El primer rey de Shannara

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Llegaron al fondo del valle y se adentraron en la foresta. La luna y las estrellas les iluminaban el camino a través de las sombras y los guiaban hacia la Fortaleza. La vegetación frondosa los rodeaba y se alzaba hacia el cielo como los pilares de un templo. De vez en cuando, se encontraban claros esponjosos de hierba espesa y riachuelos. La noche los envolvía, tranquila y aletargada, sin ningún otro sonido ni movimiento que el viento que había vuelto a arreciar y soplaba en ráfagas cortas y potentes que provocaban que los ropajes danzaran a su ritmo y que las ramas de los árboles se sacudieran como ropa de cama tendida. Bremen encabezaba una marcha rápida y a un ritmo constante que disimulaba la edad que este tenía y que constituía todo un reto para la de los demás. Kinson y Mareth intercambiaron una mirada. El druida extraía fuerzas de una reserva oculta. Se había tornado tan resistente y duro como el hierro.

Todavía no rayaba el alba cuando llegaron a las puertas de Paranor. Aminoraron el paso cuando el bastión de los druidas se materializó ante ellos, entre la arboleda; se alzaba hacia el cielo lleno de estrellas como un cascarón enorme y negro. Tras todo ese tiempo, seguía sin haber ninguna llama prendida. Seguía sin percibirse ningún sonido o movimiento en el interior. Bremen hizo que el fronterizo y la curandera se detuvieran donde estaban escondidos, a la sombra del bosque. En silencio y con la expresión pétrea, escudriñó los muros y los parapetos de la Fortaleza. Entonces, sin salir del amparo que les ofrecía la foresta, los guio hacia la izquierda mientras recorrían el perímetro del castillo. El viento azotaba las almenas y envolvía las torres con aullidos de congoja. Entre los árboles por los que avanzaban, sigilosos, era como el aliento de un gigante que los avisaba de su proximidad. Kinson sudaba profusamente, con los nervios a flor de piel y la respiración acelerada.

Se acercaron al portón de entrada y se detuvieron de nuevo. Estaba abierto de par en par, con el rastrillo levantado; la entrada se sumía en la oscuridad y recordaba vagamente a una boca congelada en un grito agonizante.

Las inmediaciones de las puertas destrozadas estaban llenas de cuerpos retorcidos e inertes.

Bremen se encorvó, concentrado, mientras observaba la Fortaleza, sin verla de verdad; miraba a algún punto más allá. Tenía el pelo cano revuelto, ralo como los hilos de una mazorca de maíz. Movió los labios. Kinson metió la mano bajo la capa y empuñó la espada corta. Mareth tenía los ojos bien abiertos, negros, y el cuerpo rígido, preparado para echar a correr.

Entonces, Bremen los hizo avanzar. Cruzaron el espacio abierto que separaba la arboleda de la Fortaleza despacio y sin detenerse, sin esforzarse ni en acelerar ni en disimular su marcha. Kinson lanzó una ojeada a izquierda y derecha con temor, pero Bremen no parecía preocupado. Llegaron ante las puertas y los cuerpos inertes, y se detuvieron para reconocerlos. Eran guardias druidas, parecía que unos animales se hubiesen ensañado con la mayoría. La sangre que teñía el suelo emanaba de sus cuerpos. Tenían las armas desenvainadas y muchas estaban hechas pedazos. Al parecer, habían luchado con tesón.

Bremen se adentró en las sombras de los muros, cruzó los portones combados y el rastrillo alzado y encontró a Caerid Lock. El capitán de la Guardia Druida yacía desplomado contra la puerta de la torre de vigilancia, con el rostro lleno de sangre seca y coagulada, y el cuerpo castigado con docenas de perforaciones y cuchilladas distintas. Todavía respiraba. Parpadeó, abrió los ojos y movió los labios. A toda prisa, Bremen se inclinó para escucharlo. Kinson fue incapaz de oír nada, el viento se llevaba las palabras.

El anciano levantó la vista.

—Mareth —la llamó, con un hilo de voz.

Ella se acercó enseguida y se inclinó sobre Caerid Lock. No necesitaba que le dijera qué necesitaba. Recorrió el cuerpo del hombre herido con las manos, buscando un modo de ayudarlo. Pero era demasiado tarde. Ni siquiera una empática podía salvar a Caerid a estas alturas.

