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El hijo de Dios

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Autor:
Märgi loetuks
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«Decir que Dios es amor es necesariamente decir que Dios es una dinámica relacional mínima entre tres».
Capítulo dieciocho
EL GENIO DE TRES

Aquí viene una pregunta extraña:

¿Cuál es el valor numérico mínimo del amor?

Bueno, tal vez la pregunta no sea tan extraña, especialmente si alguna vez has estado en la escuela secundaria y sufrido el llamado «trauma» de ser el mejor amigo de alguien, y de pronto viste a un tercero entrar en escena amenazando tu felicidad egocéntrica.

O si alguna vez estuviste flotando en las delicias del matrimonio hasta que un pequeño nuevo humano salió del útero e inmediatamente ocupó el centro del escenario a los ojos de tu querida mitad.

O si alguna vez te encontrabas en plena sinergia creativa con un colega, y de pronto todo el asunto fue interrumpido por un nuevo empleado que entró en acción, capturando la atención de tu colega con otras ideas.

Se trata de una cuestión de geometría relacional.

Cada año hago esta pregunta a una clase llena de entusiastas estudiantes de la Biblia. Luego los separo en grupos de dos o tres y les digo que discutan la pregunta mientras caminan hacia el río. A su llegada, allí en el borde del agua, les pido que compartan los resultados de sus conversaciones. Siempre es interesante —más bien sorprendente— escuchar sus ideas.

¿Por qué?

Pues porque cada año surge la misma respuesta, lo que indica que nuestra intuición relacional como seres humanos es bastante uniforme. Solo sabemos lo que sabemos, pero resulta que todos sabemos el valor numérico mínimo del amor.

En primer lugar, los estudiantes fácilmente descartan el número uno. Es inmediatamente obvio para todos que el amor, por su propia naturaleza, no puede ocurrir en la soledad de uno mismo. Imagina a una persona existiendo sola en el universo, y encontrarás imposible imaginar la existencia del amor. El amor, por definición, es una dinámica relacional, así que si no hubiera otra persona con la que relacionarse, el amor no podría suceder.

En seguida los estudiantes se ponen a bromear a derecha e izquierda con la posibilidad de dos como el número mínimo de personas necesarias para que el amor exista. Algunos estudiantes siempre empiezan insistiendo en que dos es suficiente. «Si el amor es centrarse en alguien fuera de sí mismo», razonan, «para experimentar amor lo único que alguien necesita es otra persona». Pero los que insisten en que basta con dos no resisten mucho, porque intuyen que hay algún otro misterio en juego en la geometría del amor. Es divertido verlos tantear sin ninguna pista o ayuda de mi parte.

En cada clase, cuando llegamos al río, siempre hay algún grupo de discusión que rebulle de emoción como si hubieran realizado un gran descubrimiento epifánico. Y, de hecho, lo han realizado. «Tres», insisten, «tiene que ser tres, un mínimo de tres. Podría ser más de tres, pero no menos». Expresando lo que han descubierto todos los grupos a lo largo de los años, un estudiante observó: «Si solo hay dos personas que no tienen que compartir con nadie más, pueden fácilmente volverse posesivos y egoístas. Necesitas una tercera persona para poder ejercer un amor desinteresado». Un estudiante tras otro salta con entusiasmo para afirmar que el genio relacional de tres es el valor numérico mínimo para que exista un amor perfectamente desinteresado. Una vez que has captado la idea, esto resulta realmente muy evidente. Piénsalo bien:

Si hay dos personas, cada una tiene un objeto para su amor y cada una es el sujeto del amor del otro. Pero ninguna necesita compartir el objeto de su amor con el otro. Con el fin de poner en acción el amor desinteresado, cada uno necesita a un tercero sobre el que derivar su atención.

El 1969 la muy popular canción de Harry Nilsson, Uno, se enfrenta con la ausencia de amor de uno y el desafío de amar con solo dos:

Uno es el número más solitario que se puede dar.

Dos puede ser tan malo como uno.

Es el número más solitario aparte del uno.

Si uno es el número de la soledad, y si dos pueden ser tan malo como uno, pues entonces tres puede ser el número que contiene el secreto de la perfección relacional.

