El primer rey de Shannara

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***

El tiempo transcurría y la noche se alargaba. La medianoche llegó y pasó. La luna descendía hacia la línea del horizonte y las estrellas giraban en un patrón caleidoscópico infinito sobre la negrura. El silencio se imponía sobre Streleheim como una mortaja y en el vacío de las llanuras no se movía nada. Incluso entre los árboles, donde Kinson Ravenlock montaba guardia, el único sonido que se percibía era la respiración del anciano.

El fronterizo bajó la vista para observar a su compañero. Bremen era un paria tanto como él, tenía sus propias creencias y lo habían exiliado por ser el único capaz de aceptar ciertas verdades.

En ese sentido ambos se parecían, pensó Kinson. Se acordó de la primera vez que se encontraron. El anciano se le acercó en una posada en Varfleet, en busca de sus servicios. Kinson Ravenlock había sido un batidor, rastreador, explorador y aventurero durante al menos veinte años, desde que tenía quince. Había crecido en Callahorn y participaba en la vida de la frontera como miembro de un puñado de familias que permanecieron en las tierras fronterizas cuando el resto de la gente se adentró aún más al sur para distanciarse de su pasado. Tras el término de la Primera Guerra de las Razas, cuando los druidas habían divivido las Cuatro Tierras, dejando a Paranor en la encrucijada, los hombres habían decidido que dejarían una barrera entre ellos y el resto de las razas. Así que, mientras las Tierras del Sur se extendían hacia el norte hasta los Dientes del Dragón, los hombres abandonaron casi todas las tierras por encima del Lago del Arco Iris. Tan solo un puñado de familias de las Tierras del Sur se habían quedado, porque creían que aquella era su casa y no quisieron trasladarse a las áreas más pobladas, en las tierras que se les había asignado. Los Ravenlock habían sido una de esas familias.

En consecuencia, Kinson había crecido como fronterizo y había vivido donde acababa la civilización, y por esa razón se sentía tan cómodo con los elfos, los enanos, los gnomos y los trolls como con los hombres. Había viajado por las tierras de todos ellos, aprendiendo sus costumbres. Incluso había llegado a dominar sus idiomas. Le interesaba profundamente la historia y había oído cómo la contaban desde los suficientes puntos de vista como para extraer la verdad más importante de todas las que escondía. Bremen también estudiaba la historia y desde el principio coincidieron en ciertas opiniones. Una era que las razas podían llegar a mantener la paz solo si fortalecían los vínculos que las unían, no si se distanciaban. Y otra era que el mayor obstáculo para conseguirlo era el Señor de los Brujos.

Por aquel entonces, cinco años, atrás ya corrían rumores. Había algo maligno que habitaba el Reino de la Calavera, un abanico de bestias y criaturas nunca vistas. Según se decía, había cosas que volaban, monstruos alados que recorrían las tierras por la noche, buscando víctimas a las que cazar. Circulaban historias sobre hombres que habían ido al norte y nunca más se les había vuelto a ver. Los trolls no se acercaban al Filo del Cuchillo ni a al pantano de Malg y ni siquiera intentaban cruzar el Kierlak. Cuando su travesía los acercaba al Reino de la Calavera, se unían en grandes grupos, armados hasta los dientes. No crecía nada en esa parte de las Tierras del Norte. Nada echaba raíces. A medida que el tiempo pasaba, toda esa región devastada se cubrió de nubes y niebla, tornándose árida y yerma. Polvo y rocas. Se decía que ningún ser podía vivir allí. Nadie que estuviera realmente vivo.

La mayoría no se creía esas historias. Muchos ignoraban el tema por completo. En cualquier caso, se trataba de una parte del mundo remota e inhóspita. ¿Qué más daba qué viviera allí o qué no? Sin embargo, Kinson se había adentrado en las Tierras del Norte para descubrirlo por sí mismo. Apenas había conseguido escapar de allí con vida: los seres alados lo habían perseguido durante cinco días tras encontrárselo merodeando en el límite de sus dominios. Tan solo su gran habilidad y algo más que un poco de suerte lo habían salvado.

De modo que, cuando Bremen lo había abordado, él ya estaba convencido de que lo que decía el druida era cierto. El Señor de los Brujos existía. Brona y sus acólitos vivían al norte del Reino de la Calavera. La amenaza que representaba para las Cuatro Tierras no era fruto de la imaginación de la gente. Había algo desagradable que se estaba gestando lentamente.

