Por y Para Siempre

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CAPÍTULO CINCO

Agotada por su larga y desastrosa mañana, Emily se encontró cada vez más sumida en la tristeza. Allí donde mirase veía problemas y errores; una pared mal pintada, una lámpara mal fijada, un mueble que no encajaba. Antes todo le había parecido una peculiaridad, pero ahora aquellos detalles la molestaban.

Sabía que necesitaba ayuda y consejos profesionales. No había sido nada realista al pensar que podía llevar ella sola un hostal.

Decidió llamar a Cynthia, la dueña de la librería y una persona que había gestionado un hostal en su juventud, y pedirle consejo.

―Emily ―la saludó Cynthia al descolgar―. ¿Cómo estás, querida?

―Fatal ―fue su respuesta―. Estoy teniendo un día horrible.

―¡Pero si sólo son las siete y media! ―exclamó Cynthia―. ¿Cómo puede ser tan malo?

―Es completamente horrible ―repuso―. Mi primer huésped acaba de irse. El primer día no llegué a tiempo de prepararle el desayuno, y el segundo no tenía suficientes ingredientes y ha dicho que la comida estaba fría. No le han gustado ni la almohada ni las toallas. No sé qué hacer. ¿Puedes ayudarme?

―Voy ahora mismo ―dijo Cynthia, sonando encantada ante la perspectiva de repartir algo de sabiduría.

Emily salió para esperarla y se sentó en el porche, esperando que la luz del sol, o al menos la vitamina D, la animase un poco. La cabeza le pesaba tanto; la dejó caer entre las manos.

Alzó la vista al oír el crujido de la grava y vio a Cynthia acercándose en su bicicleta.

Aquella bicicleta oxidada era tanto una imagen de lo más común y bastante inolvidable en Sunset Harbor, principalmente porque la mujer que iba sentada al sillín tenía el cabello encrespado y teñido de naranja y vestía conjuntos llamativos y nada coordinados. Y, para volverlo todo todavía más raro, Cynthia había fijado hacía poco una cesta de mimbre a la parte frontal de la bicicleta y en ella llevaba a Tormenta, el cachorro de Mogsy que había adoptado. Cynthia Jones era, en muchos sentidos, una atracción turística por sí misma.

Emily se alegró de verla, aunque el gran sombrero de verano de puntos rojos que llevaba la mujer hacía que le doliesen un poco los ojos. Saludó a su amiga con la mano y esperó a que llegase hasta ella.

Entraron dentro y Cynthia no perdió ni un segundo; empezó a acribillar a Emily a preguntas mientras subían las escaleras, buscando información desde la presión del agua hasta saber si estaba sirviendo comida orgánica y a quién se la estaba comprando. Para cuando llegaron a la habitación libre, a Emily ya le daba vueltas la cabeza.

Hizo pasar a Cynthia. La habitación, en su opinión, era preciosa. Había un pequeño entrepiso en un extremo en el que había puesto un cómodo sofá de cuero para que los huéspedes pudieran sentarse y admirar la imagen del océano y la habitación estaba decorada principalmente en blanco con acentos azules, incluyendo una alfombra de piel de oveja y muebles de madera de pino desgastada.

―La cama es demasiado pequeña ―dijo Cynthia al instante―. ¿Una doble estándar? ¿Estás loca? Necesitas algo enorme y opulento. Algo de lujo, algo que no puedan permitirse habitualmente. Has hecho que la habitación parezca un dormitorio de exposición.

―Creía que ése era el objetivo ―se defendió Emily débilmente.

―¡Para nada! ―exclamó Cynthia―. ¡Necesitas que parezca un palacio! ―Se paseó por el dormitorio, tanteando las sábanas―. Demasiado ásperas ―continuó―. Tus huéspedes se merecen dormir en una cama que parezca de seda. ―Se acercó a la ventana―. Las cortinas son demasiado oscuras.

―Oh ―dijo Emily―. ¿Algo más?

―¿Cuántas habitaciones tienes?

―Bueno, ésta es la que más lista está. Hay otras dos que sólo necesitan algunos muebles más, y muchísimas que todavía no he conseguido ni limpiar. Todo el tercer piso podría convertirse.

Cynthia asintió y se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo. Parecía estar planificando algunas ideas, pensó Emily, puede que incluso algún gran plan para el hostal que a ella le resultaría imposible llevar a cabo.