Uno constituye la ausencia total de alteridad.

Dos constituyen un estado en el que cada uno es el centro exclusivo del otro.

Tres constituyen un estado en el que cada uno disfruta tanto de ser el centro de atención como de desviar su centro de atención.

Así que tres personas pueden experimentar dar amor, recibir amor, y expandir el amor al nivel de la inclusión de terceros. En el momento en que hay tres, cada receptor de amor debe también humildemente ceder amor al tercero, y cada uno entonces ocupa la posición del tercero para los otros dos. El desinterés puro ahora puede ocurrir en virtud del hecho de que cada uno debe amar y ser amado tanto con un interés exclusivo como con un interés compartido.

Piénsalo bien:

Un ser consciente es, por definición, autoconsciente. Un ser consciente ocupando la existencia él solo podría experimentar la autoconciencia de su soledad.

Si coexisten dos seres conscientes, cada uno experimentará tres niveles de conciencia: la autoconciencia, la conciencia del otro y la conciencia recíproca del otro.

Pero considera lo que pasa cuando hay tres personas. Tres personas que coexisten juntos experimentarán un nivel de conciencia totalmente diferente al que está al alcance de solo dos personas que coexisten. Cada una de las tres personas experimentará la conciencia de sí misma, la conciencia de cada una de las otras dos, la conciencia de la reciprocidad de conciencia de las otras dos personas, y la conciencia que de cada una de las otras dos personas que tienen la una y la otra, permitiendo así que cada uno pueda perderse de vista a sí mismo.

¿Entendido? ¡Está bien!

Lo diré en otras palabras: en una unidad relacional de tres,

 cada uno se ve a sí mismo,

 cada uno ve a los otros dos,

 cada uno ve a los otros dos viéndose a sí mismos,

 y cada uno ve a los otros dos viéndose el uno al otro.

Y es ese último punto —el cuarto estado de conciencia— el que pone a cada uno de los tres en la posición de ser y no ser el centro exclusivo de atención en cualquier punto dado de la relación. Podemos lógicamente deducir, entonces, que un amor perfectamente desinteresado solo puede ocurrir con tres o más individuos. Es evidente que tres personas componen la dinámica relacional mínima dentro de la cual un amor puramente desinteresado es concebible.

La unidad familiar es un fenómeno reproductivo con una dinámica relacional mínima de tres: padre, madre, hijo. Y esta unidad mínima de tres se define en el relato de la creación del Génesis como la «imagen» de Dios (Génesis 1: 26-28).

Yo no soy menos amado por mi esposa porque ella ame a nuestros hijos, sino más. No disminuye mi capacidad de amar a mi madre el hecho de amar también a mi padre, y mi madre estaría equivocada si lo pensara. Si tú y yo somos amigos, no voy a disponer de menos amor para amarte a ti porque tú y yo tengamos los dos un amigo en común, sino de más. Me siento bendecido de ser amado por ti, y me siento bendecido de compartirte a ti con otros y ser testigo de tu amor por ellos. Necesito conocerte a través de los ojos de otra persona, y a través de tu relación con otros. Dos personas que se aman necesitan por lo menos una tercera persona para que cada una pueda amar a la otra desde el punto de vista de esa tercera persona. El decir «Tú me perteneces y yo te pertenezco», tiene que dejar sitio para poder decir «pero ella también es increíble».

Así que, entonces…

Si la identidad esencial de Dios se limitase a un estado de individualidad solitaria —una— que sería el caso si Jesús de algún tuviese un principio y si el Espíritu Santo no existiese eternamente con personalidad distinta, entonces el amor no sería esencial en la identidad de Dios. Si el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no coexisten eternamente, no se podría decir con propiedad que «Dios es amor» (1 Juan 4: 8).

Cuando decimos que Dios es Dios, el gran YO-SOY-lo-que-SOY, estamos diciendo que, en el sentido último, Dios es completamente diferente a cualquier otro ser dentro del ámbito de la creación. A este nivel de percepción, podemos afirmar tres cosas acerca de Dios:

Que Dios es amor,

y, por lo tanto, Dios es una relación interpersonal,

y esa relación interpersonal está necesariamente formada por al menos tres personas, ya que el amor, para ser perfectamente desinteresado, debe ser capaz de dar, de recibir y de centrar su atención fuera de sí mismo.

