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DOCTORA QUE ATENDIÓ A GERALDINE EN LA CALLE: “NO SE NOS PUEDE MORIR UNA NIÑA”


Ivonne Toro

27 de diciembre

Ciper

La entrevista informativa, aquella que entrega mayores antecedentes sobre uno o varios hechos, realizadas a especialistas, testigos, protagonistas o personalidades, es la que con mayor abundancia vemos en los medios de comunicación y exige del periodista no solo un conocimiento acabado de los hechos, sino también una inmediatez similar a la que debe tener una noticia. En “No se nos puede morir una niña”, de Ivonne Toro, se presenta una arista más del caso de Geraldine, esta vez con una entrevista a la médica cirujana Amanda Zapata, coordinadora del punto médico del pasaje Nueva Bueras en el entorno de la llamada Zona Cero del estallido social. A través de ella, con preguntas simples, podemos acceder a la forma en que se realiza el trabajo, las situaciones particulares de la niña de 15 años que llegó en estado de coma a la Clínica Indisa y pormenores de las primeras atenciones que recibió el joven Gustavo Gatica. Esta entrevista revela el drama y la violencia de las protestas y la represión. En febrero de 2010, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) informó el registro de 3.765 personas heridas. “Tenemos el puesto dividido en dos sectores. El sector más leve, que son pacientes que se atienden y se van por su cuenta, y el sector grave, donde los recibimos en camilla y tenemos un equipo más estable, con experiencia. Nuestra jornada parte alrededor de las cinco o seis de la tarde en el punto de atención”, relata la doctora Zapata, quien luego señala la urgencia con la que trabajan: “La recibimos. Yo, teléfono en mano, llamé al 131 mientras la evaluaba. Presenté una paciente con la información que se nos dio: que tenía tal herida, que estaba inconsciente, estaba siendo evaluada, frecuencia cardíaca, presión arterial y saturación respiratoria de oxígeno, la que estaba al límite, pero manejable. Ese llamado fue a las 8:39. Ahí nos dimos cuenta de que era una niña”.

Amanda Zapata (26), médico cirujano y una de las coordinadoras del piquete de “Salud a la Calle”, dice que en el centro de atención que instalaron en el pasaje Nueva Bueras, una convicción remeció a los profesionales que la tarde del martes 10 de diciembre atendían a Geraldine Alvarado (15): “No se nos puede morir una niña”.

Cuando la recibieron, malherida por una lacrimógena que le destrozó la frente, ni los rescatistas que la trasladaron desde Ramón Corvalán con la Alameda, ni el equipo de la doctora Zapata sabían que “la Geral” era una adolescente. Recién se enteraron cuando otro niño, que había estado con ella protestando en los alrededores de Plaza Baquedano, llegó al lugar y les contó que eran compañeros de colegio en Pedro Aguirre Cerda. “Ahí te cambia la mirada. La vuelves a ver en la camilla y cambia la historia. La ves de una manera distinta: sola, asustada. Es duro. Es muy duro”, plantea Amanda.

El caso de Geraldine, asegura, es el más grave que ha atendido desde que se inició el estallido social y junto con otros profesionales de la salud decidieron instalarse en la vía pública a curar a los heridos. Amanda fue quien coordinó los primeros auxilios que recibió Gustavo Gatica (22), quien el 8 de noviembre recibió perdigones en ambos ojos. El estudiante de psicología quedó ciego: “Él tuvo una recuperación, sin menoscabar su pérdida, pero Geraldine está en estado crítico”. Tras unos días de descanso, para recuperarse del impacto de haber visto la inmensa fragilidad de la menor herida, Amanda nuevamente está en terreno.

