Tasuta

El mejor periodismo chileno 2019

Tekst
Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

ERIKA, LA DESCONOCIDA MUJER EN LA VIDA DE CLAUDIO ARRAU


Marisol García

9 de junio

La Tercera

Primero en un libro, y luego en este reportaje, la periodista Marisol García nos revela un hecho desconocido de la vida del pianista Claudio Arrau, una esposa que no figura en su biografía y un hijo que falleció a los 20 años en la RDA, la entonces Alemania comunista.

El reportaje, que se publica con ocasión de un aniversario del nacimiento del músico chileno y titulado “Erika, la desconocida mujer en la vida de Claudio Arrau”, muestra que la distancia no es impedimento para construir una buena historia, menos ahora que las redes sociales acercan a periodistas y entrevistados.

García reconstruye la vida oculta de Arrau gracias a las conversaciones con la letona Eleonora Tikas, sobrina nieta de la mujer que habría sido la primera esposa del pianista. “Me preguntaba si alguna vez alguien iba a contactarme desde Chile sobre Erika, y tú eres la primera”, le dijo cuando la ubicó. De ahí en más, consiguió con maestría la pistas sobre ese matrimonio y las pruebas existentes sobre el que sería el único hijo que tuvo la pareja.

“Si la fascinante vida del gran músico chillanejo guarda todavía varios episodios pendientes de investigarse, su vínculo con Erika Burkewitz constituye uno de los más misteriosos” señala la periodista.

Una y otra vez Eleonora Tikas ha entrado a Wikipedia para agregar a la ficha sobre Claudio Arrau lo que considera una omisión importante en la biografía del famoso pianista. Una y otra vez sus palabras, luego de unos días, desaparecen. “No sé quién sea mi contrincante secreto borrando datos, pero insistiré —dice ella—. Es importante que se conozcan”.

Qué son unos añadidos en Internet para los esfuerzos de ilación histórica que intermitentemente ocupan a esta mujer estonia hace casi una década. Tikas, 38 años, cantante avant-garde y artista vocal —se presenta bajo el nombre artístico “eleOnora” en el dúo Ringholdse—, se cruzó un día con la historia de su fallecida tía abuela Erika Burkewitz y se fascinó con los muchos cabos sueltos que sus familiares no podían explicarle. A sus manos había llegado una caja con viejos álbumes de fotos. Así fue conociendo a su pariente: su tiempo como cantante lírica, sus presentaciones en Letonia y Berlín desde los años veinte, y sus elegantes atuendos escénicos.

Pero ¿por qué había allí programas de conciertos que la identificaban como “la soprano Erika Arrau”? ¿Qué hacían entre sus cosas retratos del pianista nacido en Chillán? ¿Y por qué en un par de ellos él sostenía una guagua?

No sospechaba entonces Eleonora Tikas que su sorpresa iba a llevarla a develar un pasaje asombroso no solo de la vida de esa mujer a la que nunca conoció, sino también de la de uno de los pianistas más relevantes del siglo XX. Desde Estonia a Australia en ida y vuelta, y luego a este contacto desde Chile puede ir ordenándose un relato nunca antes contado sobre la juventud de Claudio Arrau: su relación con una cantante de ópera y pianista letona, y la suerte del hijo de ambos, Klaudio Arrau Burkewitz, nacido en septiembre de 1929, muerto en una prisión alemana, y de quien el pianista nunca habló en público.

Si la fascinante vida del gran músico chillanejo guarda todavía varios episodios pendientes de investigarse, su vínculo con Erika Burkewitz constituye uno de los más misteriosos. No hay menciones a ella en sus entrevistas ni en las muchas crónicas sobre su brillante trayectoria. Para los registros, es la alemana Ruth Schneider la primera y única esposa de Claudio Arrau, compañera suya por más de cincuenta años y madre de sus hijos Carmen, Mario y Christopher (este último adoptado al nacer, en 1959, y hoy residente en Estados Unidos).

Las dudas en el linaje de los Burkewitz exceden por eso a la familia y, a un océano de distancia, suman pistas relevantes sobre la vida del mayor pianista nacido en Chile.