―Enséñame el comedor ―ordenó Cynthia.

―Um… vale…

Volvieron al primer piso y, a cada paso que daba, el pavor de Emily crecía. Empezaba a lamentar su decisión de pedirle ayuda a Cynthia. Si el señor Kapowski había hecho mella en su frágil ego, Cynthia lo estaba haciendo añicos con una maza.

―No, no, no, no, no ―dijo Cynthia mientras analizaba el comedor.

―Creía que te encantaba la sala ―argumentó Emily, perturbada. La última vez que había estado allí desde luego había disfrutado de la comida de cinco platos y de los cócteles que Emily misma había preparado, ni más ni menos.

―Y me encanta. ¡Para celebrar cenas! ―exclamó ésta―. Pero ahora tienes que convertirlo en el comedor de un hostal, con mesas pequeñas para que los invitados puedan comer solos. ¡No puedes sentarlos a todos en una gran mesa como ésta!

―Había pensado en crear una sensación de comunidad ―tartamudeó Emily a la defensiva―. Intentaba hacer algo distinto.

―Cariño ―dijo Cynthia―, ni lo intentes. Ahora no. Quizás cuando el negocio lleve diez años abierto y te hayas establecido y tengas buenos ingresos, podrás empezar a experimentar. Pero ahora no te queda más elección que hacerlo tal y como esperan tus huéspedes. ¿Lo comprendes?

Emily asintió de mala gana. No sabía si llegaría a cumplir esos diez años. Sólo había considerado el hostal a corto plazo, y ahora parecía que Cynthia quería que invirtiera de verdad en él, que lo convirtiese en algo a largo plazo y sostenible. Empezaba a sonar caro, y Emily no podía permitirse nada caro. Aun así la escuchó con paciencia mientras Cynthia continuaba con las críticas.

―No pongas lirios; hacen pensar a la gente en funerales. Y oh, por Dios, eso tendrá que ir en otro sitio. ―Estaba mirando el gallinero por la ventana―. A todo el mundo le gustan los huevos de granja, ¡pero no ver a esos sucios bichos que los ponen!

Para cuando se fue, Emily se sentía peor que antes. Volví a sentarse en el porche, examinando la lista de cosas que Cynthia le había dejado para que hiciese. En aquel momento Daniel llegó a casa, subiendo por el camino de grava hacia ella.

―No tienes ni idea de lo mucho que me alegro de verte ―dijo Emily alzando la vista―. Mi día ha empezado a ser un asco nada más salir de la cama.

Daniel se sentó junto a ella en el porche.

―¿Y eso?

Emily le relató la historia con el señor Kapowski, cómo Lola y Lolly habían fracasado en lo único que se suponía que debían hacer, le habló de los bonitos zapatos que había echado a perder corriendo entre los excrementos de gallina y del beicon quemado, y terminó con la marcha del señor Kapowski y con las críticas de Cynthia.

―Y ahora respira ―le dijo Daniel con una sonrisita cuando hubo acabado.

―No te rías de mí. ―Emily hizo un mohín―. Ha sido un día muy difícil y me vendría bien tu apoyo.

Daniel se rió entre dientes.

―Algún día recordarás todo esto y verás el lado divertido. Me refiero a en cuanto todo esto haya pasado y manejes el hostal con más éxito de todo Maine.

―Dudo que eso llegue a pasar ―dijo Emily, abandonándose todavía más a su humor sombrío. Ni siquiera lograba imaginar que su hostal se convirtiera en un éxito, y no estaba ni segura de ir a poder mantenerlo abierto a corto plazo―. Lo peor es que sé que los dos tienen razón ―añadió―. Esto no se me da lo bastante bien. Y tengo que hacer todos los cambios que ha sugerido Cynthia. El hostal que manejó de joven era el mejor de Maine; sería una idiota de no acepto sus consejos.

―¿Cuánto habría que hacer? ―preguntó Daniel.

―Mucho. Cynthia dice que debo tener listas otras dos habitaciones cuanto antes mejor y que tienen que estar decoradas en otros colores y tener precios distintos para que los huéspedes sientan que pueden elegir, sentir que tienen el control. Dice que lo más seguro es que la gente se decida por la habitación que tenga el precio medio; no querrán parecer tacaños frente a sus parejas, pero siempre habrá alguien que elegirá siempre lo más barato y otros que elegirán siempre lo más caro.

