Discursos de España en el siglo XX

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Sari: Historia #70
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Entre nosotros hay que esperar a la Guerra de Cuba, momento en el que la oposición de las organizaciones socialistas a la misma implica y anuncia la elaboración de una alternativa al tipo de patriotismo o nacionalismo español que justificaba y necesitaba una solución militar al conflicto, y constituye, a la vez, la semilla de una concepción de patria y de nación diferenciada que se irá elaborando con perfiles más nítidos durante el primer tercio del siglo XX.

El progresivo abandono de la pureza internacionalista inicial es, pues, un recorrido común para el socialismo europeo, que se va cubriendo a medida que los partidos socialistas se integran en las instituciones y en la vida política. Dos factores principales contribuyen al progresivo encaje nacional, y aun nacionalista, de las organizaciones obreras y sindicales: uno de ellos mantiene estrecha dependencia con la progresiva implantación, desde los tiempos modernos de principios del siglo XX, de una nueva sociedad de masas, lo cual implica nuevos procesos, más extensos y complejos, de representación de intereses colectivos, de negociación con instituciones y gobiernos estatales, de presencia en la política de una nación que se ve progresivamente afirmada en la conciencia de dirigentes, militantes y votantes como espacio natural para la gestión de demandas, reivindicaciones, acuerdos o conflictos políticos de los representantes de la clase con los gestores del estado.

Otro factor determinante es la guerra que, especialmente a partir de 1914, impone brusca y brutalmente la realidad nacional a la utopía o deseo internacionalista, tanto en las ideologías como en las prácticas políticas de los socialistas europeos. La realidad impuso, en contra de la pureza doctrinal de las idealistas resoluciones de los congresos de la II Internacional, e incluso de las últimas gestiones de los dirigentes socialistas europeos reunidos en Bruselas en los primeros días de agosto, la política de defensa nacional y de enfrentamiento entre militantes socialistas de las diversas naciones beligerantes: un brutal choque entre los principios y la práctica, entre la vieja teoría y la política real. La II Internacional se había dotado de una especie de secretariado permanente, el Bureau Socialista Internacional (BSI), que ya eligió como sede una Bruselas mediadora e interpuesta entre Francia y Alemania. Pero ni su congreso de 1912 en la catedral de Basilea, prestada por el clero protestante para clamar en favor de la paz europea, ni la siguiente propuesta de concesión a la Internacional del Premio Nobel de la Paz, ni la última y dramática reunión del BSI ya en los primeros días de agosto de 1914, impidieron la guerra y el entusiasmo colectivo y nacionalista con el que los ciudadanos acudieron a combatir.[8]

En este contexto general y común del socialismo europeo hay que insertar la evolución de la doctrina y la práctica políticas de los socialistas españoles hacia la progresiva asunción de un discurso nacional y nacionalista que, además, les permite aproximarse a la opinión pública y a la sociedad, así como ir avanzando pasos en su integración política. La posición de los socialistas españoles ante la Guerra de Cuba (1895-1898) al igual que, pocos años después, ante las guerras coloniales en el norte de África a partir de 1906-1907, expresa, en origen, la concepción y asunción de un concepto y modelo de nación española, bien que delimitado por el interés en marcar diferencias tanto con el nacionalismo oficial de la monarquía restaurada como, inicialmente, con el de los republicanos; por otra parte, son éstos años de una primera integración en las instituciones, en el Parlamento (1910 y 1917), en ayuntamientos, en organismos del Ministerio de Trabajo, y de acuerdos políticos más amplios con unos republicanos más orgullosos de sus identidades nacionales (Conjunción Republicano-Socialista, 1910); también la creciente afluencia de militantes en las organizaciones socialistas, singularmente en una UGT que llega casi a organizar a un cuarto de millón de afiliados hacia 1918-1920, contribuye y es causa fundamental para la entrada en política de los socialistas, y también para el despliegue de un proceso más extenso y profundo de nacionalización de las clases trabajadoras y de construcción de un discurso y un lenguaje de clase común y de una cultura compartida.