Bremen tiró de Kinson para que se agachara y quedara ante él, con los rostros de ambos casi rozándose. A su alrededor, el viento no dejó de aullar con suavidad mientras giraba y envolvía los muros.

—Caerid ha dicho que alguien de dentro vendió a Paranor al enemigo, por la noche, cuando la mayoría estaba durmiendo. Tres druidas fueron los autores. Los mataron a todos menos a ellos. El Señor de los Brujos los dejó aquí para que se encargaran de nosotros. Están dentro, no sé dónde. Caerid se ha arrastrado hasta aquí, pero no ha sido capaz de seguir.

—¿Vas a entrar? —preguntó Kinson al instante.

—Debo hacerlo. Debo conseguir el Eilt Druin. —La expresión arrugada del anciano reflejaba determinación y la mirada era dura y cargada de furia—. Mareth y tú me esperaréis aquí.

Kinson sacudió la cabeza, pertinaz. Se le metió un poco de polvo y arenilla en los ojos cuando el viento arremetió contra la entrada oscura.

—¡Es una estupidez, Bremen! ¡Vas a necesitar nuestra ayuda!

—¡Si algo me ocurriera, necesito que se lo comuniques a los demás! —Bremen se negaba a ceder—. ¡Haz lo que te digo, Kinson!

Acto seguido, se levantó y se alejó de las puertas, desgreñado; un manojo de huesos y ropajes llenos de viento que se apresuraba a cruzar el patio hacia el muro interior. En cuestión de segundos, había atravesado una entrada y lo habían perdido de vista.

Kinson se quedó mirándolo, frustrado.

—¡Diantres! —musitó, furioso ante su propia indecisión.

Le echó un vistazo a Mareth. La muchacha estaba cerrándole los ojos a Caerid Lock. El capitán de la guardia druida había muerto. Había sido un milagro, pensó Kinson, que hubiera aguantado tanto. Cualquiera de las heridas que había sufrido hubieran sido suficientes para matar cualquier otro hombre al instante. Que hubiera vivido hasta ahora daba testimonio de su resistencia y resolución.

Mareth se alzó y bajó la vista para mirarlo.

—Venga —dijo—, vamos a seguirlo.

Kinson se puso de pie a toda velocidad

—Pero ha dicho que…

—Ya sé lo que ha dicho. Pero si algo le ocurriera a Bremen, ¿crees que supondría una gran diferencia si llegamos o no decírselo a los demás?

Él apretó los labios hasta que solo fueron una fina línea.

—No, claro que no.

Y juntos echaron a correr a través del patio vacío y azotado por el viento hacia la Fortaleza.

***

En el interior de Paranor, Bremen avanzaba con sigilo por los corredores vacíos, tan silencioso como una nube que atraviesa el cielo. Tanteaba el terreno a medida que avanzaba, con la mente avizora al ambiente y los ruidos de la Fortaleza. Proyectó los sentidos y el instinto para descubrir el peligro del que Caerid Lock lo había prevenido, receloso de esa presencia y de sus intenciones. Con todo, fue incapaz de detectarlo. O se había ocultado muy bien o había partido ya.

«Sé prudente», se instó. «Estate alerta».

Todos los que estaban en la Fortaleza estaban muertos, eso lo sabía con certeza: todos los druidas, todos los guardias, todo aquel que había vivido, trabajado y estudiado allí durante tantísimos años, todo aquel que él había dejado atrás cuando se había ido hacía tan solo cuatro días. El impacto de ese pensamiento fue como recibir un puñetazo en el estómago; le arrancó el aire y las fuerzas del cuerpo, dejándolo petrificado, incapaz de creérselo. Estaban todos muertos. Era consciente de que eso podía suceder, había creído que era muy probable, incluso había contemplado una visión que le mostraba ese panorama. Sin embargo, la realidad era mucho peor. Había cuerpos desparramados por todos lados, retorcidos en la muerte. Algunos habían perecido a punta de espada. A otros, los habían desgarrado pedazo a pedazo. Percibió a un último grupo al que habían conducido a las profundidades de la Fortaleza y los habían matado allí. Ni uno solo había sobrevivido. No le llegaba ningún latido. No oía ninguna voz que pidiera ayuda. No se movía nada. Paranor se había tornado un osario. Una tumba.