―Guau ―dijo Daniel―. No me había dado cuenta de que hubiese que planificarlo todo tanto.

―Yo tampoco ―repuso Emily―. Me he metido en todo esto a ciegas. Pero quiero hacer que funcione.

―¿Y qué tienes que cambiar? ¿Cuánto tiempo llevará?

―Pues casi todo ―contestó de mal humor―. Y tengo que hacerlo tan pronto como sea posible. Esto me costará el resto de mis ahorros. He hecho cálculos y sólo me quedará suficiente para mantener el hostal abierto hasta el cuatro de julio. Así que un mes.

Notó al instante el cambio en el lenguaje corporal de Daniel, el modo en que se apartaba casi de manera imperceptible de ella. Era muy consciente de que acababa de poner un límite temporal a su romance además de a su negocio, y parecía que Daniel ya empezaba a poner espacio entre ellos, aunque no fueran más que unos centímetros.

―¿Y qué vas a hacer? ―le preguntó.

―Voy a ir a por todas ―contestó ella con decisión.

Daniel sonrió y asintió.

―¿Por qué hacerlo sólo a medias?

La rodeó con el brazo y Emily se apoyó contra él, aliviada de que hubiese vuelto a hacer desaparecer una vez más la distancia entre ellos. Pero no iba a olvidar fácilmente cómo se había apartado.

Había puesto en marcha la cuenta atrás en su relación, y el tiempo corría.

CAPÍTULO SEIS

―Esta cómoda sería perfecta para la habitación pequeña ―dijo Emily, pasando los dedos sobre la cómoda de pino mientras miraba a Daniel.

 

El corazón se le aceleró al enamorarse, como siempre hacía, de los tesoros que se ocultaban en la tienda de antigüedades de Rico. Notó cómo Daniel también se entusiasmaba mientras miraba el mueble; el que aquel fuera su lugar favorito para tener citas era todo un extra.

Ambos disfrutaban de la excitación de descubrir objetos raros y exóticos para el hostal, pero también les encantaba la infinita fuente de entretenimiento que era el anciano olvidadizo. Aunque la memoria a corto plazo de Rico no era de fiar, su capacidad para recordar el pasado no tenía parangón, y a menudo se lanzaba a explicar anécdotas inesperadas sobre la gente del pueblo, o daba lecciones de historia sobre Sunset Harbor mismo. A menudo a todo aquello también se sumaba Serena, quien, a pesar de ser quince años más joven que Emily, ésta consideraba una buena amiga.

En aquel momento Emily alzó la vista y vio un exquisito espejo de tocador con marco dorado.

―Oh, y eso también iría a la perfección.

Se abrió paso por la tienda, con Daniel siguiéndola mientras saltaba de un guardarropa al siguiente. Emily iba apuntando los precios y los números de las etiquetas de todo aquello que le interesaba, así al final podría darle la lista a Rico. Después de todo estaba haciendo bastantes compras, y lo mejor sería no confundir al pobre hombre.

―¿Qué tal esto? ―le preguntó a Daniel, mirando una gran cama con dosel―. Cynthia dijo que las camas tienen que ser más grandes. Que tengo que conseguir que mis huéspedes se sientan como de la realeza.

Daniel cruzó la tienda desde donde había estado examinando algunos bebederos de piedra para pájaros y se detuvo junto a ella.

―Guau. Quiero decir, sí, desde luego tus huéspedes se sentirán como de la realeza si duermen en eso. Es gigantesca. ¿Ya cabrá?

Emily sacó la cinta de medir y empezó a tomar notas de las dimensiones de la cama, consultando después el diagrama que llevaba en el bolsillo. Había escrito el tamaño de todo para asegurarse de que sólo compraba muebles que encajarían a la perfección en las habitaciones. Su plan era ceñirse inicialmente a la renovación de las otras dos habitaciones, invirtiendo todo el dinero que le quedaba en conseguir que fueran todo lo perfectas posible, y después pasaría rápidamente a ocuparse de las otras veinte habitaciones en cuanto el dinero de las primeras tres empezase a fluir, con lo que cubriría el lado más barato del mercado.

