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En una de sus últimas conversaciones, Paulina y Jorge hablaron sobre la culpa. Aunque ninguno de los dos tenía algún cargo de conciencia por lo que estaban haciendo, Jorge le contó una historia de la que él había sido protagonista y que su hija desconocía por completo.

—Nunca te sientas culpable por lo que estamos haciendo. Yo hice lo mismo con mi mamá y nunca me sentí así —le confidenció.

De forma inesperada, Paulina se enteró que su papá, junto a una hermana y su propio padre, ayudaron a morir a su abuela, quien padecía de un cáncer en etapa terminal y se encontraba postrada en cama.

Jorge le detalló que en una conversación breve decidieron dejarla descansar. Se lo plantearon al doctor y él aceptó: recetó una dosis alta de morfina y dejó la orden a la enfermera que la acompañaba para que se la inyectara.

Paulina, sorprendida, conversó días después con su tía, para corroborar lo narrado por Jorge.

—¿A usted no le dio culpa hacer eso? —le preguntó.

—No. Mi mamá no merecía sufrir —obtuvo como respuesta.


El 29 de marzo comenzó a las siete de la mañana para Jorge. Se levantó, se bañó y se puso su cómodo y característico buzo azul, una polera del mismo color y crocs negras. Bajó, como siempre, a saludar a sus compañeros y enfermeras amigas.

Tras desayunar y leer, Paulina y su hermano llegaron puntuales a las 9 de la mañana. Su padre estaba sentado en la silla de su escritorio.

—¿Ya, estái listo? —preguntó ella.

—Sí po’, hace rato —replicó él.

—Me hubieras dicho que llegara antes, estoy despierta desde las cinco. No dormí nada —dijo Paulina.

—Yo tampoco —admitió su padre.

Bajaron del sexto piso y Jorge se despidió de todos. “Nos vemos”, dijo, aunque sabía que era la última vez.

Ya instalados en la casa de Paulina, en Las Condes, conversaron ansiosos.

Los tres se sentaron en sillón del living y se sacaron una última foto con el celular. En ella, Jorge padre aparece con un cable de oxígeno y una gran sonrisa en su rostro. Estaba tranquilo. Paulina tituló la imagen como: “La fiesta del amor y la libertad”.

Cerca de las 11 de la mañana, cuando el calor del verano prolongado arreciaba, Jorge se acomodó en la cama de su hija y se recostó junto a ella.

El hijo mayor los acompañó hasta que llegó el doctor contactado por Amortanasia, pues una vez que el profesional se instaló en la habitación, decidió salir y sentarse en la terraza. No estaba preparado, y Paulina, quien se quedó abrazada a su padre, lo entendió.

Con el catéter ya instalado en su brazo derecho, Jorge presionó un botón con su pulgar y liberó un líquido que lo indujo en coma, hasta que un segundo medicamento, administrado minutos después de forma automática, le provocó un paro cardiorrespiratorio.

—Antes de que se fuera, hablamos. Me dijo: “Tienes que estar tranquila, me voy a ir a juntar con tu mamá”. Yo lloré un poco y él me consoló. Cerró los ojitos. Hasta el último minuto me hizo cariño —recuerda Paulina.

Una hora después del procedimiento, el doctor que asistió a Jorge —cuya identidad conoció The Clinic, pero mantendrá bajo secreto profesional, al igual que los medicamentos utilizados— confirmó su deceso.

Ya no había cansancio ni dolor. Jorge Valdés Romo se había ido.

LOS EXCONSCRIPTOS QUE DENUNCIAN EL PRIMER ACCIDENTE NUCLEAR EN CHILE


Matías Sánchez Jiménez

12 de octubre

Sábado, El Mercurio

Un buen reportero, que sabe buscar en los archivos o tiene fuentes bien informadas, logra hacerse de temas que pudiendo haber sido narrados en el pasado, con tanto o más detalles, cobran actualidad por alguna situación dada: un recurso judicial, un nuevo testigo o un aniversario, por ejemplo.