Avanzó poco a poco por los corredores, acompañado únicamente por el eco de sus pasos, hasta llegar a la sala de la Asamblea, donde encontró a Athabasca, con el rostro congelado en el momento de su muerte y el cuerpo como un desecho triste y destrozado. Bremen se detuvo para buscar el Eilt Druin, pero no lo encontró. Se enderezó y paró. Lo único que sentía ahora por el Druida Supremo era tristeza y arrepentimiento. Al verlo así, al encontrárselos a todos muertos y al castillo de los druidas vacío, deseó haber insistido más en su empeño para persuadirlos de que el peligro acechaba. El sentimiento de culpa lo embargó. No pudo evitarlo. De alguna manera, él tenía parte de culpa. Él poseía los conocimientos y el poder y había fracasado al no usarlos para convencerlos. Ahí tenía el resultado. Tiró de los ropajes de Athabasca para cubrirle el rostro y se alejó.

Entonces subió hacia la biblioteca, sin despegar la espalda de la pared mientras avanzaba por la cáscara vacía en la que se había convertido el castillo y aguzaba el oído, cauteloso y vigilante, buscando el ruido traicionero del peligro. Aquí se hallaba la amenaza de la que lo habían prevenido tanto Caerid Lock como la visión. Los druidas traidores, modelado su cuerpo por la magia oscura, lo esperaban. Así sea. Sin embargo, el Señor de los Brujos se había marchado, y con él, sus criaturas. El caldero de magia que su llegada había removido (y que la incursión de Bremen en el Pozo druida había dispuesto) había borboteado y hervido lo justo para despertar su temor, convenciéndolos de que no debían quedarse allí más de la cuenta. Al aguzar el oído, Bremen era ahora capaz de distinguirlo: un siseo apenas perceptible con el que la magia se volvía a hundir en las profundidades del pozo, la magia que había dado vida a la Fortaleza, la fuente del poder para la mayor parte de los conjuros de los druidas. Insondable y voluble, solo entregaba una parte de lo que prometía, y era tan pequeña que palidecía en comparación con el poder monstruoso de Brona. Con todo, había cumplido con su propósito esta vez: había echado al druida rebelde de la Fortaleza.

 

Bremen suspiró. No le reportaba ningún placer esta victoria minúscula. Brona se había vengado, y eso era lo que importaba. Había aniquilado a aquellos que se habían enfrentado a él, aquellos que lo hubieran desafiado. Se había ensañado en el ataque a su guarida. Ahora no había nadie que pudiera detenerlo, salvo el anciano y su pequeño grupo de seguidores.

Tal vez. Tal vez.

Llegó a la biblioteca y ahí encontró a Kahle Rese. Lloró en silencio al verlo, incapaz de contenerse. También cubrió a ese viejo amigo, sin ser capaz de dedicarle más de una mirada, y se dirigió hacia la entrada secreta que conducía a la sala donde ocultaban la Historia de los druidas. La estancia estaba vacía, con la excepción de la mesa de trabajo y las sillas, y el polvo que Bremen le había dado a Kahle como último recurso yacía desparramado por el suelo, apagado e inánime, señal de que se había usado para el propósito para el que había sido concebido. Bremen trató de imaginarse a Kahle en los últimos minutos de su vida. No lo consiguió. Le bastaba con saber que la Historia de los druidas estaban a buen recaudo. Eso tendría que valer como epitafio de su viejo amigo.

Entonces oyó algo, un sonido que procedía de algún lugar de las profundidades, un ruido tan suave que solo lo detectó con el instinto, no con los oídos. Se apresuró a salir de la sala, con el presentimiento de que el tiempo del que disponía para estar en Paranor se le había acabado. Debía encontrar el Eilt Druin ya. Lo único que le quedaba era hallar el medallón. Athabasca no lo llevaba. Quizá se lo habían arrebatado, pero Bremen no lo creía. El ataque había sucedido por la noche, le había contado Caerid Lock, y nadie estaba preparado. Athabasca debió de haberse levantado de la cama. Seguro que no había tenido tiempo de colgarse el medallón. Debía de estar en sus aposentos.