La guerra contra los insurrectos cubanos, para los socialistas españoles, inicialmente, es ocasión de reiterar el discurso internacionalista oficial; el PSOE experimenta su primer episodio nacionalizador al calor de la Guerra de Cuba. Como nos relata Juan José Morato, en junio de 1895, El Socialista insiste en que «la defensa de la patria no incumbe a los proletarios sino a los que tienen patria, a los tenedores de papel de la deuda de Cuba, a los jefes de la milicia ansiosos de adquirir nuevos galones o entorchados, a los políticos enriquecidos y a los poseedores de riqueza que hay en aquella isla (...), allá van los esclavos blancos a combatir a los esclavos negros». Un año después, en 1896, el Congreso de la II Internacional de Londres acordó la primera declaración internacional de apoyo a pueblos en lucha por la independencia, distinguiendo entre colonizadores y colonizados. En un grupo tan disciplinado como los socialistas españoles, predispuesto a aceptar que las verdaderas doctrinas venían de fuera y de la prestigiosa Internacional, estas resoluciones se divulgaron y tuvieron su impacto, y poco a poco fue asomando la contradicción de que si los proletarios no tuvieran patria, el combate nacional de los insurrectos contra el viejo estado español y las viejas potencias coloniales sería dudoso, sobre todo a partir del momento en que la entrada de EE. UU. en la guerra actúa de potente estímulo para el nacionalismo español, hasta el punto de que se puede cuestionar el supuesto interpretativo de la debilidad del nacionalismo español desde la evidencia de la fortaleza de una oleada nacionalista española que atraviesa todas las tendencias políticas e ideológicas en esta coyuntura. A partir de aquí se despliegan intensas campañas movilizadoras antibelicistas, con los conocidos lemas de «Guerra a la guerra», que es el título de la colaboración de P. Iglesias el 1 de mayo de 1898, o el popular «O todos o ninguno», de mayor fortuna por cuanto revelaba la injusticia y el clasismo del servicio militar en la España de la Restauración; tenemos noticias de 30 o 40 mítines organizados por el Partido Socialista en el marco de esta campaña por toda la geografía española en octubre de 1897.[9]

Podemos encontrar, en definitiva, el germen y la formulación de un patriotismo alternativo, contra el falso, contra el nacionalismo agresor; implícitamente no se pone en cuestión la nación-estado, un marco que va resultando natural y aceptado, sino su instrumentalización capitalista y bélica. Pablo Iglesias, cuando ya parece inevitable la declaración de Guerra de EE. UU., editorializa en El Socialista oponiéndose a la misma y acusando a «los falsos patriotas», mercaderes y gobernantes de que siempre habían visto en Cuba «un simple mercado para un puñado de capitalistas», porque si la hubieran considerado «un pedazo de España digno de toda clase de atenciones y cuidado», «si los gobiernos de la metrópoli le hubieran concedido libertades... no habrían estallado allí formidables insurrecciones», si le hubiese otorgado la autonomía, la guerra habría cesado.[10]No es sólo un patriotismo alternativo, sin el que no hubiera habido ni insurrección ni conflicto con los norteamericanos, sino también un proyecto de colonialismo positivo, contemplado y propuesto como beneficioso para el conjunto de los ciudadanos y no sólo para algunas elites económicas, militares, políticas, un tipo de colonialismo progresivo que también comienzan, por las mismas fechas, a justificar, en nombre de una cultura occidental superior o una misión civilizadora, sectores del socialismo europeo, británicos, belgas, franceses, alemanes... Se puede observar la continuación y profundización de este proceso si se hace un seguimiento sistemático de las campañas y protestas socialistas contra la Guerra de Marruecos, el gran tema movilizador del PSOE en las primeras décadas del siglo XX, unas campañas en las que los socialistas encuentran la continuidad natural de las actitudes que habían contribuido a popularizar y sacar del aislamiento al partido y a la UGT en el momento de la Guerra hispanocubana e hispanonorteamericana.