Es el caso de este reportaje que indaga en el estado de una causa, abierta hacía casi una década y profusamente informada, pero que el público desconocía si había culminado o no.

Se trata de un grupo importante de conscriptos que les tocó hacer guardia en el Centro de Estudios Nucleares de Lo Aguirre durante 1989 y que enfermaron o murieron de diversas causas.

Estos se reunieron, casi dos décadas después, para emprender una acción judicial contra el Estado, responsabilizándolo de los males que los habían aquejado con posterioridad, al parecer por el efecto de la radiación, luego que se les obligara a limpiar unos líquidos extraños.

El reportaje, junto con relatar la historia de los jóvenes, visibilizar el testimonio de ellos y de familiares, indaga en los obstáculos que ha presentado la causa judicial.

Las paredes del living de la casa de Guillermo Cofré (73) y María López (67) están cubiertas con fotos familiares. Algunas desteñidas por el sol que cae sobre la villa Don Rodrigo, de Curicó. En una de ellas aparece el único hijo hombre del matrimonio —llamado igual que el padre—, sonriente y con su uniforme de conscripto. El registro es de 1988 cuando comenzó el servicio militar. Un año después falleció de un agresivo cáncer a la sangre.

Sobre la mesa del comedor, una carpeta con cientos de papeles, oficios legales y certificados de defunción son atesorados por Cofré. Entremedio de las hojas se cuelan otras fotos de su hijo vestido de militar en la comuna de Pudahuel, posando afuera del Centro de Estudios Nucleares Lo Aguirre, donde fue asignado para hacer la guardia.

Los documentos corresponden a una demanda civil de 69 familiares y exconscriptos que dicen haber sufrido las consecuencias de un accidente nuclear en la central de Lo Aguirre en 1989. La iniciativa de reunirlos a todos la tomó el mismo Cofré tras enterarse, dos décadas después de la muerte de su hijo, que él había estado en el recinto al momento de los hechos.

Cofré dice que por años intentó explicarse por qué un joven sano, que antes no había presentado síntomas de alguna enfermedad, murió de leucemia en menos de siete meses. Parte de la respuesta, asegura, la encontró en algunos compañeros de su hijo que estuvieron con él en Lo Aguirre: cinco de los conscriptos habían fallecido con diagnósticos similares y el resto padecía de algún tipo de cáncer, enfermedades crónicas y dolores. Otros, incluso, tuvieron hijos con malformaciones.

En 2011, el grupo de exconscriptos y algunos familiares demandaron al fisco por 46.300 millones de pesos en total por concepto de daño moral —según detalla la carpeta de la demanda—, convirtiéndose así en la primera acción legal realizada por un accidente nuclear en Chile. En el 2005, 16 años después de lo sucedido en Lo Aguirre, un nuevo accidente nuclear ocurrió en la construcción de la planta Nueva Aldea de la Celulosa Arauco, que resultó con 40 trabajadores afectados por la manipulación de una cápsula radioactiva. La demanda terminó sin culpables y con una multa cercana a los 50 millones de pesos para la celulosa.

Desde entonces, los exsoldados comenzaron a reunirse mensualmente. Conversaban de lo que habíaa sucedido, trataban de recordar nombres y hechos, pero con los años algunos perdieron el interés en la demanda y otros fallecieron. Las reuniones se espaciaron cada tres meses y después una vez al año. Hoy, solo algunos esperan la sentencia, el resto asumió que el resultado no será favorable para ellos.


El 1 de marzo de 1988, 66 jóvenes, entre 18 y 19 años, iniciaron su servicio militar obligatorio en el Regimiento de Telecomunicaciones Número 3, en Curicó. Uno de ellos era Guillermo Cofré.

Durante un año, los conscriptos se entrenaron y prepararon a través de ejercicios y campañas. Según un informe entregado por el Ejército —incluido en la carpeta de la demanda—, los soldados permanecieron en Curicó hasta el 31 de diciembre de 1988. Al día siguiente, los trasladaron a otra unidad: la Compañía de Protección Física de Instalaciones Nucleares. Allí serían divididos en grupos para cumplir funciones de guardia y seguridad en los dos centros de estudios nucleares que existían entonces en Santiago, Lo Aguirre (en Pudahuel) y La Reina (en Las Condes), que operaban bajo el protocolo de la Comisión Chilena de Energía Nuclear.

