El primer rey de Shannara

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Le mostró cuatro.

En la primera, Bremen se encontraba en el antiguo castillo de Paranor y todo lo que lo rodeaba era muerte. No había nadie vivo dentro de la Fortaleza, todos habían muerto por la mano de la traición, todos habían sido aniquilados con un sigilo infame. La oscuridad envolvía el baluarte de los druidas y la negrura se agitaba entre las sombras para dar forma a asesinos que esperaban, una fuerza mortífera. Pero más allá de la oscuridad resplandecía una luz con seguridad: el medallón brillante del Druida Supremo, que aguardaba la llegada de Bremen, que necesitaba que lo tocara; la imagen de una mano alzada con una antorcha encendida… El preciado Eilt Druin.

La visión se esfumó y, de pronto, Bremen sobrevolaba las inmensidades de las Tierras del Oeste. Bajó los ojos, maravillado, incapaz de explicarse cómo volaba. Al principio no pudo determinar dónde estaba, pero luego reconoció el exuberante valle de Sarandanon y, más lejos, la gran superficie azul del Innisbore. Las nubes le ocultaron el paisaje por un momento y todo cambió. Entonces, vio montañas (¿eran las Kensrowe o la Línea Quebrada?). En aquel macizo había dos picos idénticos, como dedos de una mano escindidos y separados entre sí en forma de V. Entre ellos se abría un desfiladero que conducía hacia un extenso grupo de dedos apretujados y aglomerados en un solo macizo. Entre los dedos se erigía una fortaleza, escondida, tan antigua que era imposible de concebir, un lugar surgido de la época del reino de la magia. Bremen descendió en picado hacia la oscuridad y solo encontró muerte, aunque no pudo dilucidar el rostro de esta. Y allí, entre la confusión, descansaba la piedra élfica negra.

Esta visión también desapareció y dejó a Bremen de pie en medio de un campo de batalla. Había muertos y heridos por todas partes, hombres de todas las razas y seres que no pertenecían a ninguna de las conocidas por los hombres. La sangre cubría la tierra, los gritos de los combatientes y el choque de las armas resonaban bajo la luz grisácea que se apagaba del cielo al atardecer. Ante él se alzaba un hombre, con el rostro vuelto. Era alto y rubio. Un elfo. En la mano derecha llevaba una espada brillante. Unos metros más adelante, se encontraba el Señor de los Brujos, con ropajes negros, espantoso, una presencia indómita que lo desafiaba todo. Parecía estar esperando algo del hombre alto, sin prisas, seguro de sí mismo, desafiante. El hombre alto avanzó y levantó la espada en alto; debajo de la mano enguantada, en el mango del arma, se veía la insignia del Eilt Druin.

Surgió una última visión. Estaba oscuro y los nubarrones cubrían el cielo; el aire estaba impregnado de gritos de dolor y desesperación. Bremen se encontraba de nuevo en el Valle de Esquisto, ante las aguas del Cuerno del Hades. Volvía a estar frente a frente con la sombra de Galáfilo y contemplaba cómo los espíritus más pequeños y brillantes daban vueltas a su alrededor como volutas de humo. A su lado había un chico, alto, delgado y de piel oscura, apenas tendría quince años, con una actitud tan solemne que bien se podría decir que estaba guardando luto. El chico se volvió hacia Bremen y el druida lo miró a los ojos… Esos ojos…

Las visiones desaparecieron y no volvieron. La sombra de Galáfilo se retrajo y, con ese gesto, ocultó las imágenes, llevándose la luz efímera que le habían ofrecido. Bremen se quedó mirando aún, parpadeando, maravillado de lo que había presenciado.

—¿Todo esto ocurrirá? —le susurró a la sombra—. ¿Va a suceder?

—Algunas ya han sucedido…

—¿Los druidas, Paranor…?

—No pidáis más…

—Pero ¿qué puedo…?

La sombra gesticuló para rechazar las preguntas que le seguía haciendo el anciano. Bremen contuvo el aliento cuando unas correas de hierro se le tensaron alrededor del pecho. Las correas se desataron y él tragó saliva, y con ella, el miedo que sentía. Del Cuerno del Hades se elevó un chorro, un géiser reluciente, como brillantes sobre el terciopelo oscuro de la noche.

La sombra empezó a retroceder.

—No olvidéis…

Bremen alzó la mano en un intento inútil de retrasar la partida del otro.

—¡Esperad!