Lo cual no quiere decir que dirigentes y militantes, por lo general, no se sintieran conmovidos y reafirmados en sus convicciones internacionalistas al conocer escenas como las que protagonizaron en el Congreso de Ámsterdam de 1904 Plejanoff y Katayama, abrazados en representación de sus respectivos proletariados enfrentados en la Guerra ruso-japonesa, ante el entusiasmo de la plana mayor de la Internacional socialista.

La Guerra de Marruecos, contra la que los socialistas españoles habían preparado ya la huelga general de 1909, que derivó en la Semana Trágica barcelonesa, fue el gran tema de la propaganda socialista en los años anteriores a la Gran Guerra, en 1913 y 1914. La movilización antibélica había comenzado simultáneamente en Francia y en España en el otoño de 1907, tras una declaración común de las direcciones de ambos partidos obreros. Pablo Iglesias afirmaba todavía en el Congreso (1913) que «nosotros sostenemos que la patria del hombre es el mundo, que, aunque habléis de justicia, de patria, la finalidad de la Guerra no es otra que la de encontrar beneficios, campo para los negocios»

–expresiones calificadas por Dato como «indignidades de arroyo»–, manteniendo inmutable el discurso internacionalista, pero la vieja retórica ya comenzaba, también entre nosotros, a albergar una concepción nacional diferente.[11]

 

Por estas fechas comienzan a ser frecuentes las manifestaciones antibélicas conjuntas convocadas por la joven Conjunción Republicano-Socialista. Los socialistas también pueden ser patriotas, pero de otra manera. García Quejido lo formuló con contundencia en un mitin de febrero de 1914: «La guerra es perjudicial para la nación. No interesa a las clases burguesas. España no necesita mercados ni tiene qué colocar en ellos». Es la nación la que, a diferencia de Francia o de Italia, no tiene interés en las empresas coloniales. En el norte de África los intereses son de Comillas, Romanones y demás plutócratas, no de una España que «ayuna de ciencia e instrucción, sin escuelas, con atavismos imborrables, no puede llevar a Marruecos más que hambre, toreros y frailes», como publican las juventudes socialistas en un manifiesto de junio de 1913. El «honor de la patria» está en otro sitio, «en invertir dinero en alfabetizar, regar, instruir, no en tener convertido Marruecos en un matadero de españoles y en una fábrica de grados militares», como escribe Iglesias pocos días después del comienzo de la Gran Guerra; definitivamente, otro patriotismo, otro nacionalismo, es posible.[12]

Hay que esperar, pues, a la segunda década de siglo, con Iglesias en el Parlamento y los acuerdos programáticos y políticos con los republicanos de la Conjunción Republicano-Socialista, para percibir un cierto debilitamiento del lenguaje tradicional de clase o, mejor, una apertura del mismo compatible con la formulación de un discurso alrededor de la idea de un interés nacional común para los trabajadores y para las izquierdas. A pesar de lo cual, ofrece escasos resultados el intento de rastrear opiniones significativas sobre el hecho nacional o el nacionalismo españoles, algo que puede ocupar extensamente nuestro interés en el presente, pero no preocupaba nada, o muy poco, a Pablo Iglesias y a los socialistas, al menos hasta 1917-1923.[13]

No existe, ni parece necesario elaborar, un discurso propio sobre el nacionalismo español, ni sobre las alternativas nacionalistas subestatales que se estaban desarrollando desde principios de siglo; no les preocupaba nada, ni a Iglesias, ni al partido, ni al sindicato, la estructuración plurinacional o plurirregional del estado; de modo que no es detectable alguna recepción de las posiciones austromarxistas de Otto Bauer y Karl Renner, defensoras de la transformación del Imperio Austrohúngaro en una federación fuerte de naciones, aunque concebidas desde el firme convencimiento de que la clase trabajadora debía subordinar sus sentimientos nacionales a sus intereses de clase: evidentemente, en el socialismo español anterior a la Gran Guerra nadie contemplaba naciones tan diferenciadas cultural y étnicamente como las existentes en la lejana Kakania.[14]

