Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019

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¿Hacia un déficit permanente de legitimidad?

Pensando las transiciones latinoamericanas y su problemática, Lechner escribió a mediados de los ochenta que la legitimidad era una «cuestión de tiempo». Lechner (1989) afirmaba que construir un orden legítimo dependía de que los líderes tuvieran la capacidad de utilizar la confianza ciudadana para sincronizar los tiempos objetivos de la política (donde todo es más lento), con los tiempos subjetivos de la sociedad. Así, pensaba Lechner, los líderes conseguían legitimidad (y tiempo para hacer su trabajo) cuando persuadían a la sociedad sobre la necesidad de postergar sus expectativas en lo inmediato, en pos de la construcción de un proyecto más satisfactorio (de difícil, aunque plausible, construcción) en el futuro.

Nobleza obliga. Ser político –tradicional o emergente– se ha tornado una pesadilla. El juego democrático, que contó siempre con la legitimidad procedimental de su lado (en parte por el recuerdo de un pasado autoritario que las nuevas generaciones no poseen), no puede hoy sincronizar los tiempos políticos y los tiempos sociales. La compresión temporal, la segmentación y consolidación de universos sociales paralelos y el ascenso de los ciudadanos monotemáticos hace virtualmente imposible crear plataformas programáticas y candidaturas que logren «comprar tiempo» en función de un futuro consensualmente deseado y plausible.

¿Cómo hacer para representar tal diversidad de preferencias sobre la base de un programa común? ¿Cómo crear plataformas programáticas medianamente coherentes e integradas? Aunque sin esas plataformas se puede ganar elecciones a nivel local, y armar una bancada parlamentaria que constituye la «suma de las partes» a nivel nacional, resulta muy difícil generar coaliciones políticas que sean más que eso. Y sin esas coaliciones, gobernar el todo se torna básicamente en una fuga hacia delante en que es necesario, constantemente, apagar incendios locales o actuar sobre temas y problemáticas puntuales, para lograr sobrevivir a una medición de popularidad más.

Desde hace unos años, los comentaristas políticos de la región acusan la falta de «relato» en las campañas electorales. Los discursos son, en cambio, una colección amorfa de anuncios segmentados que interesan a públicos específicos. Son también un conjunto de declaraciones políticamente correctas que intentan satisfacer el hambre de algunos votantes, sin ojalá alienar a otros. En la sociedad actual, en que la legitimidad es la nueva utopía (así de inalcanzable se ha vuelto), los discursos de campaña no podrían ser otra cosa. Lo que sí debe quedar claro es que en este contexto social es cada vez más difícil construir partidos políticos que, mediando entre el Estado y la sociedad, logren sincronizar los tiempos y producir legitimidad.

¿Se puede hacer algo?

La introducción de reformas institucionales –y las reglas de juego– es usualmente vista por analistas y actores políticos como una forma de «alinear incentivos» para generar un cambio en las dinámicas negativas que se observan en un sistema político. Sin embargo, es necesario examinar esta expectativa a la luz de los datos empíricos que tenemos sobre los partidos y su evolución histórica. La evidencia de que disponemos en la ciencia política muestra claramente dos cosas.

Primero, América Latina se ha caracterizado en las últimas décadas por la creación y rápida desaparición de partidos políticos. Según una estimación muy antigua de Coppedge (1998), hacia fines de los años noventa, un 95% de los partidos latinoamericanos había competido en una elección para luego desaparecer. De acuerdo con la estimación más reciente de Thomas Mustillo (2009), desde la última transición a la democracia registrada en cada país hasta 2005, Bolivia había visto la irrupción de 37 nuevos partidos, Chile de 20, Ecuador de 93, y Venezuela de 797 organizaciones partidarias (se considera 1958 como año de transición en este caso, mientras que en los restantes la transición se produjo en los años 1985, 1989 y 1979, respectivamente). De dichas organizaciones, muy pocas sobrevivieron a la primera elección, y menos aún, lograron alcanzar representación parlamentaria. En el mismo sentido, un libro recientemente editado por académicos de la Universidad de Harvard también señala que son escasísimos los casos de partidos nuevos que logran permanecer en el tiempo e institucionalizarse en las democracias latinoamericanas contemporáneas (Mustillo, 2009).