―¡Sí, encajaría en la suite nupcial! ―Sonrió de oreja a oreja. Aquella preciosa cama la estaba entusiasmando. La sencilla idea de poseerla y ponerla en una de sus habitaciones provocaba toda una avalancha de emociones.

Daniel miró la etiqueta con el precio.

―¿Has visto lo cara que es?

Emily se inclinó y leyó la etiqueta.

―En el siglo quince perteneció a un noble noruego ―leyó en voz alta―. Claro que va a ser cara.

Daniel le dirigió una mirada perpleja.

―¿Y por qué no te preocupa? La Emily que conozco ya estaría hiperventilando.

―Ja, ja ―repuso ella con sequedad, aunque sabía que Daniel estaba diciendo la verdad. Era una de esas personas que siempre estaban preocupándose, pero en aquella ocasión algo había cambiado. Quizás fuera el tiempo que corría en su contra, el modo en que se avecinaba la campana que marcaría el final o cómo la arena caía en el reloj de su relación, pero había algo en aquella finalidad que le había hecho deshacerse de las precauciones―. Hay que gastar dinero para ganar dinero, ¿no? ―dijo con audacia―. Si me pongo a escatimar ahora, acabaré pagándolo más adelante. El hostal implosionará.

―Eso es un poco dramático ―dijo Daniel riéndose―. Pero entiendo a lo que te refieres. Tienes que hacer ahora la inversión, sentar las bases.

Emily respiró profundamente.

―Vale, de acuerdo. Estoy lista ahora que te tengo de mi lado.

La idea de gastar todo el dinero de sus ahorros y de acabar haciendo equilibrios tan cerca de la bancarrota no era algo que le apeteciera hacer. Ella nunca había sido así, nunca había sido impulsiva; normalmente era cuidadosa y lo consideraba todo, midiendo los pros y los contras de todas las situaciones antes de comprometerse, o al menos así había sido antes de que dejase dramáticamente su trabajo, su apartamento y su novio en Nueva York y saliera huyendo a Maine. Quizás fuera más impulsiva de lo que había creído. O quizás fuera un rasgo que empezaba a salir a la luz a medida que envejecía. ¿Era así como Cynthia había acabado siendo tan excéntrica? ¿Había añadido más colores luminosos a su guardarropa con cada año que pasaba y se había ido tiñendo el pelo de tonos cada vez más extraños? A pesar de lo mucho que quería a su amiga, Emily no pudo evitar estremecerse ante la idea de convertirse en ella.

Obligó a su mente a dejar de buscar comparaciones entre sí misma y la anciana y volvió a centrarse en la tarea que tenía entre manos.

―Supongo que voy a comprarla ―le dijo a Daniel, casi deseando en silencio que él le dijera que no, que le diese una excusa para no hacerlo.

―Genial ―fue toda la respuesta de éste.

En aquel momento se acercó Rico.

―Ellie ―la saludó con una gran sonrisa―. Qué placer verte. ―Al anciano siempre le costaba recordar su nombre.

―Hola, Rico ―contestó Emily―. ¿Tienes más camas con dosel como ésta? ―Recordó la habitación oculta que Rico le había enseñado, el lugar en el que guardaba las piezas más grandes y a menudo más caras que no le resultaba fácil mover. Aquella sala contenía tesoros en abundancia, incluso más de los que había habido en la enorme mansión de su padre.

―Por supuesto ―dijo Rico, dándole una palmadita en el brazo con una mano marchita―. Están atrás. ¿Sabes dónde es?

Emily asintió. Rico les había enseñado a Daniel y a ella el pasillo secreto varios días antes.

―En ese caso, ves a echar un vistazo ―la invitó el anciano―. Confío en ti.

Emily sonrió para sí, preguntándose cómo podía confiar en ella cuando ni siquiera recordaba su nombre. Daniel y ella se adentraron en el pasillo sinuoso y mal iluminado y entraron en la enorme habitación trasera. Al igual que la última vez que había estado allí, Emily se quedó casi sin aliento por el frío y se vio superada por el puro tamaño de la sala. Era como entrar en una cueva o una caverna. Tembló y se abrazó a sí misma. Daniel se percató del gesto y la acercó más a él, y su calidez le resultó reconfortante.

Se adentraron en la sala, pasando junto a armarios y aparadores, escritorios y guardarropas.