Eleonora Tikas sabe poco sobre Chile. De la relevancia de Claudio Arrau en la música del siglo XX la hizo caer en cuenta, ya adulta, su hermano pianista.

“Me preguntaba si alguna vez alguien iba a contactarme desde Chile sobre Erika, y tú eres la primera”, admite. “Para mí esta historia también es sorprendente, aunque hay muchas cosas que no sé”.

Recuerda los relatos que de niña, en Riga, le escuchó a su abuela sobre parientes desperdigados por el mundo luego de la Segunda Guerra Mundial. Aparecía entre ellos una prima suya que vivía en Australia, cantante de ópera y pianista, nacida en 1909 en un pueblo llamado Priekule, aunque nada se decía sobre su carrera como cantante lírica ni mucho menos de su matrimonio con un pianista de fama mundial.

Cinco años después de la muerte de su abuela, en 2005, Eleonora comenzó con lo que llama “aventuras por Google” para ponerles rostros a esas historias y agregar datos a los archivos en casa. Así dio con Stella Axarlis, una cantante de ópera de Australia que nombraba a Erika Burkewitz como su fallecida mentora. Correos electrónicos y postales cruzaron océanos e hicieron lo demás: meses después de contactarla en 2012, la joven recibió una caja con álbumes de fotos que habían pertenecido a su tía abuela.

“Me di cuenta de que había sido una cantante de ópera muy activa, no solo en Letonia sino también en ciudades extranjeras, sobre todo Berlín. Los programas impresos la identificaban a veces como Erika Arrau o Erika Burkewitz-Arrau”.

Entre las fotos, había dos retratos de Claudio Arrau y una postal de 1928 dirigida a Erika con firma del pianista. El último álbum, al fondo de la caja, guardaba algo aún más sorprendente:

“Abría con dos retratos, uno de Erika y otro de Claudio Arrau. Al pasar la primera página vi fotos de ella en una cama de hospital en Berlín junto a una guagua recién nacida y con una frase escrita en alemán: ‘Nacimiento de Claudito’”.

Había también dos fotos de Claudio Arrau con el bebé en brazos. El resto del álbum estaba dedicado al primer año de vida del niño. “No costaba concluir que era el hijo de ambos. Me sorprendió muchísimo”.

La conexión entre su tía abuela y Claudio Arrau quedó así para Eleonora como algo evidente. Lo más probable es que ambos se hayan conocido en Berlín en la segunda mitad de la década de los veinte, cuando ella ya era una cantante profesional con citas en teatros de Europa y él se destacaba como el más aventajado alumno del Conservatorio Stern, ya dos veces ganador del Premio Franz Liszt.

No hay registro oficial de que su relación haya terminado en matrimonio. En los muchos textos sobre el músico no aparece siquiera una mención a Erika Burkewitz.

—No he encontrado ninguna entrevista en que él la nombre.

—Es extraño, sí, pero solo puedo especular: quizás le dolía mucho hablar de un hijo muerto tan tempranamente… En realidad no lo sé. Es sorprendente también para mí.

La historia entre Claudio Arrau y Erika Burkewitz —cuya separación Eleonora calcula que se produjo en 1933— es también la de la tragedia de su único hijo, Klaudio, muerto en una prisión en Alemania a los 20 años de edad, en 1949. Apresado en Berlín, el joven fue llevado a la cárcel de Bautzen bajo la acusación de ser un espía estadounidense. Tras la guerra, y bajo la administración de la policía secreta soviética, el lugar se convirtió en un centro de tortura y malos tratos históricamente documentados.

Sin datos sobre el paradero de su único hijo y asustada por la amenazante situación en Alemania, a fines de los 40 Erika abordó en Génova un barco con destino a Australia. Allí se casó y trabajó como cantante y maestra de canto. Murió en julio de 1997.