De noche y en tren, los jóvenes viajaron a la capital. Joséé Huerta (50), parte del grupo de conscriptos, relata que nunca les dijeron hacia dónde iban. Para la mayoría, esta era la primera vez que salían de Curicó. Solo al llegar a las centrales, los soldados se enteraron de la misión que tendrían, pero ninguno sabía bien qué se hacía en esos recintos. Huerta asegura que tampoco se les entregó equipo para medir la radiación ni trajes especiales.

“Ni siquiera sabía qué era un reactor. Incluso, no sabía qué significaba el símbolo de radiación”, explica Huerta.

Según señala el Ejército, a través de un comunicado enviado a Sábado, el resguardo de los recintos se hizo con soldados conscriptos, “cumpliendo las funciones que estableció el Ejército, en virtud de su obligación legal de prestar protección física exterior a las instalaciones nucleares, como se establece en el Decreto de Ley N° 1.507”.

Guillermo Cofré fue designado a resguardar el perímetro de la central de Lo Aguirre y vigilar quién salía o entraba. El exconscripto César Arzola (49) recuerda que en varias ocasiones hizo turno junto a él y que luego de tres de meses de haber sido trasladados, ambos ya tenían vagos conocimientos de lo que era un reactor.

 

“Teníamos miedo por lo que nos podía pasar. Empezamos a averiguar, a darnos información, ya que no nos decían nada. Con Guillermo conversábamos de los peligros, pero él me decía: ‘Ya estamos adentro y no nos podemos salir, menos arrancar’”, recuerda Arzola.


Una noche, a mediados de marzo de 1989 —según relatan los conscriptos involucrados—, se preparaban para dormir después de trabajar. Fue en ese momento cuando un suboficial del Ejército entró abruptamente a la habitación y seleccionó a los uniformados que aún estaban en pie. Entre ellos, Guillermo Cofré.

“¡Soldados! Usted, usted y usted, vayan a buscar sus toallas para limpiar, porque hubo un derrame en el laboratorio”, recuerda Alejandro Silva (49) que dijo el suboficial esa noche.

Cumpliendo con la orden —cuenta José Huerta—, los conscriptos usaron sus propias toallas y ropa para secar el líquido derramado. “Nadie nos dijo qué limpiaríamos, no nos entregaron un equipo especial y era primera vez que nos llamaban para algo así, ya que teníamos prohibido entrar a los edificios”.

Cuando ingresaron, dice Huerta, se encontraron con la emergencia: “El piso estaba lleno de algo como agua. Cerca de diez conscriptos limpiamos, pero no había nadie del personal del reactor. Ninguno de ellos se nos acercó. Más tarde enjuagué mi toalla para seguir ocupándola, era la única que tenía”.

Noches después del incidente, algunos conscriptos relatan que se volvieron a despertar, pero esta vez no por las órdenes de alguien del Ejército, sino por los quejidos de su compañero Guillermo Cofré.

“Estaba sangrando por todos lados y le avisamos a un superior. Al verlo dijo: ‘Se debe estar muriendo el hueón, hay que llevarlo al Hospital Militar’”, asegura César Arzola.

A la mañana siguiente, luego de terminar su turno, Carlos Salazar (48) regresó al dormitorio para descansar. Al no ver a Cofré, su amigo de la infancia, preguntó dónde estaba. “No me dijeron nada. La cama de Guillermo estaba llena de sangre”, recuerda.

Esa noche, según relatan sus compañeros, Cofré fue trasladado a la enfermería del recinto, donde estuvo un par de semanas. César Arzola cuenta que varias veces lo visitó, porque era el encargado de llevarle la comida: “Me dijeron que no podía hablarle. Logré saludarlo, pero siempre había gente escuchando o mirando. Estaba decaído y sin ánimo. No le pude preguntar nada”.