Segundo, dos tesis doctorales (Wills, 2016; Rosenblatt, 2018) sugieren que los partidos tradicionales están en extinción en la región y que las condiciones para el surgimiento de un partido político, y su sobrevivencia como una organización dinámica y perdurable en el tiempo, tiene muy poco que ver con incentivos institucionales (véase también Levitsky et. al. 2016). Es decir, el desarrollo de los partidos no se relaciona tanto con las reglas a las que son sometidos –aunque dichas reglas son muy relevantes también–, sino a procesos de organización internos que están ligados a su origen histórico. Este último trabajo señala claramente que los partidos que hasta hace poco eran organizaciones institucionalizadas y vibrantes provenían, sin excepciones, de un pasado en que primaban fuertes niveles de polarización y violencia. También es claro que los partidos políticos tradicionales, admirados muchas veces por sus altos niveles de institucionalización y por la fuerte identificación que generaban con el electorado, se desarrollaron en un contexto de expansión de los aparatos estatales nacionales. Los Estados grandes (y muchas veces ineficientes en términos económicos) constituían una «caja» fundamental para el financiamiento de la actividad partidaria. También permitían, en distintos niveles, montar un sistema de mediación que conectaba cada localidad con el centro político, intercambiando votos por la gestión de favores de distinta envergadura (desde un empleo vitalicio en el Estado hasta una cita con el médico o una línea telefónica).

Con los parámetros actuales, este tipo de configuración es visto como fuertemente corrupta e ineficiente. Pero también producía organizaciones partidarias vibrantes, coherentes en términos programáticos, y con fuerte arraigo social y capacidad de movilización electoral (en muchos casos clientelar). En otras palabras, los partidos que hoy queremos reconstituir se gestaron en tiempos de violencia y usualmente en un contexto no democrático. Es en esas condiciones de dificultad, en que las ambiciones individuales no tenían cabida (no había posibilidad próxima de algún éxito electoral), los «jóvenes de ayer» crearon organizaciones partidarias cuyos niveles de cohesión interna y cristalización programática luego vimos operar en el contexto de las sociedades que recuperaron la democracia. Las organizaciones partidarias potentes y omnipresentes que muchos añoran, también se desarrollaron al amparo de una gestión estatal que hoy calificaríamos de corrupta y económicamente insostenible.

Para que quede claro, esta serie de afirmaciones proviene de la constatación empírica, no de cómo yo creo que debieran ser las cosas. Tampoco debe ser leída como una sugerencia de que se acepte la corrupción o la necesidad de pasar por tiempos violentos y de radicalización para que tengamos partidos fuertes. Nadie pretende volver a un pasado no democrático y en que primaba el cohecho y la corruptela generalizada para poder reconstituir partidos políticos funcionales para la democracia. ¿Para qué nos sirve conocer aquellas regularidades empíricas entonces? Nos sirve para entender que muchas características partidarias que hoy parece deseable emular fueron gestadas y tienen su raíz en condiciones históricas que nos resultarían invivibles. En otras palabras, ni todo lo bueno va junto, ni haciendo las cosas bien hoy generaremos necesariamente procesos virtuosos en el futuro. En definitiva, está en los jóvenes de hoy refundar la política. El desafío es lograr dicha refundación, logrando al mismo tiempo maximizar los ideales de representación y legitimidad democrática. ¿Puede, en este contexto y dadas las características que ha asumido recientemente la movilización social, lograrse una articulación entre partidos políticos y actores sociales? La próxima sección concluye analizando esta posibilidad con base en la experiencia comparativa.