—Tenemos el puesto dividido en dos sectores. El sector más leve, que son pacientes que se atienden y se van por su cuenta, y el sector grave, donde los recibimos en camilla y tenemos un equipo más estable, con experiencia. Nuestra jornada parte alrededor de las cinco o seis de la tarde en el punto de atención. Habíamos tenido el martes 10 un día bastante calmo en comparación a lo que han sido estas semanas de manifestaciones. Alrededor de las 8:30 de la noche nos informa un rescatista que por radio avisaron que vienen trasladando un paciente con fractura de cráneo. Eso fue como “ya, esto es grave, tenemos que estar preparados”. Estábamos teléfono en mano, con el 131 listo para llamar, y esperando atentos.

—¿Listos para intervenir?

—Sí, nuestro equipo del sector grave: preparado, esperando, atentos. No teníamos más información, quién era, si hombre, mujer, su edad. Solo teníamos lo de la fractura de cráneo, algo muy brutal. Al par de minutos llega un equipo de rescate con una camilla trasladando a una persona inconsciente, con una herida frontal tipo scalp

—abierta— que fue producida por el impacto de una bomba lacrimógena. En ese momento aún pensábamos que era hombre, porque venía de lado, no se podía identificar, estaba vendada. Había perdido conocimiento en el sitio, había presentado convulsiones y vómitos. Todos estos son elementos de compromiso neurológico que nos van orientando para determinar el grado de compromiso que traía.

—¿Qué hacen?

—La recibimos. Yo, teléfono en mano, llamé al 131 mientras la evaluaba. Presenté una paciente con la información que se nos dio: que tenía tal herida, que estaba inconsciente, estaba siendo evaluada, frecuencia cardíaca, presión arterial y saturación respiratoria de oxígeno, la que estaba al límite, pero manejable. Ese llamado fue a las 8:39. Ahí nos dimos cuenta de que era una niña. La pudimos ver mejor. Se tomaron medidas como instalarle una vía venosa para pasarle un suero, medicamentos, lo que fuera necesario. Mientras sucedía todo esto, la paciente empezó a comprometerse respiratoriamente. Esto significa que le costaba más respirar, con una saturación de oxígeno que iba bajando: estaba en 94 %, y 93 % es un valor límite para administrar oxígeno o tomar otras medidas, como ventilar con bolsas.

—¿Cómo se actúa entonces?

—Se tomó la decisión de ser más invasivos y se utilizó una cánula por faringe, una cánula mayor, como la conocemos en términos médicos. Las cánulas son dispositivos que facilitan el paso del aire por la vía respiratoria. Es un paso previo a una intubación, dado que una intubación en las condiciones en la que estábamos, si no es bien hecha, aumenta la mortalidad del paciente. Ella no respondía, no respondía ni al dolor. Nosotros tenemos formas de evaluar nivel de consciencia y estaba en coma. Llegó en coma, ventilaba por su cuenta porque su circuito cerebral todavía estaba activo. No estaba en paro todavía, pero estaba muy grave. Esa depresión respiratoria era un paso previo a que sufriera un paro cardiorespiratorio. Esto va escalando así: empieza a bajar la respiración hasta que la falta de oxígeno genera un paro. Se hizo la evaluación neurológica asociada y se vio que en las pupilas había una diferencia. Nosotros lo llamamos anisocoria: una pupila está más dilatada que la otra. Esas también son señales de daños neurológicos más graves, que te hablan del pronóstico y la gravedad del paciente. Frente a esa evaluación, volví a llamar al SAMU a las 8:45.

—Son minutos clave. Había pasado poco tiempo desde la primera llamada.

—Claro. Yo tengo contacto directo con la coordinación central (del SAMU). Dije: “Soy la doctora Zapata, este paciente está grave, ¿dónde está el móvil?”. Le expliqué todo lo que hicimos. Para el siguiente paso nosotros disponemos de un desfibrilador automático, un DEA. Afortunadamente, no lo habíamos tenido que usar, pero ahora estábamos ahí, diciendo “ojalá no tengamos que usarlo, pero si se para va a haber que usarlo”. En eso me dicen que ya va saliendo un móvil avanzado con personal médico. La central (del SAMU) está al lado, a la vueltecita, estamos muy bien ubicados. Entonces, lo que hicimos fue mantener, soporte, soporte, soporte, soporte.