El 22 de mayo de 1989, Guillermo Cofré padre recuerda que el Ejército lo llamó para informarle que su hijo había sufrido un accidente y que sería trasladado al Hospital Militar. Su estado era grave y no le dijeron qué había pasado.

“Estaba desangrándose por la nariz, boca y oídos. Nos dijeron que no lo podiíamos tocar, solo lo vimos a través de una ventana en la puerta. Esos son mis últimos recuerdos de él, mirando cómo se desangraba”, relata López sobre su hijo.

Cofré padre dice que preguntó en reiteradas ocasiones al personal del hospital qué estaba pasando con su hijo, por qué no los dejaban entrar a su pieza y menos tocarlo. Semanas después, asegura, el comandante y el médico a cargo les informaron que el joven tenía leucemia. El 31 de diciembre, a las 21:15 horas, Guillermo Cofré falleció por una hemorragia intracerebral, según consta en su certificado de defunción.

Jaime Salas, director ejecutivo de la Comisión Chilena de Energía Nuclear (CCHEN), explica a Sábado que en esa época Lo Aguirre operaba el reactor nuclear RECH-2 a muy baja potencia, para calibración de la instrumentación. Además, se hacían investigaciones utilizando diversos minerales y soluciones que contenían uranio en variados componentes, a cargo del Departamento de Materiales Nucleares. En tanto, en el Laboratorio de Análisis Químico se manipulaban cantidades muy pequeñas de soluciones con elementos químicos, destinados exclusivamente a análisis.

“Todo elemento químico o radiactivo es manipulado de ser requerido, utilizando estrictos procedimientos técnicos y de seguridad por personal habilitado y capacitado para este fin, en instalaciones diseñadas para tal efecto. Nadie que no pertenezca a tales instalaciones puede tener acceso a ello”, detalla Salas.

Después de que Guillermo Cofré falleció, su padre relata que fue a la central a buscar sus artículos personales. Allí recuerda un hecho particular que le pidió un integrante del Ejército. “Nos preguntaron si nos podíamos llevar las sábanas ensangrentadas para devolverlas limpias”.


Tras la muerte de Cofré, algunos conscriptos comenzaron a tener dudas sobre lo que realmente había pasado. César Arzola cuenta que lo más extraño era que, si su compañero estaba enfermo, le habrían detectado algo en los exámenes previos para ingresar al Ejército. “Pero nadie se atrevió a preguntar. Y no podíamos hablar nada de lo que pasaba adentro. Siempre nos decían: ‘Si ustedes gritan, lo sabremos. Si les cuentan a sus papás, nosotros también lo sabremos’”, asegura Arzola.

Las dudas aumentaron cuando ocho meses después falleció un segundo conscripto: Luis Gómez, de 21 años. Según su certificado de defunción, el 15 de agosto de 1990, a las 6:35 horas, murió por una hemorragia intracerebral. La misma causa de Cofré.

Patricia Gómez, su hermana, cuenta que el conscripto, meses antes de morir, le contó que había participado en la limpieza de un supuesto derrame en el laboratorio de la central de Lo Aguirre y que, desde ese día, su salud había empeorado.

“Él siempre sonreía, pero al final le sangraba la boca y la nariz, llenaba las sábanas con sangre. Yo creo que los médicos sabían todo. A ellos los trataron como animales, no como personas”, cuenta Patricia.

Con los años, el grupo de conscriptos perdió contacto entre ellos, algunos regresaron a Curicó y otros se mudaron a Santiago. Pero en 2009, Guillermo Cofré padre comenzó a reunirse con los soldados, tratando de saber lo que realmente había pasado con su hijo. Así se enteró del supuesto derrame.

“Mi hijo era una persona reservada, pero le tenía miedo a la institución. Yo creo que por eso nunca me contó sobre el accidente”, señala Cofré.

