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El mejor periodismo chileno 2019

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SIN PAPELES Y SIN BOLAÑO


Eduardo Andrade

17 de junio

El Desconcierto

Una columna de opinión es tan libre y personal como su autor quiere que sea. Puede expresar momentos, rabias y hasta convertirse en una carta abierta.

Es lo que encontramos en “Sin papeles y sin Bolaño” de Eduardo Andrade, a propósito de una convocatoria al premio que lleva el nombre del autor de Los detectives salvajes, cuando a un inmigrante le solicitan los documentos que lo “regularizan”, como es el RUT, pero que él no tiene.

“¿Cómo le explico al que me atiende por teléfono, que lo que no he conseguido en casi dos años jamás lo haré en cinco días? No es su culpa, lo sé. Se escucha joven, solo hace su trabajo”, dice el columnista.

Y de ahí en más, comienza a contar su historia y también sus sueños. A ratos con ironía, luego con humor, también con rabia. “Mi solicitud de visa definitiva al Departamento de Extranjería y Migraciones se extendió aproximadamente hasta la segunda semana de mayo de este año, cuando me la rechazaron. Allí, en la carta que me enviaron, no explicaban las razones y me daban, según ellos ‘en subsidio’, una visa temporaria con la fecha de caducidad de un año”.

Luego el cuestionamiento: “¿Por qué es necesario presentar una cédula de identidad en un concurso de este tipo? ¿Es que no basta con presentar algún otro documento que les demuestre mi existencia?”. Su conclusión, en medio de su desesperanza, es que tiene “la sensación atravesada” de que en el ministerio “no quieren a inmigrantes sin papeles en sus concursos” porque sus sueños —dice— deberían estar en otros rubros y así, de vez en cuando, contar nuestras penurias con un afán de superación en concursos “especiales para inmigrantes” y reportajes de historias de éxito.

Señores organizadores de los Premios Literarios 2019:

¿Cómo le explico al que me atiende por teléfono, que lo que no he conseguido en casi dos años jamás lo haré en cinco días? No es su culpa, lo sé. Se escucha joven, solo hace su trabajo.

La mañana del viernes, vi mi nombre en la lista de los trabajos no admitidos para los Premios Literarios 2019, y la razón, tanto para el Premio Roberto Bolaño como para el Premio Escritura de la Memoria, era la misma: “No adjunta una copia de la cédula de identidad”. Entonces, me resigno en un segundo y decido al siguiente llamar al número que, según Google, le pertenece al Ministerio de las Culturas.

“¿Otra vez al Ministerio de la Cultura?”, repite la voz de una mujer del otro lado. Dice que el número está equivocado y que la han llamado tanto que hasta se sabe de memoria el correcto y me lo da. Es amable el joven que contesta después, me pide un mail y promete gestionar una respuesta más concreta con sus jefes, pero advierte que no me queda mucho tiempo, A lo mucho cinco días, dice, cinco días para demostrar que tengo los papeles en regla y que la cédula que guardo en mi billetera no venció en diciembre de 2017.

Entonces, vuelvo a la pregunta con la que abro esta carta.

Comencé a pintarrajear, por algunas calles de Santiago, el tag “sinpapeles” dos meses antes de mi postulación a los Premios Literarios 2019. Se trataba de un grafiti que apareció en el año 2018, en Barcelona, y cuyo autor hasta el día de hoy mantiene una suerte de anonimato, acrecentado por las decenas de graffers que lo han replicado en todo el mundo.

“No habrá público para tantos artistas”, escribió en el vagón de un metro el “Sinpapeles” español alguna vez. Y yo le creí.

Mi solicitud de visa definitiva al Departamento de Extranjería y Migraciones se extendió aproximadamente hasta la segunda semana de mayo de este año, cuando me la rechazaron. Allí, en la carta que me enviaron, no explicaban las razones y me daban, según ellos “en subsidio”, una visa temporaria con la fecha de caducidad de un año. Todo esto sucedió algunas semanas después de que decidiera postularme a los premios que ustedes organizan.

Es verdad, esa postulación no iba acompañada de la copia de mi cédula de identidad vigente. No la tengo. Ahora, justo en este instante, mi nombre y mi RUT vencido aguardan en la fila digital que el DEM habilitó hace algunos meses para acceder a una cita en sus oficinas. Sí, acepté tomar el subsidio que me ofrecieron y ser un “sinpapeles” a medias, pero hay otra pregunta que me retumba desde el viernes y que me gustaría respondiesen: ¿Por qué es necesario presentar una cédula de identidad en un concurso de este tipo? ¿Es que no basta con presentar algún otro documento que les demuestre mi existencia?

