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El primer lugar en donde ensayamos fue con un amigo que se llamaba Enrique Bernal en la casa de él en Galerías, y la vida se convirtió en esta zona. […] El germen de las Almas fue con teclado, soltando unas pistas de batería con teclado y tocando encima de eso. Eso nos ayudó a entender mucho cómo funcionaba la música un poco, a ser bien afinados, porque el baterista era de mentiras.

Vendría, tal como sucedía desde los ochenta, la autogestión que, en principio, mantuvo a las bandas en un nivel que distaba con creces del profesional. Así lo relata

G. Merchán (comunicación personal, 15 agosto de 2019), baterista de Morfonia:

Eso era y sigue siendo totalmente autogestionado. Afortunadamente, hoy en día existen las salas de ensayo y eso. En ese momento no había nada de eso. Entonces tocaba unirnos entre varios amigos de grupos; [a] uno [le tocaba] poner la batería, el otro ponía el amplificador del bajo, el otro ponía el amplificador de guitarra. [Si alguno] no tenía guitarra, entonces yo le [prestaba] la mía. Todo era superautogestionado. Era mucho más complicado, porque era carísimo. Me acuerdo que era muy caro conseguir un instrumento. Mi batería propia la vine teniendo como en 2004.

Con la aparición del evento Rock al Parque en 1995,6 se forjó un supuesto camino hacia la profesionalización de las bandas dadas las dimensiones del festival. Este evento se convierte en un espacio mixto en el que la empresa privada y el sector oficial generan un escenario para la divulgación de las bandas más relevantes. Así fue como se empezaron a hacer cada vez más populares agrupaciones con discursos de clara oposición política, que compartieron escenarios con grupos conformados por jóvenes que estudiaban en los más costosos colegios del país, como lo manifiesta G. Gordillo (comunicación personal, 20 marzo 2019), bajista de la agrupación Poligamia:

Nosotros éramos, los gomelos,7 ¿no? A nosotros no nos querían […] en el ámbito del rock no nos querían porque nosotros éramos unos niños que salieron del [colegio] San Carlos. Éramos los gomelos de la música y eso no le calaba bien al público del rock. Entonces, no les gustaba que nosotros estuviéramos en una serie de televisión.

Rock al Parque consolidó el reconocimiento de los jóvenes como sector social y de lo juvenil en sus diferentes dimensiones y manifestaciones. Sin embargo, su creación no significa la desaparición del circuito underground. Por el contrario, al no dar cabida a todas las bandas del país, y dado que tenían que competir con sus pares para ser seleccionados, cosa que anteriormente no se contemplaba, estos circuitos tomaron mayor relevancia. S. Roncallo-Dow (comunicación personal, 21 noviembre 2018), guitarrista de pollitoCHICKEN, recuerda los noventa como una

época abundante [de espacios]: recuerdo Ácido Bar, lugar en el que toqué varias veces; Kalimán, lugar de culto en la primera mitad de la década; y una seguidilla de práctica en la zona rosa que promovían la movida de aquel entonces. Recuerdo dos nombres que, a los no iniciados, probablemente no digan nada: Umaguma Bar y África Bar. En Chapinero, recuerdo Kinetoscopio y, quizás algo anteriores, están el Skate Park y ese lugar ubicado en calle 116 # 23-61 (arriba de la 19, como decían los volantes). Un poco después vendrían Jeremías que terminaría llamándose Auditorio La Calleja y Macondo. Estos últimos [fueron] sitios que pusieron de moda la costumbre de hacer pagar a las bandas por el alquiler del lugar y el sonido.

Este circuito alterno era fundamental para aquellos jóvenes que veían en Rock al Parque una intromisión y una forma de control en detrimento de una participación plural que favorecía grupos afines al sector comercial, como lo narra en clave de ficción Álvarez (2011) en su novela C. M. no récord. Quizás, uno de los mejores testimonios de esta oleada de grupos insertados dentro del circuito mainstream (Martel, 2011) sean bandas como la ya mencionada Poligamia, conformada por jóvenes de estratos socioeconómicos altos de Bogotá; G. Gordillo (comunicación personal, 20 marzo 2019), bajista de la banda, cuenta cómo era esta experiencia, que distaba mucho de la del grueso de la escena bogotana:

Nosotros cuando comenzamos no teníamos dificultades económicas, pues estábamos en el colegio y nuestros papás nos daban todo. Entonces lo hacíamos solamente por gusto y creo que así es como uno debe comenzar. Después uno empieza a preocuparse por, bueno, “tengo que ganar plata, pues qué hago”. En ese tiempo de Poligamia ganábamos, claro. Pero era una ganancia más para comprar instrumentos o para reinvertir en el grupo. Nunca vivimos de la banda. Entonces, digamos que por esa parte nunca hubo rollo, nunca hubo esas peleas económicas. Ese también es otro problema con las bandas, siempre que hay plata en cualquier sociedad, en cualquier negocio, siempre que hay plata se daña todo. A nosotros no nos pasó eso.

