Mi nombre es Lucía Joyce

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Después dejó de amamantarme. Nunca más tuvimos contacto físico. El vínculo se rompió. Nunca tuve un hijo y mis senos están ahora flácidos, no podría alimentarlo ni transmitirle calor. Estoy seca.

Uno de los enfermeros se acerca, le toca el hombro, la sobresalta, le dice que debe dejar a un lado su tarea, es hora del almuerzo. Lucía se dirige al comedor, los recuerdos siguen en su mente. Regresan como si hubiera abierto una llave de agua. Brotan de su mente.

Ya es de noche, Lucía enciende la lámpara al lado de su cama. Observa el tejido de la telaraña formada en la pantalla; la araña permanece al acecho con las patas extendidas. Su padre le contó que a través de las vibraciones es como avistan a su presa.

Toma el libro que está sobre el escritorio. Crimen y Castigo. Está en ese período en el que desea retomar a los rusos. Ha sido un nuevo descubrimiento volver a leer a Dostoievski en este momento de su vida, le impresionan las distintas lecturas que se le pueden hacer a una sola obra. De pronto se escuchan gritos, se tapa los oídos. Trata de adentrarse en la novela, no se concentra, su mente está en Trieste. Prefiere regresar a su cuaderno. Escribir.

Doctor McArthur, hoy he tenido un mal día. Los ruidos me alteran, ni siquiera bajo las sábanas se apaciguan. Se escuchan gritos, voces y a veces pienso que no podré aguantar más estar aquí. Sé que la muerte existe, también muchas cosas hermosas y muchas terribles. Pero seguir como si no pasara nada, como si uno no viniera a la tierra por tiempo breve, todo eso me aterra profundamente. Tengo sed de cosas bellas, quisiera salir de aquí. Y pensar que hace tan solo unos meses deseé suicidarme. Mi infancia me da vueltas en la cabeza, me han surgido recuerdos de cosas viejas que creí sepultadas para siempre. Descubrí que no recuerdo el rostro de mi madre. La veo en la niebla, difuminada, como el negativo de una fotografía. Tuve que ir a la imagen familiar que tengo en el librero de mi habitación. Qué dolor. Era mi madre, doctor. ¿Tanto, tanto la detesto como para no acordarme de sus ojos?

Deja la pluma sobre el cuaderno. Se dirige hacia la ventana. Mira. No hay estrellas visibles en el cielo. El jardín está solitario, solo se escuchan los sonidos de los insectos nocturnos. Bebe agua. Regresa a su cuaderno.

Cualquier cosa podía faltar en casa menos el piano. Papá se las arregló siempre para alquilar uno. Imposible que no hubiera música en nuestro humilde hogar. Él tenía voz de tenor, igual que Giorgio y el abuelo John. Herencia transmitida a los varones de generación en generación, porque él y el padre de su padre poseían voces prodigiosas.

No sé si Stephen, el hijo de Giorgio, haya heredado ese don. Yo también tengo buena voz, pero soy mujer y no me valoraron. Tal vez si papá no hubiera sido escritor, habría sido tenor profesional. Babbo viene de una familia numerosa. Él, el mayor de cuatro hermanos y cinco hermanas. George, Stani, Charlie, Freddie, Margaret, Nancy, Eva, Florence y Mabel.

Y Babbo escribiendo. Y Babbo de juerga. Y Babbo tratando de concentrarse con nuestros chillidos. Me parece que entre llantos de bebé y las clases particulares que daba en casa, él reorganizaba Stephen Hero para convertirlo en el Retrato del artista adolescente, y entregaba artículos para el periódico Il Piccolo della Sera. Pero el que realmente los ayudó a subsistir fue el tío Stanislaus. Las tías contaron que el carácter de mamá se fue apagando. Ni con cartas, ni con regalos de mio papà le regresaba la alegría. Ella refunfuñaba, arrepentida, el haber dejado Irlanda. Lo amenazaba: “Me voy a Galway con mi familia. Me voy”. Pero algo sucedía por las noches y despertaba muy sonriente, mas cuando él llegaba trasnochado de sus parrandas, le volvía el mal humor. Le echaba en cara las cuentas por pagar, su agotamiento, el fastidio del diario vivir.

