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El mejor periodismo chileno 2019

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BOMBEROS EN LA ZONA CERO


Arturo Galarce

7 de diciembre

Sábado, El Mercurio

El ambiente de un suceso, su entorno físico, ofrece miles de posibilidades a los reporteros para confeccionar algún género periodístico. La mirada aguda, la observación, es una característica fundamental de esta profesión. Gracias a ella, los interesados en las noticias, pueden acceder, sentir, al lugar donde trascurren los principales hechos noticiosos.

Alrededor de la Plaza Baquedano o Dignidad, como fue rebautizada por los manifestantes cuando se convirtió en el epicentro de las protestas, había todo un mundo que debía ser revelado.

Uno de ellos fue la llamada Bomba de la Zona Cero, aquella que en el reportaje de Arturo Galarce, seleccionado entre los mejores de esta categoría, retrató con calidad el trabajo que realizó durante el estallido la estación de bomberos que más emergencias atendió en esos tres meses.

El reportaje recrea el trabajo realizado por un grupo de voluntarios en las jornadas más álgidas del 2019.

Rodrigo Pineda, capitán de la Tercera Compañía de Bomberos de Santiago, dice que su grupo ha visto de todo. Batallas campales justo afuera del cuartel. Lluvia de piedras. Lluvia de lacrimógenas. Lumazos al cuerpo. Escupos y patadas al uniforme.

Han visto paz, violencia, bailes, consignas, alcohol, y esa gelatina incolora en la que se convierte un ojo destrozado por un perdigón.

Han visto cómo la gente los aplaude y los vitorea en medio de las marchas. Han visto a encapuchados amenazantes y a otros que los ayudan, estirando las mangueras o moviendo barricadas con los pies para abrirles el paso. Han visto cómo, desde iniciado el estallido, los llamados no han parado de sonar: solo entre los días 18 de octubre y 18 de noviembre, acuartelados, a medio dormir, a medio comer, los 93 voluntarios de la Tercera Compañía de Bomberos de Santiago atendieron un total de 135 emergencias. Más del doble de las que atendían en promedio por mes antes del estallido social.

La Tercera Compañía atiende a nueve comunas: Las Condes, Lo Barnechea, Vitacura, Providencia, Renca, Independencia, Recoleta, Estación Central y Santiago. Rodrigo Pineda, el capitán, está sentado en su oficina en el segundo piso de este edificio casi entero de vidrios. Con el celular en las manos, repasando imágenes de los últimos días, recuerda el momento exacto en que su radio sonó aquel 18 de octubre. Se encontraba de regreso desde Til Til, dice, donde trabaja como prevencionista de riesgos en Cemento Polpaico. Ya habían ocurrido las evasiones en el metro, la destrucción de torniquetes y el cierre del servicio que ese día colapsó la ciudad. La orden a través de la radio fue clara: acuartelamiento para todas las compañías de la capital.

Ya pasadas las seis de la tarde, cuenta el capitán Pineda, Carabineros disuadía a manifestantes en Plaza Italia. Matías Leal, 25 años, uno de los bomberos más jóvenes de la Compañía, fue testigo de ello: luego de atender un atropello en las cercanías del cuartel, el grupo de voluntarios acuartelados recibió un llamado que les alertaba de un bus del Transantiago incendiándose en Vicuña Mackenna con Providencia. Eran las 20:37 hrs.

—Había mucha gente en la calle —recuerda Matías Leal al interior del gimnasio de la Compañía, improvisado como dormitorio desde el primer día de acuartelamiento—. Había muchas escaramuzas entre encapuchados y Carabineros, pero no había consignas. Después de eso nos despacharon a otro lugar.

El siguiente llamado, a las 21:07, los trasladó hacia la otra esquina. Vicuña Mackenna con la Alameda. Una farmacia era incendiada tras un saqueo. Sin embargo, no pudieron acercarse. Según el capitán Rodrigo Pineda, uno de los protocolos de Bomberos es no correr riesgos, siempre y cuando no haya vida de personas en peligro o llamas que amenacen con propagarse. Antes que todo, agrega, está la seguridad del grupo.