—¿Cuánta gente estaba trabajando?

—Unas cinco personas. Los rescatistas no la dejaron. Había un enfermero —Michael Díaz— que tuvo un manejo muy adecuado. Otras personas se mantuvieron con Geraldine, más una parte de nuestro equipo: una médico, otra enfermera, una tens, estudiantes de medicina. Es lo que recuerdo dentro de todo el caos.

—¿Aún había ruido de disparos de lacrimógenas?

—Todo el día, todo el rato. Para nosotros ya es habitual, es como nuestra música de fondo. Sabemos que puede haber ratos más silenciosos, pero que al producirse estos estallidos, que además son seguidillas —se escucha “pa, pa, pa”—, dices “mierda, se viene una oleada”. Porque lo que atendemos son oleadas de pacientes. Uno siente “pa, pa, pa” y te pones los guantes, tienes el teléfono a mano y es como “ya van a empezar a llegar”. Y, claro, llegan dos. Los días terribles llegaron de a 15.

—¿Te había tocado ver algo así de grave?

—Mmmm… (suspira). Lo único que se asemeja es el caso de Gustavo… Son los dos casos más graves que hemos tenido y nos vimos obligados a tomar medidas invasivas de reanimación. Si bien en ninguno tuvimos que aplicar compresiones en un paro, sí tuvimos que administrar fluidos, sueros. Esos han sido nuestros dos casos más graves, pero no se pueden comparar, porque si bien Gustavo sufrió la lesión en sus ojos y perdió la vista, Geraldine estaba mucho más grave. Él tuvo una recuperación, sin menoscabar su pérdida, pero ella está en estado crítico.

—¿Estuviste en esas dos atenciones?

—Sí, coordinando ambos días. Yo soy médico cirujano, al principio atendía a hartos pacientes, pero poco a poco he ido tomando este rol de coordinación que me ha hecho distanciarme de la atención física de los pacientes. Si bien igual siempre estoy disponible para jugar el rol médico, porque faltan manos, en estos momentos estoy coordinando.

 

—¿Cómo estaba el rostro, la cabecita de Geraldine?

—Geraldine venía con un apósito y un vendaje alrededor de la cabeza, donde tenía la herida. Ya venía hecha la curación para detener la hemorragia. Estaba ensangrentada su ropa, su polera venía con restos de vómitos, mojada, empapada. Su cara estaba ensangrentada. Se veía hinchada, se notaba que había un traumatismo, porque a pesar de que pasaron minutos ya había una reacción. Sus ojitos estaban cerrados, había que levantarles los párpados para examinarla. No respondía. Su cuerpo estaba sin tono. Era una persona en coma, floppy, por decirte. La dabas vuelta y había que sostenerla si querías mantenerla de lado, en posición de seguridad por si sufría convulsiones y vómitos. Venía en malas condiciones. Cuando uno ve a los pacientes tan graves, se ven todos chiquititos, probablemente más chicos de lo que son, aunque ella quizás puede ser más alta que yo.

—¿Cómo contactaron a sus acompañantes?

—Ella llegó sola. A los minutos aparecieron otros jóvenes menores de edad que la conocían. No tengo claro cómo se realizó el contacto con el padre. Sé que fue a través del teléfono de Geraldine, pero no sé si el papá llamó y le contestamos o logramos desbloquearlo y llamarlo. Sus compañeros llegaron al ratito, eran menores de edad, escolares.

—¿Cómo estaban esos niños?

—Alteradísimos, afectadísimos. En una especie de euforia por toda la adrenalina que vivían en ese momento, porque estuvieron al lado de ella en la misma situación de disparos, de gas, de correr y verla caer. Y obviamente afectados por verla ahí, porque no tenemos un biombo, no hay una cortina y solo cubrimos a los pacientes con nuestros cuerpos al atenderlos. Ellos nos dijeron que era la “Geral”. Les preguntamos por la edad y nos dijeron 15 o 16. Yo creo que todos…

—¿Se remecieron?