Una tarde, sin querer, rompí la cabeza de la única muñeca que hasta ese entonces papá me había regalado. No supe qué fue más doloroso, si la pérdida de mi juguete o el regaño de mamá. Giorgio me calmó, pero lloré la noche entera. Al día siguiente, Babbo me consoló cantándome una canción en italiano inventada por él. Era tan niña que no entendía por qué mamá se disgustaba con papá o por qué se desquitaba conmigo y no con Giorgio.

¿Sabe, doctor?, al escribir me doy cuenta de que mamá no me quiso nunca. Pero yo pensaba, muy en el fondo, que tal vez sí, pero no. No. Qué angustia. No puedo seguir. Hubiera deseado que me quisiera.

Esperar. Amar. ¿Mamá, dónde estás? Siempre preocupada por papá. ¿Y yo? ¿Será posible que desde pequeña mi ser se fue deformando? Pensé que habían sido los medicamentos, pensé que fue la frustración por dejar de bailar.

No. No puedo seguir. Doctor, ¿por qué, no le dice a la noche que construya complots contra mi miedo?

Lucía cierra los ojos. Por lo menos hoy ningún loco la molestó, solo la alteró el enfermero que entró a su habitación porque vio la luz prendida a altas horas de la noche. Siempre hay un vigilante, siempre un guardián.

¡Qué deseos de huir!

Huir, estar frente a él.

Se queda mirando a la nada, le da frío. Se cubre con el suéter abierto. Se abraza. No, no hay nadie que la abrace, ni lo habrá. Mira hacia arriba, susurra: Babbo, ¿estás ahí? Dame tus lentes, los limpio, están empañados. Dime, ¿por qué mamá no me quería?, me gustaría saberlo.

Me acostumbré a callarme las tristezas y, a fuerza de callármelas, me olvidaba de ellas. Por eso ahora escribo, y recuerdo.

3

Ronny, quien se comporta por lo general de manera infantil, entra a la biblioteca donde Lucía está tranquilamente sentada. No se percata de los inmensos libreros de caoba con cientos de libros perfectamente acomodados y registrados, ni tampoco de los sofás o de las butacas Chester de cuero, adornadas con tachuelas. Se acerca a ella, la molesta, le pide que salga con él. Lucía le responde que la deje en paz, que está escribiendo. Ella se impacienta por la interrupción. Él la fastidia, le toca el hombro, salta a su alrededor, le insiste que salgan al jardín para hacerle cosquillas en el cuello, como tanto le gusta. Lucía le repite que no y cierra su cuaderno, teme que Ronny lo maltrate con sus travesuras. Él hace como que no la escucha y sigue molestándola a sus espaldas: “Vamos, Lucía, ven conmigo. Ven”.

El hombre de blanco se da cuenta de que Ronny la está incomodando. Se aproxima a él, lo toma de la mano y le pide a otro ayudante que lo lleve a la sala de juegos. Ronny no se resiste, sale riéndose y diciendo que la esperará, que solo quería estar cerca de ella, que solo quería...

Lucía no quiere continuar en la biblioteca, sale para buscar a Meredith y contarle que Ronny entró a molestarla, que la interrumpió, la distrajo y la puso de mal humor. Como no encuentra a su amiga por ninguna parte, se dirige a los prados. Camina encorvada. No sabe si es por su altura o por el cansancio de su alma. Lleva una falda un poco ancha, con pliegues, debajo de la rodilla. No marca su silueta y le ensancha la cadera, pero es cómoda. Una blusa blanca de algodón, el suéter gris que tanto le gusta porque tiene bolsas al frente y calcetas altas para el frío. El cabello blanco, lacio, al pasar de los años lo ha peinado con sencillez, ¿a quién agradar? Nadie la visita.

Se sienta en la banca, al fondo del jardín, debajo del gran olmo. Mira las hojas secas a su alrededor, estrecha su cuaderno y piensa en Trieste, las caminatas por el muelle, los barcos de vela y aquel sol resplandeciente durante los días largos del verano. A pesar de que era una niña, Lucía jamás olvidará los cielos rosados del atardecer y cómo, en esos momentos, se unía el color del cielo con el mar.