—Un precio por cada uno…

Bremen sacudió la cabeza, confundido. ¿Un precio por cada uno? ¿Por cada qué? ¿Y para quién?

—Recordad…

En aquel instante, el Cuerno del Hades hirvió de nuevo y el espíritu desapareció lentamente bajo las aguas revueltas, se sumergió con el resto de los espíritus más pequeños y brillantes que lo habían acompañado. Se hundieron en un remolino de chorros y bruma, entre gritos y gimoteos de los muertos, y volvieron al averno del que habían salido. El agua formó una columna enorme cuando desaparecieron y rompió el silencio y el aire muerto con una explosión espeluznante.

Entonces, la tormenta lo cubrió todo, acompañada del viento y la lluvia, de truenos y relámpagos, azotando sin clemencia al anciano. El golpe derribó a Bremen en tan solo un instante.

Con los ojos abiertos, mirando a la nada, Bremen yació, inconsciente, en la orilla del lago.

***

Mareth fue la primera que llegó a su lado. Los hombres eran más altos y más fuertes que ella, pero esta pisaba con más seguridad la grava mojada y resbaladiza, casi volaba sobre la superficie pulida de los guijarros. En cuanto llegó, se arrodilló y sostuvo al anciano contra su pecho. Llovía sin cesar y las gotas agujereaban la superficie del Cuerno del Hades, ahora quieta y en calma, se llevaban la alfombra oscura y refulgente del valle y hacían que la luz del alba se tornara neblinosa y confusa. Mareth estaba helada hasta los huesos, con la capa empapada y pegada a la piel, pero no le importaba: su rostro pequeño se contrajo debido a la concentración. Alzó la cabeza hacia el cielo lóbrego y cerró los ojos. Los demás redujeron el paso a medida que se acercaban, sin saber qué ocurría. Ella estrechó con fuerza a Bremen y, de pronto, tembló con violencia y se desplomó. Los hombres se abalanzaron sobre ella para agarrarla. Kinson la alzó y la separó de Bremen mientras Tay levantaba al anciano; apiñados, rehicieron el camino a duras penas bajo aquel aguacero y salieron del Valle de Esquisto.

Cuando lo consiguieron, encontraron un refugio en una gruta ante la que habían pasado cuando se habían encaminado hacia el valle. Allí estiraron a la muchacha y al anciano sobre el suelo de piedra y los envolvieron con las capas. No había madera para poder encender una hoguera, de modo que se vieron obligados a permanecer empapados y helados hasta los huesos, esperando a que dejara de llover. Kinson comprobó que tuvieran pulso y descubrió que este latía con fuerza. Al cabo de un rato, el anciano volvió en sí y, casi de inmediato, la muchacha hizo lo propio. Los tres observadores se congregaron alrededor de Bremen para preguntarle qué había sucedido, pero este sacudió la cabeza y les dijo que todavía no quería hablar. Se separaron de él a regañadientes y se alejaron.

Kinson se detuvo al lado de Mareth mientras se debatía entre preguntarle qué le había hecho a Bremen (ya que era evidente que había hecho algo) o no; pero esta se encontró con su mirada y la desvió al instante, de modo que él renunció a intentarlo.

El día se aclaró ligeramente y la lluvia pasó. Kinson repartió la comida que llevaba entre todos, aunque Bremen no probó bocado. Daba la sensación de que el anciano se había retraído en algún lugar profundo de su interior (o tal vez aún estaba en aquel valle); miraba a la nada, y su rostro curtido, otrora lleno de expresión, parecía una máscara. Kinson lo observó durante un rato mientras buscaba alguna pista que le indicara en qué estaba pensando el anciano, pero fue en vano.

Al final, Bremen alzó la vista como si acabara de descubrir que los demás estaban allí con él y se preguntara por qué. Acto seguido, los llamó para que se acomodaran a su alrededor. Cuando se hubieron sentado, les explicó cómo había ido la reunión con la sombra de Galáfilo y las cuatro visiones que le había mostrado.

—No he podido esclarecer qué significan las visiones —concluyó, con la voz cansada y ronca—. ¿Eran solo profecías de lo que ocurrirá, de un futuro ya marcado? ¿Eran la promesa de lo que podría suceder si se hacen ciertas cosas? ¿Por qué la sombra ha elegido estas visiones en especial? ¿Qué reacción se espera que tenga yo? Tantas preguntas y todas sin respuesta.

