Guía literaria de Londres

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Cafeterías
Correspondencia privada
John Macky y César de Saussure

A partir de 1650 empezaron a abrirse en Londres unos establecimientos, llamados cafeterías, que ofrecían a sus clientes té y café, dos nuevas y exóticas bebidas. También se abrieron chocolaterías, que hacían lo propio con el chocolate. En las cafeterías no solo se disfrutaba de un café en compañía de los amigos, sino que se convirtieron en sede de tertulias y discusiones filosóficas, lo que llevó a que el gobierno intentara una y otra vez suprimirlas. Sin embargo, la pasión por las cafeterías era incontenible y a principios del siglo xviii, apenas cincuenta años después de su primera aparición, Londres ya contaba con dos mil. Según Antoine François Prébost, un visitante francés, las cafeterías, «donde uno podía leer todos los periódicos, a favor y en contra del gobierno», eran «la sede de la libertad inglesa». John Macky, un escocés de visita en Londres, dejó escritas sus impresiones sobre las cafeterías del West End.

Me alojo en una calle llamada Pall Mall, que es el lugar habitual de residencia de todos los extranjeros debido a su proximidad al palacio real, al parque, al parlamento, a los teatros y a las chocolaterías y cafeterías que frecuenta la flor y nata de la ciudad. Si quieres saber cómo vivimos, te lo diré: nos levantamos a las nueve, y los que frecuentan las recepciones que hacen por la mañana los grandes señores en sus dormitorios se entretienen en ello hasta las once. Alrededor de las doce todo el Beau Monde se reúne en las diversas cafeterías y chocolaterías, las mejores de las cuales son la Cocoa-Tree House, White’s Chocolate House, St. James’s, la Smyrna, Mrs. Rochford’s House y la British Coffee-House, y están tan cerca unas de otras que en menos de una hora puedes ver a la concurrencia de todas ellas. Nos llevan a estos lugares en sillas (o sedanes), que son muy baratos, una guinea a la semana o un chelín por hora, y los silleros ejercen además de porteros y te hacen recados como los gondoleros en Venecia.


Grabado de 1763 que muestra una representación satírica del interior de la cafetería Jonathan’s, donde se reunían los vendedores y compradores de valores. Esta cafetería fue el origen de la Bolsa de Londres. Al autor, H. O. Neal, no le gustaban los tejemanejes de los financieros, pues dibuja a Britania, representación de la nación, desmayándose en el extremo izquierdo de la composición, mientras en el derecho un diablo se regocija. Si no por otra cosa, el hecho de que aparezca una mujer delata que se trata de una alegoría, pues las mujeres tuvieron prohibido el acceso a las cafeterías de Londres hasta la segunda mitad del siglo xix.

Si hace buen tiempo, paseamos por el parque hasta las dos y luego vamos a comer; y si hace mal tiempo nos entretenemos jugando al Picket o al Basset7 en White’s, o hablando de política en la Smyrna y en St. James’s. No debo dejar de decirte que cada partido tiene su lugar favorito y, aunque un extraño siempre es bien recibido en cualquiera de ellos, un whig no pondría un pie jamás en el Cocoa-Tree o en Ozinda, y a un tory jamás se le vería en la Coffee-House de St. James’s.


Grabado de Gustave Doré de una cafetería en Petticoat Lane, publicado en London: A Pilgrimag (1872).

Con el tiempo, las cafeterías evolucionaron y algunas de ellas se convirtieron en clubes privados. Así,White’s Chocolate se transformó en White’s Club, el más aristocrático (y el más antiguo) de todos los clubes de caballeros de Londres. La tendencia de los londinenses de ideas políticas afines a congregarse en el mismo café se extendió a los negocios: el doctor Johnson y sir Joshua Reynolds fundaron el Literary Club en el Turk’s Head del Soho (barrio que, a su vez, tomó su nombre del grito «So-hoe» que proferían los cazadores en los días en que aquella zona era campo abierto), mientras que las aseguradoras marítimas se reunían en la cafetería Lloyds, donde se acabó fundando el mercado de seguros. Ahora bien, a ojos de un extranjero como César de Saussure, un protestante suizo, las cafeterías parecían a veces lugares muy rudimentarios. El fragmento que reproducimos a continuación procede de una de sus cartas.