“Si lo haces por fama o por dinero, mejor no lo hagas”, escribió Charles Bukowski en su poema manifiesto para aspirantes a escritores. Pero el poeta estadounidense continúa y dice que “si no te sale ardiendo de dentro”, mejor no lo hagas.

Siempre he creído que la indignación nunca es un sentimiento que me impulse a escribir. Es más, por estética, siempre he preferido leer los textos paridos desde la nostalgia, la tristeza o la apatía. Pero hoy, señores organizadores de los Premios Literarios 2019, hoy tengo la sensación atravesada de que ustedes no quieren a inmigrantes sin papeles en sus concursos. Es más, ni siquiera pensaron que alguno de nosotros vaya a postularse a ello; porque, claro, no deberíamos estar ni ahí con los concursos. Vinimos a trabajar solamente, a ahorrar, a subsistir. Nuestros sueños, para ustedes, deberían estar en otros rubros y así, de vez en cuando, contar nuestras penurias con un afán de superación en concursos “especiales para inmigrantes” y reportajes de historias de éxito.

Señores organizadores, Ministerio de las Culturas, tengo rabia hoy y no sé si es que esta carta va dedicada para ustedes o para Extranjería o para el periodista que, amablemente, alguna vez escribió algo así como “amigo haitiano, colombiano, peruano, por favor quédate”. Me sentaría a tomarme un café con este último, seguramente hablaríamos de inmigración, entre otras cosas, y le diría que ahora, como está el panorama, quedarse o irse son solo dos maneras distintas de elegir morir. Y a ustedes, señores, a ustedes no sé qué decirles. Si ni siquiera podemos postular a un concurso, ¿qué podríamos esperar de la salud, la vivienda, el trabajo?

Sueño con escribir un cuento un día, en el que alguien abrumado por las filas virtuales, la espera interminable, la imposibilidad de soñar, un sábado por la noche, luego de irse de copas a alguno de esos bares baratos del centro, con el peso de la madrugada, caminando por San Antonio, se le ocurra ingresar al Departamento de Extranjería, buscar la oficina donde se apilan los papeles que enviamos con todo eso que demuestra que “vinimos a aportar”, y que con un encendedor y un poco de alcohol lo encienda todo. Sueño con la transmisión en vivo de ese momento y con la gente al otro día abarrotando las calles siendo vistos, por fin, sin debilidad y sin temor. Sueño con ese cuento, señores de cualquier ministerio, y a veces, sueño con que no es un cuento, sino un reportaje de fin de semana que me tocará cubrir en el diario en el que trabajo.

EL DESPERTAR DE CHILE EN UN TERRITORIO DONDE EL ESTADO YA NO EXISTE: LA BANDERA


Cristián Cabalín

30 de noviembre

Ciper

Los lugares emblemáticos y con un largo historial de lucha social, como es el caso de La Bandera, comenzaron a captar el interés de los medios cuando se produjo el estallido de octubre y cobró relevancia, además, la voz de los vecinos y los pobladores. Hasta la TV se abrió, por primera vez, a darle visibilidad (y micrófono) a personas que antes no eran consultadas. Fue la explosión de lo social, que había sido postergado por los rostros y la clase política.

Cristián Cabalín, doctor en Estudios de Políticas Educacionales de la Universidad de Illinois y profesor del ICEI de la Universidad de Chile, escribe desde la diferencia, en su calidad de haber nacido en La Bandera y conocer la realidad de la comuna de San Ramón, un territorio “donde el Estado ya no existe”.

“Nacer en los márgenes significa que la ciudad, el Estado y los otros se ven muy lejos. Está lejos la salud, los remedios, fin de mes, la playa en vacaciones, la universidad”, dice. Se refiere a la historia del lugar, con detalles, porque su texto se nutre de la voz de los amigos que todavía viven en la comuna y son testigos, como su familia, de las balas que llegan todos los días al Hospital Padre Hurtado.

No solo habla del repliegue del Estado, también de la Iglesia católica, espacio al que ingresaron los “narcos” y también “con fuerza el mercado con sus tarjetas de crédito y gratificación del consumo instantáneo”.

