La Constitución que queremos

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4. Federalismo y democracia

Adicionalmente, el federalismo tiene una incidencia directa en mejorar la calidad de la democracia. En cualquier caso, hay que reconocer que la elección entre un Estado unitario y uno federal no es, en términos absolutos, una decisión entre democracia y no democracia (Linz 1999, p. 9). En efecto, no es un ejercicio demasiado complejo encontrar casos de Estados federales poco o nada democráticos. Piénsese por ejemplo en la URSS, que era un Estado federal integrado por 15 unidades subestatales, pero gobernado por un régimen de partido único y con una estructura política y económica altamente centralizada.

Por esta razón el argumento no puede estar planteado en términos de que un Estado unitario no es democrático y que uno de corte federal necesariamente sí lo es. Sin embargo, a nuestro juicio es demostrable que, si se combinan ambas variables, es decir, democracia y forma jurídica de Estado, los resultados son diferentes según se trate de un Estado federal o de un Estado unitario. En este sentido, las características del federalismo puestas en conexión con la democracia producen ciertas sinergias que tienden a potenciar una característica importante de la democracia, quizás la más importante de las democracias contemporáneas: la representación. En síntesis, la idea clave que a continuación desarrollaremos es que un Estado federal produce como efecto principal una democracia más representativa.

Siguiendo a Sartori, hay que partir diciendo que todas las democracias modernas son, sin duda y en la práctica, democracias representativas; es decir, sistemas políticos democráticos que giran en torno a la transmisión representativa del poder (1999: p. 2). Este hecho no es trivial, dado que se ha discutido intensamente acerca de si el concepto de representación política es valioso en sí mismo, o más bien, simplemente debemos conformarnos con este tipo de democracia como un sucedáneo ante la imposibilidad logística de implementar la única democracia genuinamente legítima, la vieja democracia directa de los griegos. No queremos aquí entrar en ese debate, sin perjuicio de que consideramos que el concepto de representación tiene un contenido valioso en sí mismo para el desarrollo de la actividad política; la fuerza de la realidad nos lo impone y nos obliga a reflexionar sobre la representación política con el objeto de perfeccionarla.

En término generales, utilizamos la noción de representación política para hacer referencia al fenómeno de que, en las democracias contemporáneas, las decisiones no son adoptadas por la totalidad del cuerpo político, sino más bien por delegados que son electos. Es de la esencia de dicho concepto que quien resulta electo no actúa a nombre propio, sino que lo hace por cuenta y en interés de sus electores. Es el mismo Sartori (1999, p. 4) quien ofrece, a nuestro juicio, una adecuada descripción de sus elementos principales. Estas serían: i) receptividad (responsiveness): los representantes escuchan a su electorado y ceden a sus demandas; ii) rendición de cuentas (accountability): los representantes han de responder, aunque difusamente, de sus actos, y iii) posibilidad de destitución (removability): si bien únicamente en momentos determinados, por ejemplo, mediante un castigo electoral.

Como se puede observar, estas características hoy en día forman parte de la esencia de la totalidad de las democracias del mundo, por lo que no ha de resultar extraño que no pocos teóricos han derechamente hecho sinónimos los conceptos de democracia y representación. Por ejemplo, Schumpeter acuña una célebre definición de democracia, señalando que esta es el «arreglo institucional que permite alcanzar decisiones políticas en las cuales los individuos poseen el poder decidir dicha cuestión a través de elecciones» (1943, p. 269). Entonces, aclarada la importancia de la cuestión, nuestro argumento defiende la idea de que el federalismo mejora los niveles de representatividad en una democracia.

En primer lugar, el federalismo permite mejorar los canales de comunicación entre los electores y sus representantes. Esto puede ser entendido en dos dimensiones: una meramente territorial y otra plurinacional. Sobre la primera de dichas dimensiones existe una reflexión que comienza con las obras clásicas de la teoría constitucional y que se prolonga hasta nuestros días. Al respecto, podemos explicar la idea con el siguiente ejemplo, tomado de otro autor y adaptado a un contexto más familiar (Pontes 2007, p. 302). Supongamos que en una democracia en la que casi todas las decisiones están centralizadas, esto es que se toman por único órgano con base en el centro (por ejemplo, el Congreso Nacional), por representantes elegidos en cada subunidad por mayoría absoluta; supongamos, además, que el país posee un territorio medianamente grande (unos 700.000 kms. 2) y una población de unos 17.000.000 de habitantes distribuida por todo su territorio, pero de forma asimétrica; supóngase también que en algunos asuntos, los gustos y preferencias de cada localidad son heterogéneos entre sí, es decir, diferentes lugares tienen diferentes preferencias. Por lo tanto, si un país tiene quince localidades representadas y las decisiones se toman por mayoría en el centro, las preferencias en cualquier lugar que sea minoritario quedarán absolutamente preteridas.