Una hora después, recibieron el llamado que los alertaba de un incendio en Santa Rosa con Marcoleta. El edificio de Enel estaba en llamas. O eso parecía ser en las imágenes que se viralizaron en los WhatsApp de la Compañía.

—Era impresionante —dice el capitán Pineda—. No entendía cómo habían podido llegar a prender un edificio.

Pero una vez en el lugar constataron la realidad: lo que estaba incendiado era la escalera de emergencia del edificio, que por norma, explica el capitán, debiese ser ignífuga y el lugar más seguro de un recinto ante las llamas. Mientras trabajaban en controlar el fuego, Carabineros intentaba controlar a manifestantes en la esquina de Santa Rosa con la Alameda. Piedras y lacrimógenas volaban sobre el carro de la Compañía.

—Para que ardiera como ardió tiene que haber tenido algún material inflamable —dice el capitán, sin aventurarse al origen de ese siniestro—. Fue igual que prender un fósforo. Hasta ese momento tú decías: “Bueno, es un incendio más”. No teníamos idea de lo que se nos venía.

Dos horas después el grupo se trasladó a otra emergencia: una barricada en Ayacucho con Monjitas. En el trayecto, vieron cómo otro bus del Transantiago ardía en José Miguel de la Barra. Se desviaron. Lo apagaron. Luego, en Ayacucho extinguieron la barricada: una de las pocas que terminarían apagando en los próximos días, privilegiando el agua y la dedicación del grupo a los incendios de magnitud que se avecinaban.

Esa fue la primera noche que pasaron en el cuartel. Por televisión, cuenta el capitán Pineda, vieron imágenes de las estaciones de Metro que se incendiaban en comunas que no les corresponden como jurisdicción. Al día siguiente, el bus quemado en José Miguel de la Barra se convirtió en viral: un hombre se sentó en un asiento calcinado y tocó el arpa, mientras en Plaza Italia se congregaba la primera de las marchas del estallido social.

—Ese día empezó el saqueo —recuerda Rodrigo Pineda—. Pasada la una de la tarde quemaron cinco micros a un costado del cuartel. Y a las siete y media se armó una batalla campal entre piquetes de Carabineros y encapuchados. Cuando de repente nos tocan la puerta.

Eran tres hombres cargando a un tipo más joven.

—Era un muchacho de unos 23 años —dice el capitán—. Venía con un pedazo de ojo colgando y un hoyo en su cuenca derecha. Gritaba y sangraba. Decía que no quería quedar ciego. Inmediatamente mis muchachos tomaron el botiquín y lo empezamos a atender. A tirarle suero fisiológico para tratar de limpiar. Cuando le estábamos poniendo un apósito entró otro muchacho más herido, con la mandíbula dislocada. Le había llegado un proyectil, algo en la cara. Llamamos al SAMU, que llegó de inmediato.

La ambulancia se detuvo al otro lado de Vicuña Mackenna. Una barricada separaba a encapuchados de Carabineros, justo afuera del cuartel. Si bien durante las emergencias de ese día ya habían recibido el aplauso de manifestantes pacíficos, no sabían cuál sería la reacción de los encapuchados cuando entraran en escena. Ya habían tenido la experiencia de evitar participar en el incendio a una farmacia por el riesgo que significaba. Pineda es claro: aunque como bomberos prefieren mantener una posición neutra ante el actuar de encapuchados, condenan la violencia y los ataques incendiarios que se han desplegado en las calles.

—La condenamos —dice el capitán— porque está en nuestra fundación salvaguardar la salud y los bienes de las personas.