—¿Qué precio tendrás que pagar por implicarte en todo esto? —musitó Kinson, con aire sombrío—. No te olvides de eso.

Bremen sonrió.

—Yo he querido implicarme, Kinson. Me he erigido como protector de las razas y destructor del Señor de los Brujos, y no tengo derecho a preguntar qué precio tendré que pagar si lo consigo.

»Aun así —suspiró—, creo que comprendo algo de lo que se espera de mí. Sin embargo, voy a necesitar la ayuda de todos vosotros. —Los miró, uno por uno—. Me temo que debo pediros que afrontéis un peligro incalculable.

Risca resopló.

—Gracias a los cielos. Empezaba a pensar que no sacaría nada de esta aventura. Dinos qué debemos hacer.

—Sí, lo mejor será empezar el viaje —coincidió Tay mientras se inclinaba adelante con impaciencia.

Bremen asintió, con los ojos llenos de gratitud.

—Estamos de acuerdo en que debemos detener al Señor de los Brujos antes de que someta a todas las razas. Sabemos que ya lo ha intentado una vez pero falló, y que esta vez es más fuerte y más peligroso. Os dije que por esta razón creo que primero tratará de aniquilar a los druidas en Paranor. La primera visión sugiere que tengo razón. —Hizo una pausa—. Me temo que tal vez ya haya sucedido.

Se produjo un largo silencio mientras los demás intercambiaban miradas de preocupación.

—¿Crees que todos los druidas están muertos? —preguntó Tay con un hilo de voz.

 

Bremen asintió.

—Creo que existe esta posibilidad. Espero equivocarme. Sea como fuere, estén muertos o no, debo salvar el Eilt Druin, de acuerdo con la primera visión. Las visiones, en conjunto, han evidenciado que el medallón será esencial en la forja de un arma que destruirá a Brona. Una espada, una hoja con un poder especial, una magia que el Señor de los Brujos no podrá resistir.

—¿Qué tipo de magia? —preguntó Kinson, de inmediato.

—Lo desconozco todavía. —Bremen volvió a sonreír y sacudió la cabeza—. Apenas sé nada más allá de que ese arma es necesaria, si es que confiamos en la visión, y que el arma tiene que ser una espada.

—Y debes encontrar al hombre que la va a empuñar —añadió Tay—. Un hombre cuyo rostro no fue revelado.

—Pero la última visión, aquella imagen oscura del Cuerno del Hades y el muchacho con los ojos extraños… —comenzó Mareth, preocupada.

—Esa deberá esperar hasta que llegue el momento —la interrumpió Bremen, aunque no lo hizo con severidad. La miró, inquisitivo—. Las cosas se ponen de manifiesto cuando lo hacen, Mareth. No podemos forzarlas. Y no podemos permitirnos que nuestra preocupación por ellas nos constriña.

—En definitiva, ¿qué quieres que hagamos? —insistió Tay.

Bremen se volvió hacia él.

—Debemos separarnos, Tay. Quiero que regreses con los elfos y le pidas a Courtann Ballindarroch que organice una expedición para buscar la piedra élfica negra. En cierto modo, la piedra es fundamental en nuestra campaña para aniquilar a Brona. Eso se extrae de las visiones. Los cazadores alados ya la están buscando y debemos evitar que la encuentren. Debemos persuadir al rey elfo para que nos ayude. Nos podemos ayudar de los detalles de las visiones. Esgrime lo que se nos ha revelado y recupera la piedra antes de que lo haga el Señor de los Brujos.

Bremen se dirigió a Risca.

—Necesito que acudas ante el rey Raybur y los enanos de Culhaven. El ejército del Señor de los Brujos marcha hacia el este y creo que allí es donde empezará la ofensiva. Los enanos deben estar listos para defenderse de un ataque y deben resistir hasta que se les pueda mandar ayuda. Usa tus habilidades especiales para asegurarte de que lo hacen. Tay hablará con Ballindarroch para pedir a los elfos que se unan a los enanos. Si lo hacen, habrá una fuerza capaz de plantarle cara al ejército de trolls del que Brona tanto depende. —Hizo una pausa—. Pero, sobre todo, debemos ganar tiempo para forjar el arma que destruirá a Brona. Kinson, Mareth y yo volveremos a Paranor y descubriremos si la visión que auguraba su caída se ha cumplido. Mi intención es apoderarme del Eilt Druin.