Una vez más susurra: ¿Babbo, estás ahí? Huiré, padre, huiré, tomaré el ferry, cruzaré la isla, después, en tren llegaré a Zúrich y pronto, muy pronto estaré ante ti. El doctor McArthur desea que recuerde mi niñez en Trieste. ¿Será importante recordar, padre? Tal vez mi médico tenga razón, pero, ¿sabes?, he pensado en distintas ocasiones que ni tú ni yo tuvimos la culpa de nuestros destinos, fueron los vientos los que nos empujaron en esa dirección. Tú, muerto bajo tierra. Yo encerrada en un hospital. Enciende un cigarro, se queda mirando al infinito.

Transcurre la mañana y Miss Lawry no logra encontrar a Lucía por ningún lado dentro del edificio. Impaciente, les pide a los enfermeros que la ayuden a buscarla. Ha faltado a la clase de tejido que tanto disfruta, por eso está preocupada. Buscan de un lado a otro, detrás del edificio, en la biblioteca, en la capilla, no hay rastro de ella... Le preguntan a Meredith si la ha visto, nada, por fin, uno de los hombres de blanco la encuentra profundamente dormida, en la banca debajo del olmo, al fondo del jardín.

—Lucía, Lucía —grita Miss Lawry al verla.

Ella se sobresalta, la mira con extrañeza y, asustada, echa a correr. La enfermera pide a los cuidadores que la alcancen y la sujeten con fuerza para que no escape. Lucía se tropieza. El cuaderno cae. Llora asustada. Pega. Da patadas. Se defiende.

—¡Desgraciados! ¡Ustedes fueron los culpables de mi encierro! ¡Largo! ¡No me toquen! Ustedes mataron al perro que apareció tirado sobre la playa de Sandycove. Stephen fue testigo cuando caminaba a orillas del mar —replica Lucía.

—¿Qué pasa, Lucía? ¿Qué pasa? —pregunta Miss Lawry.

—Es que, esos hombres, esos hombres me quieren hacer daño y mi padre no está para salvarme. Véalos, son horribles, tienen el pene de fuera. Giorgio se va a enojar conmigo. Aléjelos. Giorgio los va a matar —grita ella sin control.

—Tranquila, ya se fueron. Mira, no hay nadie.

 

—Sí ahí, tras el árbol —solloza.

—Vamos. Es mejor alejarnos de ellos, entremos —le dice la enfermera tomándola del brazo y llevándola a su habitación.

La recuesta y de inmediato le coloca la pastilla azul debajo de la lengua.

—Mi cuaderno. Mi cuaderno. ¿Dónde está? Los hombres lo robaron.

—No, Lucía, cálmate, aquí lo tengo.

—Ellos se lo quieren robar. No los dejaré. No los dejaré. Es mío. ¿Los vio, Miss Lawry? Querían violarme, quitarme lo único que es mío.

Lucía se queda dormida, la crisis pudo haber sido peor. En tanto duerme, la enfermera mira los dibujos que ella realiza desde siempre y deja sobre la mesa. Dibujar lettrines, una más de sus obsesiones. A. B. C. D... Traza los signos del abecedario y, en el interior de cada letra, delinea rasgos y formas coloreadas que la hacen pensar en las ilustraciones de los manuscritos del libro de Kells. Seguramente Lucía los conoce por su ascendencia irlandesa. La enfermera Lawry toma del estante un libro al azar. Lo abre en la página donde está el separador y descubre las letras parecidas a los dibujos sobre el escritorio. Lee uno de los poemas: A Flower Given to my Daughter, 1913.

Frail the white rose and frail are/

Her hands that gave/

Whose soul is sere and paler/

Than time’s wan wave. Rosefrail and fair -- yet

frailest/

A wonder wild/

In gentle eyes thou veilest,

My blueveined child.

La primera página del libro dice: Pomes Penyeach / / Initial Letters Designed and Illuminated by / Lucia Joyce. 1931. Son trece poemas escritos por su padre, uno de los cuales es un facsímil con la letra cursiva del propio autor. Los demás en tinta verde como el color de las manzanas, en relación con el título del libro, Manzanas a un centavo cada una. Francés, inglés, palabras unidas. ¡Qué extraña forma de escribir!