Partidos y movimientos sociales

La experiencia comparativa reciente sugiere, en mi opinión, la presencia de tres vías posibles de articulación entre fenómenos de movilización social y vehículos electorales. Un primer modelo lo constituye la formación de nuevos partidos por parte de liderazgos surgidos de la movilización social. El MAS en Bolivia, surgido de la movilización cocalera e indígena a principios de los 2000; Podemos en España, vinculado al movimiento de los indignados y al 15-M de 2011; y algunos referentes del Frente Amplio chileno (Revolución Democrática, Movimiento Autonomista, etc.) surgidos en torno a liderazgos fraguados en las movilizaciones estudiantiles de 2011, constituyen tres ejemplos posibles de este tipo de articulación.

Este tipo de articulación enfrenta desafíos fundamentales. Por un lado, la clásica tensión entre objetivos estratégicos y tácticos se manifiesta en torno al debate respecto a la necesidad o no de insertarse en una arena institucional que parte significativa del movimiento vilifica. Esa misma tensión se pone de manifiesto al discutir políticas de alianzas con otras fuerzas políticas con el objetivo de la acumulación de fuerzas en el ámbito electoral, así como también en la tensión entre los objetivos del movimiento (usualmente maximalistas y acotados a ámbitos de la realidad acotados) y los objetivos de un nuevo referente partidario que debe tomar posición y reconocer dilemas entre múltiples objetivos de política pública. Por otro lado, también se produce usualmente una disputa por el liderazgo partidario en torno al acceso a cargos electivos. Aunque natural a la política tradicional, dicha disputa acarrea mayor conflictividad en el contexto de movimientos sociales que en la actualidad, y en muchos casos privilegian la horizontalidad y procesos deliberativos y participativos de toma de decisiones. El MAS constituye tal vez el caso más exitoso (al menos en términos de perdurabilidad) de este tipo de articulación. No obstante, posee características que distancian al movimiento original y al nuevo partido de otras manifestaciones de este tipo de articulación como Podemos o los partidos surgidos del movimiento estudiantil en Chile. Muy sintéticamente, el MAS posee un liderazgo único e indisputado, accede al poder y a la estructura estatal rápidamente en un contexto de disolución del orden institucional precedente (lo que minimiza la tensión entre táctica y estrategia, y al mismo tiempo genera recursos para la articulación de mecanismos corporativistas clásicos para la gestión del conflicto desde el gobierno), y articula su movilización a partir de un clivaje étnico que permite articular su discurso en torno a la multiseccionalidad de la desigualdad en la sociedad boliviana.

 

Un segundo modelo posible escapa a la tensión entre estrategia y táctica, porque no busca una articulación real con los partidos políticos. Se trata de movimientos que buscan impactar la agenda de políticas públicas en temas específicos. Dos ejemplos recientes de este tipo de acción sobre la agenda, evitando la articulación y la institucionalización del movimiento, lo constituyen en mi opinión el movimiento «March for our lives», liderado por jóvenes estadounidenses que han sido víctimas de tiroteos en sus escuelas. Este movimiento ha evitado, desde su surgimiento, vincularse institucionalmente con un partido político (o avanzar hacia la postulación de candidaturas propias). En cambio, ha utilizado una estrategia de «name and shame» en contra de líderes electos con apoyo financiero de la NRA. Al mismo tiempo, ha apoyado a candidatos que se han opuesto abiertamente al NRA y se han comprometido con una agenda anti-armas independientemente de su pertenencia partidaria. Un segundo ejemplo posible lo constituye la nueva ola del movimiento feminista, consolidada durante 2018 en Chile, en que la transversalidad del movimiento, así como la utilización de vocerías rotativas (para evitar la consolidación de liderazgos fuertes que pudieran avanzar luego hacia carreras políticas propias) da cuenta de una estrategia de acción similar. Una posible vía de articulación con la política institucional podría darse, por ejemplo, con una bancada feminista interpartidaria (sobre lo que existe experiencia previa en casos como el uruguayo), pero no con un partido político en particular. El riesgo de este tipo de estrategia es doble y lo constituye tanto su estrecho foco en un asunto/interés concreto, así como lo endeble de su inserción en los espacios político-institucionales en que se decide la política pública. A su vez, el poder de agenda que generan grupos con esta estrategia termina siendo mucho mayor que su capacidad de tramitar y negociar políticas públicas tendientes a responder a su demanda.