—Si aún vive, Athabasca no renunciará a él —dijo Risca—. Eso ya lo sabes.

—Tal vez —replicó Bremen con gentileza—. Sea como fuere, tengo que esclarecer cómo se debe forjar esta espada que se me ha mostrado, qué magia debe poseer, de qué poder debe imbuirse. Tengo que descubrir cómo hacerla indestructible y, entonces, deberé encontrar a aquel que va a empuñarla.

—Me parece que tendrás que hacer milagros —comentó Tay Trefenwyd con ironía.

—Todos debemos hacerlos —respondió Bremen en voz baja.

Se contemplaron unos a otros en la penumbra mientras se forjaba una comprensión silenciosa entre todos. Más allá del refugio, la lluvia goteaba en una cadencia continua desde los salientes rocosos. Era media mañana, y la luz se había tornado plateada a medida que el sol trataba de atravesar los nubarrones que todavía quedaban.

—Si los druidas de Paranor han muerto, somos los únicos que quedan para plantarle cara —observó Tay—. Tan solo cinco.

Bremen asintió.

—Cinco tendrá que valer. —Se levantó y observó el exterior, sumido en la penumbra—. Será mejor que empecemos.

6

Esa misma noche, al oeste y al norte del lugar donde Bremen había hecho frente a la sombra de Galáfilo, en las profundidades del círculo de piedra de los Dientes del Dragón, Caerid Lock hacía la ronda nocturna en Paranor. Cerca de la medianoche, cuando recorría una galería que se abría en los parapetos orientados hacia el sur, un terrible destello de luz en el horizonte lejano lo distrajo un momento. Se detuvo mientras observaba y aguzaba el oído ante el silencio. Una masa de nubes cubría el cielo de una punta a la otra, ocultando la luna y las estrellas y sumiendo el mundo en la oscuridad. Se produjo otro destello de luz, que escindió la noche durante un segundo como si fuera cristal roto, para luego desvanecerse como si nunca hubiera existido. Acto seguido, retumbó un trueno, un estruendo largo y profundo que resonó en las cumbres de las montañas. La tormenta se había quedado al sur de Paranor, pero el aire transportaba el olor de la lluvia y el silencio era sepulcral y sofocante.

El capitán de la guardia druida se demoró un poco más, perdido en sus pensamientos, y poco tiempo después entró por una puerta de la torre, adentrándose en la Fortaleza. Hacía esas rondas todas las noches, sin dignarse a dormir. Era un hombre compulsivo cuyos hábitos laborales nunca se alteraban. Los momentos que podían encerrar el mayor peligro, según él, eran justo antes de la medianoche y justo antes del alba. Eran los momentos en que el cansancio y el sueño embotaban los sentidos y te volvían descuidado. Si había un ataque planeado, arremeterían entonces. Porque Caerid Lock creía que Bremen no hubiera ido a avisarlos si no hubiera tenido una razón de peso y, como él era precavido por naturaleza, estaba resuelto a aguzar la vista, en especial a lo largo de las semanas siguientes. Ya había incrementado el número de guardas que hacían cada ronda y había iniciado el trabajoso proceso de reforzar las cerraduras de las puertas. Se había planteado mandar patrullas por la noche a los bosques que los circundaban como protección adicional, pero lo había descartado porque estos quedarían demasiado vulnerables sin la protección de los muros. La Guardia era grande, pero no era un ejército. Podía proveer el castillo de seguridad, pero no podía librar una batalla en campo abierto. Bajó las escaleras de la torre, llegó al patio frontal y lo cruzó. Media docena de guardas estaban apostados en la entrada, ocupándose de las puertas, el rastrillo y las torres de vigilancia que enmarcaban el portón de la fortificación. Todos se colocaron en posición de firmes cuando vieron que se acercaba. Habló con el oficial al mando, confirmó que todo estaba correcto y siguió adelante. Volvió por donde había venido y oyó cómo el estruendo de otro trueno rompía el silencio sepulcral de la noche, aunque se giró raudo hacia el sur, tratando de divisar el fogonazo de luz que sin duda lo había precedido, ya sabía que el destello ya habría pasado. Estaba intranquilo, pero no lo estaba más esa noche que las otras, ya que siempre se sentía preocupado e impulsado a cumplir sus obligaciones. A veces pensaba que se había quedado demasiado tiempo en Paranor. Realizaba bien su trabajo; era consciente de que todavía era bueno y estaba orgulloso de cómo dirigía la guardia; todos los que prestaban servicio ahora los había seleccionado y entrenado él personalmente. Conformaban un grupo sólido, en el que se podía confiar, y sabía que podía atribuirse el mérito. Sin embargo, se estaba haciendo viejo y la edad conllevaba un embotamiento de los sentidos espoleado por un exceso de confianza. Y no se lo podía permitir. Vivían tiempos peligrosos, con la caída de las Tierras del Norte y los rumores sobre el Señor de los Brujos. En ese momento sintió que se producía un cambio en el viento. Un mal se dirigía hacia las Cuatro Tierras y sin duda barrería a los druidas del mapa a su paso. Un mal se dirigía hacia allí y Caerid Lock estaba preocupado por si no lo reconocía hasta que ya fuera demasiado tarde.