Había aceptado acompañar al anciano en esos viajes para servirle como segundo par de ojos cuando fueran necesarios, para hacerle de guía y explorador, y para protegerse mutuamente cuando los amenazara algún peligro. Kinson lo había hecho por múltiples razones, pero ninguna era tan imperiosa como el hecho de que por primera vez en la vida tenía la sensación de tener un objetivo. Estaba cansado de ir a la deriva, de vivir sin nada más que hacer que volver a ver lo que ya había visto y no recibir ningún pago por ese privilegio. Estaba aburrido y había perdido el rumbo. Quería un desafío.

Y, sin duda, eso era precisamente lo que Bremen le había ofrecido.

Sacudió la cabeza, asombrado. Le sorprendía lo lejos que habían llegado y lo mucho que aquello los había unido, así como lo que significaban ambas cosas para él.

Por el rabillo del ojo, distinguió un aleteo en la lejanía, en las llanuras vacías de Streleheim. Parpadeó y fijó la vista en la oscuridad, pero no vio nada. Entonces, volvió a aparecer ese movimiento, un revoloteo de oscuridad al amparo de la sombra de un largo barranco. Estaba tan lejos que no podía estar seguro de qué había visto, pero aun así receló en el acto. Sentía un nudo frío en el estómago. Ya había visto movimientos parecidos otras veces, siempre cuando era de noche, siempre en medio de la nada de un lugar desolado cercano a la frontera de las Tierras del Norte.

Se quedó quieto, observando, con la esperanza de estar equivocado. Volvió a divisar el movimiento, esta vez más cerca. Algo se había levantado de la tierra y pendía flotando sobre la forma oscura de la planicie nocturna, para luego descender de nuevo. Podría tratarse de un ave de grandes alas, pero no lo era.

Era un Portador de la Calavera.

A pesar de todo, Kinson esperó, decidido a asegurarse de cuál era el camino que seguía la criatura. De nuevo, la sombra se elevó sobre la tierra, planeó bajo la luz de las estrellas y siguió el barranco durante un trecho hasta que se alejó, acercándose a un ritmo constante hacia donde permanecían ocultos el fronterizo y el druida. Volvió a descender y desapareció en la oscuridad de la tierra.

De pronto, Kinson se dio cuenta, con desazón, de lo que estaba haciendo el Portador de la Calavera: estaba siguiéndole la pista a alguien.

A Bremen.

Entonces, Kinson se volvió deprisa, pero el anciano ya estaba a su espalda, oteando en la lejanía de la noche.

—Estaba a punto de…

—De levantarte —terminó Bremen—. Sí, me he dado cuenta.

Kinson volvió a fijar la mirada en la planicie. No se movía ni un alma.

—¿Lo has visto? —le preguntó, en voz baja.

—Sí. —La voz de Bremen, calmada, también reflejaba que estaba en guardia—. Hay uno que me sigue la pista.

—¿Estás seguro? ¿Seguro de que sigue tu rastro y no el de otro?

—De alguna manera, no tuve el cuidado suficiente cuando salí. —Los ojos de Bremen destellaron—. Sabe que he seguido este camino y busca el lugar adónde he ido. No me vieron cuando estaba en el Reino de la Calavera, de modo que si me descubre es por pura suerte. Debería haber estado más atento cuando crucé las llanuras, pero creía que ya estaba a salvo.

Continuaron vigilando y el Portador de la Calavera reapareció: se elevó hacia el cielo por un momento y planeó en silencio atravesando el paisaje. Luego, volvió a descender hacia las sombras.

—Aún hay tiempo antes de que llegue aquí —susurró Bremen—. Creo que deberíamos irnos. Disimularemos nuestro rastro para confundirlo por si se diera el caso de que decide seguirnos más. Paranor y los druidas nos esperan. Vamos, Kinson.

Ambos se levantaron y retrocedieron hacia las sombras de la otra ladera de la colina, en dirección al bosque. Se marcharon sin hacer el menor ruido, con movimientos suaves y estudiados. Parecía que sus siluetas negras se deslizaban sobre la tierra.

En cuestión de segundos, habían desaparecido de la vista.