―Narnia, allá voy ―bromeó Emily, abriendo las puertas de un guardarropa de madera especialmente ornamentada antes de apuntar el precio y el número en su lista.

Por fin llegaron al rincón donde se acumulaban todas las camas.

―Mira ―dijo Emily, mirando una gran cama con dosel de madera oscura. Habían tallado cada uno de los postes para que pareciesen los árboles originales, y el efecto era casi sobrenatural―. Esto es exactamente lo que necesito. Una más así y las habitaciones más caras serán puro lujo, ¿no te parece?

Daniel parecía particularmente interesado en aquella cama.

―Está muy bien hecha. Quiero decir, se nota por lo bien que ha soportado el paso del tiempo, pero también por el acabado y por cómo usaron un barniz que mejor encajaba con el efecto de madera natural. ―Parecía enamorado, aunque nada más pronunciar aquellas palabras se distrajo al instante con otra de las camas―. ¡Emily, deprisa, mira ésta!

Emily se rió cuando Daniel le tiró de la mano para enseñarle otra cama ricamente decorada. Aquella tenía un barniz más pálido y casi parecía salida de una cabaña de troncos de Islandia. Había patrones tallados en el cabecero y en los postes; era toda una belleza.

―Mírala, ¡es una pieza entre un millón, Emily! ―dijo Daniel con entusiasmo―. Tallada a mano. Una carpintería magnífica. ¡Si la compras ya habrás conseguido que el hostal aparezca en el mapa!

Emily sintió cómo una sensación de calidez se extendía por su interior. Era verdad; las camas que había encontrado en la tienda de Rico eran sorprendentes y únicas. Ahora comprendía lo que Cynthia había estado intentando decirle con lo de tratar a sus huéspedes como si fuesen de la realeza. Desde luego ella se sentiría como una princesa si durmiese en una de ellas.

―Sabes ―comentó, pasando los dedos por la madera de uno de los postes―. Si compramos las camas, habrá una condición.

―¿Oh? ―preguntó Daniel, frunciendo el ceño.

Emily apretó los labios y arqueó una ceja.

―Tendremos que probarlas todas. Para comprobar su calidad, por supuesto.

―Quieres decir… ¡Oh! ―Daniel captó lo que Emily estaba sugiriendo implícitamente y movió las cejas en un gesto travieso. De repente la perspectiva de comprarlas era mucho más tentadora―. Oh, bueno, por supuesto… ―musitó, rodeando a Emily con los brazos y acercándola a sí―. No podría descansar por las noches si no experimentase de primera mano aquello por lo que pagan tus huéspedes.

La besó en el cuello de manera seductora y Emily se rió.

―Voy a ir a darle a Rico la lista ―dijo ésta, apartándose de su abrazo―. Y a despedirme de todo mi dinero.

Daniel silbó entre dientes.

―Vas a hacerlo muy feliz. ¡Seguramente le hagas ganar todo un mes de ingresos en una sola venta!

―Me niego a pensar en eso ―dijo Emily, haciendo ver que se tapaba los ojos con las manos para evitar mirar las etiquetas con los precios.

Dejó a Daniel en la gran sala trasera y fue en busca de Rico.

―Evie ―dijo éste cuando volvió a la tienda―. ¿Has encontrado lo que querías?

―Así es ―contestó Emily―. Me gustaría comprar tres guardarropas, un tocador, dos escritorios, seis mesitas de noche, una cómoda alta, dos cajoneras, tres alfombras y tres camas antiguas.

―Oh ―musitó Rico, algo sorprendido cuando le tendió la lista de los objetos y sus precios―. Eso es bastante. ―Empezó a sumar las cantidades lentamente en la reliquia que era la caja registradora.

―Estoy amueblando otras dos habitaciones del hostal y rediseñando la otra.

―Ah, sí, eres la chica del hostal ―comentó Rico, asintiendo con la cabeza―. Tu padre estaría tan orgulloso de lo que has conseguido, sabes.

Emily no puedo evitar removerse de pura incomodidad. Aunque apreciaba las palabras amables del anciano, pensar en su padre siempre la hacía sentir incómoda.

―Gracias ―repuso en voz baja.