Más allá de eso, todo lo que se dice acerca de Dios es metafórico. Hombre, mujer, padre, madre, hijo, viento, paloma, pan, flor, lluvia —todo lo que cae dentro de los parámetros de la creación— son solo aproximaciones penúltimas a Dios.

Lo más no-simbólico, no-metafórico, en última instancia, lo más literal que podemos decir acerca de Dios es que Dios es amor. Y cuando decimos que Dios es amor, queremos decir que Dios es una unidad social perfectamente capaz de darse a sí misma, formada por tres Personas que constituyen una realidad relacional. Todo lo que va más allá de esto —todo lo material, temporal y pro-generativo— pertenece a un lenguaje derivado de formas que podemos comprender y a través de las cuales podemos captar las diferentes dimensiones del amor de Dios.

Hay una genialidad pura y evidente en el hecho de que la Biblia describa a Dios como Tres que son Uno en una triple comunión, más que como una singularidad absoluta, o incluso como una dualidad. La revelación que la Biblia hace de Dios como una perfecta unidad relacional y desinteresada de tres, da evidencia convincente de que la Biblia es, de hecho, la revelación del único y verdadero Dios, cuya naturaleza esencial es el amor puro. Concebir a Dios como tres seres personales que existen como uno no es una construcción arbitraria, sino que es inherente, intuitiva e inevitablemente lógica y consustancial a la noción de amor. Lo que todo esto significa es que la Trinidad no es una mera idea filosófica impuesta sobre la realidad, sino que está incluida en la esencia misma de la realidad en sí tal como la experimentamos. Nosotros sabemos que tres es el mínimo necesario para la dinámica relacional del amor.

 

Pero llevemos nuestra exploración sobre ese tres un paso más allá, tanto por curiosidad como por claridad, porque parecería que la creación misma da testimonio de que el número tres es como la plantilla numérica esencial del carácter divino.

En 1970, un físico teórico soviético llamado Vitaly Efimov estaba haciendo lo que hacen los físicos teóricos. Estaba trabajando con algunas ecuaciones muy rigurosas en sus exploraciones sobre mecánica cuántica. En este proceso, para su sorpresa y asombro, su desarrollo matemático reveló lo que parecía ser una característica más bien extraña de la materia:

Tríos de partículas se organizan en infinitas configuraciones como de «muñecas rusas».

En 1970, la idea de Efimov parecía meramente teórica porque solo había trabajado con ecuaciones sobre el papel. Cuarenta años más tarde, en el transcurso de aproximadamente un mes, tres grupos diferentes de científicos, en tres países diferentes, fueron capaces de crear ambientes experimentales que les permitieron observar la teoría de Efimov en el mundo cuántico. Lo que se había creído que no era más que una idea extravagante, resultó ser verdad.

Cheng Chin, que era profesor de física de la Universidad de Chicago en ese momento, dijo entusiasmado: «Estamos muy emocionados con este resultado. En el complicado mundo molecular, hay una nueva ley».

Podría llamarse la Ley de los Tríos, o en palabras de la escritora científica de la revista Quantum Magazine, Natalie Wolchover, «la Regla de los Tres». Ella describe esta regla de esta manera:

Esta ley es una progresión geométrica de cada vez más enormes tríos de partículas, que abarcan en una secuencia teóricamente infinita desde la escala cuántica (si las partículas estuviesen lo suficientemente frías) al tamaño del universo y más allá.

En otras palabras, todo el universo físico muestra una tendencia geométrica a organizarse en unidades de tres a una escala infinitamente expansiva.