En Londres hay un gran número de cafeterías, la mayoría de las cuales, a decir verdad, no están demasiado limpias ni bien amuebladas, debido a la cantidad de gente que acude a ellas y por culpa del humo, que pronto acaba con los buenos muebles. Los ingleses son grandes bebedores. En estas cafeterías puedes tomar chocolate, té o café, y todo tipo de licores, servidos calientes; también hay muchos lugares en los que se puede beber vino, ponche o cerveza (…) Lo que atrae a muchísima gente a estas cafeterías son las gacetas y otros periódicos públicos. Todos los ingleses son voraces consumidores de noticias. Los trabajadores suelen comenzar el día yendo a las cafeterías para así poder leer las últimas noticias. He visto muchas veces a limpiabotas y otra gente de su clase hacer fondo común para comprar un periódico (…) Algunas cafeterías son frecuentadas por eruditos y gente de ingenio; otras son terreno de dandis y políticos o, de nuevo, de profesionales de las noticias.

El gran incendio de Londres
Diario
John Evelyn

1666 no fue un buen año para Londres. Justo cuando la peste dejaba de atormentar a la ciudad, el fuego la consumió casi por completo. Cerca de las dos de la madrugada del 2 de septiembre de 1666 se produjo un incendio en la casa de Farryner, el panadero del rey, en Pudding Lane. No hay que dejarse engañar por el nombre, pues esta calle no era famosa por sus postres, sino por las entrañas y despojos de animales (también llamados puddings) que se caían de los carros de los carniceros de Eastcheap cuando llevaban los restos de su comercio a las barcazas de basura del Támesis. El caso es que esta calle, antes del incendio, era una de las más estrechas de Londres. Tanto, que un carro debía transitar con cuidado para no rozar las paredes de las casas. El resultado fue un incendio urbano espectacular, que arrasó una ciudad construida de madera. Hasta el incendio de Chicago en 1871 no conocería el mundo un incendio urbano mayor.

2 de septiembre. Esta horrible noche (…) empezó el deplorable incendio cerca de la calle Fish, en Londres.

3. Oramos en casa. El incendio continuaba después de cenar, así que fui en coche con mi esposa y mi hijo a Bankside, en Southwark, desde donde contemplamos el deprimente espectáculo de toda la ciudad envuelta en llamas que llegaban hasta la orilla del río; todas las casas del puente, toda la calle Thames y hasta arriba, desde Cheapside hasta Tree Cranes, todo estaba calcinado; así que regresamos, completamente sobrecogidos por lo que pudiera suceder con el resto de la ciudad.

Puesto que el fuego continuó toda la noche (si es que puedo llamar noche a algo tan claro como el día en diez millas a la redonda, iluminado con una luz horrible), conspirando con un fuerte viento de levante y la extrema sequedad de la estación, fui a pie al mismo lugar y vi que todo el sur de la ciudad ardía desde Cheapside hasta el Támesis y a lo largo de Cornhill (pues el incendio también viajaba en dirección opuesta al viento, además de a su favor), las calles Tower, Fenchurch y Gracious, y así hasta Baynard’s Castle, y ahora estaba llegando a la iglesia de San Pablo, lugar en el que los andamios contribuyeron a avivarlo. El incendio fue tan universal y la gente estaba tan atónita que, desde el principio, no sé por qué abatimiento o resignación, les costó apremiarse a sofocarlo, de modo que no se oía ni se veía nada más que gritos y lamentos, y corrían como criaturas sin propósito, sin intentar siquiera poner a salvo sus bienes; tanta era la consternación que se había apoderado de ellos. Y el fuego ardía a lo largo y a lo ancho, engullendo iglesias, edificios públicos, la bolsa, hospitales, monumentos y atracciones; saltando de forma prodigiosa de casa en casa y de calle en calle, a gran distancia las unas de las otras. El calor, acumulado tras un largo periodo de buen tiempo, llegaba a prender el mismo aire y preparaba a los materiales para concebir el fuego, que devoraba, de un modo increíble, casas, muebles y todo cuanto encontraba. Allí vimos el Támesis cubierto de bienes flotando, con las barcazas y barcos cargados hasta los topes con todo lo que alguien había tenido el tiempo y el valor de salvar; igual que, en el otro lado, los carros se dirigían a los campos, que durante muchas millas aparecían sembrados de mobiliario de todo tipo y de tiendas erigidas para ofrecer refugio tanto a la gente como a los bienes que habían podido rescatar. ¡Oh, qué espectáculo tan calamitoso y miserable! El mundo felizmente no ha conocido otro igual desde su fundación ni podrá ser superado hasta el día del juicio final. Todo el cielo había cobrado un aspecto aterrador, como la parte superior de un horno ardiente, y la luz se vio durante muchas noches en cuarenta millas a la redonda. ¡Que Dios me conceda que mis ojos nunca vuelvan a contemplar algo así, después de haber visto diez mil casas en llamas! El ruido y el crepitar impetuoso del fuego, los gritos de las mujeres y los niños, la prisa de la gente, la caída de torres, casas e iglesias fue como una horripilante tormenta; y el aire estaba tan caliente e inflamado que al final nadie era capaz de acercarse, así que todos se vieron obligados a quedarse quietos y dejar que las llamas ardieran, cosa que hicieron, a lo largo de casi dos millas de longitud y una de anchura. Las nubes de humo también eran sombrías y se calculó que alcanzaron casi cincuenta millas de longitud. Así lo dejé esta tarde, ardiendo como si fuera Sodoma o el día del Juicio. Por fuerza me vino a la mente ese pasaje, non enim hic habemus stabilem civitatem: las ruinas parecen una imagen de Troya. ¡Londres fue, pero ya no es! Así, regresé.