2

Caminaron durante lo que quedaba de noche a través del bosque que les ofrecía refugio. Kinson encabezaba la marcha y Bremen era una sombra que seguía sus pasos. Ninguno de los dos abrió la boca, se sentían cómodos en silencio y con la compañía del otro. Aunque no volvieron a ver al Portador de la Calavera, Bremen usó la magia para ocultar sus huellas, la justa para enmascarar que habían pasado por allí sin que llegara a llamar la atención. Pero, al parecer, el cazador alado había optado por no continuar su búsqueda más allá de

Streleheim, ya que si lo hubiera hecho, ambos habrían detectado su presencia. Ahora solo percibían la presencia de las criaturas que vivían allí, nada más. Al menos de momento, estaban a salvo.

El paso de Kinson Ravenlock era infatigable, un movimiento fluido, afinado gracias a decenas de años de viajar a pie por las Cuatro Tierras. El fronterizo era grande y fuerte, un hombre en la flor de la vida, que aún podía confiar en los reflejos y la velocidad en caso de que los necesitara. Bremen lo observaba con admiración; le recordaba su propia juventud y le hacía pensar en la larga vida que él mismo había vivido ya. El Sueño del Druida le había proporcionado una mayor longevidad que a la mayoría, más larga de la que tendría según las leyes de la naturaleza, pero no era suficiente. Sentía que la fuerza se le escurría entre los dedos a diario. Todavía era capaz de seguir el paso del fronterizo cuando viajaban, pero ya no le era posible conseguirlo sin la ayuda de un poco de magia. A estas alturas hacía uso de ella en casi cualquier ocasión y era consciente de que el tiempo que le quedaba en este mundo se hacía cada vez más corto.

 

Con todo, tenía confianza en sí mismo. Siempre la había tenido y eso, más que nada, era lo que lo mantenía con fuerzas y ánimos. Se había unido a los druidas cuando era joven y lo habían educado y le habían enseñado historia y lenguas antiguas. En aquella época, todo era muy distinto: los druidas se implicaban activamente en la evolución y el desarrollo de las razas, esforzándose para que estas se unieran en pos de unos objetivos comunes. Fue más tarde, hacía menos de setenta años, cuando habían empezado a retractarse de su implicación para dedicarse a estudios confidenciales. Bremen había ido a Paranor a aprender y nunca había querido, ni necesitado, dejar de hacerlo. Sin embargo, aprender requería algo más que pasarse horas encerrado, estudiando y meditando. Era necesario viajar e interactuar con otras gentes; mantener discusiones sobre temas de interés mutuo; ser consciente de la corriente del cambio que conlleva la vida, algo que solo puede conseguirse observando y estando dispuesto a aceptar que las antiguas costumbres quizá no encierren todas las respuestas.

Así que, desde el principio, ya había aceptado que la magia podía ser una forma de poder más manejable y duradera que las ciencias del mundo de antes de las Grandes Guerras. Todo el conocimiento, extraído de la memoria de la gente y de los libros de la época de Galáfilo en adelante, falló a la hora de producir lo que se esperaba de la ciencia. Estaba demasiado fragmentado, demasiado alejado de la época de la civilización a la que se suponía debía servir, unos conocimientos demasiado crípticos para proporcionar la llave que abría las puertas hacia el entendimiento. En cambio, la magia era otro cantar. La magia era más antigua que la ciencia y se podía acceder a ella de un modo más inmediato. Los elfos, que procedían de la misma época que esta, poseían conocimientos en la materia. A pesar de que habían vivido escondidos y aislados durante mucho tiempo, tenían libros y textos mucho más descifrables en lo que respectaba a sus objetivos que aquellos que trataban sobre la ciencia del antiguo mundo. Cierto, faltaba mucha información, y la gran magia del viejo mundo se había perdido y no iba a ser fácil recuperarla. Sin embargo, esta ofrecía más esperanzas que la ciencia con la que el Consejo Druida continuaba batallando.

Con todo, el consejo recordaba el precio que habían tenido que pagar durante la Primera Guerra de las Razas por evocar la magia, lo ocurrido con Brona y sus congéneres, y no estaba dispuesto a permitir que eso volviera a suceder. El estudio de la magia estaba permitido, pero se desaconsejaba encarecidamente. Se consideraba una curiosidad que ofrecía pocos instrumentos de utilidad y su práctica en general no se debía adoptar como senda hacia el progreso bajo ninguna circunstancia. Bremen se había opuesto a esta visión y la había rebatido hasta la saciedad, pero sus esfuerzos fueron en vano. La mayor parte de los druidas de Paranor eran conservadores y no estaban abiertos a la posibilidad de cambiar. «Aprende de tus errores» era la cantinela que entonaban. «No olvides lo peligroso que puede ser practicar magia». «Es mejor que olvides este interés pasajero y te dediques a tus estudios». Bremen no lo hizo, claro está (de hecho, era incapaz). Iba en contra de su propia naturaleza descartar una posibilidad por la sola razón de que ya había fallado antes, una sola vez. Había fallado debido a un mal uso flagrante, eso era lo que él les recordaba, algo que no tenía por qué ocurrir por segunda vez. Unos pocos estaban de acuerdo. Sin embargo, al final, cuando su insistencia se tornó intolerable, el Consejo lo desterró y él partió solo.