Miss Lawry medita sobre la personalidad de Lucía. No es como otros pacientes, ella es especial. Cultura amplia, interés por la lectura, conocimientos de música, toca el piano, sabe tantos idiomas... Se pregunta qué sería de Lucía sin sus lecturas. La mira sentada en la biblioteca, leyendo durante horas muchas veces el mismo libro por segunda ocasión. Eso le parece extraño. ¿Leer dos veces el mismo libro? Lucía dice que su padre hacía lo mismo. En otras la escucha cantar o tocar el piano, mientras Meredith bailotea.

La fuerza del viento se escucha a través de los cristales. Miss Lawry no se dio cuenta de en qué momento el sol se ocultó. Mientras Lucía duerme, ella recorre la habitación con la mirada. Cama individual, mesa de noche, un pequeño escritorio, el librero, lavabo, calefactor y la ventana con vista a los jardines del St. Andrew’s. Observa la fotografía familiar, el padre con gafas gruesas, sombrero y corbata de moño. Qué personalidad, piensa al ver la imagen craquelada por el paso del tiempo. Recuerda cuando Lucía fue trasladada a esta residencia, hace más de diez años y ella, asignada desde entonces, como su enfermera. La mira dormir. Regresa a su memoria la fotografía del hospital bombardeado durante la guerra; dicha fotografía se encuentra en la entrada principal del St. Andrew’s donde se ve claramente el muro con el boquete. Si no hubiera sido reconstruido, no tendrían los pacientes estos espacios, se dice Miss Lawry. Camina alrededor. La deja descansar.

Lucía despierta, siente dolor en los antebrazos; entiende que tuvo un brote psicótico porque los hombres de blanco la aprietan demasiado fuerte cuando eso sucede. Está inquieta. Recuerda su sueño: Un volcán hacía erupción, la llamarada pintaba el cielo de rojo. Lava y espuma recorrían colinas, bañaban los sembradíos. El mar enfurecido rompía contra las piedras del acantilado. Ella corría, no deseaba que la tierra arenosa la alcanzara. Dionisio, el dios griego del vino, la rescataba y la hacía subir a un barco, le daba de beber vino y la hacía bailar frenéticamente hasta el delirio. Danzaba. El viento golpeaba su rostro. Su cabello era largo, se enredaba en su cuerpo. Entonces se miró sola. Los hombres se habían hecho a la mar en ese juego infinito: Partir. Volver. Esperar el regreso... Y de pronto, sintió la lengua de Sam en su boca. Juguetearon largamente. Se excitó, sus pezones se irguieron. Sam levantaba su blusa. Acariciaba su espalda, la apretaba contra él, recorría su cuerpo. Ella lo acariciaba también sin dejar de besarlo. Sentía la erección de Sam. Bajó su mano, lo tocó mientras él jugaba con sus senos. Los besaba. Mejor detente, le dijo, no vaya a entrar papá, no vaya a entrar Miss Lawry y me reprenda.

Se levanta, mira por la ventana. Los prados están verdes. Llovió. Se toca la frente. Ha sudado. Meredith entra a su habitación:

—¿Dónde has estado? Te esperé en la clase de tejido.

—Las voces, los hombres. Ahora estoy bien —contesta Lucía sacudiendo su falda como si acabara de hacer algo. —Vamos, es la hora del té, tengo antojo de las galletas de mantequilla que prepara Miss Emily. —Meredith, ¿has pensado en alguna alternativa para escapar?

—La mejor manera sería en la madrugada.

—Pero, ¿cuándo? ¿Cuándo será el día apropiado? ¿Cuándo? —replica Lucía con desesperación.

Domingo 21, octubre

11:30 a.m.

Doctor McArthur, hasta hoy retomo el cuaderno porque en días pasados me entró una especie de aturdimiento. Quizá fue por los nuevos medicamentos.