Es Stella Axarlis la persona viva más cercana a la segunda etapa biográfica de Erika Burkewitz, en Australia. La conoció a los 25 años, como aspirante a cantante lírica, cuando la letona se había establecido en Melbourne junto a su esposo australiano. Tal fue la conexión entre ambas, que la joven de origen griego aceptó quedar bajo su tutela casi completa, como la más cercana de sus alumnas. Se convirtió en cantante profesional gracias a ella, y juntas viajaron en una serie de presentaciones por Europa. Cuando Erika envejeció y comenzó a padecer un principio de alzheimer, Stella renunció a su carrera musical, se reformuló como ingeniera comercial, y se fue a vivir con ella, para acompañarla y cuidarla hasta sus últimos días.

La recuerda como una mujer sensible, atada a la música de por vida, de una habilidad asombrosa para hablar en al menos cinco idiomas y, además, “muy privada. En asuntos personales yo tenía que extraerle la información”. Muchas veces, asegura, la escuchó referirse a Claudio Arrau como su primer esposo. Es más: juntas visitaron brevemente al pianista tras dos recitales suyos en Europa. En esos breves encuentros de camarín, Axarlis recuerda haber atestiguado entre ambos un trato cordial pero formal.

—Yo no tendría cómo probar si efectivamente estuvieron casados, pero sí sé que ambos convivieron en Berlín junto a su hijo y también la familia de él. Hubo un desencuentro, en el que entiendo tuvo que ver la hermana mayor de Arrau. Erika decidió entonces marcharse junto al niño pensando que él la buscaría, pero no fue así. Qué más puedo decir. Ella era una persona discreta. Sobre su hijo casi no hablaba. Él se parecía mucho a su padre, mucho. Si ves fotos suyas ves a Claudio Arrau de joven.

 

Axarlis no estuvo presente en la reunión en la que Erika recibió la noticia de la muerte de Klaudio de boca del propio Arrau. Pero reconstruye la cita a partir de lo que ella luego le contó:

—En la gira que él hizo por Australia en 1957 se reunieron a cenar en un restaurante. Estaba la esposa de él presente. Cuando Erika habló de su esperanza de que Claudito aún estuviese vivo, él dijo: “No, no, no; él ya murió”.

La noticia le había sido confirmada al músico bastante antes por la Cruz Roja Internacional. Cuando los registros de la prisión de Bautzen fueron liberados, la organización comenzó a contactar a familiares de todos los prisioneros muertos allí. El alcance de nombres y la fama mundial del pianista hizo fácil dar con Claudio Arrau para confirmarle que un joven con su mismo nombre estaba entre los fallecidos por tuberculosis tras las rejas.

—Erika quedó devastada al saberlo —cuenta Stella—. La entristeció mucho enterarse de ese modo. Tenía la esperanza de que su hijo pudiese estar vivo al otro lado de la cortina de hierro, imposibilitado de hablarle, pero vivo.

Stella Axarlis es hoy una mujer de 80 años, con un vistoso currículo profesional que incluye su paso por un consejo al servicio del primer ministro de Australia y varios directorios de empresas. No tiene dudas de los detalles de esta historia, por las fotos que ha visto, por las conversaciones con Erika y también porque varias personas que conoció de joven en Europa certificaban esta relación.

—Creo que es importante reconocer a Erika Burkewitz, porque es una pena que su presencia haya sido siempre ignorada.

Coincide, al teléfono en Estonia, Eleonora Tikas. Su trabajo de investigación incluyó en un momento el contacto por Internet con Christopher Arrau, el único hijo vivo del pianista. “Me respondió una vez, pero cuando le expliqué qué era lo que tenía que hablarle nunca más supe de él. Está bien, quizás piense que soy una loca que quiere dinero… Lo que busco es más información. Y hablar sobre esto”.

—Hay luces y sombras en todos los grandes artistas.

—Sí, pero no diría que en la biografía de Arrau su primera esposa fuese una sombra —responde Tikas, y tiene razón—. Son las cosas que pasan en la vida, simplemente.