Sus letras lo evidenciaban y mostraban una escisión entre las bandas que aún ensayaban en el garaje y aquellas que, recuerda G. Gordillo (comunicación personal, marzo 20, 2019), tuvieron “la oportunidad de ensayar en serio, ensayar como se debe, […] con audífonos”. Decía Poligamia en “Mi generación” de 1995:

Me enseñaron de pelado

que Dios solo muestra un lado

y se le reza en inglés.

De mi casa hasta Unicentro

nunca tuve mucho tiempo

para preguntar por qué.

Lo interesante de los relatos de J. Rojas y G. Gordillo es que evidencian el contraste sociocultural del rock bogotano en los noventa y cómo, a pesar de los hitos locales como el Concierto de Conciertos y Rock al Parque, la ciudad seguía fragmentada desde el punto de vista del acceso y las oportunidades, lo que da cuenta la relación entre rock y clase como dimensiones diferentes, pero a la vez vinculantes. Se entiende la aparición del rock como una práctica comunicativa determinante en el joven en tanto sujeto emergente, que le da una voz y le permite reconocerse a sí mismo, interpelando por medio de todo un sistema de significaciones entonces heterodoxas un contexto social adultocéntrico, dominante y hostil. Con todo, esto coexiste con un circuito creado y ampliado por la industria cultural que ha sabido capitalizar los modos de expresión más rebeldes y convertirlos en mercancía rentable (Cross, 2015; Lipovestky y Serroy, 2015; Mason, 2017), tal como sucediera con Juanes, exvocalista de la banda de metal Ekhymosis, o con Aterciopelados, pioneros del punk rock en Bogotá en los noventa.

Sin embargo, el rock bogotano de los noventa mantuvo, en su más amplia versión, una tendencia crítica y contestataria. Las bandas más reconocidas de la escena continuaron sobre la estela trazada en los ochenta por La Pestilencia y Darkness, e intentaron hacer una especie de crítica social que produjo un cierto tipo de público que empezó a considerar las letras y a identificarse con ellas. Para 1998, Ultrágeno, una de las bandas clave de la década, decía:

No está de más que mire para

La calle me quiere agredir

Y el de la cachucha con AA

Se cree que la calle es de él

Yo soy rapaz la juega está allá atrás

Una lata me quiere rayar

Y esta vez no fueron 6

Fueron 10 y ese cuento ya he visto aventar

Drulos, sangre, miedo

No ultrage8 no Colombia dirá.

Por medio de sus letras, esta banda expresaba su posición frente a la guerra, el sistema capitalista, la segregación racial y, no menos importante, el fortalecimiento del discurso de género que se vería potenciado por grupos hoy considerados de culto como Polikarpa y sus Viciosas y que, a la larga, sería uno de los discursos más fuertes en la escena bogotana en el siglo XXI. El germen de esta vertiente feminista del rock se dio, justamente, en los noventa (De la Torre, 2012; Vesey, 2018).

Con bandas como las 1280 Almas y Sagrada Escritura, el discurso político permea el rock en el momento en que las letras que comienzan a dar cuenta de las vicisitudes del ciudadano del común, de sus carencias, sus necesidades, sus ausencias y, sobre todo, su situación y posición frente a las diferentes manifestaciones del conflicto armado en Colombia, como se evidencia en la canción “El platanal”, de las 1280 Almas (1997):

Todo sube pa’l que es pobre

La comida y la tristeza

Y el promedio de las balas

Que le dan por la cabeza.

Estas alineaciones políticas se vieron de manera más evidente en los mencionados circuitos underground, en los cuales parte de la gestión respondía a las posturas de los músicos y sus seguidores. Desde esta perspectiva, no solo el mantenimiento sino el fortalecimiento de los circuitos no comerciales constituyó una forma de resistencia al establecimiento del rock como industria.

Coda

La reemergencia del rock en los ochenta y su consolidación en los noventa permite evidenciar la configuración de los jóvenes que, si bien en principio no tenían intenciones políticas, encuentran en la música el intersticio para hacerse visibles y constituirse en sujetos políticos.

Los ochenta significaron el renacer del rock como espacio de creación, producción y consumos juveniles que había desaparecido del panorama de los medios comerciales ante el embate de la música tropical a mediados de los setenta. La permanencia de algunos músicos y una muy reducida audiencia otorga al rock una connotación de clase, por cuanto se reduce a unos sectores y públicos muy particulares de Bogotá: las clases altas con el pop-rock en el norte y, por el otro, los punkeros y los metaleros del sur.

 

La llegada de los noventa significó una apertura en la escena creadora del rock, en la que la clase media comienza a tomar una gran presencia. Aparecen géneros como el ska y el llamado rock alternativo, que fungió como elemento aglutinador que permitió explorar nuevos sonidos y llevar a cabo apuestas musicales y estéticas que en otro momento habrían generado mucho ruido entre los jóvenes de Bogotá, pero que a la vez posibilitó girar la mirada de los creadores hacia otros lugares diferentes de la escena local o nacional; comenzó a hablarse de managers y de gestión, como elementos clave para la difusión.