Tras notar que varios de los exconscriptos presentaban alguna enfermedad, Cofré juntó a todo el grupo de esa generación. Se demoró cerca de un año en contactarlos.

Allí, reunidos después de 20 años, armaron las piezas del rompecabezas que había provocado el incidente y en la demanda, que presentarían luego, resumieron así las consecuencias: “Se han manifestado seis casos de cáncer, dos con resultado de muerte; más de una decena de casos de problemas gastrointestinales, que van desde las diarreas crónicas, padecidas por años, hasta extracción de colon, cefaleas y dolores óseos crónicos, alergias, anemias, hemorragias sin explicación médica, cálculos renales, enfermedades a la columna y a la médula ósea. En general, un envejecimiento prematuro del organismo. Y, lo más grave para los exsoldados, tres casos de malformaciones en la descendencia”.

Uno de esos casos corresponde a la hija de José Huerta, quien nació sin algunos dedos en sus manos y con nula visión en su ojo izquierdo.

“Al escuchar a mis pares, en la primera reunión, entendí que el accidente en la planta podía ser la causa de cómo nació mi hija. Sentí culpa por todo lo que ha sufrido ella”, dice.

Huerta asegura que también tiene problemas en sus huesos, lo que descubrió tras fracturarse la tibia y el peroné mientras caminaba. “El hueso casi se molió. Me hicieron un examen para medir la calidad de mis huesos, los que se veían con manchas en las radiografías. La primera orden que recibí fue dejar el cigarro, porque para los médicos mis huesos son los mismos de un adicto. Pero yo nunca he fumado, no sé prender un pucho y ni siquiera conozco las marcas”.

César Arzola afirma tener síntomas como dolor de huesos y constantes sangrados nasales, y dice sentir miedo de que su estado de salud empeore en el futuro. Según él, haber compartido y dormido en la misma habitación con Guillermo Cofré podría haberle afectado. Sin embargo, decidió no hacerse ningún examen por temor a descubrir que tiene cáncer. También optó por otra determinación: “No me voy a casar ni tener hijos, porque no quiero perjudicar a nadie con alguna enfermedad”.


En 2011, Guillermo Cofré, en representación de su hijo, más 68 exconscriptos y sus familiares, demandaron al fisco por 46.300 millones de pesos en total. 22 de ellos, que aseguran tener síntomas, exigen 800 millones para cada uno por concepto de daño moral.

El resto pide 500 millones por daño moral que podrían sufrir a futuro. En la demanda, Cofré también incluyó la muerte de su hija Alejandra, la que se podría haber contaminado al lavar a mano la ropa y toallas de su hermano. Con 37 años, falleció a los tres meses de haber sido diagnosticada con cáncer al hígado.

“Al igual que mi hijo, Alejandra nunca estuvo enferma. Solo tenía asma, pero no se relaciona con el cáncer que la mató”, relata López, su madre.

En un principio, los demandantes contrataron a Alfredo Morgado, abogado que representó el caso de los 45 conscriptos muertos en Antuco en 2005, pero después la causa la tomó Olga Prieto, abogada del mismo estudio jurídico.

Han transcurrido ocho años desde que los conscriptos presentaron la demanda. La única prueba que tienen en sus manos son sus historias médicas. Ninguno se hizo en su momento el examen para determinar si tenía radiación en el cuerpo. Argumentan que no podían costearlo y que, además, no se realiza en Chile.

Poco a poco, los conscriptos fueron perdiendo el intereés por el caso. La mayoría reconoce que los cansó la lentitud del proceso y el paso del tiempo. Además, dicen que nunca fueron citados a declarar y otros sienten que lo vivido fue solo algo del destino.

“De esta demanda no va a salir nada. Me angustia no saber a qué se deben mis dolores, pero qué saco con luchar si al final pasa el tiempo y lo terminas perdiendo en reuniones que no llegan a nada. Pierdes la esperanza”, sentencia Carlos Salazar.

El largo proceso de la demanda, explica la abogada Olga Prieto, se debe a que no hubo colaboración por parte de la CCHEN y del Ejército en transparentar los antecedentes que ellos deben tener sobre el accidente por contaminación radiactiva al que fueron expuestos los conscriptos.