Para abrirse paso en medio de la pelea, Pineda llamó a los voluntarios más fornidos. Les pidió que cubrieran a los heridos para así acercarlos a la ambulancia. Él salió primero, levantando las manos, y el resto detrás.

—Automáticamente se detuvo todo —dice Pineda—. Hubo un silencio. Los carabineros parapetados, los que lanzaban piedras quietos. No voló ni una pluma. Cruzamos. Entregamos los heridos. Nos devolvimos al cuartel. Entramos y cerramos la puerta. Y empezó todo de nuevo.

Así, dicen los bomberos, es un incendio por dentro: solo humo y vapor, uno que otro destello rojo indicando que ahí están las llamas, y el ruido incesante del crepitar de la madera, del fierro o de los vidrios que se quiebran, y esos rugidos fuertes y breves que hace el fuego cuando una corriente de aire frío se cuela desde el exterior. La fábrica Kayser en Renca, dice el bombero Maximiliano Echeverría, 29 años, ardió de ese modo.

Hasta ese lugar, explica, llegó junto a la Tercera Compañía de Bomberos de Santiago para colaborar con las compañías de esa jurisdicción. Los primeros fallecidos del estallido social ocurrieron en ese lugar, ese día, el 19 de octubre. Él fue testigo.

—Adentro se quemó todo —dice Maximiliano, barba de días, robusto, sentado en el hall de la Compañía—. No quedó nada. Solo las estructuras metálicas de las mesas y las sillas. Había mucho vapor. Mucha agua. La estructura medianamente colapsada. En el segundo piso estaban los cuerpos de cinco personas. No estaban juntos. Estaban separados, repartidos en un mismo espacio de unos cien metros cuadrados. No había que moverse mucho para llegar de un cuerpo a otro. Uno de ellos estaba muy cerca de la escalera. Estaban totalmente irreconocibles. La carga calórica tiene que haber sido muy alta. Uno se insensibiliza con el tiempo, pero me chocó harto.

Al salir, recuerda Maximiliano, escuchaba gritos y llantos. Decenas de personas se acercaban a Carabineros y personal militar preguntando por sus familiares.

—Eso fue lo más complicado —dice—. Esquivar a las personas que estaban preguntando por sus familiares. Me acuerdo claramente de una mamá que preguntaba por su hijo. Uno no podía decir nada, primero porque no tienes la certeza, o porque quizá el hijo ni siquiera estaba en ese lugar. Guardar esa discreción es súper complicado. Sabías que uno podría ser su hijo.

 

Cuando guardaban el material, recuerda Maximiliano, luego de varias horas de trabajo, comenzó a arder el supermercado Lider de enfrente. Javier Berríos, 72 años, bombero desde 1965, dice que nunca había visto algo así: un supermercado arder con esa agresividad en tan poco tiempo. Las horas anteriores que había pasado en ese lugar, prestando apoyo al carro de abastecimiento de agua, ya lo tenían sorprendido.

—Vi saqueos con mis ojos —dice Javier, flaco, alto, el pelo cano, sentado en un sillón de la Compañía—. No me lo contó nadie. Era descontrol. Euforia. A la gente le daba lo mismo que uno los viera. Felices se llevaban las cosas. Lavadoras, televisores a cuestas. Algunos llegaban en vehículos y empezaban a cargar.

Pero el fuego lo dejó atónito.

—Nosotros no somos quien lo determina, pero yo miraba y decía: “Esto no es un cortocircuito. A esto le prendieron fuego por los cuatro costados” —recuerda—. Es muy difícil quemar un supermercado. Requiere de temperaturas muy altas. No es una molotov. Una molotov se va a concentrar en el lugar donde cae y lo más probable es que se apague.

La faena fue larga y no exenta de problemas: durante la noche uno de los grifos alimentadores se rompió mientras trabajaban. El grupo debió arreglarlo con ayuda de vecinos de un condominio cercano. Javier Berríos los vio de cerca, mientras sus compañeros combatían el fuego. No sabía de qué se trataba, ni que se convertiría en tendencia, pero los vecinos del sector vestían chalecos amarillos reflectantes. Algunos tenían perros y daban rondas por el condominio. Esperaban una turba, dice Javier, que nunca llegó.