 

Grabado que representa el Gran Incendio de Londres de 1666 visto desde la orilla sur del Támesis. Cruzando el río se puede observar el antiguo puente de Londres, con sus características casas colgadas en el puente, y en la orilla norte, en medio de las llamas, destaca la torre cuadrada de la antigua catedral de San Pablo. Este es el mismo lugar, Bankside, adonde Evelyn va con su esposa y su hijo a ver la magnitud del fuego. El grabado es obra de Robert Chambers, que se basó para hacerlo en un grabado de la época del incendio.

4 de septiembre. El incendio todavía arrecia y ahora ha llegado a la zona de Inner Temple. Toda Fleet Steet, el Old Bailey, Ludgate Hill, Warwick Lane, Newgate, Paul’s-Chain y la calle Watling están en llamas, y la mayor parte de ellas han sido reducidas a cenizas; las piedras de San Pablo volaron como granadas, el plomo fundido corría por las calles como un torrente y las mismas calzadas irradiaban una incandescencia tan intensa que ningún caballo, ni hombre, era capaz de caminar sobre ellas. Los escombros, además, habían bloqueado todas las rutas, de modo que no podía esperarse ayuda. El viento del este seguía impulsando impetuosamente las llamas. Nada excepto Dios Todopoderoso podía detenerlas, pues en vano trataban de hacerlo los hombres.

5. Cruzó hasta Whitehall, pero ¡oh, la confusión que reinaba en esa corte! Su Majestad tuvo a bien ordenarme, como a los demás, que me dedicara a extinguir el fuego al final de Fetter Lane para preservar, si era posible, esa parte de Holborn, mientras el resto de los caballeros ocuparon otros puestos, algunos en unas partes y otros en otras (pues ahora empezaban a darse prisa, y no antes, los que hasta este momento habían estado pasmados y con los brazos cruzados), y empezaron a considerar que nada iba a poder detener el fuego, excepto volar tantas casas como fuera necesario para hacer un cortafuegos, muchas más de las que se habían derruido por el tradicional método de tirar de ellas con los coches de bomberos. Esto lo propusieron unos marineros lo bastante pronto como para haber salvado casi toda la City, pero algunos hombres y concejales tozudos y avariciosos se opusieron, pues sus casas habrían de ser las primeras en caer. Se planteó entonces seguir ese plan y mi preocupación se centró particularmente en el Hospital de St. Bartholomew, cerca de Smithfield, donde tenía a muchos hombres heridos y enfermos, lo que me hizo insistir diligentemente en que se siguiera ese curso de acción, no siendo menor mi preocupación por el Savoy.8 Ahora le plugo a Dios, por el abatimiento del viento y por la industria de los hombres, infundiendo en ellos un nuevo espíritu cuando casi todo estaba perdido, que la furia del incendio empezara a moderarse hacia mediodía, así que no llegó por el oeste más allá de Temple ni por el norte superó la entrada de Smithfield, pero continuó todo ese día y noche impetuosamente hacia Cripplegate y la Torre, lo que nos desesperó. También volvió a prender en Temple, pero el valor de la multitud, que no cejó en su esfuerzo de sofocarlo, y el que se volaran muchas casas creando importantes cortafuegos, unido a lo mucho que ya había consumido en los tres días anteriores, hizo que el rebrote del fuego no ardiera sobre lo que quedaba con tanta vehemencia como antes. Pero aun así no se podía acercar uno a menos de un estadio de las ardientes y refulgentes llamas.