De igual manera, los noventa llegaron con la oferta de espacios facilitados por el sector público, para la exposición del rock en todas sus manifestaciones: música, estética y política. Ello condujo a la profesionalización de la música en tanto producto cultural, la consolidación de una escena que implicó la emergencia de gestores que se encargaran de la consecución y movilización de recursos, para hacer posible la exposición de estos productos. Sin embargo, quizá, de manera simultánea al reconocimiento del otro en la Constitución Política de 1991, en la escena rockera surgen otras manifestaciones, con estéticas distintas y, en algunos casos, antagónicas (Salazar, 1998), que la literatura en su momento definió subculturas (Pulido, 2014), culturas juveniles (Reguillo, 1997, 2000), tribus urbanas (Pere-Oriol y Pérez, 1996), siguiendo la línea trazada por Mafesolli (1990), o identidades, como se manifiesta en los trabajos de De Garay (1996) o Serrano (1996). Estas configuraciones coinciden en la juventud como un escenario de sujeto político, con términos de diversidad de manifestaciones, representaciones y espacios de significación que ve en el rock un escenario de participación y ventana de expresión de su subjetividad, dentro de un contexto de negación ante una existencia, en general, considerada como problemática.

A lo largo de las dos décadas observadas, se evidencia la manera como el rock, más allá de su valor estético, deviene una herramienta importante que potencia la participación de los jóvenes dentro de la sociedad. En una primera instancia, a principios de los ochenta, por medio de prácticas que reproducen lo que viene de afuera, cuya intención consistió, principalmente, en hacerse visibles en los medios comerciales. Sin embargo, entrados los noventa, se evidencia un mayor interés por parte de los músicos y sus seguidores en tanto audiencias, por hacerse visibles en escenarios que trascienden lo comercial, en el que pueden generar prácticas de proyecto (Vega y Pérez, 2010), manifestadas con la emergencia de espacios auspiciados por el sector público, principalmente. Alterno a esto, se fortalecieron los llamados circuitos underground como espacio de la resistencia desde la que jóvenes autodefinidos como punkeros o metaleros encuentran los elementos para interpelar el contexto social en el que se enmarcan. Espacios que se mueven bajo otras lógicas estéticas y de consumo, en los que se hacen visibles prácticas de intercambio propias de la economía solidaria y la colectivización.

Con el rock el joven reclama presencia y participa de la esfera pública, así como interpela una sociedad que los mira con suspicacia, pero que a la vez los instrumentaliza dentro de un sistema de consumo. De esta forma, el rock se constituye en una más de las fases de ese subsistema cultural y sus representaciones simbólicas. Su apropiación es el desarrollo de un habitus (Bourdieu, 1998), pues trasciende el aspecto netamente musical y la relación creadora-audiencia, para introducirse en los ámbitos estético y discursivo, y manifestarse a través de comportamientos colectivos que determinan el ser o hacer parte de un grupo particular de personas con semejanzas y afinidades.

Veinte años después, el paisaje del rock es diferente. El incipiente movimiento de los noventa condujo a importantes transformaciones en las dinámicas de la vida del joven en Bogotá, pero, por otra parte, las dinámicas de producción y consumo de música, así como la difusión de esta, imperantes en el siglo XXI, llevaron a una profesionalización de los productos, a una sofisticación enorme en los sistemas de gestión y de visibilización de estos, aunque redujo la participación y los espacios de interacción entre el creador y el consumidor de rock como producto.

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Notas

1 Como Compañía Ilimitada, Distrito Especial, Sociedad Anónima y Pasaporte, por mencionar solo algunas de las más representativas.

2 Bandas clave para entender este circuito underground en Bogotá son La Pestilencia, Neurosis, Excalibur, Darkness, etc.

3 La calle 19 es una de las vías centrales del centro de Bogotá. Entre las carreras 5 y 8, pueden encontrarse aún hoy, en épocas de Spotify y música en la nube, al menos medio centenar de tiendas especializadas en las más diversas variantes del rock (desde el pop hasta el metal extremo). Sigue siendo un lugar con gran valor simbólico en la medida en que es un espacio de congregación para los cultores del género.

4 Aunque este trabajo se centra en Bogotá, hacemos referencia a estas dos bandas de Medellín por la influencia que tuvieron en toda la escena nacional.

5 Uno de los rasgos principales de los conciertos en los tempranos noventa era la precariedad de las condiciones técnicas. Normalmente no había sonido profesional y mucho menos un ingeniero. Las bandas se encargaban de poner a punto su back line que consistía esencialmente en sus propios equipos.

6 Rock al Parque es un evento público que surge como una iniciativa de gestores y músicos del distrito capital, fomentado por el entonces llamado Instituto Distrital de Cultura y Turismo (IDCT), en asocio con empresas del sector privado, que se celebra de manera ininterrumpida desde 1995. Es conocido por ser el evento gratuito al aire libre más grande de América Latina.

7 Palabra utilizada en Bogotá para referirse a jóvenes de estratos socioeconómicos altos que normalmente dependen económicamente de sus padres y usan un registro lingüístico particular.

8 Se mantiene el error ortográfico para evidenciar el juego de palabras con el nombre de la banda.