No entiendo la necedad de los doctores de probar en mí cosas nuevas. Bastante he tenido ya con todo lo que me han dado desde que esta locura comenzó. Cuando mi estado de ánimo es así, me desconecto, no tengo deseos de nada. Estoy perdida en el bosque de la nada. Es esa sensación de inexistencia, de abandono, como si fuera el comienzo de la muerte... Pasan los días en blanco y solo me percato del paso del viento entre las hojas de los árboles. Regreso. Aquí estoy, vuelvo a Trieste y recuerdo a papá recibiendo envoltorios y paquetes de libros, los extendía por el suelo, los hojeaba, pero prefería irse al café a leer durante horas para no escuchar los eternos reproches de mamá.

Nací con los ojos encontrados. El estrabismo empezó a ser más evidente cuando cumplí tres años, veía hacía adentro para intentar enfocar correctamente. Al verme en el espejo deduje que todas las niñas los tenían como yo, pero cuando empecé a ir a la escuela me di cuenta de que era diferente. He pensado siempre que por ese defecto en los ojos mis novios se alejaron, excepto Sam, él decía que mi mirada era misteriosa. Sam... El problema lo heredé de mamá, pero mio papà sufrió también mucho de la vista, dolores en un ojo, fuertes migrañas. Cuando se exponía a la luz la dolencia era insoportable y, por eso, casi siempre tenía cubierto el lado derecho de la cara. Recurrió a muchos médicos, le hicieron varias operaciones. ¡Cuánto sufrió! La iritis casi lo llevó a la ceguera. Él terminó visitando oftalmólogos todo el tiempo y yo, haciendo antesala en los consultorios de los médicos para lunáticos.

Cuando niña, una madrugada sentí dolor de estómago y Giorgio me dijo que despertara a mamá. Como tenía miedo de caminar por el pasillo le pedí que me acompañara, y cuál fue nuestro asombro al ver que los pies de papá estaban en la cara de mamá. Ella dormía del lado de la cabecera y la cabeza de él del lado de los pies. Nalgas con nalgas. Cuando crecí entendí que dicha posición la adoptaron para evitar tener más hijos. Qué difícil imaginarlos haciendo el amor. De chica no entendía los ruidos que por las noches se escuchaban detrás de la puerta de su habitación. ¿Sabe, doctor?, pensé que Nora se quejaba o que papá le estaba haciendo daño. El apartamento era pequeño, un cuarto junto al otro, y de los pleitos también nos enterábamos. Odiaba oírlos, le decía a Giorgio que me daba miedo que ellos se separaran como los papás de Melany, mi amiga de la escuela. Mi hermano me abrazaba hasta quedarnos dormidos.

En ese entonces vivíamos en Via Boccacio con la familia Francini Bruni. Entre papá y él se dividían la renta. Mamá nos callaba todo el tiempo para que Babbo pudiera escribir e impartir con tranquilidad clases privadas de inglés. Después nos mudamos a un cuarto en Via Santa Catarina. En esas épocas mi padre planeaba poner un negocio para vender telas de tweed, ganar más dinero y tener mejor posición.

Lucía hace una pausa, a su bolígrafo se le ha terminado la tinta. Desde la terraza mira los prados, la mañana soleada. Trae puesta la misma ropa del día anterior, también el suéter gris. Se detiene. Saca del bolsillo un chocolate, le da una mordida, lo guarda. Lo vuelve a sacar, lo muerde. Busca otro bolígrafo, encuentra uno que no es de tinta lila como a ella le gusta, es negra.

Un día, ya mayor, husmeando en un cajón, encontré una de las cartas que él le escribió a Nora desde Dublín durante un viaje que hizo para tratar de hacer algunos negocios y visitar al abuelo John. La saqué del sobre con cuidado y la leí.

22 de agosto de 1909

Fontenoy Street, Dublín

Amor mío, ¡no puedes sospechar el

hastío que siento en Dublín!

Es la ciudad del fracaso, del rencor y la desdicha.

Anhelo marcharme de aquí.

Pienso constantemente en ti. Por la noche, al acostarme, es una

verdadera tortura.

No voy a escribirte en esta hoja lo que llena

mi pensamiento, la locura del deseo.

Te veo en un centenar de posturas, tú grotesca,

vergonzosa, virginal, lánguida.

Querida, cuando nos reunamos, entrégate a mí con plenitud.