7. Fui esta mañana a pie desde Whitehall hasta el puente de Londres, a través de lo que fue Fleet Street, Ludgate Hill a la altura de San Pablo, Cheapside, Exchange, Bishopgate, Aldersgate y luego por Moorfields, y de ahí a Corn Hill, etc., todo ello con extraordinaria dificultad, subiendo y bajando por montañas de escombros todavía humeantes y desorientándome a menudo: el suelo bajo mis pies estaba tan caliente que me quemó la suela de los zapatos. Mientras tanto, su Majestad llegó a la Torre por agua, para demoler las casas del Graff, que lo abarrotaban y que, de haberse incendiado, podrían haber llevado el fuego a la Torre Blanca, donde estaba el polvorín, lo que sin duda no solo habría hundido y destruido todo el puente, sino también hundido y hecho astillas los barcos que había en el río y causado una devastación inconcebible en muchas millas de terreno.

A mi regreso me causó la mayor consternación contemplar esa gran iglesia, San Pablo, convertida en una triste ruina y su bello pórtico (por su estructura comparable a cualquiera de Europa, y no hacía mucho reparado por el difunto rey) hecho pedazos, con grandes trozos de piedra partidos y desperdigados y sin nada entero excepto la inscripción del arquitrabe, que decía quién lo había construido ¡y que no tenía dañada ni una sola letra! Era asombroso ver las piedras tan inmensas que el calor había, de algún modo, calcinado, de manera que todos los adornos, columnas, frisos, capiteles y salientes de roca de Portland habían salido volando, incluso hasta el mismo techo, donde la gran capa de plomo que cubría el espacio (de no menos de seis acres) se había fundido por completo. Los escombros de la bóveda del techo, al derrumbarse, cayeron sobre St. Faith, que estaba llena de pilas de libros que los libreros habían llevado allí para ponerlos a salvo y que fueron consumidos por completo y ardieron durante toda una semana. También se observa que el plomo sobre el altar en el extremo este estaba intacto y que, entre los diversos monumentos, el cuerpo de un obispo permaneció entero. Así yacía en cenizas aquella venerabilísima iglesia, uno de los más antiguos ejemplos de piedad de los fieles en el mundo cristiano, de los que apenas quedarán un centenar. El plomo, el hierro forjado, las campanas, la plata, etc., se fundieron; la exquisitamente labrada capilla de los comerciantes de tejidos, la suntuosa Bolsa, el augusto edificio de Christ Church y todo el resto de sedes de colegios profesionales, espléndidos edificios, arcos y entradas, todo convertido en polvo; las fuentes se secaron y derrumbaron, mientras que las aguas que las alimentaban hirvieron durante una semana; los abismos de los sótanos, pozos y mazmorras, que se habían utilizado como almacenes, seguían ardiendo entre un olor nauseabundo y oscuras nubes de humo. Así, en cinco o seis millas de recorrido no vi ni madera que no estuviera consumida ni piedras que no hubieran sido calcinadas hasta volverse blancas como la nieve.