Imagina que abres una serie interminable de muñecas rusas. Cada una de las que abres te revela otra, y otra más, y todavía otra, cada una con exactamente el mismo diseño. Ahora cambia tu imagen mental de las muñecas rusas a la de triángulos que se imbrican, o a tríos de partículas, cada trío geométrico conteniendo otro, y otro, y otro, a todos los niveles, desde lo infinito a lo infinitesimal. Tres, tres, tres, donde sea que miremos, un modelo en base tres. Eso es lo que Efimov descubrió. (Puedes ver un gráfico en movimiento de The Efimov State aquí: https://imgur.com/gallery/sUOV8). Así que es normal que esta inesperada característica de la materia se llame ahora, el estado de Efimov, como un recordatorio de que un oscuro físico ruso, jugando con ecuaciones cuánticas, accidentalmente observó la importancia casi universal y el genio inherente al número tres. Y para aquellos de nosotros que creemos que el universo físico fue creado por un Dios supremamente relacional, el estado de Efimov es también un recordatorio de que el Dios que lo hizo todo es una perfección interpersonal de Tres en Uno. Los estudiantes de la Biblia no deberían sorprenderse por el descubrimiento de Efimov, porque las Escrituras trazan una línea clara de correlaciones entre el carácter del Creador y sus criaturas:

Porque lo invisible de Dios, su eterno poder y su deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo y se pueden discernir por medio de las cosas hechas (Romanos 1: 20).

Parece lógico deducir que las características del Creador aparezcan de algún modo en su creación. Todo el universo material es matemáticas, matemáticas, y más matemáticas a todos los niveles. La matemática es, de hecho, la ciencia de las relaciones, y las relaciones son el seno divino de toda la creación.

Un blogero científico llamado M. Mahin tuvo una especie de revelación cuando se dio cuenta de que «la naturaleza ama al número 3» y «la naturaleza funciona en base al número 3 de una manera profunda y fundamental».

M. Mahin presento una serie de ejemplos, entre los cuales destaca el hecho de que todo el universo material está construido con una especie de «bloques de construcción» que se combinan en agrupaciones de tres para ser efectivos. Él explica:

En primer lugar, hay tres tipos principales de partículas estables: el protón, el neutrón y el electrón. Estos son los tres bloques de construcción de los átomos. Toda la materia sólida consiste en átomos formados únicamente a partir de estas tres partículas.

Los científicos dicen que cada protón y cada neutrón está constituido por partículas más pequeñas llamadas quarks. ¿Cuántos quarks hay en un protón? Exactamente tres. ¿Cuántos quarks hay en un neutrón? Exactamente tres. (http://futureandcosmos.blogspot.com/2014/01/nature-seems-to-love-number-three.html)

En otras palabras, tres es el número mínimo de cohesión relacional a nivel de materia subatómica. Parecería que el número tres es la firma matemática de Dios puesta sobre, o en, la creación física.

Estamos pensando en la dirección correcta cuando razonamos de la siguiente manera:

1 Dios es amor.

2 El amor es una dinámica relacional que requiere un mínimo de tres personas.

3 Por lo tanto Dios es una dinámica relacional entre tres personas.

Decir que Dios es amor es necesariamente decir que Dios es una dinámica relacional mínima entre tres.

«¿Pero qué hay de las matemáticas?» te preguntarás. «Uno es uno y tres son tres, y no tiene sentido lógico decir que hay tres personas y luego darse la vuelta y decir que hay un solo Dios».

Tienes razón: las matemáticas no tienen sentido… si uno nunca va más allá de los cursos de primer grado.

1+1+1=3

Pero…

1x1x1=1

Cada uno de los Tres miembros de la Deidad se combinan para desaparecer voluntariamente en los otros dos, en lugar de quedarse al lado de los otros. Las matemáticas no son un problema para los escritores de la Biblia por la simple razón de que no están queriendo hacer meros cálculos matemáticos. Están hablando de la dinámica relacional del amor. Están hablando de «personas» que se niegan voluntariamente a sí mismas con el fin de dar prioridad a otros. Ser y a la vez no ser, ese es el misterio glorioso del amor. Las tres personas que forman la Divinidad constituyen una Unión indivisible en la que cada uno se desvanece con humildad en favor de los demás y, sin embargo, sigue siendo vital para la unión.

Y sin embargo, en algún momento se produjo una división…

que produjo una agonía insoportable.

Ahí es donde tenemos que ir ahora.