La encapuchada miró al bombero Dhiraj Vaswani y se mantuvo quieta mientras lo amenazaba:

—Me apagas el fuego y te quemo el carro.

Fue a mitad de semana, dice Dhiraj. Las manifestaciones llevaban varios días, al igual que los intentos de varios grupos por incendiar la entrada de la estación Baquedano, en calle Antonio Burle, la más cercana a la comisaría situada al interior de la estación. Dhiraj Vaswani estuvo a cargo de esa emergencia.

—Se pararon unos treinta encapuchados frente al carro. Ella fue la única que habló. Le dije que había gente, que había carabineros allá abajo. “Son pacos”, me dijo, “y tienen que morir”. Tal cual. Estaban muy eufóricos. Era una niña de unos 24 años. Avisé a la Central y dije que se impedía el trabajo y nos retiramos. Los carabineros estaban con mangueras apagando el fuego desde adentro. No había peligro de que se fueran a morir.

Dhiraj Vaswani vive en un edificio junto al cuartel de bomberos. Desde ahí y desde el hall de la Compañía ha visto cómo el fuego no solo ha marcado las manifestaciones a través de la violencia de su poder destructor: ha visto festividad en torno a las llamas, al final de las marchas, con grupos de personas bailando alrededor de fogatas como en un ritual primitivo. Sus compañeros han visto escenas sobrecogedoras. Han sentido miedo, por ejemplo, cuando apagaban el restorán La Hacienda Gaucha y un encapuchado los miraba sentado en una silla, tomando una copa de vino. Han visto a personas desesperadas, gritando mientras ven desaparecer sus negocios por el fuego y figuras religiosas arder sobre el asfalto. También han visto la animosidad contra Carabineros.

—En esta esquina en las mañanas hay carabineros que dirigen el tránsito —dice Dhiraj, melena, barba incipiente—. Por lo general, son puras mujeres a esa hora. Hace algunos días había una carabinera y pasan dos tipos. Le gritaron. Después se acercaron. Uno la escupió y el otro le tiró una piedra en el brazo. La carabinera colapsó. Se vino para acá, nos pidió permiso para lavarse la cara y se puso a llorar. Debe haber tenido menos de 30 años. Decía que estaba sobrepasada, cansada, aburrida. No daba más.

Por el cuartel, dice Dhiraj, han visto pasar a cientos de personas. Heridos, carabineros, gente borracha y manifestantes que vienen a inscribirse como voluntarios. El rol que han cumplido, lo saben, ha sido destacado transversalmente: es la institución que más aprobación ha sumado durante el estallido social: 94,4 % de aprobación según Activa Research. Carabineros un 15 %. El Congreso y parlamentarios un 3,2 %. El gobierno y los ministros un 4,7 % y 3,6 %, respectivamente.

El capitán Rodrigo Pineda cree que no han actuado distinto a otras oportunidades. Sin embargo, reconocen voluntarios de la Compañía, han intentado en la calle, al menos, no establecer contacto con Carabineros y así evitar sufrir agresiones.

—Antes conversábamos con ellos —dice el teniente Rodrigo Mondaca, poco pelo, chaqueta de cuero—. Pero cuando empezó esto, tomamos la acción de no hablarles. Empezamos a tomar distancia para que no nos asociaran.

—Ellos mismos nos dicen: “Chiquillos, no se acerquen a nosotros” —agrega Vaswani.