CATEGORÍA ENTREVISTA

ALONSO ORTIZ, EL CHOFER DEL TRANSANTIAGO QUE CONMOVIÓ AL PAÍS: “SI AHORA JUBILAMOS CON MI ESPOSA, VAMOS A QUEDAR VIEJOS, ENFERMOS Y SIN PLATA”


Pepa Valenzuela

24 de octubre

The Clinic

La fama instantánea, a veces insufrible de las redes sociales, es la que le tocó vivir a Alonso Ortiz, un chofer de micro que a comienzos del estallido se decidió a hablar con un periodista de TV y escupirle su dramática situación que lo tenía trabajando enfermo, conduciendo su micro del Transantiago, a pesar de usar pañales por la incontinencia que le dejó uno de los dos cánceres que casi terminaron con su vida. Pepa Valenzuela lo fue a buscar al día siguiente, como otros tantos medios de comunicación, para ampliar la historia que había llegado a millones de corazones por la pantalla chica. Y, mezcla de perfil y preguntas directas, logró armar una historia conmovedora y reveladora de una realidad que viven millones de personas.

“La doctora de la comisión médica que me revisó, de repente me dijo: ‘No me consta que le hayan sacado el riñón’. No habíamos llevado ese documento ese día, en el que decía que había tenido una nefrectomía radical. Entonces yo le contesté: ‘Bueno, tampoco me consta que me lo hayan sacado porque estaba anestesiado, confío en la palabra del doctor que me lo sacó’. Al final la doctora me dijo: ‘Usted puede perfectamente trabajar con pañales’ y no me dieron la pensión de invalidez”.

Por el toque de queda, el lunes 21 de octubre se levantó un poco más tarde que habitualmente: a las cuatro y media de la madrugada. El resto de los días, estaba en pie a las tres o a las tres y media. La rutina: bañarse, vestirse, tomar desayuno, salir con rumbo al paradero de las micros que maneja ubicado en José Besa con San José en San Bernardo y comenzar su recorrido a las cinco de la mañana.

Pero ese día, con el primer toque de queda, fue distinto: mientras Alonso Ortiz tomaba desayuno, encendió la televisión. Ahí fue cuando en Mega vio a un reportero haciendo despachos justamente desde su terminal, donde a él le tocaba trabajar en un rato más, hablando sobre el funcionamiento de la flota de buses para ese día.

Alonso Ortiz pensó en su situación: manejando un bus de Transantiago después de haberse recuperado de dos cánceres, uno de próstata, otro al riñón. Usando pañales porque la radioterapia lo dejó con un problema de incontinencia. Pensó en la pensión de invalidez que le habían rechazado hacía poco. En la doctora que le dijo que él podía perfectamente seguir trabajando con pañales. En su esposa, insulino dependiente y la pensión de 170 mil pesos que iba a recibir como educadora de párvulos una vez que se jubilara después de 40 años trabajando.

Entonces Alonso Ortiz tomó una determinación: salir a hablar con el periodista y contarle todo eso. Aún faltaba para el fin del toque de queda. ¿Y si voy nomás?, se preguntó. En un impulso, salió de la casa y llegó hasta el terminal. Los militares le pidieron sus documentos, le preguntaron qué hacía allí. Él les respondió que venía a trabajar, que era chofer del Transantiago. Lo dejaron pasar. Alonso se acercó al periodista de Mega y emocionado, intentó contarle un poco de su historia.

Lo que pasó después, ya lo sabemos: al periodista lo calificaron de insensible en las redes y con lo poco que alcanzó a decir al aire, Alonso logró emocionar a todo el país. Ahora, sentado en su casa mientras almuerza y donde a cada rato lo llaman de diarios y canales de televisión, Alonso dice: “Lo que dije me salió del alma. Creí que era un defecto que se me quebrara la voz en mi ignorancia de este tipo de cosas”. El periodista de Mega que lo entrevistó lo llamó más tarde para pedirle disculpas. Hasta su polola lo había retado en casa por insensible, porque no lo había escuchado. “Yo lo disculpé, no le echo la culpa para nada. Pienso que a él le estaban diciendo cosas por el oído, y yo quería ir por allá y él, para acá. Pero lo entiendo perfectamente, no quiero que vaya a tener represalias”.