Viajó hacia las Tierras del Oeste, donde vivió entre los elfos durante muchos años. Había estudiado sus tradiciones y sabiduría popular, trabajando con minuciosidad todas sus escrituras, tratando de recuperar parte de lo que habían perdido cuando el viejo reino de la magia dio paso al de la humanidad mortal. Bremen se había llevado pocas cosas consigo. Ya conocía el secreto del Sueño del Druida, aunque todavía lo usaba de forma rudimentaria. Dominar sus complejidades y aceptar las consecuencias de su uso le llevó tiempo, y no le fue de gran utilidad hasta que no llegó una edad bastante avanzada. Los elfos aceptaron a Bremen como un alma afín y le brindaron acceso a su colección de artefactos mágicos y a todas las escrituras, menos aquellas ya olvidadas. Con el tiempo, Bremen descubrió tesoros enterrados entre los desechos. Se adentró en otras tierras y allí también descubrió pedacitos de magia, aunque no tan desarrollados y, en muchos casos, extraños incluso para las gentes que los empleaba.

Durante todo ese tiempo, había trabajado sin cesar para confirmar sus sospechas cada vez más fundadas de que los rumores sobre el Señor de los Brujos y sus Portadores de la Calavera eran ciertos: que eran los druidas rebeldes que habían huido de Paranor hacía tantos años, las criaturas a las que se había derrotado durante la Primera Guerra de las Razas. Pero las pruebas habían sido como el aroma de las flores transportado por el viento: están ahí un momento y, en apenas un instante, ya se han esfumado. Bremen les había seguido el rastro sin tregua, cruzando fronteras y reinos, por aldeas de aquí y de allí, siguiendo un cuento, el siguiente y el otro. Al final, el rastro lo había llevado al mismísimo Reino de la Calavera, al corazón de los dominios del Señor de los Brujos, a las catacumbas donde se había ocultado entre los subordinados del Señor Oscuro, a la espera de que sucediera algo que le permitiera escapar y contar la verdad. Si hubiera tenido más fuerzas, habría podido descubrir la verdad antes. Pero había necesitado años para desarrollar las habilidades necesarias para sobrevivir a un viaje hacia el norte. Años de estudio y exploración. Tal vez habría tardado menos tiempo si el Consejo lo hubiese apoyado, si hubieran dejado de lado las supersticiones y los temores y hubieran aceptado las posibilidades que la magia les ofrecía, como había hecho Bremen; pero eso nunca había sucedido.

Suspiró al recordarlo. Pensar en todo aquello lo apenaba. Había desperdiciado tanto tiempo y perdido tantas oportunidades. Quizá ya era demasiado tarde para los que habitaban Paranor. ¿Qué podría decirles para convencerlos del peligro que les acechaba? ¿Acaso le iban a creer cuando les contara lo que había descubierto? Habían pasado más de dos años desde su última visita a la Fortaleza. Seguro que algunos druidas creían que estaba muerto. Otros quizá incluso deseaban que así fuera. No sería fácil convencerlos de que habían estado equivocados respecto al Señor de los Brujos, de que debían replantearse su compromiso para con las razas y, lo más importante, reconsiderar su rechazo al uso de la magia.