«La obediencia de Cristo hasta la muerte fue un acto supremo de fidelidad al pacto, no un acto supremo de apaciguamiento».
Capítulo diecinueve
ENTRANDO MÁS PROFUNDAMENTE EN DIOS

Conseguir tres animales, cortarlos cada uno en dos partes justo por la mitad, y separar las piezas una frente a otra para formar un camino entre los tres conjuntos de piezas cortadas.

Extrañas instrucciones, pero eso es lo que Dios le dijo a Abram que hiciera. Había un contexto y había una razón, por supuesto. Una razón muy profunda. De hecho, la razón más profunda que se pueda tener en toda la historia de la búsqueda de razones. Y eso no es una exageración, así que no te lo pierdas.

Dios había hecho recientemente una gran promesa, cuya esencia era que Abram y Sarai tendrían un hijo, que éste tendría a su vez un hijo, que tendría un hijo, generación tras generación hasta que, finalmente, un Hijo nacería a través del cual todas las personas de la Tierra serían bendecidas. Una gran promesa, desde luego. Así que Abram le preguntó a Dios cómo podía estar seguro de que la promesa se cumpliría. Con este ritual de los animales cortados, Dios estaba respondiendo a su pregunta. Le estaba mostrando a Abram lo que el cumplimiento de su promesa implicaría en última instancia. Y, por el aspecto de los cadáveres desgarrados y sangrientos en el suelo, sería una prueba dolorosa…

para Dios.

El día terminó, el sol se puso, y todo estaba ya oscuro cuando Abram comenzó a dormirse, sin duda preguntándose qué podría suceder a continuación, porque una cosa estaba clara: el Dios del universo estaba diciéndole algo. ¿Pero qué, exactamente? Abram no pudo evitar sentir curiosidad. De repente, un sentimiento de terror «y el temor de una gran oscuridad cayó sobre él» (Génesis 15: 12). Abram tenía miedo del futuro y luchaba por creer en la promesa de Dios. Mientras el hombre yacía en el suelo temblando de ansiedad y de inseguridad, algo sucedió:

Cuando se puso el sol y todo estaba oscuro, apareció un horno humeante y una antorcha de fuego que pasaba por entre los animales divididos. Aquel día hizo Jehová un pacto con Abram (Génesis 15: 17-18).

El verbo hebreo traducido aquí por «hacer» es karat, que significa «cortar». La palabra «pacto» es berith, que significa «vínculo». Cuando el texto dice: «el Señor hizo un pacto con Abram», significa literalmente que Dios cortó un vínculo o una alianza con Abram. La Concordancia Exhaustiva de la Biblia de Strong explica que berith es la palabra para «pacto» porque «era la costumbre al hacer pactos solemnes pasar entre las partes divididas de las víctimas». El ritual de cortar un animal en dos y caminar entre las piezas cortadas significaba que la persona comprometía su propia vida para cumplir su promesa. Es asombroso que nada menos que Dios, bajo la forma de una antorcha encendida recorriese el camino entre las piezas cortadas. Dios había hecho una promesa a Abram, y ahora, con este ritual, le estaba diciendo al hombre aterrorizado, Juro por mi propia vida que cumpliré mi promesa. Estoy dispuesto a sufrir y morir para seguir hasta donde me lleve mi amor por ti y por todos los pueblos de la Tierra. Soy un Dios que mantiene su fidelidad al pacto por mucho que me cueste. Habrá un gran corte, Abram, y es Dios quien será cortado.

¿Pero de qué tipo de corte estamos hablando?

Dentro de la esfera de la propia realidad divina —por encima, antes, y más allá de todas nuestras categorías materiales y reproductivas— las tres personas del trío celestial han existido siempre en una amistad que se entrega a sí misma. De acuerdo a la promesa del pacto, los tres miembros de la Deidad soportarían el corte necesario para mantener la fidelidad del pacto para con la humanidad caída.

Mucho después de que Abram fuera guiado a través del ritual de corte, el profeta Daniel fue informado de manera más explícita que el simbolismo se volvería realidad cuando el Mesías fuese —observa el término usado— «cortado» para «confirmar el pacto» (Daniel 9: 26-27).