A diferencia de Carabineros, la mayoría de los voluntarios ha recibido aplausos de la población. Dicen que se les paran los pelos cuando recuerdan las veces que transitaron entre marchas y la gente les estiraba las manos. Dhiraj Vaswani cuenta que se sentía como un soldado héroe regresando de una guerra. Ninguno de ellos ha vivido lo que su compañero de cuartel ha pasado durante estos días. Su nombre es Michel Inostroza. Bombero y alumno de la Escuela de Suboficiales de Carabineros. Desde que comenzó el estallido, también debió acuartelarse, pero como carabinero. Solo ha podido participar de contadas emergencias de la Compañía.

Hoy es su día libre. Michel contesta el teléfono. Acaba de llegar a su casa luego de comprar comida para el conejo que tiene de mascota.

—Como bombero me han tocado los aplausos —dice Michel Inostroza—. Y como carabinero, las piedras. En este periodo, y como todo carabinero, he tenido que sacar fuerzas de la nada.

Cuando se le pregunta si ha disparado perdigones, prefiere no responder.

—Carabineros tiene que reestablecer el orden cuando se quebranta —dice Michel—. Yo soy bien crítico, pero mi trabajo es mi trabajo y tengo que hacerlo bien. Psicológicamente ha sido estresante. Ir a la bomba me quita el estrés. Ser bombero es un respiro.

Los voluntarios del cuartel tienen un grupo de WhatsApp llamado “Volvamos a la seriedad”. Allí se expresan como civiles y no como bomberos. Comparten bromas, memes y comentan la situación que hoy vive el país. De vez en cuando las discusiones se vuelven acaloradas y algunos han preferido salir de ese chat. Maximiliano Echeverría, el bombero que vio los cuerpos calcinados en Kayser, dice que le ha tocado llamar a la calma, sobre todo cuando se lanzan insultos a Carabineros. Les dice que se acuerden que en el chat también está Michel, uno de sus mejores amigos.

—Son tallas —responde el bombero y carabinero Michel Inostroza—. No me las tomo mal. Yo entiendo que para los civiles el mundo de Carabineros es desconocido. Pero somos personas normales. Siempre hacen bromas. Y si me lo preguntas como civil, hay muchas cosas que los cabros dicen en el chat sobre lo que piden las movilizaciones pacíficas y que tienen razón.

Hoy es jueves de la última semana de noviembre. Las emergencias y los disturbios afuera de la Compañía han disminuido. El gimnasio aún sigue improvisado como dormitorio, por si es necesario acuartelarse más pronto que tarde. Se ven cansados mientras recuerdan con orgullo las semanas acuarteladas, los uniformes casi siempre mojados, y se lamentan de lo poco que han visto a sus familias.

Mientras los más jóvenes de la Compañía cargan de una épica histórica su participación de estos días, en una sala, sentado, las palabras del bombero Javier Berríos sonaban más humildes y todavía sorprendidas de la violencia que les ha tocado presenciar.

—He estado en incendios tremendos —dice Javier, uno de los más longevos del grupo—. Estuve en el incendio de la papelera, en la torre Santa María, en el edificio Diego Portales. Pero nunca habíamos visto esto. Esto es distinto. Nadie nos preparó para algo así.

UN FUNERAL 45 AÑOS DESPUÉS


Jorge Rojas

17 de agosto

Sábado, El Mercurio

Un funeral 45 años después” de Jorge Rojas, es otro de los trabajos finalistas en esta categoría, que a ratos parece un relato costumbrista, que da cuenta de los preparativos del funeral, el sentimiento de la familia y los amigos, pero termina siendo una constatación del dramático pasado reciente de Chile y los trágicos momentos vividos por una familia, que pudo ser la de cualquiera, durante la dictadura militar:

“El 18 de septiembre de 1973, Arturo Villegas Villagrán, militante socialista de Penco, desapareció. En 2015, la justicia dictaminó que un teniente de Carabineros estaba involucrado en su caso y lo sentenció a cinco años de cárcel. Del cuerpo nada se supo, hasta que en diciembre de 2017 el juez Mario Carroza les informó a sus hijos que algunos restos de él habían sido encontrados, cuando ya nadie lo buscaba. Esta es la historia contada por su familia que, sin saberlo, cuatro décadas antes había ido a su funeral”.