Un tercer mecanismo de articulación lo constituye la «toma» de un partido político por parte de un movimiento social organizado. El Tea Party en EEUU y su incursión en el Partido Republicano constituye una instancia de este tipo. Más recientemente, el caso de los evangélicos neopentecostales en casos como el brasilero (y en cierta medida el chileno) también podría considerarse cercano a este mecanismo. En términos generales, se trata de grupos con una alta capacidad de movilización electoral (pueden desmovilizar o movilizar contingentes de votantes relativamente numerosos) en función de la adhesión de un candidato a sus principios y valores. Por el momento, esta estrategia de articulación parece tener una afinidad electiva con movimientos conservadores, quienes en reacción a agendas progresistas (como las políticas de igualdad de género o legislaciones favorables al aborto, el matrimonio homosexual y la liberalización del uso recreativo de drogas) logran movilizar a su base a favor de candidatos que prometen un giro conservador.

En suma, la articulación clásica entre movimientos sociales y partidos políticos progresistas se encuentra hoy desafiada por las lógicas inherentes al funcionamiento actual de los sistemas políticos (la crisis de representación-legitimidad que se cierne sobre el modelo liberal-democrático) y por las características propias de los fenómenos de movilización social que se han tornado más espasmódicos, más antisistémicos y más focalizados en asuntos/intereses específicos, y cuya maximización es vista como un ideal absoluto. En este contexto, las formas de articulación observadas empíricamente entre movimientos sociales y partidos políticos en el mundo contemporáneo poseen limitaciones y desafíos significativos.

Post scriptum
De los partidos políticos y liderazgos: una mirada después del «estallido»

Desde la realización del seminario que propició el texto original, pasaron muchas cosas en Chile. No obstante, argumentaré que, en términos estructurales, y en particular en cuanto a la capacidad de los partidos políticos de estructurar vasos comunicantes con los movimientos sociales, no cambió mucho. En cierto sentido, estoy convencido de que el estallido chileno desnudó la incapacidad de los partidos políticos –y del liderazgo político en particular– de interpretar, organizar y representar a la calle. El «movimiento», aun sin petitorios completos, vocerías y estructura, impugnó a todos por igual. En síntesis, la calle y las instituciones son realidades paralelas, que se definen además en oposición una a la otra.

En este post scriptum ahondo sobre este diagnóstico, recuperando fragmentos de textos que escribí para mis columnas en CIPER-Chile, en orden cronológico. Dichos fragmentos completan y, eventualmente, revisan los puntos ciegos del texto central y ya más viejo.

En el verano de 2019, antes del estallido, me llamó la atención el evento del «Guatón de Gasco» en Lago Ranco y el del abogado Rosselot en el Supermercado Montserrat de Pirque. Ambos eventos circularon profusamente en redes sociales por un tiempo. Me pareció que lo que sucedió en torno a ambos casos representaba bien algunas características específicas de la «movilización social» en el Chile pre-estallido. En ese contexto, escribí lo siguiente sobre la indignación en redes sociales y sus efectos sobre la movilización social:

Las redes permiten hoy visibilizar e impugnar socialmente las actitudes de quienes, como Pérez-Cruz y Rosselot, intentan seguir abusando de quienes poseen menos recursos y estatus social. En este sentido, las redes se han vuelto tribunales de justicia sucedáneos. En estos tribunales, donde todos operamos desde la superioridad moral, ni se respetan el debido proceso ni la presunción de inocencia, ni se calibra demasiado la naturaleza de cada falta. Tampoco se pueden administrar las consecuencias de la «pena» (la funa en redes sociales), ni garantizar que el victimario sufrirá un castigo conmensurable a su ofensa. Ni para un lado, ni para el otro. (…) A las pocas horas del incidente en Lago Ranco, «Gasco» se convirtió en trending topic nacional en Twitter. Mientras tanto, el video se había viralizado, siendo compartido por más de 30 mil usuarios en menos de 24 horas, generando, además, más de 5 mil comentarios. Asimismo, un intento de funa in situ había acumulado al menos 70 mil adhesiones, transformándose ya en el proyecto de un cuasi festival en el jardín del «guatón de Gasco» (…) Incluso si usted estuvo entre los indignados, entre los que compartió un meme, o entre quienes intentaron cosechar likes y followers con alguna ingeniosa humorada, le apuesto que hace ya tiempo que no se acuerda del «guatón de Gasco» y del «abogado abusador» de Pirque. Seguramente, Pérez-Cruz y Rosselot han sufrido en estos meses, en su vida personal y profesional, algunas consecuencias dolorosas de la viralización de sus actos. Pero, tal vez solo un poco más lentamente, ellos también habrán dejado su infortunio atrás. (…) Sin embargo, la pregunta socialmente relevante es otra: la viralización de estos incidentes ¿aporta algo a la reducción del abuso y a la desigualdad, en un contexto social más amplio? ¿Hay algo más que «pan y circo» en todo esto? (…) Me temo que, como argumenta O’Donnell para el caso del «Y a mí qué mierda me importa» argentino, y como lo hace Scott respecto a «las armas de los débiles», el escándalo que creamos en las redes sociales resulta bastante funcional a la continuidad del status quo. Aunque nos desahogamos cotidianamente, contribuimos poco a buscar soluciones que nos hagan indignarnos menos en el futuro. (…) Hoy tal vez el único residuo tangible de este incidente sea la declaración y multa por parte del Ministerio de Bienes Nacionales, el que salió raudo a reiterar que en Chile no existe tal cosa como la «playa privada». Así generó un antecedente relevante que tal vez evite por un tiempo la recurrencia de incidentes similares a este. Mientras tanto, más allá del entusiasmo que generó on line, la funa in situ no prosperó. Y, pocos días después, ya todos comentábamos otras noticias en redes sociales (…) Como los campesinos de Scott, los indignados on line descargamos nuestra frustración en la red, mientras afirmamos nuestro sentido de pertenencia y de épica, molestando un poco a quién hace los méritos suficientes. (…) Mientras tanto, aquellos sectores de elite cuyos espacios de socialización son hoy levemente menos exclusivos, deben transitar con un poco más de cautela por la vida. No sea cosa que algún teléfono indiscreto los grabe in fraganti y los saque de su anonimato por unos días. (…) La indignación rotativa de unos es la contracara de la incomodidad pasajera de otros. La ausencia de articulación y canalización institucional del conflicto social explica tanto la recurrencia del descontento como la impasibilidad de elites, que no comprenden muy bien qué está pasando. (…) Pasmados por el temor a salirse del libreto y liderar, los políticos se resignan, mientras tanto, a intentar evitar escándalos e intentar mantener su popularidad mediante la exégesis de las encuestas y las redes sociales. Y aunque sistemáticamente les tiende a ir mal, siguen intentando pegarle el palo al gato (sin que, al mismo tiempo, se les desordene el gallinero). (…) También durante el pasado verano, Revolución Democrática (RD) desarrolló su elección interna. Fiel a su consolidación como un partido moderno y con masiva actividad en redes sociales, RD organizó un sistema de votación on line a través del cual cualquiera de sus más de 42.000 adherentes podía votar en no más de tres minutos desde la comodidad de su cocina. Con haber firmado por el partido en algún momento alcanzaba para participar. Compare la modernidad y simpleza de este proceso con el vetusto operativo de la elección del Partido Socialista (PS) la semana pasada. (…) A pesar de una campaña interna caldeada y peleada, en RD votaron poco más de tres mil personas, es decir, menos de un 8% de sus adherentes. Como en el festival en el jardín de Pérez-Cruz, la distancia entre el ruido en redes sociales y la acción colectiva es enorme (aún cuando los costos de participar sean bajísimos, como en la elección de RD). (…) Esa fue la suerte del partido político que logró captar más adhesiones en los últimos años, siendo uno de los partidos políticos que pretende renovar la política chilena, representando a los descontentos. Y que tiene el mérito (¿también la limitación?) de haberlo intentado construyendo un partido y apostando a la vía institucional. Mientras tanto, en el vetusto PS, votaron más de 17 mil militantes, entre los que seguramente hay algunos acarreados y otros que añoran un pasado que se les escapa como el agua entre las manos. (…) El problema que hoy enfrentan nuestras sociedades no es solamente que contamos con una institucionalidad analógica, para una realidad digital. Como muestra el caso de Revolución Democrática, la solución para la «baja intensidad» y la tibieza de nuestras convicciones no es meramente tecnológica; es también, la ausencia de sustitutos normativamente aceptables y socialmente legítimos para el añejo modelo representativo tradicional. La sociedad actual parece no contar con proyectos colectivos y mecanismos de agregación de intereses que permitan canalizar de modo constructivo el malestar y el conflicto. En el pasado, ese era el rol de los partidos políticos. (…) Estamos básicamente en una paradoja de Condorcet (o en un dilema de Arrow), en que un sistema de mediación de intereses, crecientemente ilegítimo y debilitado, produce coaliciones electorales que cristalizan un domingo cada cuatro años y rápidamente se desmantelan –o se quedan sin respaldo en la ciudadanía–. (…). Hoy es más fácil ganar una elección que gobernar. Y, por lo mismo, a quince meses de la instalación de un nuevo gobierno, ya estamos esperando una nueva elección y proyectando candidaturas. La ausencia de legitimidad genera una fuga hacia delante.