Cuando Bremen y Kinson salieron del bosque profundo, rayaba el alba y la luz brillaba en tonos que oscilaban del plateado al dorado mientras el sol salía poco a poco tras los Dientes del Dragón, con su brillo fragmentado iluminando los árboles y calentando la tierra húmeda. La vegetación era cada vez más escasa; había quedado reducida a un bosquecillo de centinelas solitarios. Ante ellos se alzaba Paranor, bañado por la luz neblinosa de la mañana. El bastión de los druidas era una ciudadela de piedra maciza erigida sobre una base de rocas que sobresalía de la tierra como un puño. Los muros del fortín se elevaban centenares de pies hacia el cielo para formar torres y almenas que se habían descolorido hasta ser de un blanco brillante. Los gallardetes ondeaban cada dos por tres: algunos rendían homenaje a distintos emblemas que representaban a los Druidas Supremos a los que habían servido, otros representaban las casas de los dirigentes de las Cuatro Tierras. La neblina cubría las alturas del baluarte y envolvía las sombras aún más oscuras que había en los cimientos del castillo, allí donde la luz del sol todavía no había extinguido la noche. Bremen pensó que constituía una visión impresionante. Incluso ahora, incluso para él, que había sido desterrado.

Kinson le echó un vistazo inquisidor por encima del hombro, pero Bremen le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que siguiera adelante. No ganarían nada si se retrasaban. Sin embargo, contemplar el tamaño de la fortificación le dio que pensar. Tenía la sensación de que el peso de la piedra se le alojaba sobre los hombros, una carga que no podría soportar. Una fuerza tan implacable y enorme, pensó, que se asemejaba en cierto sentido a la determinación tenaz de aquellos que allí vivían. Ojalá las cosas fueran distintas. Bremen sabía que debía intentar cambiarlas.

Salieron de entre los árboles, donde la luz del sol todavía era una intrusa que se infiltraba entre las sombras, y caminaron en la claridad de la noche que se desvanecía, hacia el camino principal que conducía al portón. Había un puñado de hombres armados que ya había salido a su encuentro, formaban parte de las fuerzas multinacionales que servían al Consejo como Guardia Druida. Todos llevaban un uniforme gris con el emblema de una antorcha bordada en rojo en el lado izquierdo del pecho. Bremen buscó algún rostro conocido, pero no encontró ninguno. Al fin y al cabo, ya habían pasado dos años desde la última vez que pisó estas tierras. Al menos, los que montaban guardia eran elfos y tal vez lo escucharan.

Kinson se hizo a un lado por deferencia y dejó que Bremen tomara la delantera. Este se irguió e invocó la magia para que le diera más presencia, disimulara la fatiga que sentía y escondiera cualquier atisbo de debilidad o duda. Se acercó al portón con decisión, sus ropajes negros se hinchaban tras él y sentía la oscura presencia de Kinson detrás, a su derecha. Los guardias aguardaron, sin dejar entrever ningún sentimiento.

Cuando Bremen llegó ante ellos, provocando que se encogieran ligeramente, se limitó a decir:

—Buenos días a todos.

—Buenos días a vos, Bremen —replicó uno al mismo tiempo que daba un paso adelante y le ofrecía una pequeña reverencia.

—¿Me conocéis, pues?

El otro asintió.

—He oído hablar de vos. Lo siento, pero no tenéis permitido entrar.

Su mirada se dirigió hacia Kinson para incluirlo también. Era educado, pero estricto. No se permitía la entrada a ningún druida desterrado, ni tampoco a ningún miembro de la raza de los hombres. Una norma que no era aconsejable discutir.

Bremen alzó la vista hacia los parapetos como si se lo estuviera pensando.

—¿Quién es el capitán de la Guardia? —preguntó.

—Caerid Lock —respondió el otro.

—¿Le podéis pedir que salga para poder hablar con él?

El elfo dudó y consideró la propuesta. Finalmente, asintió.

—Por favor, esperad aquí.

El elfo desapareció a través de una puerta lateral y se adentró en el castillo. Bremen y Kinson se quedaron allí, ante los guardas que quedaban, al amparo de la sombra del muro de la fortificación. Le hubiera resultado sencillo sobrepasarlos, dejarlos allí vigilando a unas ilusiones vacías, pero Bremen había decidido que no usaría la magia para granjearse la entrada. Su misión era demasiado importante para arriesgarse a provocar la ira del Consejo por burlar a sus guardias y hacerlos quedar como estúpidos. No les haría ninguna gracia que usara algún ardid. Quizá respetaran que fuera franco y directo. Era un riesgo que estaba dispuesto a asumir.

Bremen se volvió y contempló el bosque. La luz del sol ahora exploraba los lugares más recónditos de la arboleda, persiguiendo las sombras e iluminando los corrillos de frágiles flores silvestres. Cuando se percató que era primavera, se sobresaltó. Había perdido la noción del tiempo en su viaje de ida y vuela al norte, consumido por su búsqueda. Inspiró y percibió un deje de la fragancia procedente de la foresta. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había pensado en flores.