Así se presenta el reportaje “Un funeral 45 años después” de Jorge Rojas, otro de los trabajos finalistas en esta categoría, que a ratos parece un relato costumbrista, que da cuenta de los preparativos del funeral, el sentimiento de la familia y los amigos, pero termina siendo una constatación del dramático pasado reciente de Chile y los trágicos momentos vividos por una familia, que pudo ser la de cualquiera, durante la dictadura militar.

Crónica, perfil, reportaje, se juntan para reseñar un momento único, en una pieza periodística de excelencia, donde lo novedoso es precisamente la exposición de imágenes que estaban ahí y que solo las logró unir el hallazgo de partes del cuerpo de Arturo Villegas. “Para mí fue la oportunidad de acercarme a mi papá, de verlo por primera vez. Imagínate, 40 años después, fue súper emocionante. Todavía estaba su chaqueta y entre medio encontraron una bala”, recuerda su hijo.

El 18 de septiembre de 1973, Arturo Villegas Villagrán, militante socialista de Penco, desapareció. En 2015, la justicia dictaminó que un teniente de Carabineros estaba involucrado en su caso y lo sentenció a cinco años de cárcel. Del cuerpo nada se supo, hasta que en diciembre de 2017 el juez Mario Carroza les informó a sus hijos que algunos restos de él habían sido encontrados, cuando ya nadie lo buscaba. Esta es la historia contada por su familia que, sin saberlo, cuatro décadas antes había ido a su funeral.

Cuando Estrella Villegas vio el nombre de su padre grabado en una placa adosada a una pequeña urna vacía, rompió en llanto. Habían pasado 45 años desde que Arturo Villegas Villagrán, militante del Partido Socialista y exdirigente del sindicato de Fanaloza, había desaparecido desde la comisaría de Penco y allí, parada frente al cajón en el que reposarían sus restos, ella tomó conciencia de cómo se cerraba el círculo de una larga historia.

—Nosotros hemos visto de todo acá, pero su caso es único —le dijo el dueño de la funeraria, mientras inspeccionaban el féretro de madera.

Hasta diciembre de 2017, el nombre de Arturo Villegas figuraba entre los 1.102 detenidos desaparecidos que dejó la dictadura, y que fueron consignados por el Informe Rettig y la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación. Villegas había sido detenido el 18 de septiembre de 1973 por Carabineros y desde entonces se desconocía lo que había pasado con él. Eso, hasta que apareció, sin que nadie lo estuviera buscando, de “casualidad” —como dice Estrella—, cuando ya la familia había abandonado todas las esperanzas.

Y entonces, mientras su mirada estaba fija en la urna, Estrella repasó todo lo que había sucedido en esos años, como si rebobinara una cinta de video con sus recuerdos: la desaparición, la búsqueda, el abandono, el odio, la resignación, la justicia y la muerte de su mamá, que en enero de 2015 falleció creyendo que su marido —tal como pensaba toda la familia— había sido lanzado al mar. Luego Estrella se preguntó algo que había evitado desde que el ministro Mario Carroza le informó de su aparición:

—¿Seré capaz de ver los restos de mi padre?


Faltan dos días para el funeral y en la casa que construyó Arturo Villegas en Penco, y que hoy ocupa su hijo Mario de 63 años, la familia prepara su velorio. Despejan el living, montan un altar y lo único que dejan es un plasma, donde pondrán música y videos de Víctor Jara e Inti Illimani. En las paredes hay decenas de fotos de Villegas en blanco y negro, siempre rodeado de amigos. En todas lleva puesto terno y corbata.

