en un contexto cada vez más favorable; Soda Stereo en 1986 y Barón Rojo en 1987 vinieron a presentarse por primera vez en nuestro país; las grandes marcas, los medios masivos y los políticos vieron que el rock en nuestro idioma traía consigo una gran oportunidad para ganar adeptos entre los jóvenes. Era una oportunidad que no podían dejar pasar.

Así fue como vimos un auge de apenas un par años en los que, a pesar de la situación de orden público, se realizaron conciertos que convocaban miles de personas de toda índole. Un evento de rock atraía a metaleros, punkeros, rockeros de la vieja guardia y adolescentes de los estratos más altos; no había más eventos, entonces todos terminaban reunidos allí. Una luz roja y una batería parecían suficientes.

Esa moda, explotada por cadenas de pizzerías, bebidas gaseosas, marcas de ropa y delfines políticos, tuvo su momento cumbre el 17 de septiembre de 1988, con el Concierto de Conciertos. Compañía Ilimitada, Pasaporte, Océano, Los Prisioneros, Toreros Muertos, Franco de Vita, José Feliciano, Yordano y Timbiriche conformaron la extraña nómina de este evento, que tuvo un cierre inolvidable con la presentación del argentino Miguel Mateos.

Todos los grandes medios estuvieron presentes, el país entero pudo ver allí una gran promesa, y algunos llegaron a creer que el “rock en español” era una verdadera movida cultural, algo más que una estrategia de la radio juvenil. Sin embargo, lo que estaba por venir era justamente el año más espantoso de nuestra historia reciente.

El año 1989, con sus bombas, masacres y magnicidios, acabó con los eventos multitudinarios. Nadie estaba dispuesto a invertir en un evento que podía terminar en tragedia, ningún padre pensaba dar dinero (o permiso) a sus hijos para que se expusieran de esa forma. El juego se acababa allí, al menos el de los medios y los eventos masivos. La radio comercial prefirió mirar hacia otro lado, había llegado la hora de la lambada y el house de Technotronic.

Ese era el panorama para bandas como Estados Alterados, Compañía Ilimitada, Pasaporte, Sociedad Anónima, Hora Local o Signos Vitales. Sin embargo, nuestro rock ha sido siempre mucho más que lo que ofrecen las emisoras de FM: en los sectores marginales de Medellín y Bogotá, la música tomaba caminos más difíciles, crudos y descarnados. Se manifestaba a través de sonidos radicales que solo tenían espacio radial en programas especializados con horarios para insomnes. El punk y el metal (en sus distintos géneros) se habían convertido en la segunda mitad de los ochenta en la forma de expresión de miles de jóvenes desencantados. Particularmente en las comunas más pobres de Medellín, muchos de ellos encontraban en la música el único camino para alejarse de las tentaciones que ofrecían el narcotráfico y el sicariato.

Para bandas como Darkness, La Pestilencia, Neurosis, Pestes, Mutantex, Masacre, Parabellum o Reencarnación, la masividad no parecía posible, por eso, el fenómeno del rock en español no tuvo mayor impacto en sus carreras. Sus conciertos tenían lugar en bares, bodegas o coliseos pequeños; no parecían un blanco interesante para los violentos ni para las grandes marcas comerciales. Su carácter subterráneo les marcaba un camino lleno de adeptos fieles que garantizaron su supervivencia y su relevancia. Para hacerse una buena idea de esto, basta ver Rodrigo D: no futuro, la legendaria película del director Víctor Gaviria (1990). Mientras eso pasaba, las bandas que figuraban en los medios masivos no tuvieron tiempo suficiente para construir públicos sólidos.

En este panorama, los noventa nacieron dominados por el miedo y la incertidumbre, con un desencanto cada vez mayor para los músicos y la audiencia, pero con la sospecha de que era posible hacer rock colombiano y llegar más allá de Espectaculares JES. De los grandes conciertos en estadios, plazas de toros y coliseos, el rock pasó a los bares.

Las principales ciudades vieron nacer decenas de lugares en los que el rock encontró su refugio de las balas y las bombas. Allí nacieron las grandes bandas de los noventa en Colombia, muchas de las cuales hoy continúan liderando un movimiento que lucha por sobrevivir ante las arremetidas de las nuevas tendencias.

De cualquier modo, resulta fundamental entender que la violencia no fue el único detonante para los grandes cambios que vivió la música popular en Colombia durante la última década del siglo XX. Los noventa estuvieron marcados por una serie de hitos que transformaron definitivamente el panorama musical, no solo en términos estéticos, sino de industria, de públicos y formas de difusión, entre otros.

Un aspecto fundamental, cuya influencia se evidenciará más adelante, estuvo presente en la Constitución Política de 1991, que proclamó a Colombia como una nación en la que el Estado debe reconocer y proteger la diversidad étnica y cultural.