―Bueno ―continuó Rico con voz gastada―, puesto que eres una clienta tan valiosa y estás haciendo algo que beneficiará a todo el pueblo, voy a hacerte un descuento. ―Presionó algunos botones más, haciendo aparecer un número sobre la polvorienta pantalla.

Emily lo miró entrecerrando los ojos, sin estar segura de estar viéndolo bien.

―Rico, eso es un descuento del cincuenta por ciento. ―No sabía si el anciano había introducido aquella cantidad por error. Lo último que quería era robarle por accidente.

―Así es. Has recibido el descuento especial por el Día de los Caídos en Sunset Harbor. ―Rico le guiñó el ojo.

Emily tartamudeó, todavía con la sobre su tarjeta. No se podía creer su generosidad.

―¿Estás seguro?

Rico agitó la mano para hacerla callar. Procesó la venta y Emily se quedó allí de pie, algo aturdida.

―Gracias, Rico ―dijo sin respiración, y le dio un beso al anciano en la mejilla arrugada―. No sé cómo agradecértelo.

Rico sonrió de oreja a oreja con una sonrisa que lo decía todo.

Emily se sintió como una niña mientras se apresuraba a la parte trasera de la tienda de antigüedades en busca de Daniel.

―¡Rico me ha dado un descuento de la mitad del precio! ―exclamó en cuanto llegó hasta él.

Daniel pareció asombrado.

―Eso es genial ―dijo.

―Venga ―continuó Emily, impaciente de golpe―. Vamos a sacar todo esto de aquí y a empezar a arreglar el hostal.

Daniel se rió.

―Nunca había visto a nadie tan ansioso por poner punto final a una cita.

―Lo siento ―se disculpó Emily, sonrojándose―. Es sólo que hay tantas cosas que hacer y preparar para cuando llegue Jayne.

―¿Quién es Jayne? ―preguntó Daniel―. No me habías dicho que tenías otra reserva. ―Pareció entusiasmado por ella, aunque algo sorprendido.

Emily se rió.

―Oh, no es eso. Jayne es una vieja amiga de Nueva York.

Daniel se vio súbitamente incómodo. Ya se había sentido juzgado cuando Amy se había pasado de visita, y se sentía bastante reacio a conocer a más de sus amistades.

 

―Vale ―dijo en un susurro apagado.

―Es muy agradable ―lo tranquilizó Emily―. Y le caerás genial. ―Lo besó en la mejilla.

―Eso no puedes saberlo ―argumentó Daniel―. Nunca se sabe; la gente se cae mal por nada todo el tiempo. Y tampoco es que yo sea el tipo más amigable del mundo.

Emily le abrazó el cuello y frotó la nariz contra la suya.

―Te prometo que te amará, y lo sé porque yo te amo. Así es como son las cosas con las mejores amigas.

No se dio cuenta hasta que acabó de hablar de que había dicho la palabra clave. Le había dicho a Daniel que lo amaba. Se le había escapado sin más, pero no se sintió incómoda ni nerviosa por haberlo dicho. De hecho, le había parecido lo más natural del mundo, pero fue muy consciente de que Daniel no le contesto del mismo modo y se preguntó si se había apresurado demasiado.

Siguieron en aquella posición un rato más, abrazándose en silencio en la penumbra de la tienda de antigüedades mientras Emily reflexionaba sobre el silencio de Daniel.

*

El cielo empezaba a oscurecerse para cuando descargaron las pesadas camas con dosel nuevas de la camioneta de Daniel y las cargaron hasta las habitaciones. Dedicaron las siguientes horas a montarlas y a organizar las habitaciones sin que ninguno de ellos comentase las palabras que se habían intercambiado en la tienda de Rico.

A medida que el cielo iba volviéndose negro, Emily empezó a sentir que la casa se convertía en un hostal de verdad, como si ahora estuviese más comprometida con la idea. En muchos sentidos había alcanzado un punto de no retorno, y no era sólo con el hostal, sino también en cuanto a sus sentimientos con Daniel. Lo amaba, amaba el hostal, y en su mente no cabía la más mínima duda sobre ninguna de aquellas cosas.

―Creo que deberíamos pasar la noche en mi casa ―anunció Daniel cuando el reloj anunció la medianoche.

―Claro ―accedió Emily, algo sorprendida. Nunca había pasado la noche en la casa cochera de Daniel, y se preguntó si se trataba de un intento por parte de éste de mostrar su compromiso con ella después de haber fallado en decirle que la quería.