 

Mario cuenta que su padre tenía 16 años cuando entró a la seccional Penco del Partido Socialista, donde también militaba su abuelo y otros amigos de la familia. Más tarde, a los 19, Villegas comenzó a trabajar en Fanaloza, donde asumió la presidencia del sindicato de trabajadores.

—Fue un gran luchador por los derechos de los obreros. A fines de los 50, él conversó con un profesor socialista porque veía que entre los empleados había muchos que no sabían leer ni escribir. Así se crearon las clases de alfabetización —dice Estrella, sentada en el living de la casa.

Arturo Villegas organizaba las Navidades en la empresa, ayudaba a que los trabajadores compraran electrodomésticos en cuotas sin intereses, a través de convenios, y todos los años viajaba a Santiago para negociar con los dueños de la fábrica nuevas condiciones laborales. Hizo tanto —cuenta Mario— que cuando en 1965 fue despedido, todo Penco marchó hacia la planta para pedir su reincorporación.

—Fue tal el revuelo, que no tuvieron más que reincorporarlo —agrega.

Para entonces, Arturo Villegas era el patriarca de una familia de seis hijos. Se había casado con María Eliana Zárate y gracias a la industria llevaban una vida sin problemas económicos. Villegas

—recuerda su hija— también tenía otros negocios: un casino-restorán en la playa, un taxi que manejaba un hermano y todos los 18 de septiembre montaba una ramada. Así, cuando en 1970 lo echaron definitivamente de Fanaloza, la familia siguió viviendo de esas rentas. Ese mismo año, prosigue Estrella, su padre participó activamente en la campaña presidencial de Salvador Allende.

—En el casino se hicieron varias cenas. A Allende le gustaban mucho los curantos. Él llegaba con la señora Hortensia Bussi, don José Tohá, la señora Moira, Mario Palestro, Carlos Altamirano, la Carmen Lazo, y todo el comité central del partido.

Pero luego de la elección de Allende, Arturo Villegas se alejó del partido y se concentró en pasar tiempo con su familia. Para esa fecha, él y su mujer habían sufrido varias tragedias, entre ellas la muerte de tres hijos en diversas circunstancias, dos de ellas siendo aún niñas.

—Yo creo que tomó conciencia que había dejado de lado a su familia —dice Estrella.

—Antes, él llegaba del trabajo, almorzaba y se iba al partido —agrega Mario.

Pero Arturo Villegas nunca dejó de lado la actividad política. Sus hijos recuerdan largas jornadas de discusiones en la misma casa. En particular con un joven de 27 años llamado Mario Ávila, que era presidente de la juventud socialista de la zona, quien también desaparecería en 1973.

—Eran íntimos con mi papá. Él llegaba acá a la casa y era uno más de la familia. Los dos se instalaban en el living y pasaban largas horas conversando y fumando —describe Estrella.

Pero cuando vino el golpe militar, todos dejaron de verse. Arturo Villegas, de hecho, se escondió durante tres días en la casa de unos familiares hasta que Estrella, que entonces tenía 17 años, lo acompañó a la comisaría de Penco a entregarse. Allí, recuerda ella, un capitán de nombre Rudy Cortés le dijo que no tenían ningún encargo sobre él. Villegas, entonces, volvió a su casa, pero el 18 de septiembre de 1973, alrededor de las cinco de la tarde, una cuadrilla de policías encabezada por el teniente Juan Abello Vildósola, según quedaría acreditado años después en el juicio que se siguió por su desaparición, llegaron a buscarlo. Estrella y Mario andaban de paseo en la playa cuando eso sucedió y al regresar les contaron la noticia. Estrella recuerda con detalle lo que pasó ese día y los que vinieron después.

—Me dijeron que el teniente Abello vino en un auto particular, un Dodge, que era manejado por su cuñado. Al día siguiente, acompañé a mi madre y a mi abuelo al retén de Penco. Hablamos en una primera instancia con Rudy Cortés y él dijo que lo habían dejado en libertad la misma tarde. Después conversamos con Abello y dijo que lo habían dejado libre en la mañana. Cuando hubo esta contradicción, dijimos que había algo raro. Y ahí empezó la búsqueda.