La Asamblea Nacional Constituyente de 1991 contó con dos constituyentes indígenas y visibilizó el carácter multiétnico y pluricultural de nuestra nación. A pesar de lo que evidencian las dolorosas realidades que vemos diariamente, la nueva Constitución representó un avance muy importante al abrir espacios para los derechos de los indígenas, afrodescendientes y demás grupos étnicos. La ley nos decía expresamente que éramos mestizos, negros, mulatos, criollos e indios. Entre otras cosas, esto cambió un poco el paisaje del Congreso, y vimos por primera vez a algunos parlamentarios que no se vestían como Alberto Santofimio.

No pretendemos asegurar que estos cambios influyeran en la música con una relación de causalidad directa, pero es posible que sí hayan tenido una incidencia en el espíritu del país. De cualquier modo, el mestizaje y el reconocimiento de nuestras raíces e identidades se vieron claramente reflejados en muchas de las manifestaciones artísticas más relevantes de los noventa.

Otro hecho fundamental, que aparentemente no tiene nada que ver con la música, fue la apertura económica que empezó a implementarse definitivamente en 1990. Las importaciones se encontraban muy restringidas y gravadas con aranceles altísimos que se fueron desmontando poco a poco, en un proceso que para algunos desestabilizó la economía colombiana, afectó profundamente el campo y elevó las cifras de desempleo. Más allá de estas discusiones, que superan ampliamente las capacidades de quien escribe este capítulo, la cosa era más o menos así: conseguir los instrumentos musicales y los equipos necesarios para tocar y producir rock profesionalmente era algo casi imposible. Los costos eran elevadísimos, y el acceso a, por ejemplo, una batería estaba reservado a personas de clases altas o a quienes contaban con la posibilidad de viajar al exterior. Durante años era frecuente encontrar baterías hechas con canecas y radiografías templadas, dotadas con platillos de banda de guerra. Rodrigo Mancera (Morfonia, Bloque, Supervelcro) recuerda que él mismo hizo su primera guitarra eléctrica, y Jota García (Ciegossordomudos, Compañía Ilimitada, Soonorama, Tequendama) aprendió de su maestro cubano a hervir en agua las cuerdas del bajo para que recuperaran el sonido que iban perdiendo con el tiempo.

 

Con la apertura económica, se fue haciendo más cómodo el acceso a instrumentos, equipos, discos, revistas, ropa y accesorios, todos ellos indispensables para cualquiera que quisiera vivir la experiencia del rock en toda su magnitud.

Por otro lado, y viendo las cosas más allá de los gustos personales, que de eso no se trata, resulta fundamental reconocer el papel que desempeñaron Carlos Vives y Aterciopelados en nuestra cultura popular noventera, con un impacto que seguimos sintiendo casi tres décadas más tarde.

Tras triunfar cantando los vallenatos clásicos de Rafael Escalona en la telenovela homónima de Caracol, Vives decidió darle una mirada moderna al vallenato tradicional incorporando baterías, sintetizadores y guitarras eléctricas junto a músicos formados en el rock y el jazz. Era un camino consecuente con la historia personal del samario, fanático de Charly García y Fito Páez, y devoto de Distrito Especial, una banda cuya influencia ha reconocido siempre.

La polémica entre los puristas fue tan grande como el éxito del proyecto, que fue rechazado por la programadora de Escalona (1991) y acogido por Sonolux, la casa disquera de la competencia. Clásicos de la provincia (1993) vendió cientos de miles de copias, y se convirtió casi en parte de la canasta familiar colombiana, con lo que se logró que el vallenato fuera aceptado en muchos entornos que antes lo descalificaban de manera peyorativa, racista y elitista.

Sin importar las críticas que han recibido sus más recientes propuestas musicales o sus relaciones con la dirigencia política, a Vives le debemos que Colombia haya aceptado buena parte de su idiosincrasia. Gracias a él los medios masivos nos permitieron escuchar el trabajo de gente como Ernesto “Teto” Ocampo, Pablo Bernal, Iván Benavides, Mayté Montero, Richard Blair, Egidio Cuadrado, Carlos Iván Medina, y muchos otros. Gracias a su generosidad tuvimos al Bloque de Búsqueda, una banda inigualable que mereció mejor suerte y una vida más larga.

Por su parte, Aterciopelados logró que el rock, el punk y el pop cohabitaran con las estéticas populares de nuestros barrios, gritando al mundo que no teníamos por qué avergonzarnos de nuestras maltrechas avenidas, de los stickers que adornaban las busetas, de los boleros que aprendimos a escuchar junto a nuestras madres, ni de “La cuchilla” que conocimos gracias a Nelly y Fabiola, Las Hermanitas Calle. Andrea Echeverri y Héctor Buitrago nos ayudaron a superar unos cuantos complejos y prejuicios para mostrarnos muchas de las cosas que tenemos en común.

Tal vez la Sierra Nevada de Santa Marta no representaría lo que hoy representa si Vives no le hubiera cantado como le cantó o si no la hubiera puesto en la carátula de La tierra del olvido (1995). Es probable que a él le debamos el respeto que hoy sentimos por las mochilas arhuacas o los sombreros vueltiaos de cartón en “la hora loca” de los matrimonios. También le debemos el tropipop, pero esa es harina de otro costal.

A Héctor y Andrea les debemos el rescate del sumercé y que San Victorino haya aparecido en MTV. Les debemos “Bolero falaz” (1995), una joya de innegable mestizaje que se convirtió en la canción de rock colombiano más importante de nuestra historia.