Bremen subió las escaleras que lo conducirían a las dependencias del Druida Supremo como un fantasma mudo y silencioso entre los muertos. Se sentía como si no tuviera peso; ni sustancia ni presencia. Era un ser sin importancia, un loco que jugaba con fuego y sin un remedio para las quemaduras que sin duda iba a recibir. Estaba cansado, perdido y temeroso de lo que le fuera a ocurrir al mundo. Se había impuesto una serie de tareas imposibles: crear una magia, forjar un talismán que la contuviera, encontrar un paladín que lo empuñara. ¿Qué posibilidades tenía de conseguirlo? ¿Qué esperanzas?

Encontró la puerta que conducía a los aposentos de Athabasca abierta y entró con cuidado. Examinó los estantes y el escritorio sin éxito. Abrió las puertas de los armarios y cofres de documentos y no encontró nada. Temeroso ahora de haber llegado demasiado tarde, incluso para el medallón, se apresuró a penetrar en la cámara del Druida Supremo.

Allí, tirado de cualquier manera en la mesita de noche, olvidado con las prisas que habían conducido a Athabasca directamente hacia su muerte, yacía el Eilt Druin.

Bremen lo alzó y lo examinó para asegurarse de que era real. El metal bruñido resplandeció. Acarició la superficie de la mano alzada con la antorcha encendida con la yema de los dedos. Entonces, lo escondió entre los ropajes y salió de la habitación a toda velocidad.

Recorrió de nuevo los mismos pasillos y escaleras, todavía aguzando el oído y la vista, todavía precavido. Había llegado hasta allí y aún no se los había encontrado. Tal vez lograra pasar por delante de donde fuera que estuvieran montando guardia sin que lo vieran. Silencioso como una nube, avanzó entre la penumbra y la muerte, y rebasó las sombras que se acumulaban en esquinas estrechas y los cuerpos desparramados por los umbrales y el suelo de piedra. De pronto, por el rabillo del ojo divisó un brillo casi imperceptible, al este en el cielo, a través de unos ventanales con celosía. La noche empezaba a perder terreno y el alba se acercaba. Bremen respiró hondo aquel aire viciado que olía a humedad y deseó poder inspirar el aire de la verde foresta que había afuera.

Llegó a la escalera principal y comenzó a bajarla. Había llegado a la mitad cuando percibió un movimiento en el ancho rellano de abajo. Aminoró el paso, se detuvo y esperó. El movimiento salió de entre las sombras y constituía en sí mismo una nueva sombra, una forma distinta. Aquello que apareció era humano, pero de una manera muy imprecisa. Tenía brazos, piernas, torso y cabeza, pero todo estaba cubierto de un pelaje negro y grueso, erizado y tieso; estaba encorvado y torcido como una zarza, alargado y deforme. Tenía garras y dientes que relucían como puntas recortadas de huesos antiguos, y unos ojos que parpadeaban, con motas carmesí y verdes. Aquello le susurró, lo llamó, le suplicó e intentó atraerlo con tal miseria que era tangible.

—Breeemen, Breeemen, Breeemen.

El anciano echó un rápido vistazo hacia el rellano que había dejado atrás, que podía divisar en aquella escalera abierta y ancha, y otra de esas criaturas apareció arrastrándose desde las sombras, un reflejo de la primera.

—Breeemen, Breeemen, Breeemen.

Ambas continuaron avanzando por las escaleras, una subía y la otra descendía. Lo tenían atrapado. No había puertas por las que pudiera escaparse, no tenía ningún lugar al que ir salvo hacia arriba o hacia abajo, hacia una o hacia la otra. Se dio cuenta de que lo habían estado esperando. Habían dejado que hiciera lo que había venido a hacer, que cogiera lo que quisiera para luego acorralarlo. El Señor de los Brujos lo había planeado así, quería saber qué era tan importante para que regresara, qué tesoro, que pizca de magia podía ser tan valiosa para rescatarla. «Descubridlo», les había ordenado el Señor de los Brujos, «arrebatádselo de su cuerpo inerte y traédmelo».