El acuerdo de la Conjunción entre republicanos y socialistas ratificado en noviembre de 1909 en el mitin del frontón Jai Alai de Madrid significó el comienzo de una nueva etapa doctrinal y política en el socialismo español, que ponía fin a tres décadas de aislamiento y comenzaba a aprovechar las oportunidades de una acción política más adecuada a las demandas de sectores populares y obreros de la sociedad española. Esta entrada en política era el resultado de un lento proceso de maduración, que arrancaba del congreso ordinario del PSOE de 1899, que pareció abrir la puerta a la posibilidad de establecer pactos con «los partidos burgueses avanzados»; de las elaboraciones teóricas presentadas por Juan José Morato o García Quejido en la revista socialista La Nueva Era, y de los ejemplos y las bendiciones internacionalistas, como aconsejaba a los dirigentes socialistas españoles el patriarca August Bebel en 1903, los cuales debían «dado el atraso de la situación política del país, prestar concurso a los partidos burgueses más avanzados (...), porque cada progreso que la sociedad burguesa realice hasta su completo desenvolvimiento, es una ventaja para la democracia socialista».[15]

Los dirigentes socialistas, al acordar la conjunción con los republicanos, no hicieron sino certificar la existencia de una cultura y una movilización comunes a las izquierdas españolas y crecientemente extendidas entre las masas urbanas desde comienzos de siglo, reforzadas por una serie de experiencias comunes, desde el análisis crítico de las guerras y derrotas coloniales al fortalecimiento del anticlericalismo desde 1899, la intensificación de la crítica antioligárquica y anticaciquil, las nuevas formas de conflictividad social y acción colectiva, el incremento del asociacionismo obrero, las actividades ciudadanas en sociedades de trabajadores, en federaciones locales, en el casino, en la casa del pueblo, en el ayuntamiento... Los proyectos unitarios de la izquierda republicano-socialista no se deben a la ocurrencia de sus dirigentes, sino a la obligada atención que esos líderes tenían que prestar a las nuevas demandas políticas y culturales que los cambios sociales de las primeras décadas de siglo llevaban consigo. En cualquier caso, la Conjunción Republicano-Socialista fue el primer paso que el PSOE dio en el largo y complicado proceso de su integración progresiva en el sistema político.

Vida Socialista es un interesante semanario ilustrado que se publica entre enero de 1910 y febrero de 1914 y constituye una buena demostración de la cultura política de este periodo inicial de la Conjunción con los republicanos, una buena ilustración de las nuevas actitudes y prácticas del PSOE; el semanario lleva el significativo lema subtitular de «Pueblo, República, Democracia». Es fácil comprobar, consultando los índices temáticos elaborados con ocasión de la edición de un reprint facsimilar de la revista, cómo recogen, de entre 210 números y muchos cientos de artículos, solamente tres referencias al tema del nacionalismo o de las nacionalidades, dos artículos de socialistas europeos de segunda fila, con la tópica retórica internacionalista, y otro dedicado a celebrar el aniversario de la unificación italiana y las virtudes del nacionalismo risorgimental antiaustriaco, antieclesial y antirromano.[16]

La retórica afirmación de que los trabajadores no tienen patria va evolucionando hacia la convicción de que hay que combatir el patriotismo nacional reaccionario y opresor en el interior y en el exterior, el de la burguesía y el de los estados realmente existentes, que sirven, unos y otros, estados y discursos patrióticos, a los intereses económicos de los capitalistas. Lo cual implicaba la formulación y gestión de un nacionalismo alternativo que, en España, pasaba por entender que eran justamente los trabajadores los más interesados en la modernización de un país atrasado y en defender un verdadero interés nacional, identificado ahora con la conquista y el mantenimiento de las libertades democráticas, la transformación del estado monárquico y oligárquico, la concienciación y organización de los trabajadores y la acción colectiva en beneficio del desarrollo económico de la nación y de una más justa distribución de la riqueza. En la medida en que en ningún momento se ponía en cuestión la nación-estado realmente existente, esta afirmación situaba a la dirección y a los militantes del PSOE en el marco ya consolidado del nacionalismo español de tradición y base liberal y regeneracionista, un camino que la política conjuncionista contribuía a extender y asegurar. Aquí comienza el punto de enlace con unos intelectuales de los que había carecido el partido al que, ahora, algunos, comienzan a aproximarse.