Una familia campesina en la ciudad

Sus padres se conocieron en Santiago, aunque ambos eran de la sexta región: su madre de Topocalma y su padre de Río Clarillo. Los dos eran campesinos, de origen muy humilde y comenzaron a construir su familia con mucho esfuerzo. Su papá comenzó a trabajar con un carretón como huesero, después se hizo chofer. Los cinco —papá, mamá, los primeros tres hermanos de un total de siete (luego dos fallecieron)— vivían en una pequeña pieza en Lo Prado.

Alonso era el hijo mayor y recuerda que antes de asentarse, con su familia vivió en más de quince lugares en distintas comunas de Santiago. Eso hasta que una visitadora social le dio un sitio a su madre en la población Robert Kennedy, en Las Rejas Sur y se fueron a vivir allí. Alonso tenía 12 años. “Era un sitio pelado. No tenía agua, luz ni alcantarillado. Mi madre se consiguió una mediagua en el Hogar de Cristo con techo de fonolita, la llevamos hasta allí en el carretón de mi papá en tres viajes. Mi padre hizo un pozo séptico para ir al baño. Era campo, no teníamos vecinos, había vacas. En esa casa pasé los momentos más felices: aunque no teníamos nada, lo teníamos todo”, recuerda Alonso.

Ahí su padre empezó a trabajar como obrero de la construcción. Caminaba todos los días cinco kilómetros hasta el paradero de Las Rejas con la Alameda. Llevaba el dinero a la casa. También la colación, los plátanos, la leche, que le daban en el trabajo. Su madre, a pesar de que era analfabeta, le enseñó a Alonso a leer con la ayuda de un libro. Alonso empezó a trabajar a los diez años: cada verano sus padres lo mandaban a Lo Arcaya, donde unos parientes, a trabajar el maíz. Todo lo que ganaba, se lo daba a su madre. En el colegio, llegó hasta primero medio. De adulto, pudo terminar segundo.

Luego, entró al servicio militar en 1975. Alonso estuvo en Pisagua y también fue testigo del horror. “Un día nos metieron en un tren, éramos como 800 pelaos. Viajamos cuatro días y tres noches. Llegamos a Pisagua sin saber dónde estábamos. Dormíamos en unas barracas largas con camarotes, cien cada uno y nos daban un litro de agua para tomar. Para bañarnos y lavar la ropa, teníamos que hacerlo en el mar. Alrededor de las barracas había cercas y una de las cosas que nos llamó la atención fue que en los alambres de púas había cabellos humanos, muchos cabellos. Les preguntamos a los guardias por qué. ‘Lo único que vamos a decir es que nosotros como guardias lo pasamos muy mal, imagínense cómo lo pasaron los presos políticos’. Esos pelos eran de ellos: cuando llegaba a tanto la desesperación, se tiraban contra la alambrada que estaba electrificada. Allá vimos muchos cuerpos, todos enterrados juntos, algo horrible”. Alonso, que había entrado al servicio voluntariamente, no quiso seguir la carrera militar por lo que había visto.

Cuando regresó a Santiago de civil en 1977, trabajó en la construcción. Ahí fue cuando entró al sistema de AFP. “Yo ya había sacado libreta de seguro social, me hicieron el contrato. Llegó el jefe con un ejecutivo y me dijo que había que cambiarse a AFP. Yo tenía 20 años. Me contaron todo lo lindo del sistema y me cambié. Ahora sé que si me jubilo, voy a sacar como 300 mil pesos y que esa reserva se va a acabar un día, si me hubiera quedado en el sistema antiguo, eran 600 mil y sin tope, sin agotarse. Mi señora va a sacar 170 mil que también se van a acabar en algún momento. Vamos a quedar viejos, enfermos y sin plata y la carga entonces va a ser de mis dos hijos, si es que ellos quieren hacerse cargo de sus viejos”, cuenta.