—A todos se nos removió todo. Como que nos toca más la fibra cuando son menores, porque tenemos protocolos, redes de asistencia legal y social, pero cuando uno se enfrenta al paciente desconocido —porque te entregan solo un herido, una circunstancia—, entonces tú asumes que se trata de un adulto. En el estado de Geraldine, las expresiones no estaban presentes, por lo tanto eso te desorienta en cuanto a calcular su edad. Sabíamos que era joven, creíamos que alrededor de unos 20 años, pero nos dicen: “15, 16. Es del colegio”. Quedamos todos para adentro. Fue como “chucha, ella es una niña que tiene su vida por delante y está así de grave”. Entonces, creo que fue uno de los momentos más críticos, porque el equipo y la disposición cambian. No es que hagamos más, pero no se nos puede morir una niña, porque es la inocencia pura. Ahí te cambia la mirada. La vuelves a ver en la camilla y ahora la ves de una manera distinta: sola, asustada como debe estar. Es duro. Es muy duro. Claramente, no cambia las medidas a tomar, pero nos duele mucho más. Es una niña y no la asaltaron en la calle, es una niña que fue violentada por Carabineros, aunque en muchos lados salió que no se sabe si fue una lacrimógena. Cuando nos dicen que fue por lacrimógena, nosotros lo creemos, porque lo hemos visto. Y la gente empieza a comentar: “¿Qué hacía esa niña en la calle? ¿Dónde están sus papás que la dejan salir sola?”.

—¿Te molestan esos comentarios?

—Dan ganas de agarrar el computador y responderles “qué importa”. Ella estaba ahí porque lucha por todos nosotros, por todos los chilenos, por sus compañeros escolares que son los que partieron con todo esto y son los que tienen más fuerza en el movimiento. Estaba ahí por los abuelos, por las pensiones, por los universitarios, por los mismos médicos, porque el sistema de salud es un desastre. Ahora yo trabajo independiente, en una consulta, pero salí de la Chile y me formé en hospitales públicos, trabajé todo mi internado en urgencias públicas, en la Posta Central. Entonces, da una rabia leer esos comentarios, que se preocupen de qué andaba haciendo en la calle. Es una niña que está en riesgo vital, que tuvo que ser operada esa misma noche.

—¿Cómo enfrentan ustedes como equipo médico esto? ¿Cómo los afecta?

—Nosotros tenemos sistema de apoyo en salud mental. Como organización tenemos psicólogos y psiquiatras que nos acompañan, que están disponibles. De hecho, los que llevamos más tiempo, estamos todos en acompañamiento y si se necesitan terapias, nos derivan. Es una forma de acompañamiento por los casi 60 días que ya llevamos viendo estas cosas. Nada te prepara para presenciar esta brutalidad. Tomamos la decisión en conjunto que los que estuvimos ese día involucrados nos íbamos a dar unos días de descanso, porque son necesarios. Uno es capaz de bloquear las cosas y ponerse robot y seguir yendo allá, pero eso al final pasa la cuenta y también tenemos que cuidar nuestra salud mental, porque no sabemos cuántos días más vamos a tener que estar ahí y no sirve que colapsemos. Yo creo que estamos todos con trastornos del sueño.

JORGE EDWARDS: “SI EL DIABLO ME OFRECIERA UN PACTO PARA VIVIR MÁS, ¡LO FIRMO!”


Gazi Jalil

3 de agosto

Sábado, El Mercurio

“Si el diablo me ofreciera un pacto para vivir más, ¡lo firmo!”, solo el título, extraído de una larga entrevista a Jorge Edwards, escritor que debe haber concedido mil como estas, ya hace que esta nota periodística de Gazi Jalil califique para estar entre las mejores del año. Y si a ella, además, se le agrega un texto muy bien escrito, donde el Premio Nacional de Literatura se explaya a sus 88 años sobre la vejez y la muerte, cataloga a Neruda como un egoísta profundo y, entre otras cosas, profundiza en el episodio de abuso que sufrió de niño, hablamos de un trabajo de excelencia. Se trata de una entrevista humana, que escarba en la vida del escritor, pero no se escabulle de la actualidad, avanzando sobre los temas que la sociedad estaba discutiendo en los días que fue publicada. Jalil, en todo caso, advierte al lector que, “a lo largo de esta entrevista será difícil mantener a Jorge Edwards anclado en el presente”. Pero lo consigue.