“Mientras el Estado se achicaba, silenciosamente primero y ahora de un modo pirotécnicamente vistoso, el narcotráfico se fue apoderando de varias zonas en el país. En Chile, 1,5 millones de personas viven a merced de bandas narco”, escribe.

Luisa Riveros en 1987 se paró frente al papa Juan Pablo II en el parque La Bandera y le pidió que intercediera para que dejara de correr sangre en las poblaciones del país. La represión de la dictadura de Pinochet fue brutal en los sectores más pobres. 32 años después, Luisa dijo en TVN que a esos mismos pobres el toque de queda decretado por el gobierno de Sebastián Piñera no los sorprendió, porque viven en toque de queda permanente debido a los narcotraficantes que controlan los territorios y determinan cómo se mueven las personas en ellos. “El narco domina y aplasta”, concluyó Luisa.

 

Cuando ella pronunció su discurso yo tenía seis años y La Bandera estaba revolucionada por la visita del papa. Casi todas nuestras madres —muchos no conocíamos padres— eran católicas de la Iglesia católica combativa de los 80. Recuerdo cómo corrimos desesperadamente por pasajes polvorientos para ver pasar el papamóvil por una de las pocas calles pavimentadas de la población. Lo vimos pasar rápido, tan rápido como la alegría que prometió el triunfo del NO. De la euforia del plebiscito pasamos al letargo de los 90, como resultado de una política de desmovilización diseñada por los primeros gobiernos de la Concertación. La resistencia de las poblaciones tan funcional para derrotar a Pinochet no lo era para la débil democracia de la transición que, pareciera, llegará a su fin con la nueva Constitución.

Mientras escribo este texto, los noticieros informan que el Hospital Padre Hurtado de San Ramón ha recibido seis impactos de bala en 24 horas. Mi familia vive a cinco minutos caminando de allí y esas balas han sonado varias veces mientras tomamos once o almorzamos cuando voy de visita. Ya no vivo en La Bandera, pero mis amigos y familiares son mi fuente principal para entender cómo se vive hoy en la periferia sur de Santiago. Desde ese lugar hablo y de aquellas voces se nutre también este relato, que tuvo como primera inspiración la imagen de niños y niñas corriendo en el que fue mi colegio para protegerse de las lacrimógenas que Carabineros utilizó el 26 de noviembre pasado para dispersar una protesta en la intersección de Santa Rosa y Américo Vespucio. Luego hubo saqueos y graves disturbios, pero Fuerzas Especiales ya no estaba en el lugar.

Ese extraño comportamiento de Carabineros que reprime una manifestación, pero no detiene un saqueo, se parece mucho al repliegue del Estado producto de las políticas desmovilizadoras de los años 90, que terminó con la participación ciudadana reducida a fondos concursables para construir una plaza. También se replegó la Iglesia católica, que olvidó su rol social para transformarse en guardiana de la moral y terminar paradójicamente encubriendo abusos sexuales. A la par se debilitó la organización barrial, que se disolvió en el “rascarse con las propias uñas” del neoliberalismo. Frente a ese abandono generalizado, ingresó con fuerza el mercado con sus tarjetas de crédito y gratificación del consumo instantáneo; y el narcotráfico con su manejo fascista del espacio, amedrentamiento permanente y recompensa de dinero fácil, pero también con la promesa de entregar estatus y reconocimiento a quienes siempre han sido invisibles. Ser soldado o pareja de un narco da una consideración social que una sociedad tan clasista como la chilena jamás le entregaría a un pobre.

Mientras el Estado se achicaba, silenciosamente primero y ahora de un modo pirotécnicamente vistoso, el narcotráfico se fue apoderando de varias zonas en el país. En Chile, 1,5 millones de personas viven a merced de bandas narco. Es un problema social grave que estuvo ausente del debate durante el estallido del 18-O hasta que los saqueos comenzaron a causar alarma pública. Los narcos podrían estar involucrados en los disturbios y saqueos sobre todo para asegurar su control territorial. Son “emprendedores” y se les abrió una oportunidad de negocio con total impunidad. Ellos quieren un Estado débil.