El pacto que Dios hizo con Abram, y a través de Abram con toda la raza humana, se mantuvo plenamente en Cristo cuando fue voluntariamente «cortado» de la divinidad. El fiel amor de Dios fue «confirmado» cuando Cristo fue separado de la íntima comunión que había definido la conexión eterna de las tres personas del trío celestial.

Y fue una experiencia dolorosa.

Imagina la dicha pura de la unicidad eterna de Dios. Imagina cuán plenamente estaban compenetrados en su amistad recíproca. Imagina cuán profundamente estaban unidos, cada uno con los demás. Mantén por un momento en tu mente esa imagen inimaginable de amor perfecto… y luego deja que tu imaginación capte, si puede, la gran separación que experimentó el trío celestial. Trata de comprender, e incluso empatizar con la agonía que la separación produjo directamente en el núcleo emocional de la amistad eterna de Dios.

Los tres seres personales que componen la realidad social que es Dios fueron separados por amor a ti y a mí. Cada uno de los tres fue desgarrado en dos dentro de su ser emocional individual del mismo modo que fue desgarrada su unión, hasta entonces dichosa. La humanidad había fallado en mantener el pacto, primero en Adán, luego en Israel. Pero, en lugar de renunciar a nosotros, la gracia inundó el corazón trino de Dios y nos convertimos en objetos apasionadamente perseguidos por un amor feroz que no nos deja escapar. En un giro narrativo vitalmente significativo, Dios vendría a nuestro mundo como El hijo prometido de Dios. Dios, como hombre, mantendría el pacto con Dios para reparar nuestro fracaso y mostrarnos qué es realmente el amor en acción. Hay mucho en juego aquí para nuestra comprensión del carácter de Dios. Reducir la filiación de Cristo a las especulaciones sobre sus comienzos metafísicos nos priva de estas ricas nociones sobre el amor de Dios que fluye naturalmente de la verdadera y triuna realidad de Dios. Pero, una vez que vemos a Dios como una Unión relacional eterna, el evento de Cristo se muestra de pronto en su plena claridad y belleza.

 

Según la historia bíblica, el pacto de Dios se realizó en dos fases vitales de sacrificio monumental: la encarnación y la cruz. Pablo explica:

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: Él, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, [kenoō, la forma verbal de donde viene kenosis], tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres. Mas aún, hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios también lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Filipenses 2: 5-11).

Pablo comienza en el verdadero nivel ontológico de la identidad de Cristo, diciéndonos quién fue siempre antes de aparecer en la Tierra. «Siendo en la forma de Dios», afirma Pablo, asegurando que era «igual a Dios».

Entonces Pablo nos dice que este que era Dios por naturaleza, voluntariamente soportó la alteración más asombrosa imaginable de su personalidad: Dios se sometió a la kenosis. La versión King James, entre otras, es deficiente aquí traduciendo el término kenosis por «ninguna reputación», como si solo se sometió a un cambio de posición externa a los ojos de los espectadores, en lugar de experimentar un cambio en su ser real. La Nueva Versión Internacional es mejor aquí, traduciendo la noción de kenosis por «se hizo nada». Sin embargo, esta idea todavía no dice del todo lo que ese término implica. Otras versiones, como la estándar inglesa, dan el significado real de la kenosis diciéndonos que «se vació o despojó a sí mismo». Esta es la mejor traducción porque la kenosis implica la idea de un contenido que es derramado del todo. La traducción de Phillips dice que Cristo se despojó de sus divinos «privilegios» y «ventajas».

Antes de su encarnación, Aquel a quien conocemos por su nombre y título humano como «Jesucristo», era una de las tres personas del trío divino. Como tal, estaba lleno de la plenitud de todo lo que corresponde por naturaleza a Dios:

omnipotencia

omnisciencia

omnipresencia

La kenosis nos dice que Jesús, en algún sentido insondable, voluntariamente se sometió a las limitaciones de la naturaleza humana. Nunca dejó de ser Dios y por lo tanto nunca dejó de tener la libertad de usar todos sus plenos poderes personales. Pero ejerció lo que solo puede ser considerado como un dominio propio infinito, movido por un amor infinito, para abstenerse de utilizar sus poderes divinos para su propio beneficio, o para trascender el sentido de separación del Padre que sufrió en Getsemaní y en el Calvario en nuestro favor.