“La época en que ocurrieron los hechos facilitó que desaparecieran antecedentes, que se nieguen y que no fueran denunciados, lo que hace muy difícil reconstruir lo que pasó”, agrega Prieto.

Según un informe entregado por la CCHEN al Consejo de Defensa del Estado, se concluyó, después de haber entrevistado a parte del personal del centro nuclear, que “no ha habido derrames de soluciones potencialmente riesgosas para la salud humana ni químicas o radiactivas”. También dice no contar con registros de pérdida de material radiactivo y que su manipulación siempre ha sido realizada por personal autorizado y calificado.

Otra prueba que presentó la CCHEN fue el certificado de distintos funcionarios de Lo Aguirre, tales como ingenieros, geólogos y operarios, que “muestran no tener contaminación alguna por compuestos o elementos radioactivos, y que reflejan un estado de salud adecuado”. Pero ninguno de ellos, aseguran los conscriptos, estuvo la noche del derrame en el laboratorio.

“Todos los trabajadores de la CCHEN que trabajan con elementos radiactivos son sometidos a controles médicos específicos y se lleva un control dosimétrico (esto se refiere a la dosis de radiación que reciben en un periodo de tiempo) en forma permanente”, explica Jaime Salas, director ejecutivo de la comisión.

Además, Salas niega que la CCHEN tenga antecedentes médicos de Guillermo Cofré, ya que “no poseía una enfermería donde se pudiera haber recibido a un conscripto”. También asegura que “todo el sistema de registro de incidentes en la CCHEN es absolutamente independiente del sistema político gobernante y obedece más bien a protocolos nacionales e internacionales de seguridad”.

Por su parte, el Ejército, a través de un comunicado a Sábado, dice no tener “antecedentes que permitan sostener que determinado personal hubiese sido afectado por un posible accidente ocurrido durante su permanencia en el Centro de Estudios Nucleares Lo Aguirre, durante su conscripción en 1989. Cabe señalar que la misión que cumple el Ejército para este caso en particular es la de brindar una seguridad perimetral del centro, en ningún caso ingresar a las instalaciones propias de este, labor que realiza personal especializado de dicha instalación”.

 

Además, en los documentos presentados en la demanda, el Hospital Militar dice no tener registro de antecedentes clínicos de Guillermo Cofré y de otros dos conscriptos.

La abogada Olga Prieto asegura haber presentado en tribunales todos los antecedentes médicos de los soldados, los que corresponden a antes del ingreso al Ejército. “Eran jóvenes sanos. El hecho de que hicieran el servicio militar indica que su salud era óptima y compatible, uno de los requisitos para hacerlo”, explica.

Hoy el caso se encuentra en su etapa final, en proceso de resolución, estudiando las pruebas para dictaminar sentencia, la que aún no tiene fecha establecida. Además, por razones que tipifica el Convenio de Viena sobre Responsabilidad Civil por Daños Nucleares, todos los accidentes nucleares ocurridos en Chile tienen una duración de diez años antes de prescribir. En este caso, se consideraría ese tiempo desde que los afectados tienen conocimiento de los síntomas, es decir, desde 2009.

Actualmente, el reactor nuclear de Lo Aguirre no funciona desde hace varios años. La totalidad de sus elementos combustibles fueron enviados a Estados Unidos, en el marco de un programa de repatriación de combustible nuclear gastado, cuyo objetivo es reducir la proliferación de armas nucleares en el mundo, explican desde la CCHEN.

Guillermo Cofré y María López aseguran que seguirán luchando por justicia para su hijo. “Estoy cansado, queremos que termine todo. No es sano recordar todo el tiempo lo mismo”, dice Cofré mientras su esposa lo mira. Ella, al escucharlo, agrega: “Él era mi hijo regalón, el único hombre. Es difícil para una madre superar la muerte de dos hijos, pero lo que más me duele es no haber podido estar junto a él ese día para protegerlo”.