Es a partir de este momento cuando podemos encontrar textos del propio Pablo Iglesias, como el de su discurso de respuesta a Canalejas en enero de 1912, en los que ya afirma de modo tan explícito como novedoso que

no se nos puede acusar a nosotros los socialistas y demás trabajadores de no ser patriotas, de no defender nuestra nación (...); somos los que amamos a nuestro país, no esos vascos que llevan los productos de sus minas en buques no con esa bandera nacional que dicen querer tanto, sino bajo banderas de otros países; el pueblo trabajador, una parte muy principal de la nación, interpretando el interés general, batallará porque esta Guerra termine [Marruecos]; no nos importa que se nos diga que no somos patriotas, sabemos que es todo lo contrario, hacemos nuestra la causa, no sólo del proletariado, sino del país en general.[17]

De modo que, resumiendo y situando el socialismo español en el escenario europeo, el papel determinante que tuvo la Guerra Mundial en el reforzamiento y la consolidación de las identidades nacionales de los socialistas europeos y en el debilitamiento de un internacionalismo que, no obstante, siempre será reconocible, cuando menos como nostalgia, en las tradiciones obreras y socialistas, aquí fue desempeñado y cumplido, incialmente, por la Guerra de Cuba, y luego, de modo más constante y sostenido, por las campañas antibélicas y antimilitaristas contra la guerra de Marruecos; de modo simultáneo avanzaba notablemente la integración política de las organizaciones socialistas en la esfera pública, a la vez que se reforzaban los procesos generales de nacionalización de la clase trabajadora, tanto en el propio lenguaje como en la representación de intereses, la práctica de acciones colectivas y su capacidad de incidir en la vida pública y en el estado, como pronto van a evidenciar la concepción y las consecuencias de la huelga general de 1917.[18]

La movilización sindical y política de la primavera de 1917 se apoyó en un discurso en el que la nación adquiere ya una centralidad clara: en marzo los sindicatos anuncian su disposición para una huelga general en un manifiesto, escrito básicamente por Besteiro, un texto que va dirigido a la nación: «El proletariado ante la nación. A los trabajadores españoles y al país en general». Desde la dirección del PSOE, el propio Besteiro utilizaba un lenguaje más meridiano, interpretando que para «el proletariado organizado era necesaria la transformación del sistema de gobierno para que el interés general de la nación fuera atendido», definiendo el objetivo de un proyecto de huelga general orientado al cambio de sistema político: «las izquierdas españolas (...) deben previamente declarar (...) que no siendo la monarquía española el instrumento adecuado para servir al interés nacional (...) se disponen a organizar fuerzas de poder y garantías morales suficientes para cambiar el régimen por otro», lo cual constituía el programa máximo de la Conjunción Republicano-Socialista.[19]

Las masas de trabajadores acudían a los sindicatos y era la práctica y experiencia sindical la que les influía y orientaba principalmente. La Unión General de Trabajadores alcanzaba la cifra de 241.068 afiliados en enero de 1921, de los que 21.314 eran también militantes del PSOE, según el recuento del congreso celebrado en diciembre del mismo año; los sindicatos españoles se constituyeron pronto como los principales movimientos sociales en la naciente sociedad de masas desde comienzos del siglo XX, los más visibles protagonistas de la acción colectiva, dentro y fuera de un sistema político cuya capacidad de representación era muy limitada, y los principales agentes de nacionalización de la clase trabajadora. La Unión General experimentó un profundo proceso de cambio desde 1910; «la frágil malla de sociedades de oficio se iba a convertir en una federación sindical nacional dedicada a la lucha de intereses que en el verano de 1917 se involucraría por primera vez en la lucha directa por la democratización del sistema político español, en una federación sindical moderna que defiendía los intereses de sus afiliados y que da sus primeros pasos en la política nacional», aprovechando y potenciando su capacidad de actuación a escala nacional española para constituirse como interlocutor con el estado a la hora de reclamar y negociar.[20]