Cruzó un umbral que se abría en un extremo del patio y avanzó por un corredor que recorría el muro norte y el portón que había en esa cara. Había cuatro portones en la Fortaleza, uno en cada lado. También había una cantidad limitada de puertecillas, pero estas estaban hechas de piedra y se cerraban con hierro. Muchas estaban escondidas de un modo brillante. Se podían encontrar si uno se esforzaba lo suficiente, pero para conseguirlo se debía estar justo delante del muro, donde la luz era buena y los guardas de las almenas podían verte. No obstante, Caerid apostó un hombre en cada una, durante las horas que comprendían el alba y el ocaso; no quería dejar nada al azar. Pasó ante dos de esos guardias mientras se dirigía al portón de la cara oeste; aún debía recorrer casi cincuenta metros más de ese corredor sinuoso. Cada guarda lo recibió con un saludo de cabeza muy marcado. «En guardia y a punto», le comunicaron de ese modo. Caerid les respondió a ambos asintiendo con la cabeza y prosiguió su camino.

Con todo, frunció el ceño cuando se hubo alejado, preocupado por aquel destacamento. El hombre que hacía guardia ante la primera puerta, un troll de Kershalt, era un veterano, pero el hombre apostado ante la segunda, un elfo joven, era nuevo. No le gustaba que los nuevos montaran guardia solos. Tomó nota mentalmente de corregir eso antes de la siguiente guardia.

Estaba tan abstraído en esa cuestión cuando pasó por delante de las escaleras que conducían a las dependencias de los druidas que no se percató del movimiento furtivo de los tres hombres que estaban allí escondidos.

***

Los hombres se parapetaron con fuerza tras la pared de piedra cuando el capitán de la guardia druídica pasó por debajo, sin verlos. Se quedaron completamente quietos hasta que este hubo desaparecido y, entonces, se distanciaron de nuevo, prosiguiendo el descenso. Eran druidas, los tres; cada uno había servido durante más de diez años al Consejo y todos abrigaban la profunda convicción, propia de un fanático, de que estaban destinados a hacer grandes cosas. Habían vivido según el mandato de la orden de los druidas y los irritaban sus normas, les parecían estúpidas y sin sentido y no les llenaban. El poder era necesario para que la vida tuviera sentido. Los logros de un hombre carecían de importancia si no comportaban un beneficio personal. ¿De qué servía el estudio personal si luego no se podían poner en práctica los conocimientos? ¿Qué sentido tenía repasar tantos secretos de la antigua ciencia y de la magia si nunca podrían comprobarse? Eso se preguntaban los tres; al principio cada uno por separado, luego en conjunto cuando se dieron cuenta de que compartían las mismas opiniones. Por supuesto, no eran los únicos que estaban descontentos. Otros pensaban lo mismo. Pero nadie más lo hacía con tanto fervor; nadie que, como estos tres, llegara a permitir que eso lo corrompiera.

Para ellos, ya no había esperanza. El Señor de los Brujos hacía tiempo que los buscaba, desde que empezó a planear su venganza contra los druidas. Al final los descubrió y los hizo suyos. Le había llevado tiempo, pero poco a poco se los había ganado, del mismo modo que se había ganado aquellos que lo habían acompañado cuando había abandonado la Fortaleza hacía trescientos cincuenta años. Siempre había hombres así en Paranor, hombres que esperaban que alguien los reivindicara, hombres que esperaban que alguien los usara. Brona había sido muy astuto cuando se les había acercado: no había desvelado su verdadera identidad al principio y había dejado que creyeran que lo que él les susurraba eran sus propios pensamientos. Les había abierto un abanico de posibilidades, el perfume del poder, el atractivo de la magia. Dejó que se encadenaran a él con sus propias manos, que forjaran cerrojos de expectativas y avaricia, que se convirtieran voluntariamente en esclavos tras volverse adictos a sueños y esperanzas falsos. Al final, le habían suplicado que los aceptara, incluso después de descubrir quién era y el precio que debían pagar.