Todo esto es sagrado, oculto para los demás,

debes darte a mí libremente.

Deseo ser el dueño de tu cuerpo y de tu espíritu

JJ

¿Qué eran esas palabras de papá, doctor? La deseaba, se excitaba. Las comprendí cuando era ya mucho mayor. Así era la correspondencia erótica entre los dos. Atrevida, obscena, imágenes que nunca olvidaré. Sexo. Sex, solo eso. Copular, desear. Claro, eso los mantenía unidos.

El sexo fue la razón por la que mamá no abandonó a papá.

Tal vez por eso yo busqué hombres, busqué sentir un falo dentro de mí.

A ustedes les gusta saberse deseados, que los necesitas. Desgraciados. Todos, bueno no todos. Papá me quiso, y Harry, Harry también.

¿Y usted doctor, siente acaso alguna atracción por mí?

Hoy soy mayor, pero cuando era más joven, podía seducir a cualquiera, igual que Nora, mi madre.

Finalmente, esa carta la guardé en la caja de mis secretos por un tiempo y después la puse dentro de un libro. Le cambié el sobre, por supuesto, y hoy sigue ahí entre las páginas de los Dublineses en el librero de mi habitación.

En ese lugar había muchas más cartas... Odié a Nora, mi madre, papá la quería más que a mí.

¿Sabe, doctor McArthur?, me gustaba mucho que Babbo leyera para nosotros.

Escuchen esto, decía. Creo que lo hacía para oír cómo sonaba.

Giorgio hacia a un lado sus juegos y yo me paraba junto a él. Sus textos tenían tal musicalidad que parecía que cantaba al leer.

A Babbo le busqué un apodo y le puse L’Exclamadore.

Mamá ni caso hacía, jamás se interesó por lo que él escribía.

Nunca olvidaré la ocasión en que lo vio llegar muy alegre y, furiosa, lo amenazó con echar sus manuscritos al fuego.

Un día lo hizo. Yo asustada miré cómo los puso en el fregadero de la cocina y les prendió fuego.

La odié por eso. Qué maldad. Gracias a Dios, tío Stanislaus llegó justo en el momento y los rescató.

Mi madre tuvo siete hermanos. Su padre, panadero, no sabía leer ni escribir. Su madre fue costurera. Los abuelos se divorciaron porque el abuelo era alcohólico.

Ahora, escribiendo, me doy cuenta de que mis dos abuelos fueron alcohólicos... también Babbo. Giorgio, mi hermano, no se salvó. Él también fue un borracho empedernido, pero su suerte fue distinta pues se casó con una americana millonaria que lo mantuvo.

Alcohol. Alcohol. Alcohol. Alcohol.

Su olor es lo que siempre huelo en el área de electrochoques, en el edificio donde viven los lunáticos que son más locos que yo. Porque hay de locos a locos. Hay locos que vuelven loco a un loco...

 

Alcohol. Al revés la palabra dice lohocla.

Si eliminas la última l diría lohoca. ¡Loca!

Trieste. Después Roma. De regreso a Trieste,

más tarde Zúrich, Londres, París.

De aquí para allá. De allá para acá.

Un apartamento. Otro. Un hotel. Otro distinto. Vivimos como errantes, en la más extrema pobreza. En Trieste apenas si teníamos muebles.

Ni sábanas, ni comida.

Ni... Ni... Ni...

Al día siguiente, después de un pleito con Mary Rose, Lucía tuvo otra crisis. ¿Qué le dijo la joven para que Lucía se alterara? No lo sabemos. El hecho es que Lucía cayó en terrible estado de agresión y en una melancolía color verde, como semanas después se la describiría al doctor McArthur.

Sí, verde es el tono que eligió para poder referirse a ese enojo interno que la llevó a golpear a Mary Rose. Lucía perdió su centro, se desnudó, aventó la ropa y corrió por los pasillos del St. Andrew’s. Imaginó a distintos hombres tras ella y escuchó voces que le decían que se salvara.

Miss Lawry temió que se hiciera daño al entrar y salir de los salones. Como no había manera de controlarla tuvo que llamar a los enfermeros para que la ayudaran a sujetarla con una camisa de fuerza. Estuvo dos días en el cuarto de asilamiento.