—Nicanor Parra llegó a los 103, pero en malas condiciones. ¿Vale la pena?

—Buena pregunta. ¿Vale la pena vivir tanto? Un amigo me preguntaba el otro día si era bueno llegar a viejo. ¡No, huevón; solo inevitable!

A lo largo de esta entrevista será difícil mantener a Jorge Edwards anclado en el presente. Ahora está aquí: en su living, hundido en el sillón y rodeado de cuadros, libros y fotos. Pero enseguida, casi como un acto reflejo, tenderá a escaparse al pasado ante la más mínima oportunidad. Entonces contará una historia que le pasó hace años, hablará de un personaje que conoció una vez, recordará un episodio que le sucedió a otra persona, evocará situaciones que le tocó vivir e intercalará en una misma frase a De Gaulle, San Agustín y Andrés Bello sin perder el hilo ni la lógica del relato.

El escritor, uno de los más prolíficos y premiados del país, acaba de cumplir 88 años.

—Estoy tan viejo que supongo que ya voy a perder la memoria —dice a contraluz. Detrás suyo, por el ventanal de su departamento, entra todo el cerro Santa Lucía. Si no fuera porque de tanto en tanto se cuela el ruido de los motores y las bocinas, se diría que vive en medio de la vegetación.

—Hay un Santiago que desapareció, que yo echo de menos, porque la gente caminaba aquí al frente —dice mirando hacia el balcón—, llegaba hasta el Bellas Artes y se daba la vuelta. Los personajes de ese tiempo pasaban por aquí. Ya no están.

—¿Le gusta cómo es este barrio hoy?

—Mire, es un barrio que me trae muchos recuerdos y no me parece mal. El problema es que por la tarde, en el invierno, hace mucho frío. No me acordaba de lo ingrato que era. No sé si volverme a Madrid. Tengo muchos amigos allá, pero no me convence la idea. Creo que me quedaré acá a hibernar.

Edwards se ríe y atraviesa la sala lentamente, afirmado de un bastón. Lo usa por recomendación médica, cuenta mientras le pide un café a la mujer que lo ayuda en la casa.

—Un doctor en Madrid me encontró bien de salud y le dijo a mi hija que si me cuido puedo llegar a los 95, pero no sé si me interesa llegar hasta los 95... ¿Sabe?, me gusta mucho el cementerio de Zapallar, es precioso. A lo mejor me compro un terrenito allá. Voy a tener que pedir que alguien me apoye con el cura, porque como no voy a misa no me quiere. Así me quedo ahí, al lado de Pepe Donoso, de la Pilar... Ahora, si viniera el diablo y me ofreciera un pacto para vivir más, ¡lo firmo!

—Nicanor Parra llegó a los 103, pero en malas condiciones. ¿Vale la pena?

—Buena pregunta. ¿Vale la pena vivir tanto? Un amigo me preguntaba el otro día si era bueno llegar a viejo. ¡No, huevón; solo inevitable! Lo único que espero es que la muerte sea una cosa como de sueño. El misterio del futuro, de lo que va a pasar, es tremendo; el misterio de la vida, la incertidumbre... En el fondo, asusta. Pero más le tengo miedo al dolor. Lo confieso. ¿Cómo no tenerle miedo a los dolores terribles de algunas enfermedades?