Y ahora se arrastraban por los pasadizos de Paranor con intenciones oscuras, obligados a actuar de un modo que los condenaría para siempre. Salieron del hueco de la escalera en silencio y avanzaron por el corredor con mucho sigilo hasta llegar a la puerta en la que el joven elfo montaba guardia. Se aferraron a las sombras, allí donde no llegaba la luz de la antorcha encendida, y emplearon pequeños conjuros que les había enseñado el Amo (ah, el dulce sabor del poder) para resguardarse de la mirada del guardia joven.

En un abrir y cerrar de ojos, se abalanzaron sobre él y uno le asestó un golpe seco en la cabeza que lo dejó inconsciente. Los otros dos se apresuraron, frenéticos, a centrarse en las cerraduras que protegían la puerta de piedra y las abrieron una por una. Retiraron la pesada reja de hierro, quitaron la barra maciza del soporte y, finalmente y de un modo irrevocable, tiraron de la puerta, de modo que Paranor quedaba abierto a la noche y a los seres que aguardaban ahí fuera.

 

Los druidas retrocedieron cuando el primero de esos seres avanzó, arrastrando los pies, hacia la luz. Era un Portador de la Calavera, encorvado y enorme, envuelto en un manto negro y con las garras extendidas; una bestia de bordes afilados, planos llanos, dureza y corpulencia. Su presencia llenó el pasillo y pareció que absorbía el aire de toda la estancia. Unos ojos rojos ardientes traspasaron a los tres hombres, que se encogieron bajo esa mirada. El ser los empujó para pasar por delante de ellos con desdén. Oyeron el batir suave de unas alas que se asemejaban al cuero. Con un siseo de satisfacción, agarró al joven guardia elfo, le arrancó la cabeza y lo echó a un lado. Los druidas se estremecieron cuando el cadáver los roció con la sangre de la víctima.

El Portador de la Calavera hizo señas a la oscuridad que aguardaba fuera y otras criaturas cruzaron el umbral, seres que eran todo dientes y garras, retorcidos y con unas matas de pelo negro erizado. Armados y listos, de vista aguda y sigilosos. A algunos apenas se los podía reconocer; tal vez otrora habían sido trolls. Otros eran bestias del averno que en ningún caso se asemejaban a un humano. Todos habían estado esperando desde que el sol se había puesto en un hueco oscuro, al amparo de los muros exteriores, donde no se les podía divisar desde los parapetos. Se habían escondido allí, sabedores de que esas tres criaturas penosas que se encogían ante ellos eran propiedad del Amo y les granjearían el acceso a la Fortaleza.

Ahora que ya habían entrado, estaban ansiosos por comenzar el baño de sangre que se les había prometido.

El Portador de la Calavera envió a uno de esos seres al exterior para que reuniera a los que quedaran en el bosque. Había unos cuantos centenares esperando la señal para avanzar. Los verían desde los muros cuando salieran del bosque, pero darían la voz de alarma demasiado tarde. Para cuando los defensores de Paranor llegaran hasta ellos, ya habrían penetrado en la Fortaleza.

El Portador de la Calavera se volvió y encabezó la marcha hacia el final del pasadizo. Ignoró por completo a los tres druidas. Para él, eran menos que nada. Los dejó atrás; eran desechos, restos. El Amo sería quien decidiría su fortuna. Lo único que le importaba al cazador alado era la matanza que les esperaba.

Los atacantes se dividían en grupos pequeños a medida que iban avanzando. Algunos treparon por las escaleras que llevaba a las dependencias de los druidas. Otros tomaron un corredor secundario que se dirigía hacia el interior de la Fortaleza. La mayoría siguió los pasos del Portador de la Calavera a lo largo del pasadizo que les conduciría hasta las puertas principales.

Al cabo de poco, comenzaron los gritos.