La asunción natural del hecho nacional se lleva a cabo expresando un patriotismo de oposición al discurso nacionalista oficial, identificado con el sistema político de la Restauración y, enseguida, con el aroma más militarista y católico que desprendía la dictadura primorriverista, por lo que en la mentalidad y cultura socialistas se difunde un patriotismo alternativo que explica, por ejemplo, que Pablo Iglesias no se oponga frontalmente a Solidaritat Catalana, vote desde su escaño las Mancomunidades Provinciales de 1912, y no parezca especialmente preocupado por las nuevas identidades regionalistas o nacionalistas, asuntos y proyectos entendidos como meras distracciones de los intereses principales de los trabajadores, que pasaban exclusivamente por el conflicto de clase y por la indubitable hegemonía de una identidad de clase, aun por encima de la nacional española, cuya existencia y compatibilidad iba siendo desplegada por la práctica política por delante de la más resistente teoría tradicional.

 

El largo combate por afirmar y extender la identidad principal de clase dejaba otras formas de identidad perfectamente recluidas en la vida privada, hasta el extremo que podemos suponer que Pablo Iglesias conociera y hablara gallego, dado su origen social, e incluso conocer que en alguna ocasión lo hablara con su madre, o que no le fuera extraño el valenciano pues lo debía oír en casa a su mujer, Amparo, y a su hijastro Juan Almela Meliá, quien parece tenía dificultades iniciales para hablar correctamente castellano.

Los conflictos entre la indiscutida identidad de clase y otras identidades territoriales, siquiera culturales antes que abiertamente nacionalistas y políticas, van a plantearse en otros escenarios, en aquellos en los que desde comienzos de siglo se plantean proyectos nacionalistas subestatales que van cobrando cierta fuerza también en torno a los años de la Gran Guerra. Un joven Andreu Nin, por ejemplo, ingresaba en 1913 en la agrupación socialista de Barcelona, procedente de la izquierda catalanista y republicana de Reus, y en su carta de presentación política, un artículo en el semanario reusense Justicia Social, exponía que «nosotros podemos ser perfectamente socialistas sin dejar de aspirar a la autonomía y libertad de Cataluña», a la vez que se proponía cubrir el vacío que el socialismo español había dejado al no tratar el problema de las nacionalidades.[21]

Andreu Nin nunca abandonará la reflexión teórica sobre el tema; en septiembre de 1934 publicó en Leviatán un trabajo sobre «El marxismo y los movimientos nacionalistas», mucho más elaborado conceptualmente, en el que subrayaba el importante papel de «los movimientos nacionales» en el desarrollo de la «revolución democrático-burguesa».[22] El socialismo mayoritario español también le respondió tajantemente y desde el principio: el veterano y también catalán A. Fabra Rivas le recordó, a la altura de 1914, la posición tradicional sobre el tema: «el nacionalismo y los nacionalistas sólo pueden ser considerados por nosotros como un adversario a combatir».[23] Pero de momento, la dirección de las organizaciones socialistas podía ignorar perfectamente el problema menor que suponían entonces estas diferencias doctrinales, aunque en un pequeño semanario de una lejana provincia un joven socialista siguiera insistiendo y reflexionando por primera vez sobre el modelo del socialismo austriaco, constituido por seis secciones diferenciadas: alemana, checa, polaca, rutena, eslovena e italiana, o recordara cómo en 1905 el partido socialista de Finlandia había multiplicado por cinco sus efectivos tras liderar una huelga general que demandaba autonomía política para los fineses.[24]

Ya desde 1912, una Federacion Socialista Catalana, dirigida desde Reus por Jose Recasens y Mercadé, comenzó a plantear la necesidad de combinar socialismo y catalanismo, llegando hasta la exigencia de una nueva organización interna del PSOE basada en el reconocimiento de federaciones regionales. El IV Congreso de esta Federación Socialista Catalana (1914) proponía el objetivo de una «confederacion republicana de todas las pequeñas nacionalidades ibéricas»; otro congreso posterior de la Federación, en 1916, retomó el tema proclamando la necesidad de que los socialistas luchasen por la autonomía de Cataluña; Recasens proponía que los socialistas catalanes fuesen en vanguardia de toda clase de descentralización administrativa y política, de la reivindicación de la cooficialidad del idioma, publicación de periódicos y libros en catalán..., llegando a conseguir que el congreso del PSOE de 1918 aceptase entre sus resoluciones esa aspiración a una Confederación Republicana de Nacionalidades Ibéricas, con el apoyo de Besteiro y al calor y en la estela de la actualidad del tema de las nacionalidades en la Europa de la posguerra.