De este modo, decisiones, tales como: construir centrales hidroeléctricas en los ríos de la Patagonia, invertir el dinero de los chilotes en un puente o en la construcción de un hospital, o exigir que los impuestos de las grandes compañías mineras impacten de forma importante en los lugares donde estas realizan sus faenas, serán adoptadas en un esquema en el que la opinión de quienes se ven directamente afectados tiene un peso marginal en el marco de los mecanismos institucionales competentes. Desde este punto de vista, representación presupone la capacidad de incidir. Como bien sostiene Bovero, «los elegidos en un parlamento representan a los electores en forma democrática no solamente en la medida que son designados por estos para sustituirlos en las fases conclusivas del proceso decisional, sino en la medida en la que el parlamento, en su conjunto y en sus varios componentes, refleja las diversas tendencias y orientaciones políticas presentes en el país, sin exclusiones y en sus respectivas proporciones» (2002, p. 62).

Como decíamos, la idea es de viejo cuño y fue planteada ya en la célebre obra La Democracia en América, de Alexis Tocqueville, quien defiende que cuanto más próximo esté el gobierno del ciudadano es más fácil identificar sus preferencias, pues es en los gobiernos locales que la democracia y la participación de los ciudadanos se materializa en forma más intensa. En el gobierno central es difícil que los ciudadanos logren percibir su importancia individual. Diferente es lo que ocurre en las pequeñas comunidades, en que la construcción de un puente, una carretera, una escuela o un hospital tiene influencia directa en la vida de cada residente. Como se puede concluir, la democracia contemporánea, aun cuando se exprese interpósita persona, no puede renunciar jamás al ideal normativo del autogobierno, en la que cada uno «es su propio señor junto a sus iguales en la comunidad política» (Cortina 2006, p. 8).

A nuestro juicio, el argumento es pertinente en cualquier contexto donde el territorio sea medianamente grande, la población relativamente numerosa y existan intereses relativamente heterogéneos, tesis a la que llamaremos federalismo de base territorial. Pero, sin lugar a dudas, el federalismo adquirirá un carácter necesario cuando en un Estado haya grupos significativos de población con un sentido de identidad nacional distinto al de la mayoría, y adicionalmente, existe una base territorial para ese o esos grupos (Linz 1999, p. 21). Llamaremos a esta segunda dimensión federalismo de base nacional.

En estos casos, sostenemos que el Estado federal puede contribuir a solucionar el conflicto entre grupos nacionales. Sin perjuicio de lo polémico que puede ser el concepto de nación, nos parece que a estas alturas es difícil negar que nuestro Estado es un Estado plurinacional, donde además de quienes se sienten partícipe de una comunidad general que incluye a todos los chilenos, existen al menos dos grupos a quienes claramente se les puede otorgar la denominación de naciones particulares dentro de nuestro Estado: el pueblo mapuche y el pueblo rapa nui.

Como hemos sido testigos en el último tiempo, existe la posibilidad de que, dentro de estas naciones, en la medida que sus demandas normalmente son soslayadas en el marco del Estado unitario, se generen grupos radicalizados, e incluso que determinadas facciones recurran a la violencia como medio de acción política. En un contexto de esta naturaleza, las instituciones del federalismo pueden producir el efecto de disminuir las posibilidades de que las facciones extremas hablen en nombre de su comunidad, cuando esta puede expresar sus preferencias en elecciones democráticas y libres, permitiendo que esta asuma una cuota de poder a través de las instituciones federales. Por otra parte, ello permite a los nacionalistas minoritarios en el ámbito del Estado, pero que pueden tener un fuerte respaldo dentro del territorio de la unidad subestatal, alcanzar algunas de sus aspiraciones e implementar políticas que satisfarán a sus nacionales. E incluso más, las instituciones federales también protegen a la mayoría en el contexto estatal, la que a su vez podría ser llegar a ser una minoría dentro de esa subunidad.