Jorge Edwards ha vivido en París, en Madrid, en Manhattan y en Berlín. Pero nació y creció en el barrio Santa Lucía, y desde mediados de los 60 que reside en este enorme departamento, en el quinto piso. Contiguo al living tiene una oficina con más libros que se acumulan en el escritorio, en el mueble de la pared, en el suelo y en el borde de la ventana. Pero casi no la usa. Para escribir prefiere una pieza del fondo, la que ocupa todas las mañanas. Es la hora del día en que más se concentra, dice. Ahora está terminando un capítulo de sus memorias (el tercer tomo) y tiene varios proyectos de novelas cortas, entre ellas una sobre Claudio Arrau. También sigue escribiendo columnas, aunque se lamenta de que cada vez le publican menos. Pero continuamente lo llaman de medios nacionales y extranjeros para solicitarle entrevistas.

—He sido demasiado hablador a lo mejor; indiscreto, quizá.

—¿Alguien se ha enojado con usted por algo que ha dicho?

—Mire, ya no quiero pelearme con nadie. Estoy muy pacifista últimamente. ¿Sabe por qué? Porque me he dado cuenta de que por tener actitudes demasiado anti todo, he tenido que pagar las consecuencias a la larga. Solo me alegro haber sido anticastrista, porque estoy seguro de que no me equivoqué. Pero he tenido enemigos. Había un crítico español, Rafael Contes, que era un desgraciado. Me desprestigiaba mucho después de Persona non grata. Sin mencionarme, decía: “El escritor de derechas”, en plural. Claro, me causaba un daño considerable en ese tiempo. Me dio una imagen de momio. Una vez lo invité a almorzar un plato de garbanzos y creo que me perdonó la vida por eso: por un plato de garbanzos. Es bíblico, ¿no?

—Pero hoy sí es de “derechas”. Entró a Evópoli.

—Nunca había militado, pero estar en Evópoli para mí es lo mismo que nada, porque no me comunican nada. Firmé un papel y nunca más he sabido algo. Con Hernán Larraín me encontré en una ceremonia por ahí. Y parece que él le pidió al gobierno que me dieran una embajada chica, como Montevideo. Felizmente no me hice ilusiones, porque, además, yo sé que ser embajador significa estar preocupado de tonterías y problemas todo el tiempo. Cuando estuve en París, lo peor era la casa. Todos me dijeron: vas a vivir en un palacio. ¡El palacio se llovía por todos lados! Tenía cortocircuitos y una calefacción pésima. Jamás he sentido más frío en mi vida ni la he pasado peor que como embajador en París.

— ¿Ya no quiere que le den una buena destinación?

—A mí me gustaría mucho más lo siguiente: tener buena salud y poder ir a la playa de cuando en cuando. Me acaban de decir que los mayores de 80 no pueden manejar auto, ¿es verdad eso?... Estoy fregado, entonces. Pero me gustaría ir a la playa, seguir escribiendo, leer y que algunos de mis libros se vuelvan a publicar. Tal vez El origen del mundo, El peso de la noche, incluso El patio, mi primer libro. Los convidados de piedra prefiero que no: es muy barroco, mucha frase intercalada. Pero hay gente que le gusta. Me han dicho que es buñuelesco. Buen elogio, ¿eh?

Más tarde dirá que también le gustaría reeditar Diálogos en un tejado, cuyo título hace referencia a la época en que conoció a Alejandro Jodorowsky, con quien mantuvo una amistad que duró años.

 

—Pero él es un tipo desagradable que, además, quiere ser desagradable. Cuando yo era embajador en París, un día lo invité a la embajada y me dijo: “Tú no me vas a recibir porque ando con una vietnamita”, como diciendo que yo era un racista de mierda. Y yo le dije: “Trae a la vietnamita y trae otra para mí”. Él, para molestar, hace cualquier cosa. No lo invité más. Ya no sé mucho de él. Además, sus películas me parecen aburridas, un poco pesaditas.

—En su caso, ¿no le hubiera gustado que alguno de sus libros se convirtiera en película?

—Silvio Caiozzi estaba interesado en El museo de cera. Tuvimos varias reuniones, muchas conversaciones y no pasó nada. Fue una pérdida de tiempo. Prefiero el papel.