Al parecer, a nadie le preocupaban realmente las balas locas, los ajustes de cuenta, las balaceras diarias, los niños drogados, las niñas prostituidas, los barrios secuestrados, el tejido social destruido y todas las “externalidades” del narco hasta que vimos saqueos en vivo y en directo. Ese desinterés es una muestra más del abandono del Estado neoliberal y de sus promotores, quienes nos hicieron creer que terminar con la pobreza implica tener acceso a la tarjeta Presto del Líder para comprar en seis cuotas una salsa de tomates y un paquete de tallarines. Así eran algunas compras en el supermercado de San Ramón que fue incendiado el mismo día de las lacrimógenas a los niños y niñas de mi liceo.

La Bandera y otras poblaciones similares son lugares pobres, con acceso limitado a servicios, pocas áreas verdes, altos niveles de violencia, drogadicción y graves problemas de salud mental. En estos sectores, también, se experimentan ataques homofóbicos, violencia contra la mujer y maltrato a menores. Las poblaciones son parte de la sociedad, con sus mismas falencias y carencias. Hoy, en medio del estallido social, algunos adoptan una visión romántica o interesadamente ingenua de ellas, suponiendo que ahí encontramos la representación genuina del pueblo “puro” y virtuoso. Es una visión condescendiente y clasista desde el privilegio con culpa. En las poblaciones existen las mismas contradicciones que en otros sectores sociales, salvo que acá están mediadas o explicadas por la extrema desigualdad y marginalidad.

Nacer en los márgenes significa que la ciudad, el Estado y los otros se ven muy lejos. Está lejos la salud, los remedios, fin de mes, la playa en vacaciones, la universidad… todo parece siempre estar a una distancia muy grande. La integración territorial (metro, autopistas) no implica necesariamente integración social. El estigma es muy poderoso para sacudirse de la carga de los márgenes. Ese estigma que, por ejemplo, clientes del mall Portal La Dehesa le refregaron en la cara a los manifestantes.

Por eso, en las poblaciones ha sonado con tanta fuerza el reclamo por una vida digna y por un trato digno. La dignidad ha sido pisoteada con sueldos de miseria, pensiones de cien lucas y salud con listas de espera de varios meses. Todos parecemos entenderlo, pero muy distinto es vivirlo por largos años. La rabia estaba ahí, creciendo latente, pero las balas de los narcos no permitían escucharla.

Frente al ruido de esa rabia y de esas balas, ya no es posible ser sordo. El Estado debe recuperar su espacio en esos territorios —poco ayuda a este propósito la creciente deslegitimidad de Carabineros, que debe ser reformado— y emprender políticas públicas estructurales para recuperar el tejido social dañado por el narcotráfico y la miseria.

Un nuevo pacto social debe incluir a los pobladores y pobladoras. Su voz debe escucharse tan fuerte como aquel discurso de Luisa Riveros en el parque La Bandera.

LOS CHALECOS AMARILLOS EN EL PLANETA DE LOS SIMIOS


Ricardo Greene

6 de diciembre

Ciper

Dos crónicas de marchas desiguales, una de los que se movilizaban por demandas sociales y otra, la de los chalecos amarillos, son el comienzo para que Ricardo Greene pueda diseccionar a la sociedad chilena y mostrar las profundas diferencias que están presentes en los días del estallido de octubre.

“No alcanzamos a caminar dos cuadras cuando un grupo de Carabineros se nos acerca y sugiere no seguir avanzando: ‘Más abajo están quemando, armando barricadas’, advierten, con una complicidad que jamás había visto hacia otros manifestantes. Un hombre de unos 65 años dirige el grupo de chalecos amarillos, y ante la información decide detener el andar”, escribe quien poco antes caminaba con los manifestantes que iban en dirección a la Plaza de la Dignidad.

Su relato, con mucha interpretación, análisis y descripción, es el fruto de una investigación, para la cual se adentró en las columnas de los chalecos amarrillos y en sus grupos de chats, con el objeto de conocerlos íntimamente.

“La población privilegiada ha construido un modelo de ‘ciudadano normal’ y lo ha usado para evaluar como inferiores a todos quienes no se ajustan a él. La clase alta no sería, entre ellos, una raza sino la no-raza, mientras que el resto de la población se ordenaría desde lo menos ‘subnormal’ —la clase media trabajadora— o lo más —el ‘lumpen’”, afirma.