Cerraron el hostal con llave y cruzaron el jardín hacia la pequeña cochera de Daniel, que se erguía entre las sombras. Daniel abrió la puerta e invitó a Emily a entrar.

Emily siempre se sentía mucho más joven cuando estaba dentro de aquella casa; había algo en la extensa colección de vinilos y libros que la intimidaba. Aprovechó el momento para analizar las estanterías, observando todos los textos académicos que poseía Daniel. De psicología, de fotografía; tenía libros sobre tantos temas. Y, para gran diversión de Emily, todos aquellos libros académicos de aspecto tan intimidatorio aparecían rodeados de novelas negras baratas.

―¡No puede ser! ―exclamó―. ¿Lees a Agatha Christie?

Daniel simplemente se encogió de hombros.

―Leer de vez en cuando a Agatha no tiene nada de malo. Se le da muy bien contar historias.

―¿Pero sus libros no están enfocados a mujeres de mediana edad?

―¿Por qué no lees uno y me cuentas? ―le repuso Daniel con descaro.

Emily lo golpeó con uno de los cojines.

―Cómo te atreves. ¡Tener treinta y cinco años no es ser de mediana edad!

Se rieron mientras Daniel forcejeaba con Emily hasta tumbarla en el sofá, haciéndole cosquillas sin misericordia y consiguiendo que Emily chillase y lo golpease con los puños. Ambos cayeron agotados en una amalgama de extremidades mientras las risitas de Emily iban apagándose. Jadeó, recuperando el aliento y rodeando a Daniel con los brazos antes de pasarle los dedos por el pelo. La actitud juguetona de los dos desapareció, volviéndose más seria.

Daniel se apartó para mirarla a la cara.

―Eres preciosa, sabes ―dijo―. No estoy seguro de si te lo digo lo suficiente.

Emily podía leer entre líneas. Daniel se refería a lo que había pasado antes, al hecho de que no le había respondido que la amaba, y ahora estaba intentando arreglarlo haciéndole cumplidos. No era lo mismo, pero se alegró de oírlo de todos modos.

―Gracias ―musitó―. Tú tampoco estás nada mal.

Daniel sonrió con suficiencia, dedicándole aquella sonrisa torcida que Emily tanto apreciaba.

―Me alegro tanto de haberte conocido ―continuó Daniel―. Mi vida resulta casi incomprensible en comparación con la que llevaba antes de ti. Le has dado la vuelta a todo.

―Espero que eso sea en el buen sentido.

―En el mejor de los sentidos ―la tranquilizó Daniel.

Emily notó cómo se le sonrojaban las mejillas. A pesar de lo mucho que disfrutaba oír decir a Daniel aquellas palabras seguía sintiéndose algo tímida, y todavía dudaba un poco de cómo encajaban y de lo mucho que podía permitirse acercarse a él considerando lo mucho que pendía en el aire todo lo relacionado con el hostal.

A Daniel pareció costarle pronunciar lo siguiente que quería decir. Emily lo observó con paciencia, animándolo con una mirada.

―No sé qué haría si te fueras ―dijo al fin―. No, sí que lo sé. Conduciría hasta Nueva York para volver a estar contigo. ―La cogió de la mano―. Lo que intento decir es que te quedes conmigo. ¿Vale? Sea donde sea, haz que sea conmigo.

Sus palabras emocionaron a Emily profundamente. Estaban cargadas de tanta sinceridad, de tanta ternura. No era amor lo que comunicaban, sino otra cosa, algo parecido o al mismo significativo. Era un deseo de estar con ella sin importar lo que ocurriese con el hostal. Daniel estaba haciendo desaparecer la cuenta atrás y diciendo que no le importaba si Emily no conseguía que el negocio despegase para el cuatro de julio. Él seguiría con ella.

―Lo haré ―contestó, mirándolo con adoración―. Podemos seguir juntos sin importar lo que pase.

Daniel se inclinó y la besó con fuerza. Emily sintió cómo su cuerpo se caldeaba en respuesta a él y el calor entre ellos se intensificó. Entonces Daniel se puso en pie y le tendió la mano, y Emily se mordió el labio antes de aceptarla, siguiéndolo con una ansiosa anticipación mientras la llevaba hacia el dormitorio.

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