—¿Ha sido feliz escribiendo?

—Mire, yo le voy a decir: cuando escribo en forma natural, lo paso bien, me da placer. Y quedo con la sensación de que me he ahorrado el psiquiatra.

—Después de casi 30 libros, entre novelas, ensayos, cuentos, ¿cree que ha dejado alguna escuela?

—No, no, no. De repente me han dicho: “Mira, este tipo escribe al estilo tuyo”. Yo no tengo estilo. No soy dueño de nada. No he inventado nada. Pero sí he escrito y he tenido lectores. Y el único premio para un escritor es el lector. A mí me han parado en la calle para decirme que han leído tal cosa mía. Es el único premio al que puede aspirar un escritor.

—Pero usted lo dice porque ha ganado muchos premios. Más de veinte.

—Yo creo que tengo demasiados premios.


Jorge Edwards partió el día con una mala noticia. Dice que, temprano, lo llamaron desde Madrid para decirle que habían pirateado su libro Oh, maligna, sobre el amor entre Pablo Neruda y la birmana Josie Bliss. No se ve enojado. Más bien contrariado, porque quien publicó la novela sin permiso es un editor conocido suyo.

—Es primera vez que me pasa algo así, lo cual indica que fui bastante descuidado con él. Este amigo me invitaba siempre a un restorán donde daban una tortilla de papa muy buena.

—Hay que tener cuidado con alguna gente, ¿no?

—Hay que tener cuidado con las tortillas de papas.

Jorge Edwards es el menor de cinco hermanos. Estudió en el colegio San Ignacio de Alonso Ovalle, donde fue alumno del padre Alberto Hurtado, quien le hacía clases de apologética. Tuvo una niñez, como él mismo ha descrito, estricta, formal, rigurosa y represiva. Algo de eso recordó en Los círculos morados, el primer tomo de sus memorias. Allí también expuso un hecho que impactó a muchos: que en la década de los 40, a los 11 años, fue abusado por el sacerdote jesuita Eduardo Cádiz.

—A él le gustaba que le dijéramos “Lalito” —detalla.

Dice que no se atrevió a contarles a sus padres y que su hermano Germán fue de los pocos de la familia que supo.

—De hecho, él le fue a contar al padre Hurtado.

—¿Y qué hizo Hurtado?

—Lo único que supe es que luego Cádiz fue enviado al colegio jesuita de Puerto Montt.

—¿Pero el padre Hurtado no hizo nada?

—No quiero hablar mal contra un santo, pero no hizo tanto en realidad (...). Sí. Hoy eso sería grave, claro.

—¿Qué pensó, entonces, cuando el padre Hurtado fue declarado santo?

—De niño, yo leía a Unamuno y Hurtado pensaba que él era un ateo, un blasfemo, me prohibió leerlo. No le hice caso. Pero ¿sabe? Él me llevó en su camioneta a conocer la realidad social del país, así que estoy agradecido por eso.

—¿Nunca pensó que tal vez Cádiz hizo lo mismo con otros niños?

—Pero por supuesto que lo pensé. Cádiz tenía sus favoritos y los dejaba castigados. Eran los escogidos por él.

—¿Le dejó alguna secuela psicológica el abuso?

—No sé si me dejó tanta secuela, di vuelta la página. Y cuando lo conté en mis memorias, sentí alivio. Después recibí una carta muy bonita de un lector: don Bernardino Piñera. Ahí me dijo lo siguiente: “Yo creo que Alberto Hurtado era un santo, pero comprendo que era una persona con muy poca sensibilidad y gusto literario, y entiendo que haber sido alumno de él no debe haber sido grato para usted. Y con respecto a ese episodio (de abuso), lo he leído con dolor, y celebro que usted no lo aproveche insistiendo en el asunto en forma publicitaria, usted lo cuenta con discreción”. Eso me dice Bernardino Piñera.