Bremen pivotó la mirada entre uno y otro. Otrora druidas, esas criaturas se habían transformado en algo horrible. Monstruosas quimeras, seres despojados de toda humanidad y remodelados para que cumplieran un último propósito. Era difícil sentir pena por ellos. Eran lo suficientemente humanos cuando habían traicionado la Fortaleza y a todos sus habitantes. Habían tenido suficiente libertad de elección entonces.

De pronto, Bremen se dio cuenta de que se suponía que había tres. ¿Dónde estaba el tercero?

Exhortado por un sexto sentido, por un instinto muy agudo, alzó la mirada justo en el momento en que este se dejaba caer desde su escondite en una hornacina de la pared de piedra de las escaleras. Bremen se echó a un lado y el otro chocó con un golpe sordo acompañado del chasquido de huesos rotos. Pero eso no lo detuvo. Se irguió, un revuelo de dientes y garras que se lanzó directo hacia él mientras chillaba y escupía. Bremen se dejó llevar por el instinto y le arrojó fuego druida, una defensa en forma de cortina azul que rodeó a la criatura. Sin embargo, eso tampoco la detuvo. Siguió adelante, en llamas, con el pelaje negro que le cubría el cuerpo encendido como una antorcha mientras la piel que tenía debajo se le pelaba y se derretía. Bremen volvió a atacarlo, ahora asustado, impresionado porque la criatura aún se mantuviera en pie. El ser se le echó encima a toda velocidad y él giró hacia un lado, cayó de espaldas sobre las escaleras y empezó a dar puntapiés, desesperado.

Entonces, por fin, le fallaron las fuerzas a la criatura. Perdió pie y trastabilló hacia atrás, rodó hacia el filo del hueco de la escalera y se despeñó, un fulgor brillante que se perdía en la oscuridad insondable.

Bremen se puso de pie a trompicones, con el cuerpo lleno de quemaduras por culpa de las llamas y de arañazos fruto de las garras de la criatura. Los otros dos atacantes prosiguieron el avance a pasos lentos y medidos, como dos gatos juguetones. Bremen trató de invocar la magia para defenderse, pero el primer ataque le había dejado exhausto. Asustado por la ferocidad del primero, había usado demasiada fuerza y ahora apenas le quedaba un ápice.

Las criaturas parecían ser conscientes de ello. Se movían con suavidad hacia él y lloriqueaban con ansiedad.

Bremen apretó la espalda contra la pared de las escaleras y contempló cómo se le acercaban.

***

Mientras él se quedaba quieto, Kinson y Mareth recorrían con sigilo los pasadizos de la Fortaleza, buscándolo. Había muertos por todas partes, pero ni rastro del anciano. A pesar de que estaban atentos y aguzaban el oído, no fueron capaces de percibirlo. Kinson comenzaba a preocuparse. Si había algo pérfido escondido en la Fortaleza aguardando a los intrusos, quizá los encontraría a ellos primero. Quizá los encontraría antes de que ellos hallaran a Bremen y eso lo obligaría a acudir en su auxilio. ¿O acaso el druida ya había caído en sus fauces sin que ellos lo oyeran? ¿Llegaban demasiado tarde?

¡No debería haber dejado que Bremen se adentrara ahí solo!

Dejaron atrás los cuerpos de la guardia druida que había opuesto la última resistencia en el rellano de las escaleras de la segunda planta de la Fortaleza y siguieron ascendiendo. Todavía no aparecía nada. Los escalones se enroscaban hacia arriba, hacia la oscuridad, infinitos. Mareth se apretaba contra la pared mientras trataba de ver mejor lo que aguardaba más adelante. Kinson no dejaba de volver la vista, pues creía que un ataque podía llegar por ese flanco. Tenía la cara y las manos resbaladizas debido al sudor.

«¿Dónde está Bremen?».

En aquel momento, percibieron un movimiento en el siguiente rellano, un cambio en la iluminación apenas perceptible, una grieta entre las sombras. Kinson y Mareth se quedaron petrificados. Les llegó un lamento susurrado y extraño:

—Breeemen, Breeemen, Breeemen.

Intercambiaron una mirada y luego reanudaron el ascenso con cautela.