Camino desde Estación Central hacia Plaza Italia. Al comienzo somos pocos, pero en cada cuadra se van sumando otros hasta que ya cerca de Santa Lucía somos miles rumbo a la Zona 0. Hay gente a pie, en skates y en bicis; algunos van solos, otros en pareja o con niños; hay jóvenes y adultos; encapuchados y a cara descubierta, y la mayoría canta, salta y sonríe despreocupadamente. Converso con algunos, tomo notas y saco algunas fotos. Hay mucha efervescencia, y me digo que no debo romantizar el movimiento, pero me cuesta.

La tarde se vive como si fuera épica, extraordinaria: sentimos que estamos escribiendo la historia. O mejor aún, que la estamos quebrando. A diferencia de las otras revueltas posdictadura, ahora nos parece que marchamos no por una petición específica o una indignación puntual, sino porque nos dimos cuenta de que la forma en que vivimos no es definitiva; que es frágil y humana y que, como tal, podemos cambiarla. No por nada es la marcha de los ojos: el momento en que despertamos.

La sensación de pertenecer a algo colectivo recorre la marcha: “Ha sido bonito todo esto”, me dice una señora mayor de Quinta Normal, “porque pensé que estaba sola, pero resultó que no, o que quizás sí, pero todos estábamos solos”. Un joven de Cerro Navia, ya en Plaza Italia, me comenta algo parecido: “Al final sí había un Chile en el que yo también estoy”. Es un “nosotros” de carne y hueso, que se siente en la piel y se respira en la calle, distinto a esa “inmensa mayoría de chilenos” algo cadavérica que suele retumbar en boca de Piñera.

Dejo Plaza Italia. Sigo caminando y una hora más tarde estoy en Las Condes, sector privilegiado de la ciudad que concentra residencias y oficinas de la clase alta. Ya no quedan muchos manifestantes, pero sí Carabineros. Una marcha de chalecos amarillos que arrancó en Manquehue va por Apoquindo rumbo a Providencia. Los veo a la distancia, salgo a su encuentro y me les uno. Son cerca de setenta. Algunos, los más preparados, se han vestido reutilizando objetos domésticos que les puedan servir de protección. Como caballeros medievales del mall, se han escudado con hombreras de motocicleta, canilleras de fútbol o antiparras para nieve, todas de relucientes marcas extranjeras.

Algunos también van armados, cargando lumas, fierros y kubotanes. Veo un palo de golf y hasta un sable japonés envainado. Un par balancea sus armas a vista de todos, pero la mayoría hace pequeños esfuerzos por disimularlas. Hay pocas mujeres, todas mayores, y ninguna va armada ni protegida. Un ejecutivo joven reconoce al pasar a uno de los marchantes y lo saluda. Le pregunta qué está haciendo: “Aquí po, defendiendo la weá”, responde este y le muestra un bastón retráctil. Hay mucha tensión, una especie de rabia subterránea lista para salir, y cuando otro de ellos es increpado por un transeúnte, este responde: “Rompan La Moneda, rompan el Senado, pero no rompan mi local. ¡No ataquen a los privados!”.

No alcanzamos a caminar dos cuadras cuando un grupo de Carabineros se nos acerca y sugiere no seguir avanzando: “Más abajo están quemando, armando barricadas”, advierten, con una complicidad que jamás había visto hacia otros manifestantes. Un hombre de unos 65 años dirige el grupo de chalecos amarillos, y ante la información decide detener el andar.

Nos quedamos en Enrique Foster y Apoquindo, tranquilos, muy cerca de un gran contingente de Carabineros. Todos conversan, comparten experiencias, se reconocen, reciben el apoyo de transeúntes y también algunas miradas hoscas de quienes no comparten lo que simbolizan. Cada vez que pasa una patrulla o un grupo de la PDI aplauden y cantan vítores. Varios son reservistas y exoficiales, también artistas marciales, y les gritan a los uniformados frases como “gracias por lo que hacen”, “no están solos” o “defiendan la patria”. Luego gritan el C-H-I o cantan alguna estrofa del himno nacional y se palmotean la espalda.