 

Y de repente se nos vino «el estallido». Súbitamente el descontento local, fragmentado, encapsulado en grupos y territorios específicos, se nacionalizó y expandió por todo el territorio nacional. Y lo hizo con una fuerza y desmesura capaces de jaquear no solo al sistema político, sino al Estado chileno y sus instituciones más básicas, como las fuerzas que administran el monopolio de la coerción. Cuanto más reprimió el gobierno, por lo demás, más fuerte fue la movilización.

El problema, o el matiz, es que la nacionalización y articulación de la protesta me siguen pareciendo aparentes. Es un movimiento nacional, pero carece de estructura, más allá de lo que niega y a lo que se opone. En ese contexto, el 19 de octubre escribí el texto del que reproduzco abajo algunos fragmentos:

No hay una indignación, hay muchas. Si bien existen procesos en que la indignación se consolida y genera acción social como el de la noche del 18/10, los componentes, como el agua y el aceite, inevitablemente terminan separándose. (…) Tampoco son todos descontentos derivados de la situación económica objetiva o de trayectorias de movilidad social específicas, hay de todo. Algunos nos parecen muy relevantes o cercanos, otros no tanto. (…) Desde el descontento de sectores de clase media endeudada por el consumo de bienes «aspiracionales», al de quienes pusieron todos sus ahorros para comprar la casa propia en lo que luego se descubrió era una zona de sacrificio ambiental. Desde quien después de años de trabajo se desayunó con la tasa de reemplazo de las AFP, a quienes protestan contra la dominación patriarcal y siglos de abuso de poder. Desde quienes en una población deben salir a las cuatro de la mañana a ver si consiguen número en el consultorio de su barrio y deben pagarle un peaje a los patos malos de su pasaje, a aquellos que descubren en el narco nuevos canales de contestación y movilidad social (…) La explicación de por qué esto sucede ahora y no antes, y por qué el movimiento cristaliza en torno al Metro y no en torno a otros temas, responde más a lógicas de agregación de la acción colectiva que a las preferencias individuales específicas de quienes hoy están indignados (…) Están los que creen que aún después de Catrillanca se necesita más Comando Jungla y quienes creen que el Plan Araucanía se queda muy corto. También quienes votan con furia y aquellos que en cambio deciden irse a la playa el feriado de la elección, porque igual el lunes siguiente «hay que ir a trabajar igual». Mientras tanto, otros reaccionan a la «ideología de género» y se refugian en referentes religiosos que prometen la salvación ante tanto relajo. Y otros tantos piensan que los inmigrantes son quienes tienen la culpa de la falta de trabajo. También están los taxistas que ven tambalear su empleo porque el Estado no ha podido regular a Uber, plataforma ilegal que da trabajo a desempleados y a inmigrantes por igual. Otros decidieron salirse del taco y se volvieron fundamentalistas de la bicicleta. Pero todavía hay quienes deben combinar dos micros y un metro para llegar a trabajar como «asesora del hogar» a la casa de jóvenes que se pasan yendo a marchas para protestar contra el lucro y el abuso. (…) Por supuesto también están los ambientalistas, enfrentando los proyectos de empresarios que mientras tanto se quejan de que, con tanto descontento y protesta, ya no hay seguridad jurídica ni condiciones de inversión. La lista de descontentos con algo es infinita, amorfa, y crecientemente irreductible a las claves de la política