Este objetivo es posible de realizarse, al menos moderadamente, en el nivel de la unidad subestatal federada, porque el federalismo permite, como posible mecanismo para reconocer las exigencias de autogobierno, una auténtica comunidad política con cuotas importantes de autonomía, aunque con unas mínimas exigencias de lealtad y solidaridad para con sus homólogas. Allí donde las minorías nacionales están territorialmente concentradas, los límites de las subunidades federales pueden delinearse de tal modo que estas formen una mayoría en el seno de algunas de sus subunidades.

 

En estas circunstancias el federalismo puede proporcionar un amplio autogobierno para una minoría nacional, garantizando su capacidad para tomar decisiones en ciertas áreas sin verse abrumada por el o los grupos más numerosos dentro del Estado en su conjunto (Kymlicka 1996, p. 29). Pero también el federalismo contempla la posibilidad de que esas comunidades particulares influyan en el marco de la federación, dado que es un arreglo institucional típico del federalismo un Congreso bicameral con una cámara de representación territorial. La primera cámara representa al pueblo y no se diferencia en nada al parlamento del Estado unitario. La segunda cámara representa a cada uno de los estados miembros en ella cada miembro de la federación posee igual número de representantes con independencia de su población (Mouskheli, 2001: p. 128). Esto permite, por lo menos, visibilizar los problemas de los grupos minoritarios de base nacional en sus relaciones con los grupos hegemónicos de esa sociedad.

5. El federalismo como una cuestión de justicia

En este trabajo hemos defendido que una eventual nueva Constitución, si es que está comprometida con un ideal que encarne el Estado de Derecho, debería también estarlo con alguna forma de federalismo. Normalmente el federalismo ha sido justificado instrumentalmente desde el punto de vista de sus productos, por ejemplo, resultados económicos, eficiencia, gestión del espacio público, etc. (Bednar 2005). En estas líneas se ha seguido un camino diverso, intentando esbozar algunas ideas de teoría constitucional, entendiendo por esta un conjunto de principios arquitectónicos del Estado. Esos principios representan consensos mínimos en Occidente sobre la configuración de Estados en términos de su legitimidad. Dado que el debate sobre el Estado de Derecho se encuentra anclado en definitiva en una discusión más profunda acerca de la justicia en las instituciones, esta circunstancia permite trazar, aunque sea de forma incipiente, un puente entre federalismo y teoría de la justicia. En resumidas cuentas, una distribución equitativa del poder en el territorio del Estado es también una cuestión de justicia.

Existen, en el último tiempo, algunos estudios al respecto que muestran cómo el federalismo está relacionado con determinadas teorías de la justicia. Desde luego, este no es un lugar para examinar esta cuestión en detalle, pero sí puede ser útil para llamar la atención acerca de que aquella es una tarea que se debe emprender. Al respecto, resulta sorprendente cómo los filósofos políticos más importantes de la modernidad guardan silencio al respecto y parten de la base de que el pueblo es siempre una unidad homogénea y cohesionada, disolviendo cualquier diferencia en la figura abstracta del individuo. Lo propio sucede en las grandes teorías contemporáneas, como las de Rawls y Dworkin. En este punto se encuentra la gran falacia de la nación liberal, la que permite hablar de todos en general sin hablar de nadie en particular (Caminal 2007, p. 20). Todo ello se explica porque el liberalismo siempre ha defendido un concepto negativo de libertad, basado únicamente en la ausencia de obstáculos y que aboga primordialmente por un Estado mínimo. En ese marco el federalismo tiene poco que decir.

No obstante, existen maneras distintas de entender los valores que informan al Estado de Derecho. Entre estas, el republicanismo ocupa un lugar destacado. Según esta teoría, la libertad posee una dimensión eminentemente positiva. Aquí se han utilizado distintas metáforas para ilustrar esta concepción; por ejemplo, Taylor habla de libertad como reconocimiento (1992), Hannah Arendt de no dominación (2015). Según Petit, una relación de dominación se configura sobre la base de tres elementos: 1. Capacidad para interferir en las decisiones de una persona o institución; 2. de un modo arbitrario; 3. en determinadas elecciones que esa persona o institución pueda realizar (1999, p. 78). Según este último autor, la cuestión esencial es cómo minimizar el riesgo de que el Estado cobre una forma dominadora, y para ello los instrumentos empleados por el Estado republicano deberían ser, en lo posible, no manipulables. Una de las formas que precisamente propone el pensamiento republicano es a través del sistema federal, por lo que no es casual que muchos prominentes pensadores republicanos sean también promotores del federalismo (Petit 1998, p. 234).