La gente que caminaba entre las ruinas parecía estar en algún lúgubre desierto o, mejor dicho, en alguna gran ciudad arrasada por un cruel enemigo; a ello se añadía el hedor que procedía de los cuerpos de pobres criaturas, camas y otros bienes combustibles. La estatua de sir Thomas Gresham, aunque se había caído de su nicho en la Real Bolsa, seguía entera, mientras que todas las de los reyes desde tiempos de la conquista estaban hechas añicos. También el estandarte de Cornhill y las efigies de la reina Isabel con algunas de su armas en Ludgate habían sobrevivido sin mucho perjuicio, mientras que muchas de las grandes cadenas de hierro de las calles de la City, las bisagras, las barras y las puertas de las prisiones se habían fundido o quedado reducidas a cenizas por el intenso calor. Tampoco pude pasar por ninguna de las calles estrechas, sino que hube de mantenerme en las anchas, pues el suelo y el aire, con humo y fieros vapores, seguían emanando un calor tan intenso que casi se me socarra el pelo, y los pies me dolían insufriblemente. Las callejuelas y pasajes estaban llenos de escombros, así que nadie podía orientarse con precisión si no era por las ruinas de una iglesia o edificio importante en que quedara en pie alguna torre o pináculo notables.

Luego seguí hacia Islington y Highgate, donde se podía ver a doscientas mil personas de toda clase social desperdigadas por las tierras junto a los bultos de los bienes que habían podido salvar del fuego, lamentándose de sus pérdidas. Y aunque estaban a un tris de perecer por hambre y abandono, no pedían ni un penique de caridad, lo que me pareció lo más extraordinario de cuanto hasta entonces había contemplado.


Extensión aproximada del incendio la tarde del domingo 2 de septiembre. En el diagrama están representadas las murallas de la antigua ciudad, la Torre de Londres (a la derecha), la catedral de San Pablo (marcada con una cruz) y el punto de origen del incendio, Pudding Lane, marcado con una raya oscura dentro de la zona del incendio.


Extensión aproximada del incendio la tarde del lunes 3 de septiembre. El fuerte viento del este impulsó las llamas con fuerza hacia el oeste.


Extensión aproximada del incendio la tarde del martes 4 de septiembre. Esta es el área máxima que alcanzó el incendio, que no se extendió más durante el miércoles 5 de septiembre.

El incendio destruyó trece mil edificios, más que ninguno hasta entonces, entre ellos la catedral de San Pablo, ochenta y siete iglesias, el Guildhall (ayuntamiento), la Real Bolsa y cincuenta y dos sedes de colegios profesionales. A todos los efectos, el Londres medieval se desvaneció en humo y cenizas.

Diario de un año de plaga
Diario
Samuel Pepys

Parlamentario y administrador naval, Samuel Pepys (1633-1703) es ahora célebre por el diario que escribió durante una década (1660-1669), todavía cuando era relativamente joven. Sus textos son una de las principales fuentes que permiten conocer el Londres del periodo de la Restauración. Pepys fue testigo de la Gran Plaga de Londres (1664-1666), que fue la última gran erupción de peste bubónica en Inglaterra, y a la cual sobrevivió. Se estima que la Gran Plaga acabó con un 20 por ciento de la población de Londres, una cifra modesta comparada con la de la primera peste bubónica, la Peste Negra. Curiosamente, a pesar de su nombre, la Gran Plaga no se recuerda por ser la mayor, sino por ser la última.

24 de mayo de 1665. [He ido] A la cafetería, donde hace tiempo que no voy, con Creed, y allí no se habla de otra cosa que de la salida de los holandeses y de que la plaga crece en la ciudad; y de los remedios contra ella: algunos dicen unas cosas; otros, otras.

7 de junio. Muy en contra de mi voluntad, vi en Drury Lane dos o tres casas marcadas con una cruz roja sobre las puertas y allí escrito «Que el señor se apiade de nosotros»; esto me entristeció, pues fue la primera vez que, hasta donde alcanzo a recordar, vi una de esas cruces. Eso hizo que cogiera manía a mí mismo y a mi olor, así que me vi obligado a comprar un poco de tabaco para olerlo y mascarlo, lo que hizo que se me pasara la aprensión.

15. La ciudad está muy enferma y la gente tiene miedo; esta semana han muerto 112 por la plaga, frente a los 43 de la semana pasada, de los cuales uno murió en la calle Fenchurch y otro en la calle Broad, junto al despacho del Tesorero.

29. En bote a White Hall, donde el patio está lleno de carros y de gente que se marcha de la ciudad.

5 de julio. Madrugo y me aconsejan que envíe el ajuar y las cosas de mi mujer a Woolwich, para alejarla más. Por la tarde (…) me acerco caminando a Whitehall, pero el parque está cerrado. Siento tener que separarme de mi mujer. Vuelvo tarde a casa y me voy directamente a la cama, sintiéndome muy solo.