Alonso conoció a su esposa, Erika Meza, en su casa: uno de los tíos de ella vivía en el vecindario. Se pusieron a pololear, se casaron, el 90 se fueron a vivir a San Bernardo con los padres de Erika. Ella trabajaba como profesora, él empezó a vender menaje y muebles en la feria libre. Hasta que su cuñado le ofreció un trabajo como chofer de la Fuerza Aérea. Allí estuvo doce años. “Transportaba a los militares. Me levantaba a las cuatro y media de la mañana para ir a buscarlos. Me echaron porque un día me mandaron a llamar dos al mismo tiempo: un coronel y un comandante. Fui donde el coronel. Parece que me equivoqué. Estuve cesante ocho meses y fui a Red Bus”, dice.

Manejar una micro después del cáncer

En Redbus partió ganando 150 mil pesos. Trabajaba siete horas y media diarias. El trabajo de chofer de bus es considerado trabajo pesado por todo lo que los choferes enfrentan día a día con pasajeros, jefes, carabineros, tránsito y un sinfín de variables más. Alonso hacía horas extra. Un día hizo 30. Fue a cobrarlas. “No vamos a pagar las horas extra porque no tenemos plata”, le dijeron. Gracias a un amigo, llegó a la empresa Subus donde empezó a trabajar el 2005 después de hacerse una pila de exámenes médicos en la Mutual de Seguridad: su salud estaba impecable. Ahí le pagaban mucho mejor: 400 mil pesos que lo ayudarían a costear la universidad de su hija que estudió Traducción. Todo iba bien hasta que el 2007, por una neumonía, le midieron el antígeno prostático. El examen salió alterado. Le dieron un año y medio de tratamiento con remedios. Pero igual tuvieron que operarlo, hacerle biopsia. Una vez al año se controlaba. Pero el 2014 finalmente le detectaron el cáncer.

“Pasé al sistema Auge y me mandaron a un médico de la Católica que me hizo exámenes. El doctor al verlos me preguntó: “¿Qué tiene en los riñones? Usted tiene cáncer de riñón también”. Ahí se me anduvo cayendo la cosa. Tenía cáncer de próstata y cáncer al riñón al mismo tiempo”, cuenta Alonso.

Lo operaron y le sacaron la próstata y un pedacito del riñón izquierdo. Le hicieron 38 sesiones de radioterapia entre diciembre de 2017 hasta marzo de 2018. “Me dijeron que uno de los efectos secundarios de la radioterapia era que podía tener diarreas, pero no supe más. Mi esposa me acompañaba a las sesiones. A veces íbamos bien, a veces yo no podía manejar, no era capaz”, recuerda Alonso. En marzo de 2018, con el fin de la radioterapia, llegó una mala noticia: su riñón había desarrollado otro nódulo cancerígeno y había que operar, esta vez, sacar todo el riñón izquierdo. “Hice anemia muy severa y me pusieron 35 puntos. Llegó un momento en el que quería morirme. Sentía olor a agua y me daban ganas de vomitar. Todo me daba asco. Estuve días sin comer. Las últimas veces me llevaban en silla de ruedas al hospital. Logré salir de aquello y volví a trabajar, pero empecé con los efectos secundarios que me habían dicho de la radio: a tener diarreas. Tenía que ir al baño varias veces al día. De repente me daban ganas y dejaba a la gente botada o a veces no alcanzaba a llegar al baño y hacía en la calle, con todos los pasajeros mirando. Me ha tocado muchas veces venirme hecho a la casa. A veces no alcanzo a llegar al baño o tengo que hacer en la calle. Hace poco hice en Mapocho. Menos mal era de madrugada y no había nadie. Le pregunté en el doctor y me dijeron que era crónico”, cuenta.