Aborrecía tener los brazos atados por detrás. Se golpeó contra las paredes acolchonadas. Nadie escuchó sus gritos, la desesperación. Durmió, despertó, durmió... Se lastimó la boca y la frente. Al salir, sintió el alma adolorida, un malestar interno insoportable, pero también las articulaciones contraídas y la quijada como si sus músculos estuvieran paralizados. Deseó estirarlos con una cuerda hasta el otro lado del mundo y agrandar su cuerpo (más largo de lo que de por sí era). Pensó en cómo los días, las noches y los años van y vienen como la luz del faro mirando el mar.

Durante días, Lucía estuvo en estado catatónico sentada en el salón de usos múltiples, con las manos dentro de las bolsas del suéter gris. Muda. La mirada fija. Inmóvil, como si fuera de cera. El rostro pálido, su cuerpo de mujer que siempre había parecido fuerte, ahora se notaba empequeñecido. La espalda encorvada.

Miss Lawry y McArthur poco pudieron hacer, saben que pasa y que los pacientes vuelven a la “normalidad” después de un tiempo. Algunos de aquellos días la llevaron a los baños de inmersión. Tinas de mármol colocadas en hilera, una tras de otra, entre paredes y pisos blancos de azulejo.

Vacío.

Frialdad.

Silencio blanco.

Pasividad.

Llanuras del ático.

Finitud.

Una estremecedora soledad.

La dejaron horas dentro de ella, en agua tibia, esperando alguna reacción. Nada. Ausente. Mirada pérdida, mutismo absoluto. Cuando al fin, por si sola, regresó a la “normalidad”, Lucía le contó al doctor McArthur que los baños en tina le traen malos recuerdos del hospital psiquiátrico en Pornichet. La imagen de un sexo duro entrando y saliendo de ella la atormenta porque le hicieron daño, en aquél lugar la violaron varias veces.

Entonces McArthur le da hojas blancas y colores. Lucía toma el color verde y pinta líneas circulares que se deslizan por el papel. La forma se va pareciendo a un laberinto. Caminos sin salida. Ella va describiendo, por órdenes del médico, sus sentimientos. Hace una lista de lo que el verde invoca para ella: loneliness, hopelesness, frustration. Ahora toma el color rojo y tacha lo recién hecho anulando las palabras.

Soledad, desesperanza, frustración.

Lucía llora. Doctor McArthur la deja llorar, él sabe que cuando la sesión llegue a su fin, ella se sentiría mejor.

Más tranquila, se dirige a su habitación diciéndose a sí misma que esos días después de una crisis se asemejan a un mal sueño. Platica sola en voz alta: “¿Lo ves, Sam? perder la conciencia es espantoso. Es como morir un poco. ¿Alguna vez tuviste esa sensación? Lo recuerdo. Cuando aquella mujer te apuñaló. Según papá, si no hubiera sido por él estarías muerto. Y yo, ¿qué habría hecho sin ti encerrada en este asilo mental? A veces él me acompaña, pero cada vez se aleja más de mí”.

La rutina regresa a la normalidad, tiende la cama, mete la ropa sucia en la bolsa de lona, acomoda los libros del estante perfectamente alineados, pero no deja de lado la idea de huir. Sobre todo con la idea nueva de Meredith de escapar uno de esos días cuando las lleven a los plantíos a recolectar verduras. Saldrán por la parte trasera de la casa vieja de herramientas. El plan es que Meredith la cubra, que diga que Lucía fue a su cuarto, dirá que... Dirá... Dirá... ¡no importa lo que dirá! Lucía estará lejos cuando la empiecen a buscar. Lejos, muy lejos, más cerca de papá.

Al abrir un cajón se da cuenta de que la fotografía de su padre, a la orilla del espejo, está al revés. Piensa en los ciclos continuos en los que su comportamiento se pone de cabeza. Pareciera que su padre, al saberla desfasada lo hace también. Sin más, coloca la imagen al derecho, alinea los libros a la perfección y sale en busca de Meredith.

En el pasillo, se encuentra con Miss Lawry quien le pregunta si está bien.

—Todo bien, contestó.