Como reacción a nuestra ocupación del espacio, un grupo de manifestantes del “otro bando” comienza a reunirse en la vereda de enfrente. Gritan insultos y consignas, pero casi nadie de este lado responde. Entre los mismos chalecos amarillos se preocupan de no exaltarse y se contienen entre ellos: “¡Sin romper, sin romper!” es el grito con el que se llaman a la calma. La formación y la obediencia son vitales para que nada pueda ser usado contra ellos, y para cuidar lo que son y representan. Cada tanto, sin embargo, alguno rompe filas y, enrabiado, grita de vuelta. En un momento, uno de los más exaltados lanza a toda voz: “¡Vuélvanse al Planeta de los Simios!”, y luego camina a la calle retando a combos a alguien de la otra acera. Varios se interponen y lo detienen a tiempo; entre ellos, uno le dice: “¡No vamos a ser ellos!”, y luego repite, enfático: “¡Nosotros NO SOMOS ELLOS!”. Un guanaco interviene y moja a toda la vereda contraria, sin tocar a los chalecos amarillos, lo que me llama la atención porque son ellos quienes van armados. Los chalecos se ríen y aplauden, y uno grita amenazante: “¡Qué malo que no son balas!”.

 

La jornada me deja hipnotizado pensando en la forma en que los privilegiados —o parte de ellos— piensan y se refieren a quienes no lo son. Se ha hablado mucho de este conflicto como una lucha de clases y la tarde me deja con la pregunta de si no será también una lucha de razas. Decido comenzar una etnografía que me ha tenido más de un mes asistiendo a marchas de derecha y participando en numerosos chats en Facebook, WhatsApp y Telegram a los que he logrado entrar. En base a ese trabajo quisiera proponer algunas ideas.

La ley de la selva

Mucho se ha dicho sobre los posibles paralelos entre 1973 y 2019. Se ha hablado incluso de que estamos reviviendo la dictadura, que la historia se repite y que Piñera es Pinochet. Pero la historia no vuelve del mismo modo, y pueden detectarse diferencias sustanciales en cómo nuestra clase alta piensa y habla hoy sobre el resto de la población. Los setenta estuvieron enmarcados en la Guerra Fría, y los “upelientos” representaban para la élite una amenaza latente porque proponían un modo de vida distinto, para ellos equivocado y perjudicial, pero humano. El “enemigo” era un actor transnacional que tenía efectivamente un proyecto social. Hoy, en cambio, los “otros” son percibidos como una manada de bestias salvajes que ha abandonado la razón. Ya no son bárbaros, sino salvajes: “No hay ninguna posibilidad de diálogo con estos monos”, dice el gerente de una constructora, “la weá, lamentablemente, se tiene que solucionar por la fuerza”.

La población privilegiada ha construido un modelo de “ciudadano normal” y lo ha usado para evaluar como inferiores a todos quienes no se ajustan a él. La clase alta no sería, para ellos, una raza sino la no-raza, europea y blanca; una categoría social, y por tanto frágil y ficcional, que en la realidad no va de la mano de fenotipos e indicadores como el color de piel, aunque se piense que sí. Una mirada rápida a los chalecos amarillos, pero también a las páginas sociales de El Mercurio o las revistas de couché nos muestran que sí, la publicidad privilegia un estereotipo escandinavo, pero nuestra elite posee una heterogeneidad invisibilizada, de rasgos indígenas, pieles oscuras y cabellos negros. Porque la raza, en Latinoamérica con más fuerza, no es una distinción que exista “allá afuera” sino que se produce y reproduce desde la subjetividad.

Luego de ellos, el resto de la población se ordenaría desde la menos “subnormal” —la clase media trabajadora— o la más —el “lumpen”—. Esta no es una operación nueva sino una cuya genealogía podríamos rastrear varios siglos en el pasado. En la Conquista española y al comienzo de la República, por ejemplo, los otros —indios, negros, asiáticos, etc.— fueron sujetos de dos grandes estrategias de poder en esta misma línea: el exterminio o la normalización; es decir, o se les eliminó en tanto seres inferiores, o se les incorporó al tejido social en una posición secundaria, mediante el trabajo y la educación.

Esta operación racista de separar humanos de subhumanos suele ocurrir sin gran consciencia de los actores involucrados, pero estas semanas la crisis social ha arrastrado a la orilla cosas que usualmente se mantienen bajo el agua. Y así, en uno de los chats, un animador de televisión comenta: “El nivel de simios y subnormales de acá nunca visto en ninguna parte”, mientras que otro tipo comenta: “(Estamos en) una tragedia Orwelliana que se llama la granja de animales. ¿Sabes qué animal somos? El caballo, los más inteligentes de la granja, los que nos damos cuenta de lo que realmente pasa”.