—¿No cree que, en verdad, le estaba diciendo que mejor no siguiera hablando del tema?

—Puede ser. Pero yo aprecié esa carta.

—A propósito, ¿supo sobre las denuncias de abuso sexual contra Hugo Montes?

—Lo conocí, pero no me consta eso de lo que lo acusan. Lo que me interesa de él es su trabajo como intelectual y divulgador. Él nos enseñó a leer la literatura chilena a través de una cantidad de libros que escribió con (Julio) Orlandi. Creo que lo que hay que hacer es reivindicar su trabajo y hablar de sus cualidades, no de sus defectos.

—¿Qué le parece que el Ministerio de Educación iniciara un proceso para revocarle el Premio Nacional de Educación?

—Me parece mal. Fíjese que si empezamos a revisar a los que tienen premios, se los tendríamos que quitar a todos. No quedaría títere con cabeza. Mire, los chilenos respetamos muy poco el trabajo intelectual. Lo demuestra el hecho de que nadie haya soñado con darle el Premio Nacional de Literatura a Enrique Lafourcade. Un país normal se lo habría dado hace años. Yo desperté el lunes y dije: “Voy a escribir una nota diciendo que le demos ese premio a

Lafourcade”. Diez minutos después me llamaron para contarme que se había muerto. Lafourcade era un jodido, un tipo provocativo, pero tenía una cultura y un amor a la literatura que no se puede negar.


Jorge Edwards habla lento, como si tuviera todo el día para él mismo. Aunque advierte que dentro de poco llegarán unos invitados que quieren preguntarle sobre Borges. Y luego tiene que ir a buscar sus lentes de contacto. Y más tarde está comprometido a ir a un lanzamiento de un libro. Pero el escritor deja a un lado su bastón y hace un gesto con la mano, como diciendo que no hay apuro, y habla de Baldomero Lillo, habla de Mariano Latorre, habla de Juan Emar y habla de la vez que salió borracho de una fiesta con Enrique Lihn, una noche en que el poeta terminó en la cárcel por romper el vidrio de una casa.

—¿Tomaba mucho usted?

—Algo. Pero hoy solo me tomo un vaso de whisky en la tarde. Francisco Coloane se murió cerca de los cien años tomándose media botella de whisky al día. Así que pensé que eso debe hacer muy bien a la salud. Pero mi hijo me controla. El otro día vi el partido de Chile y Perú tomándome un Johnny Walker etiqueta roja, que es barato, pero honesto.

—No sabía que le gustaba el fútbol.

—Bueno, en el San Ignacio jugábamos en el patio, así que algo sé. Además, uno de mis compañeros, que estaba más arriba, era el “Chuleta” Prieto, que ya era seleccionado chileno. Y los curas creían que el fútbol nos ayudaba a amainar las pasiones. Cuando uno llegaba al colegio, siempre había un cura que te recibía con un “buenos días, Jorge, ¿cómo está tu pureza?”.

—¿Nunca ha escrito de fútbol?

—Alguna vez hice crónicas de tenis, porque fui tenista. Pero me fue mal, nunca gané nada. De todos modos, creo que soy el único escritor chileno que ha sido aplaudido por uno de los grandes tenistas de este país. ¿Cómo se llamaba? ¡Lucho Ayala! Una vez llegué al Club Santiago a jugar un partido con luz artificial, porque era tarde. De repente di un buen golpe y aplaudieron en la tribuna. Yo dije, “qué raro”. Y era Ayala, que había estado jugando en la cancha de al lado. Los periodistas que lo seguían le habían dicho: “Ese es un escritor que juega tenis”, y por curiosidad fue a verme. Yo tenía un buen derecho. Era un jugador de fondo de cancha, pero después tuve un problema a la rodilla.

—Es raro que los escritores hagan deporte.

—En general, no hacen. ¿Pero usted sabe quién fue un gran tenista? Vladimir Nabokov. Así que no hay que generalizar.

—Y ya que fue amigo de Neruda, ¿él practicaba deportes?