De soslayo, distinguió un movimiento en la entrada que quedaba a su espalda y se volvió de nuevo. El guarda que se había ido acababa de volver y lo acompañaba Caerid Lock.

—Bremen —lo saludó con aire solemne el elfo y se acercó para ofrecerle la mano.

Caerid Lock era un hombre delgado, de tez oscura; tenía una mirada profunda y una expresión preocupada. Sus rasgos élficos se distinguían con claridad: las cejas se inclinaban hacia arriba, las orejas le terminaban en punta y tenía el rostro tan delgado que parecía demacrado. También vestía de gris, como los demás, pero una mano agarraba la antorcha que él lucía en el pecho y unas franjas carmesí le adornaban los hombros. Llevaba el pelo y la barba cortos y ambos empezaban a canear. Era uno de los pocos que había seguido siendo amigo de Bremen cuando echaron al druida del Consejo. Caerid Lock había sido el capitán de la Guardia Druida durante más de quince años, y aún no había nacido un hombre mejor para desempeñar ese cargo. Era un profesional esmerado, un elfo cazador con una vida dedicada al deber. Los druidas habían tomado la decisión correcta al elegirlo para protegerlos. Más aún, en vista de las intenciones de Bremen, Caerid Lock era un hombre al que los otros escucharían si se lo pedía.

 

—Caerid, bien hallado —respondió el druida y le estrechó la mano—. ¿Os encontráis bien?

—Tan bien como otros que conozco. Habéis envejecido un par de años desde que nos dejasteis. Las arrugas de vuestro rostro lo demuestran.

—Lo que veis es el reflejo de vos, creo.

—Tal vez. Todavía recorréis el mundo, ¿verdad?

—Con la compañía de mi buen amigo Kinson Ravenlock —presentó al otro.

El elfo estrechó la mano del fronterizo y lo evaluó, pero no dijo nada. Kinson se mostró igual de distante.

—Necesito vuestra ayuda, Caerid —le explicó Bremen, adoptando un aire solemne—. Debo hablar con Athabasca y el Consejo.

Athabasca era el Druida Supremo, un hombre imponente de ideas firmes y opiniones rígidas que nunca había sentido demasiado afecto por Bremen. Era miembro del Consejo cuando él fue desterrado, pero en aquel entonces todavía no lo habían nombrado Druida Supremo. Aquello había ocurrido más adelante, y solo gracias al funcionamiento complejo de las políticas internas que Bremen detestaba con toda su alma. Con todo, Athabasca era el líder ahora, para bien o para mal, y cualquier posibilidad de penetrar esos muros dependía de él.

Caerid Lock sonrió, reticente.

—Y yo que creía que me ibais a pedir algo difícil… Sabéis que Paranor y el Consejo os están vedados. Ni siquiera podéis franquear los muros, y menos aún hablar con el Druida Supremo.

—Podría, si él así lo ordenara —dijo Bremen sencillamente.

El otro asintió y entrecerró los ojos.

—Entiendo. Y queréis que hable con él en vuestro nombre.

Bremen asintió. La sonrisa tensa de Caerid desapareció.

—No le gustáis —remarcó en voz baja—. Eso no ha cambiado durante vuestra ausencia.

—No tengo que gustarle para que acceda a hablar conmigo. Lo que tengo que contarle es mucho más importante que nuestras preferencias personales. Seré breve. Una vez haya escuchado lo que debo decirle, volveré a partir. —Hizo una pausa—. Dudo que esté pidiendo demasiado, ¿no creéis?

Caerid Lock sacudió la cabeza.

—No. —Le echó un vistazo a Kinson—. Haré lo que esté en mi mano.

Volvió adentro y dejó al anciano y al fronterizo allí afuera para que contemplaran los muros y los portones de la Fortaleza. Los guardias que la vigilaban estaban en sus puestos, firmes, e impedían la entrada a cualquiera. Bremen los observó con solemnidad durante un instante y luego dirigió los ojos hacia el sol. Ya se empezaba a sentir el calor de ese nuevo día. Miró a Kinson y, acto seguido, se dirigió hacia la sombra, donde había un buen trozo de terreno en el que todavía no llegaba la luz, y se sentó sobre una piedra que sobresalía. Kinson lo siguió, pero no se sentó. Sus ojos oscuros transmitían un aire de impaciencia; quería que aquello terminara ya. Estaba listo para seguir adelante. Bremen sonrió para sus adentros. Típico de su amigo: la solución de Kinson para todo era seguir adelante. Era el método que había usado durante toda la vida y sin embargo, ahora, desde que ambos se habían conocido, Kinson había empezado a ver que no se soluciona nada si uno no se enfrenta a ello. No era que Kinson no fuera capaz de hacer frente a la vida. Simplemente, lidiaba con las situaciones desagradables dejándolas atrás, poniendo distancia, y era cierto que las cosas podían tratarse de ese modo. El problema residía en que nunca era una solución definitiva.