Se vació de su omnipotencia. Asumiendo su estado ahora dependiente, Cristo dijo, «no puedo hacer yo nada por mí mismo» (Juan 5: 30). Refiriéndose a las demostraciones de poder milagroso en su vida, Pedro dijo, «Israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él» (Hechos 2: 22). Claramente, el poder que vemos en Cristo es el poder del Padre fluyendo a través de él como su Hijo humano.

Se vació de su omnisciencia. Habiendo nacido de María, el Evangelio de Lucas nos informa que «Jesús crecía en sabiduría y en estatura» (Lucas 2: 52). En otras palabras, aprendió cosas que no sabía. Incluso en su edad adulta, Jesús dijo que él no sabía el tiempo de su segunda venida: «Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en los cielos, ni el Hijo, sino solo el Padre» (Marcos 13: 32). Claramente, al convertirse en un ser humano, Jesús se desposeyó de la omnisciencia personal.

Se vació de su omnipresencia. Jesús dijo a María: «¡Suéltame!, porque aún no he subido a mi Padre» (Juan 20: 17). Claramente, no estaba presente simultáneamente con el Padre como lo estaba con María.

Incluso en su encarnación, Jesús era plenamente Dios. Por lo tanto, podría haber ejercido sus facultades personales de omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia a voluntad, pero voluntariamente se privó, momento a momento, decisión tras decisión, del empleo de sus omnipoderes para su propio beneficio. Cuando Satanás lo tentó en el desierto «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan», Jesús no dijo, «en realidad, Satanás, esto no es una tentación, porque no puedo hacerlo» (Mateo 4: 3). De hecho, resistió la tentación citando las Escrituras. Aparentemente, si hubiera querido, podría haber convertido las piedras en pan. Este es un impresionante detalle de todo el proceso de kenosis que fue la vida terrenal del Salvador. Plenamente Dios, pudo haber ejercido sus poderes divinos en cualquier momento, pero, movido por un amor más poderoso que todo interés propio, optó por no ejercer esos poderes en beneficio propio, decidiendo más bien confiar en Dios como el primer Adán tenía que haber hecho.

Al hacer uso de la palabra griega kenosis, Pablo quiere que entendamos cuál era la «mente» (decisión, disposición, actitud) de Dios que se «vació» voluntariamente de sus capacidades naturales divinas para enrolarse en la empresa colosal de nuestra salvación. Así pues, la encarnación no fue simplemente un cambio de ubicación geográfica para Dios, sino más bien un cambio de naturaleza. Aquel que solo había conocido la naturaleza divina, asumió la naturaleza humana, dejando en suspenso su divinidad, velada ahora por su humanidad. Uno de los miembros del trío Celestial se convirtió literalmente en miembro de la raza humana. Dios se convirtió en el Hijo de Dios.

Esto nos lleva a la segunda fase de la alianza «cortada» por Dios —la muerte de Cristo en la cruz del Calvario.

En el pensamiento de Pablo, Dios se hizo hombre para poder lograr en nuestra carne algo muy concreto. La encarnación fue el requisito previo necesario para la Cruz. Cristo se somete a las limitaciones de la naturaleza humana precisamente con el propósito de llegar a ser «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz»

(Filipenses 2: 8).

¿Obediente?

¿Qué tiene que ver la obediencia con esto?

Bueno, de nuevo, la verdad de la Escritura pertenece solo a quienes toman en cuenta toda la narrativa. Solo cuando tenemos en cuenta el trasfondo del pensamiento de Pablo podemos acercarnos a entender por qué la Cruz constituyó el punto culminante de la obediencia necesaria para nuestra salvación.

Allí donde cada hijo humano de Dios sucumbió a las tentaciones de Satanás bajo presiones menores —desde Adán hasta Israel, y desde David hasta tú y yo— Cristo permaneció fiel como Hijo de Dios, hasta la muerte. Ningún grado de presión pudo empujarlo a preferir su propio bien por encima de la obediencia al «pacto» que había venido a «confirmar» (Daniel 9: 26-27).