En estas polémicas se imponían las tesis más ortodoxas del veterano Fabra Rivas, que identificaban sin más cualquier ideal nacionalista con el pensamiento y la práctica burgueses y reaccionarios, pero la difusión y extensión de estos presupuestos de compatibilizar catalanismo y socialismo, siempre lejanos a cualquier formulación nacionalista catalana, llevaron a la constitución, en 1923, de la Unió Socialista de Catalunya, o a escenarios no muy conocidos, como el que describe Recasens en sus memorias, escritas en 1943 al salir de la cárcel, cuando recuerda su indignación porque Enrique de Francisco, secretario de la Comisión Ejecutiva del PSOE, les requiere en una reunión orgánica, en 1932 y en Reus, que hablen en castellano. En 1933 se reconstruyó una Unió Socialista de Catalunya, como Federació Catalana del Partit Socialista Obrer Espanyol, que se proponía actuar en Cataluña con personalidad propia como un partido genuinamente catalán, lo cual no agradó especialmente a De Francisco ni a Caballero, «aquells dos homes rancuniosos, obtusos, incomprensius, orgullosos...», en palabras de Recasens.[25]

El reforzamiento de los procesos de nacionalización en la Europa del primer tercio del siglo XX, incluido ahora el de los socialistas –también y más tarde en España–, es, pues, una evidencia; pero tampoco es difícil probar que en este periodo, antes y después de la Gran Guerra, la nación, como mito identitario y movilizador, funcionó más y mejor para la derecha conservadora, que fue quien en España promulgó la ley de jurisdicciones de 1906 por delitos contra la patria, o justificó el golpe de estado de Primo de Rivera por la necesidad de salvar la patria y la nación; frente a ello, en la cultura socialista seguía pesando el internacionalismo, y para la izquierda republicana y obrera, de lo que se trataba principalmente era de transformar el estado, modernizar la sociedad y construir y gestionar un nacionalismo alternativo al oficial.

Así pues, si uno de los factores de la progresiva asunción y expresión de la cultura e identidad nacionales en el socialismo dependía muy estrechamente del grado de integración en el sistema político, de la presencia en las instituciones y en el estado de las propias organizaciones socialistas, de su reconocimiento como interlocutoras con capacidad de negociación o de transformación de las políticas públicas, es en los años de entreguerras cuando este proceso de nacionalización de los socialistas españoles se despliega con más visibilidad e intensidad; en menos de diez años las organizaciones socialistas pasaron de estar presentes en el Consejo de Estado y en las instituciones de arbitraje de la dictadura de Primo de Rivera, a protagonizar la fiesta y revolución popular republicana, componer mayorías parlamentarias, dirigir ministerios claves y, por último, ya en la Guerra Civil, situarse al frente del propio gobierno de la nación republicana con Largo Caballero y con Negrín.

De modo que el tránsito del inicial odio a la patria de Pablo Iglesias a la afirmación, modernización y defensa de la nación es rápido y completo, un camino que llega a afirmaciones nacionalistas españolas tan meridianas como la del famoso discurso de Prieto el 1 de mayo de 1936 en el teatro Cervantes de Cuenca: «a medida que la vida pasa por mí, yo, aunque internacionalista, me siento cada vez más español, siento a España dentro de mi corazón y la llevo hasta el tuétano de mis huesos», aunque haya que explicar que el contexto de estas palabras era el de defender al Frente Popular de las acusaciones de dependencia del extranjero, ruso o francés, que formulaba la derecha en su ofensiva contra el gobierno y contra la República.[26]