***

Caerid Lock cruzó el patio a toda velocidad para llegar al portón norte cuando por fin se dio la alarma. Primero se oyeron los gritos; luego, sonó el cuerno de batalla. El capitán de la Guardia Druida lo supo todo en un segundo: la profecía de Bremen se había cumplido; el Señor de los Brujos había penetrado los muros de Paranor. La certeza de este hecho le heló la sangre. Iba llamando a sus hombres a medida que corría, creyendo tal vez que aún estaban a tiempo. Se abalanzaron, listos para atacar, hacia la Fortaleza, y avanzaron por el pasaje que conducía a la puerta que habían abierto los druidas traidores. Al doblar una esquina, vieron que el corredor que se extendía delante estaba atestado de formas negras y encorvadas que se escurrían por la brecha abierta a la noche. Enseguida, Caerid Lock se dio cuenta de que eran demasiados como para entablar combate con ellos, de modo que él y sus hombres se batieron en retirada a toda prisa, pero las bestias se apresuraron a seguirles. La Guardia abandonó los niveles inferiores y subió por las escaleras para llegar al siguiente piso. Cerraron las puertas y bajaron las verjas que iban cruzando tras ellos en un intento de impedir el avance de sus enemigos. Era una apuesta desesperada, pero era todo lo que se le ocurrió a Caerid Lock.

En la planta siguiente pudieron clausurar las entradas secundarias y avanzar hasta las escaleras principales. En ese momento ya eran cincuenta guardas, pero todavía no eran suficientes. Caerid mandó algunos hombres a despertar a los druidas para suplicarles que los ayudaran. Algunos de los druidas mayores conocían la magia e iban a necesitar cualquier fuente de poder que pudieran invocar para sobrevivir. Las ideas se le agolpaban en la cabeza mientras colocaba a la Guardia en formación. No habían luchado para entrar. Alguien les había abierto la puerta. Alguien los había traicionado. Se prometió que iba a encontrar a los responsables más tarde. Se ocuparía de ellos personalmente.

La Guardia se preparó para ofrecer resistencia en lo alto de las escaleras. Elfos, enanos, trolls y uno o dos gnomos estaban hombro con hombro, ordenados y listos para atacar. Su resolución los unía. Caerid Lock se colocó el primero, en el centro de las filas, con la espada desenvainada. No trató de engañarse: como mucho, conseguirían retenerlos, pero al final estaban condenados a la derrota. Ya entonces se estaba planteando las opciones que tendría cuando los vencieran. No se podía hacer nada por los muros exteriores, ya los habían perdido. De momento, aún dominaban los muros interiores y la Fortaleza, habían cerrado las entradas y la Guardia se había congregado para defenderla. No obstante, todo aquello solo conseguiría retrasar el avance de un atacante decidido. Había demasiados accesos —por los lados, por arriba, por debajo de los muros interiores— como para que la Guardia pudiera resistir mucho tiempo. Tarde o temprano, el atacante conseguiría entrar por el otro lado. Y cuando eso ocurriera, tendrían que huir para salvar la vida.

El enemigo se preparó para atacar desde la parte inferior. Un Portador de la Calavera gritaba órdenes a los monstruos de extremidades retorcidas que ascendían por las escaleras en una maraña de dientes, garras y armas. El pequeño destacamento de la Guardia Druida repelió el ataque. Cuando los monstruos volvieron a la carga, de nuevo, la Guardia les hizo retroceder. Pero a esas alturas la mitad de los defensores estaban muertos o heridos. Y no había llegado nadie para relevarlos.

Caerid Lock echó un vistazo alrededor, desesperado. ¿Dónde estaban los druidas? ¿Por qué no habían reaccionado a la llamada?

Los monstruos atacaron por tercera vez, una masa erizada de cuerpos que no cesaban de asestar golpes, zarandeando los brazos como aspas de molino mientras proferían gritos y chillidos desde lo profundo de sus gargantas. La Guardia Druida contraatacó y los mandó escaleras abajo, pero la mitad de los suyos habían caído y sus cuerpos estaban desparramados, sin vida, por los escalones bañados en sangre.

Caerid agarró a un guarda de la guerrera y le susurró, desesperado:

—¡Encuentra a los druidas y diles que huyan ahora que todavía pueden! ¡Diles que ha caído Paranor! ¡Y luego huye tú también!

El rostro del mensajero palideció y se alejó corriendo sin mediar palabra.

Su atención volvió a las sombras que aguardaban abajo, una masa de formas negras y gritos guturales que se preparaban para el próximo asalto. Justo en ese momento, en algún lugar de la Fortaleza, donde dormían los druidas, se oyó un grito desgarrador.