La figura del mono, que remite a la involución, es sin duda la más recurrente de todas. En una de las marchas le escucho a una señora decir: “¡Es la ley de la selva! El país está fuera de control y los monos están ganando”. El dueño de una empresa de informática, por su parte, comparte un meme, que es favorablemente comentado por el alto funcionario de una inmobiliaria. En otro chat se comparte una imagen equivalente, y en ninguno aparecen críticas o ponderaciones. El discurso parece ser hegemónico.

Siendo una población “deficiente”, la purificación de la sociedad es una preocupación constante, sea ejecutada desde la violencia (“pongamos una tienda bien llamativa de plasmas y adentro de cada una ponemos una bomba (…) así estos csm vuelan dando espectáculo”), como desde el dificultar e incluso prohibir sus posibilidades de reproducción. En uno de los chats, el representante en Chile de una gran minera internacional dice: “Lo mejor sería que, al tomarlos presos, además de registrarlos, los marquen con algún tipo de corchete en las weas y después usen esos aparatos inalámbricos para electrocutar a los perros”, a lo que uno responde: “¡Aborto legal, gratuito y de calidad en las poblaciones!”. En otro chat, una joven que asiste a una universidad privada de la cota mil comenta: “El único aborto que me aría (sic) sería si me violara un flaite”, a lo que otra mujer responde: “El lumpen es una plaga y el aborto nos puede servir para que desaparezca”.

En la misma línea podrían leerse varias de las conversaciones que sostienen (los hombres) sobre el feminismo. No es raro que se refieran a las mujeres militantes como “guatonas inculiables”, “camionas nadie las quiere” o “¿quién chucha las va a violar a ustedes?”. Cuerpos que por el solo hecho de ocupar una posición distinta en la escala social se vuelven repulsivos o, al menos, despreciables. Es elocuente al respecto la cantidad de memes y frases que circulan sobre mujeres como Mon Laferte o Camila Vallejo, y que se inscriben en la clásica distinción ABC1 entre aquellas que no pueden ser más que objeto de deseo y satisfacción, y aquellas que pueden legítimamente asegurar la continua reproducción del estatus social. Uno de ellos comenta a propósito de la lucha de clases: “Ahora que somos cuicos, ¿cagamos? Nicagando. Además nos casamos con cabras rucias, así que doble mérito”. En otra marcha de los chalecos amarillos, esta vez en Vitacura, pasa por la calle una mujer joven con el pañuelo feminista morado al cuello. Los hombres se le quedan mirando y gritan piropos. Otra mujer, que viene más atrás, los increpa, pero tiene que correr antes que uno de ellos le pegue un pellizcón, “¡pero si quería tocarle algo!”, les dice a sus compañeros. Ríen, mientras ven alejarse a una mujer que para ellos es poco más que un cuerpo.

Este proceso de deshumanización es el que permite relativizar y justificar con facilidad la transgresión a los DDHH, ya que en su cohorte más bajo se trata de bestias inapropiadas a la luz de la norma. El desprecio que confiesan por los DDHH es descollante, siendo vistos como el gran escollo para que vuelva a imponerse el orden. Como afirma con tristeza el dueño de una tienda de El Golf: “Los terroristas y sus derechos humanos van a terminar con el país”. Quién hubiera pensado que Punta Peuco sería, quizás, el gran responsable de la continuidad democrática del país, pero así lo confiesa alguien muy cercano al Ejército: “Las FA no harán ‘nada’ mientras no se asegure un decreto que en caso de ‘enfrentamiento’ deje expuesto a su personal, y terminemos con 40 años más de juicios por acciones inexistentes”.

El desencanto brutal en la derecha con Piñera, a quien tildan de “gallina”, “inútil” e “izquierdoso”, se basa principalmente en que es percibido como un cobarde que se ha dejado atar las manos por Amnistía y el INDH, y que no se ha atrevido a aplicar mano dura: “Si no se pone los pantalones este hdp, se acabó este país”, reclaman. Para la derecha, el Estado no está cumpliendo bien su rol en la lucha contra lo salvaje, y la continuidad del país ha sido puesta en juego por su inacción. Quienes marchan, de hecho, señalan que se han armado porque el Estado no está “haciendo la pega”, y ven como legítimas sus acciones en tanto el contrato social con quien debiera tener el monopolio de la violencia dejó de ser funcional.