Cuando las grandes disqueras y los medios vieron el impresionante éxito obtenido por Carlos Vives, se volcaron obviamente a buscar a su sucesor, y grandes dieron palos de ciego en su búsqueda. En ese proceso, vimos cantar a Tulio Zuluaga, Moisés Angulo, Aura Cristina Geithner, Marbelle, Marcelo Cezán, Iván y sus Bam Bam, Luna Verde, Caramelo, y muchos más. También vimos surgir a Shakira con sus Pies descalzos (1995).

¿Y qué tiene que ver el rock ahí? Pues que todos esos proyectos necesitaban músicos, y los encontraron precisamente en las bandas de rock que estaban presentándose en los bares de nuestras ciudades principales. Esto permitió que por primera vez muchos de estos rockeros tocaran profesionalmente ante grandes públicos, que grabaran en estudios importantes y aprendieran todo lo que nunca iban a aprender en la tarima de un bar frente a veinte personas.

Al mismo tiempo, el mundo veía cómo la industria musical encontraba en los marginados una verdadera mina de oro; los sonidos de Seattle, el rap, el trip-hop, el rock industrial, el gótico, el rap metal y otros estilos se masificaban y dominaban los espacios que antes estaban reservados para artistas hechos con moldes obsoletos. El world music, impulsado por Peter Gabriel, también se hizo muy visible y tuvimos más razones para acercarnos a las fusiones sonoras. Richard Blair, ingeniero de sonido de Gabriel en los estudios Real World, vino a Colombia a trabajar con Totó la Momposina, y terminó trabajando con Aterciopelados, La Derecha y Carlos Vives, entre otros. Cuando muchos vieron que este inglés valoraba enormemente lo que se hacía acá, sintieron que ahora sí tenía sentido apostar por lo que antes les parecía tan poca cosa. Han pasado veinticinco años, y a Blair le sigue sorprendiendo que seamos así.

Poco a poco, las bandas de rock de ciudades como Medellín, Cali y Bogotá empezaron a filtrarse en algunas emisoras (partiendo lógicamente con la radio pública y universitaria), gestionando las grabaciones que vendían en sus conciertos y en las tiendas especializadas. Un movimiento se empezaba a gestar con una actitud muy distinta de la de los colegas de los ochenta; en este rock tenían cabida muchos otros sonidos, y sus letras abrían espacios para hablar sobre nuestras realidades. 1280 Almas, Morfonia y Ciegossordomudos se sumaban a La Derecha y Aterciopelados en la parte más visible de la movida. El metal tampoco se quedaba quieto, y bandas como Kraken, Agony, Darkness, Kilcrops, Ekhymosis, Masacre o Acutor daban la batalla desde diferentes frentes. Personajes como Gustavo Arenas “el Doctor Rock”, Andrés Durán (El expreso del rock) y Lucho Barrera (Metal en estéreo) hicieron un aporte muy significativo para que esta escena más dura y radical creciera y se hiciera visible.

En 1993, apareció en la televisión por cable MTV Latino, un canal que nos permitió confirmar que no estábamos solos, y que América Latina era un hervidero en el que confluían los sonidos anglosajones con nuestras músicas autóctonas. Allí pudimos ver en todo su esplendor a Café Tacvba, Fabulosos Cadillacs, Fobia, La Lupita, Los Tres, Control Machete, Fito Páez, A.N.I.M.A.L. y Los Rodríguez. Allí también veíamos a nuestros Aterciopelados.

Soda Stereo era ya parte de la familia, y a los Caifanes los habíamos conocido antes gracias a su visionaria interpretación de “La negra Tomasa” (1988), una pieza premonitoria en la que unos mexicanos vestidos como The Cure rescataban la música de nuestros abuelos para lograr un éxito con ventas que superaron el medio millón de copias en la segunda mitad de los ochenta. MTV Latino consolidó todo eso para dar visibilidad y reconocimiento a las idiosincrasias latinoamericanas con nuestras estéticas, jergas, sonoridades y paisajes. Por primera vez veíamos videoclips filmados en plazas de mercado mexicanas, en avenidas bogotanas, en pirámides aztecas y en pueblos polvorientos de la Argentina; nos estábamos viendo reflejados en MTV.

Dos años después de la aparición del célebre canal de videos, la cosa había adquirido dimensiones inimaginables y la gran explosión (al menos para Colombia) tendría lugar en el nacimiento de Rock al Parque. El fenómeno se había ganado un lugar muy relevante en la cultura y en las políticas públicas, y más allá de todo lo que se ha hablado acerca de su importancia, este festival empezó a contribuir enormemente en la profesionalización de la industria de la música en vivo y de nuestros músicos, que tenían la oportunidad de tocar sus canciones ante un público que iba a ver a sus bandas (no a Marbelle o Marcelo Cezán). De igual manera, los conciertos de bandas latinoamericanas (por fuera del marco del festival) se convirtieron en algo habitual en un país que gozaba de cierta tranquilidad tras la aparente caída del cartel de Medellín.