institucional. Pero están ahí, y conviven, en tensión, con la complacencia (y ahora con la incredulidad y desconcierto) de aquellos que apuestan a «las instituciones». (…) Hoy, más que nunca, imputar las preferencias de quienes participan de la acción de protesta a la racionalidad del movimiento es riesgoso. Como argumenta Mark Granovetter en un clásico análisis de instancias de acción colectiva similares a la que estamos viviendo en Chile, es riesgoso proyectar en la acción colectiva las preferencias individuales de quienes se hacen parte de ella. Mediante distintos mecanismos de agregación es posible que preferencias individuales inconsistentes entre sí terminen generando una acción colectiva a la que los analistas le asignamos una única o principal motivación. Y el problema es que traspasados ciertos umbrales, se producen cascadas de acción colectiva (y reacciones y contrarreacciones) que terminan con la paradoja de movimientos colectivos articulados en base a preferencias individuales inconsistentes o muy poco cristalizadas. (…) En otras palabras, la explicación de por qué esto sucede ahora y no antes, y por qué el movimiento cristaliza en torno al pasaje del Metro y no en torno a otros temas, responde más a lógicas de agregación de la acción colectiva que a las preferencias individuales específicas de quienes hoy están indignados. Lo que importa es que las indignaciones individuales, mediante mecanismos incluso paradójicos, están generando acción colectiva. (…) La noche del 18/O circularon dos teorías conspirativas (y oportunistas) sobre quién estaba orquestando el caos. Algunos señalaron a la «extrema izquierda» y otros al gobierno (en este caso, por haber liberado zonas, con el propósito de justificar ulteriormente el Estado de Emergencia y la militarización). (…) No obstante, y con la información con que contamos hasta el momento, la hipótesis más plausible parece ser la de un espasmo incubado por quienes llamaron a la protesta inicial, que luego se expandió de modo inorgánico mucho más allá de su foco original. (…) En esto, el carácter descentralizado de la protesta también incidió. A diferencia de una marcha en un lugar puntual, la protesta avanzó y creció a partir de múltiples focos descentrados y de la difusión y emulación rápida de repertorios de acción de protesta. Luego llegaron la impericia de la reacción oficialista (primero subestimando el tenor del descontento y luego criminalizando y reprimiendo todo lo que se moviera). El oportunismo descoordinado de la oposición también se sumó al entrevero. (…) Este patrón de difusión es el mismo que se ha registrado en instancias recientes y similares alrededor del mundo (por ej., las movilizaciones registradas en Brasil en los últimos años o la movilización de los chalecos amarillos en Francia durante 2019). Usualmente se lo asocia al potencial movilizador y de alcance de las redes sociales. El problema es que la movilización que ambientan las redes sociales no sustituye a la organización y usualmente desborda los ámbitos en que la acción de protesta se origina inicialmente. (…) Tradicionalmente los movimientos de protesta contaban con voceros. Y los voceros, con cierta orgánica que les permitía representar al movimiento en la negociación de un acuerdo finalmente legítimo. El movimiento del 18/O no tiene, al menos por el momento, ni voceros ni una organización que lo estructure. Por eso lo más probable es que se vaya desgastando progresivamente, tanto por sus tensiones internas como por la ya brutal acción represiva del Estado.