 

29. A mediodía vengo a comer, donde me entero de que mi Will [su criado] ha vuelto y está echado en mi cama, enfermo con dolor de cabeza, lo que hace que se apodere de mí un miedo extraordinario; y me las ingenié como pude para sacarlo de la casa e hice que mi gente se pusiera a ello sin desanimarlo.

30 (Día del Señor). Will ha estado conmigo hoy y ha recuperado la salud. Ha sido triste oír tañer nuestras campanas tantas veces hoy, por muertes o por entierros, creo que no menos de cinco o seis veces.







John Dunstall vivió en la época de la Gran Plaga y describió su proceso en esta serie de grabados, que culminan con el regreso de los habitantes a la ciudad una vez hubo remitido la epidemia.

15 de agosto. Oscureció antes de que pudiéramos regresar a casa, así que acabamos en las escaleras de Churchyard, donde, para mi gran azoramiento, encontré el cadáver de una víctima de la plaga en el estrecho callejón, apenas bajados un par de escalones. Pero gracias a Dios no me perturbó demasiado. En adelante, sin embargo, intentaré evitar volver tan tarde.

31. Esta semana han muerto en la ciudad 7.496 personas, de las cuales 6.102 han fallecido por la plaga. Pero se teme que el número verdadero de muertos se acerque esta semana a diez mil, en parte por los pobres que no se contabilizan, por su gran número, y en parte por los cuáqueros y otros tras cuya muerte no aceptan que suenen las campanas.

3 de septiembre (Día del Señor). En pie, me visto con mi traje de seda de colores, muy suave, y mi nueva peluca, que había comprado hace tiempo, pero que no había osado ponerme porque la plaga estaba en Westminster cuando la compré; y es difícil saber cómo será la moda, cuando la plaga haya terminado, en lo que atañe a las pelucas, pues por miedo a la infección nadie se atreve a comprar pelo que haya sido cortado de las cabezas de las víctimas de la plaga.

16 de octubre. Caminé hasta la Torre, pero ¡Señor! ¡Qué vacías y melancólicas estaban las calles! ¡Y había tantos enfermos en ellas, llenos de llagas! Mientras caminaba escuchaba retazos de historias tristes, pues todo el mundo hablaba de sus muertos y de alguno que estaba enfermo y de que había tantos enfermos en este lugar y tantos en aquel otro. Y me dicen que en Westminster no queda ni un solo médico y solo un farmacéutico, pues todos los demás han muerto, pero hay grandes esperanzas de que la mortandad baje esta semana. ¡Así lo quiera Dios!

15 de noviembre: La plaga, loado sea el señor, ha matado a 400 personas menos, dejando el total de la semana en 1.300 y algo. ¡Alabado sea Dios!

25 (Navidad). Por la mañana a la iglesia, donde asití a una boda de las que no se ven todos los días. Los jóvenes novios estaban encantados de estar juntos y me resulta extraño ver el gozo con el que nosotros, los casados, queremos ver a estos pobres infelices reducidos a nuestra misma condición, pues todos los hombres y todas las mujeres les miran y les sonríen.

31 (Día del Señor). Así termina este año… Ahora la plaga ha remitido casi por completo. Toda mi familia está bien y ha estado bien todo el tiempo, y todos los amigos que conozco, exceptuando a mi tía Bell, que ha muerto, y a algunos niños de mi prima Sarah, se han salvado de la plaga. Pero muchos otros que conocía muy bien han muerto; no obstante, para nuestra alegría, las casas vuelven a llenarse y las tiendan vuelven a abrir.

Igual que Samuel Pepys, el guarnicionero Henry Foe decidió quedarse en Londres durante la epidemia. Se cree que también tomó apuntes sobre la plaga, apuntes que un sobrino suyo que se quiso dar aires de grandeza añadiendo un aristocrático De a su apellido, leería con atención para escribir su Diario del año de la peste. El sobrino, por supuesto, era Daniel Defoe, al que pronto veremos en estas páginas en su poco conocida vertiente de crítico arquitectónico.

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