Algo cayó al suelo en el tramo de escaleras que les quedaba por arriba, un cuerpo pesado; estaba demasiado lejos como para que lo vieran, pero lo suficientemente cerca como para imaginárselo. Oyeron gritos y el entrechocar de cuerpos. Al cabo de un instante, una bola llameante se precipitó por el borde de las escaleras y les pasó por delante; un ser vivo, aunque fuera solo apenas, muerto de agonía al chocar con el suelo.

Descuidada cualquier precaución, Mareth y Kinson se lanzaron a la carga. Mientras subían, divisaron a Bremen más arriba, atrapado entre dos criaturas horrorosas que avanzaban hacia él desde los rellanos que quedaban arriba y abajo. El anciano estaba sangrando y se podían apreciar quemaduras en su túnica; sin duda, estaba exhausto. El fuego druida le llameaba en las yemas de los dedos, pero no se inflamaba. Las criaturas que lo acechaban avanzaban con calma.

Los tres se volvieron, sobresaltados, cuando el fronterizo y la muchacha se acercaron.

—¡No! ¡Marchaos! —gritó Bremen en cuanto los vio.

No obstante, Mareth subió corriendo los últimos escalones hasta el rellano inferior de golpe y dejó atrás a un Kinson sorprendido. Plantó los pies en el suelo, se inclinó hacia adelante, con los brazos abiertos de par en par y las palmas hacia arriba, como si implorara ayuda al cielo. Kinson exhaló, consternado, y se apresuró a seguirla. ¿Qué estaba haciendo? El monstruo que quedaba más cerca de la muchacha se puso a sisear al advertirla, se volvió hacia ella y bajó saltando los escalones, veloz como el rayo, con las garras extendidas hacia adelante. Kinson gritó de ira. ¡Todavía estaba demasiado lejos!

En aquel momento, Mareth estalló. Se produjo una explosión tremenda que retumbó, y la onda expansiva mandó a Kinson contra la pared. Perdió de vista a Mareth, Bremen y las criaturas. Una llamarada se levantó en el lugar donde había estado Mareth, una veta azul que quemaba al rojo blanco. Saltó sobre la criatura que estaba más cerca y la desgarró. Entonces, encontró a la segunda, que se cernía sobre Bremen, y la arrastró como una hoja llevada por el viento. La criatura pegó un alarido de sorpresa y las llamas la consumieron. El fuego avanzó y se extendió por las paredes de piedra y las escaleras mientras extinguía el aire y lo tornaba humo.

Kinson se cubrió los ojos y se levantó a duras penas. El fuego desapareció en un instante. Tan solo quedó el humo, volutas espesas llenaban el hueco de la escalera. Kinson se precipitó hacia los escalones superiores y se encontró a Mareth desmayada en el rellano. La levantó en brazos y sostuvo su cuerpo inerte contra el pecho. ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué había hecho? Era tan ligera como una pluma, tenía el semblante pálido y cubierto de hollín, y el pelo negro y corto empapado como un casco alrededor de su pequeño rostro, con los ojos entrecerrados y la mirada perdida. A pesar de la poca abertura, Kinson vio que se habían vuelto blancos. Se inclinó hacia ella. No parecía que estuviera respirando. No era capaz de encontrarle el pulso.

 

Bremen apareció de sopetón ante él, se materializó entre el humo, con el pelo alborotado y ojos de loco.

—¡Sácala de aquí! —gritó.

—Pero no creo que sea… —trató de discutir el fronterizo.

—¡Rápido, Kinson! —lo interrumpió Bremen—. ¡Si quieres que se salve, sácala de la Fortaleza ahora! ¡Venga!

Kinson giró sobre los talones sin abrir la boca y se apresuró a bajar las escaleras, con Mareth en brazos. Bremen los seguía, con los ropajes chamuscados hechos jirones. Descendieron a trompicones, tosiendo y ahogándose con el humo, y con los ojos empañados de lágrimas. Entonces, Bremen oyó un estruendo que procedía de las profundidades. Era el sonido de algo que se despertaba, algo enorme y cargado de furia, algo tan inmenso que era inimaginable.

—¡Corre! —gritó de nuevo Bremen, aunque no hubiera necesidad.

Juntos, el fronterizo y el druida corrieron a través de la oscuridad humeante de un Paranor muerto, hacia la luz del día y la vida.

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