 

Un compañero de trabajo le recomendó pensionarse por invalidez: Alonso tiene 63 años, le falta poco para jubilar. Fue al ISP a averiguar, pero le dijeron que no podía hacerlo porque alguna vez le habían dado un bono de reconocimiento. Fue a averiguar a la AFP para pedir una pensión de invalidez. “La doctora de la comisión médica que me revisó, de repente me dijo: ‘No me consta que le hayan sacado el riñón’. No habíamos llevado ese documento ese día, en el que decía que había tenido una nefrectomía radical. Entonces yo le contesté: ‘Bueno, tampoco me consta que me lo hayan sacado porque estaba anestesiado, confío en la palabra del doctor que me lo sacó’. Al final la doctora me dijo: ‘Usted puede perfectamente trabajar con pañales’ y no me dieron la pensión de invalidez”. Alentado por sus compañeros de trabajo, apeló a la resolución. Gracias a ello le dieron un 50 % de invalidez que aún no empieza a cobrar y que supone podría hacer que le bajen la carga de trabajo.

Por suerte, Alonso tenía Isapre. Paga un plan de salud de 190 mil pesos y eso le permitió que por las primeras intervenciones solo tuviera que hacer un copago de 60 mil. Así y todo, por la última operación al riñón, tuvo que pagar un millón 850 mil pesos extra, de su bolsillo. “Para eso nos encalillamos y le pedimos colaboración a mis compañeros de trabajo que me juntaron 600 mil pesos. Así pudimos pagar eso”, cuenta. Su hija añade: “Al final es un privilegio estar en Isapre. Si no hubiera tenido Isapre, quizás ya no estaría vivo, todavía estaría esperando”.

—¿Cómo ve todo lo que está pasando ahora y cómo se puede arreglar?

—Viví el 73 y lo vuelvo a vivir a mi edad. Y veo que es tan fácil solucionarlo: Andrónico Luksic dijo que hay que arreglarlo con plata. Piñera no tiene que llamar a los senadores y diputados. Esto se soluciona con dinero. ¿Y quiénes tienen dinero? Las seis u ocho familias dueñas del país. Ellos van a solucionar el problema. Francisco Vidal dijo que con un poquito de lo que tienen ellos, pagamos las pensiones. Ellos son quienes Piñera tiene que convocar porque ellos deciden si comes y qué comes, si vives o mueres, ellos son los dueños de la plata.

—Aparte de los medios, ¿lo han llamado de otros lados?

—Ayer estaba sentado ahí y de repente me llaman: “Hola Alonso, qué gusto de hablar contigo. Vi tu video, estoy muy preocupado por su salud”. ¿Quién es?, le pregunté. “Soy Nicolás Monckeberg, el ministro del Trabajo y quiero saber en qué puedo ayudarte”. Le dije que mi pensión no me había salido y me respondió: “Voy a apurar ese asunto para que te salga ahora ya. Cualquier cosa que necesites, me avisas al celular”. No sé si hizo lo que dijo que iba a hacer. Después le pregunté a mi señora qué debía hacer. Ella me dijo: “A lo mejor él te va a hacer que te paguen, pero tu vida no va a ser la misma”. Y aquí estamos, conversando con usted.

—Usted es bastante calmo. ¿Cómo lo hace para no estar enrabiado?

—Por ellos (señala a su esposa y a sus hijos). Y por mi forma de ser. Me cuesta enrabiarme. Pero cuando me da, me ha dado. Por las redes sociales nos están enviando dinero, hasta me hicieron una campaña. Les hemos dicho que no. No es por es soberbia, es porque estamos bien. Pero entre más decimos que no, más nos mandan.

—¿Y qué le gustaría hacer ahora?

—Tengo dos aficiones: me gustaría ser carpintero, aprender a carpintear. Y quiero comprarme una máquina de escribir y aprender a escribir. Ese es mi sueño. A mí me pagan por hacer algo que me gusta, ser chofer me gusta. Pero estoy agotado. Ya mi vida no es la misma. Me canso. Me gustaría estar más en casa, no levantarme más a las tres y media de la mañana.

—Usted hizo una pregunta cuando salió en Mega: si Piñera actuaba como empresario o presidente.

—Sí. ¿Está protegiendo sus empresas o a los que votaron por él, a la gente? Esa fue mi pregunta. Y fíjese: una persona que no alcanzó a tener tercer año medio ya tiene la respuesta a eso.