Guillermo Vera, profesor, 75 años, lee un papel escrito a mano: “Arturo, por fin descansarás en paz y los tuyos también. Ha sido una larga lucha, pero con un final donde la verdad se impuso. Juan Abello y sus secuaces no descansarán jamás, sus crímenes los perseguirán por siempre”, dice. El texto forma parte de un mensaje que ha estado ensayando para cuando le toque hablar en el funeral de su amigo.

—A Arturo lo conocí cuando llegué a Penco en 1971 —recuerda, sentado en el living de su casa en La Florida—. Yo hacía clases en el entonces campamento Ho Chi Minh, donde el gobierno de Allende formó una escuela y me nombraron a mí como director.

Guillermo Vera es una persona importante en la historia judicial de Arturo Villegas. Esa que relata todo lo que sucedió después de su desaparición y que comenzó a investigarse recién en 1998, cuando la familia del exdirigente sindical presentó una denuncia en contra de Juan Abello y “todos los que resulten responsables” por el delito de secuestro calificado.

—Yo fui la última persona que lo vio con vida —dice Vera.

Su testimonio quedó registrado en el expediente al que Sábado tuvo acceso. Allí contó que el 18 de septiembre de 1973 fue detenido por el teniente Abello y que estando en la celda de la comisaría llegó Arturo Villegas. Esa noche —dijo— su amigo fue torturado a golpes por los policías.

—Preguntaban lo mismo de siempre: “¿Dónde están las armas?” —recuerda Vera.

A la noche siguiente, “entre las nueve y las diez, Villegas fue sacado de la celda”. Minutos antes de que eso sucediera, ambos se despidieron.

—¡Guillermo, me van a matar! —recuerda Vera que le dijo su amigo—. Luego yo lo abracé y le dije: “Fuerza, Arturo, fuerza”.

Y nunca más nadie lo vio. El expediente que cuenta la historia de Arturo Villegas está agrupado a otros dos casos de detenidos desaparecidos: el de Omar Manríquez, secretario del PS de Coelemu, y el de Luis Acevedo Andrade, alcalde del pueblo. En la causa de Villegas, declararon su hija Estrella, su esposa María Eliana Zárate, un hermano y dos vecinas que presenciaron la detención. Todos los relatos son concordantes en que quien lideraba la cuadrilla era el teniente Juan Abello y que quien manejaba el auto era su cuñado. Ambos fueron sometidos a proceso en julio y septiembre de 2006, como autor y cómplice respectivamente. En su defensa, los dos señalaban no conocer a Villegas. Sábado se contactó con Juan Abello, pero este no quiso dar entrevista.

En el documento también quedó registro de la búsqueda que hizo su familia y que hoy Estrella recuerda:

—Buscamos por Tomé, la isla Quiriquina, la cárcel pública y la morgue. En noviembre de 1973 hubo un rumor en Penco de que había unos cadáveres en un mausoleo y en esa oportunidad acompañé a mi mamá y a unos tíos. Encontramos dos nichos que estaban con ladrillos y adentro había dos cadáveres en sacos. Pero con el miedo, nos fuimos.

La familia —agrega ella— quedó sola. Estrella dice que las personas que antes solían compartir con ellos ya no se les acercaban, incluidos los amigos. Y al abandono, luego sobrevino la crisis económica. María Eliana Zárate tuvo que entrar a trabajar como manipuladora de alimentos y en la Vicaría de la Solidaridad les ayudaban con comida. Una vecina —cuenta— les hacía ropa con prendas que la gente dejaba de usar. Por entonces, Estrella terminaba la carrera de Asistente Social y Mario, que había dado la prueba para entrar a la universidad, no pudo continuar y debió trabajar en los programas de empleo mínimo de la época.