Sí, Kinson había madurado desde entonces. Se había fortalecido en un sentido difícil de medir. Sin embargo, Bremen era consciente de que las viejas costumbres son difíciles de vencer y, para Kinson Ravenlock, las ganas de alejarse de las situaciones desagradables y difíciles no desaparecerían nunca.

—Estamos perdiendo el tiempo —musitó el fronterizo, como si quisiera dar crédito a lo que el otro estaba pensando.

—Paciencia, Kinson —le aconsejó Bremen.

—¿Paciencia? ¿Para qué? No te van a dejar entrar. Y si lo hacen no te van a escuchar, no quieren oír lo que les tienes que decir. No son los druidas de antaño, Bremen.

Bremen asintió. En lo último, Kinson tenía razón. Pero no había nada que hacer. Los druidas que había ahora eran los únicos druidas que había, y no todos eran tan malos. Algunos incluso podían ser aliados respetables. Kinson preferiría que ellos dos se ocuparan de las cosas, pero el enemigo al que se enfrentaban era demasiado temible como para vencerlo sin ayuda. Necesitaban a los druidas. Aunque hubieran abandonado la costumbre de implicarse directamente en los asuntos de las razas, todavía se los trataba con cierta deferencia y respeto. Aquello sería útil cuando tuvieran que unir a las Cuatro Tierras para combatir al enemigo común.

La mañana cedió el paso al mediodía. Caerid Lock no reapareció. Kinson se paseó arriba y abajo durante un rato, pero al final se sentó al lado de Bremen. Su expresión reflejaba la frustración que sentía. Se quedó sentado en absoluto silencio y adoptó un aire sombrío.

Bremen suspiró para sí. Kinson estaba con él desde hacía mucho tiempo. Bremen lo había elegido cuidadosamente entre un abanico de candidatos para que lo ayudara en la tarea de descubrir la verdad sobre el Señor de los Brujos. Era el mejor Rastreador que el anciano había conocido nunca, tenía un ingenio agudo y era valiente e inteligente. Nunca se comportaba con imprudencia, siempre lo guiaba la razón. Aquello los había unido tanto que ahora Kinson era como un hijo para él. Estaba seguro de que era el amigo más íntimo que tenía.

Sin embargo, no podía ser lo único que él necesitara que fuera: no podía ser su sucesor. Bremen era viejo y su cuerpo empezaba a fallarle, aunque lo escondía bien de aquellos que pudieran sospecharlo. Cuando se fuera, no habría nadie que continuara su trabajo; nadie que continuara los estudios sobre la magia, tan necesarios para la evolución de las razas; nadie que aguijoneara a los druidas de Paranor, tan recalcitrantes, para que se replantearan su implicación para con las Cuatro Tierras. No habría nadie que se enfrentara al Señor de los Brujos. Hubo un día en que había albergado esperanzas de que Kinson Ravenlock fuera esa persona. El fronterizo aún podía serlo, supuso, pero no parecía demasiado probable. Kinson carecía de la paciencia necesaria. No se dignaba ni a fingir diplomacia. No tenía tiempo para aquellos que no captaban verdades que para él eran evidentes. La experiencia era la única maestra que siempre había respetado. Era un iconoclasta y un solitario sin remedio. Ninguna de estas características le serían de utilidad como druida, pero a Bremen se le antojaba imposible que alguna vez el fronterizo llegara a cambiar.

Bremen dirigió la mirada hacia su amigo, sintiéndose de pronto disgustado con el análisis que había hecho. No era justo que juzgara a Kinson de ese modo. Ya era suficiente que el fronterizo se dedicara a aquella empresa en cuerpo y alma y estuviera dispuesto plantarle cara a la muerte a su lado. Kinson era su mejor amigo y aliado, y no debía esperar aún más de él.