Todo lo anterior, muestra que es perfectamente posible desarrollar una argumentación autónoma que conciba a la federación como una pieza fundamental de la arquitectura institucional de un orden político justo, o lo que es lo mismo, dote de un valor ético-político del principio federal (Gagnon 1999: p. 76). Siguiendo a Maiz, es posible demostrar que el federalismo constituye no solamente una fórmula institucional específica de descentralización política o acomodación, sino una auténtica filosofía política, un modelo normativo de democracia basado en la convención y en el pacto, claramente diferenciado del liberalismo y del comunitarismo, y deudor de la tradición republicana (2006 p. 46).

Bibliografía

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Estado Social como fórmula en la Constitución que queremos

Christian Viera Álvarez

Introducción

El 6 de marzo de 2018, la ex Presidenta de la República Michelle Bachelet presentó un proyecto de reforma total a la Constitución vigente, proyecto que, en todo caso, ha sido criticado, entre otras razones, por la escasa participación en su génesis (Fernando Muñoz 2018). Conviene recordar que el programa de Gobierno de la Nueva Mayoría, en materia constitucional, señalaba que «la idea que recorre el texto actual, aún con las modificaciones que se le han efectuado, está sustentada en una desconfianza a la soberanía popular; de allí las diversas limitaciones a la voluntad popular mediante los mecanismos institucionales de contrapesos fuertes a dicha voluntad, siendo el ejemplo más evidente el mecanismo de los quórum contra mayoritarios para la aprobación y modificación de las leyes importantes». (Bachellet 2013, p. 30). Esa misma idea se repite en los Antecedentes del Mensaje del proyecto: «En mi Programa me comprometí a realizar un Proceso Constituyente democrático, institucional y participativo. Propuse generar un texto constitucional que pudiera responder a las demandas y desafíos actuales de nuestro país, en donde se encuentren las tradiciones democráticas y republicanas y que sea producto del consenso de los diferentes sectores de nuestra sociedad» (Mensaje proyecto de reforma constitucional 2018, p. 2).

En materia de Estado Social, el proyecto señala que esta fórmula política es uno de los pilares de una nueva Constitución: «se propone una nueva matriz de interpretación de la Constitución, con base al establecimiento de un Estado de Derecho democrático y social, en el cual el Estado está al servicio de las personas y su finalidad es el bien común, pero no el mero bien común individual, sino aquel que busca crear las condiciones necesarias para el desarrollo integral y sostenible de la comunidad y de cada uno de sus integrantes […] Así, junto con la democracia como valor primordial, nos alejamos del individualismo y avanzamos hacia un modelo de Estado solidario, que concilie los intereses personales con los de la comunidad toda. Lo anterior requiere una adecuación del Estado a los nuevos estándares y deberes, como lo son el respeto al medio ambiente y al patrimonio histórico y cultural. Es en este equilibro sobre el cual se edifica la Nueva Constitución» (ibid., p. 23), lo cual se refleja en un nuevo artículo 2 que señala «La República de Chile es un Estado de Derecho democrático y social».

Sin embargo, por la oportunidad en que el proyecto fue presentado, cinco días antes de expirar el Gobierno, por la opacidad de su elaboración (sin perjuicio de que se dice que es fruto de los diálogos ciudadanos que se realizaron en años previos) y por el contenido mismo, que en ocasiones incluso radicaliza el paradigma neoliberal, por ejemplo con la referencia a la «responsabilidad fiscal» en el artículo 3 inciso primero, el proyecto de nueva Constitución tiene escasa viabilidad política.

 

Ahora bien, en Europa y Latinoamérica muchas constituciones han definido al Estado como social, agregando los calificativos «democrático» o «de derecho». Pero esta referencia a la sociabilidad del Estado ¿qué significa? ¿Cómo se traduce en la práctica? Es lo que tratamos de abordar en el siguiente texto, con la finalidad de que pueda constituirse en material reflexivo frente a la necesaria redefinición político-constitucional del Estado de Chile.