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Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie

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– Y ¿qué habéis sabido de la patria, Mrs. Graff? —

Entonces la arrogante criatura le miró con ojos penetrantes. ¡Júpiter! ¡Qué mirada más penetrante debió lanzarle!

– ¡La patria?? ¡Mr. Nolan!!! ¡Yo creía que erais vos el hombre que no deseaba volver jamás a oír hablar de su patria – y subió inmediatamente al puente en busca de su marido, dejando al pobre Nolan solo, como estaba de ordinario. Nunca volvió él a bailar.

No podría referir una historia ordenada de su vida: nadie sería capaz de hacerlo ahora; y a la verdad, tampoco trato yo de hacerlo. Ésta es la tradición que he arreglado, porque es lo que creo entre las fábulas que han circulado acerca de este hombre durante cuarenta años. Las mentiras que se cuentan de él son innumerables. La gente acostumbraba decir que era el “hombre de la máscara de hierro;” y el pobre George Pons fué a la tumba con el convencimiento de que era el autor de “Junius,” castigado por su famoso libelo contra Thomas Jéfferson. Pons no era muy fuerte en materia de historia.

Anécdota más feliz que todas las que he referido, es la que se refiere a la guerra. Esto sucedió poco después. He oído contar la historia en tres o cuatro formas diferentes, y quizá haya pasado más de una vez. Pero no sabría decir en cuál de los buques tuvo lugar. Sin embargo, en uno de los grandes duelos de fragata con los ingleses, en los cuales recibió realmente el bautismo de fuego nuestra armada, aconteció que un proyectil redondo del enemigo cogió de lleno una de nuestras baterías, llevándose al oficial y a casi todos los hombres de artillería. Podéis decir cuanto queráis acerca del valor; pero seguramente no era espectáculo muy agradable aquél. Mientras los hombres que estaban solamente heridos trataban de levantarse, y los sanos ayudaban a los asistentes del cirujano a retirar los cuerpos, apareció Nolan en mangas de camisa, con la baqueta de un fusil en la mano; y, como si hubiera sido el oficial de mando, expresó con autoridad quiénes debían ir al sollado con los heridos y quiénes debían permanecer con él; completamente tranquilo y con aquel aire de seguridad que hace sentir a los demás que todo marcha perfectamente. Cargó en seguida el cañón con sus propias manos, apuntó y dió la orden de fuego. Permaneció allí, capitán de aquella batería, levantando el espíritu de sus hombres hasta la destrucción del enemigo; sentado en la cureña mientras el cañón se enfriaba, aunque estaba expuesto en todo instante; explicando la manera más sencilla de preparar las descargas pesadas; haciendo que los inexpertos rieran de sus propias chambonadas; y cuando el cañón estaba frío, cargándolo de nuevo y disparando con rapidez dos veces mayor que cualquiera otra batería del buque. El capitán rondaba para alentar a sus hombres, y Nolan, tocando su sombrero, dijo:

– Estoy aquí enseñándoles cómo hacemos esto en la artillería, señor. —

Y en esta parte de la historia concuerdan todas las leyendas; que el comodoro dijo:

– Ya lo veo y os lo agradezco, señor; y nunca olvidaré este día, señor, ni vos tampoco lo olvidaréis. —

Y después que todo hubo pasado y que recibió la espada del inglés, en medio del fausto y ceremonia del alcázar, el comodoro exclamó:

– ¿Dónde está Mr. Nolan? Decid al señor Nolan que venga acá. —

Y cuando vino Nolan, dijo el capitán:

– Mr. Nolan, todos tenemos mucho que agradeceros hoy; hoy sois uno de los nuestros; seréis nombrado en el parte oficial de la batalla. —

Y entonces el anciano, desciñéndose su propia espada de ceremonia, la dió a Nolan e hizo que éste la ciñera. El hombre que me lo contó fué testigo ocular de la escena. Nolan lloraba como un niño y tenía, en verdad, razón de hacerlo. No había ceñido espada desde aquel infernal día en el fuerte de Adams. Pero después, en ocasiones de ceremonial, llevaba siempre aquella antigua espada francesa, primorosamente cincelada, del viejo comodoro.

El capitán le mencionó en el parte oficial. Siempre se ha dicho que pidió entonces la gracia de Nolan. Escribió una carta particular al secretario de guerra; pero nada resultó. Como he dicho antes, sucedía esto cuando comenzaba a ignorarse en Wáshington todo el asunto y cuando la prisión de Nolan continuaba simplemente porque nadie había capaz de ordenar que se suspendiera sin nuevas órdenes del gobierno. He oído decir que estuvo con Pórter cuando tomó posesión de las islas de Nukahiwa. No este Pórter, comprendéis, sino el viejo Pórter, su padre, Éssex Pórter; quiero decir, el viejo Éssex, no el Éssex de nuestros días. Como oficial de artillería que había servido en el oeste, Nolan sabía más que todos ellos de fortificaciones, troneras, revellines, empalizadas y todo lo demás; y trabajó con la mejor voluntad para fijar convenientemente la batería. He pensado siempre que fué una lástima que Pórter no le dejara el mando en unión de Gamble. Esto habría arreglado el asunto con respecto a su castigo. Habríamos conservado las islas y tendríamos ahora un puerto en el océano Pacífico. Y cuando nuestros amigos los franceses pretendieron esta pequeña bahía, habrían encontrado que se hallaba ya ocupada de antemano. Pero Mádison y sus partidarios los virginianos descartaron por completo esta posibilidad.

Todo esto sucedía hace cincuenta años. Si Nolan tenía treinta entonces, debió contar cerca de ochenta a su fallecimiento. Parecía un hombre de sesenta cuando solamente contaba cuarenta. Pero después de aquella época me parece que no cambió una línea su fisonomía. Según imagino yo su vida, por lo que he sabido, debe haber recorrido todos los mares sin desembarcar casi nunca. Debe haber conocido mejor que nadie a todos los jefes de nuestro servicio naval. Me dijo una vez, con grave sonrisa, que ningún hombre llevaba vida tan metódica como la suya. – Sabréis que la gente me llama el “hombre de la máscara de hierro,” y no ignoráis cuán ocupado vivía este personaje. – Acostumbraba decir que no aconsejaría a nadie leer continuamente, como no es posible dedicarse de continuo a ninguna ocupación; pero que él leía precisamente cinco horas diarias. – “Luego,” añadía, – pongo al día mis anotaciones, escribiendo a determinadas horas los comentarios sobre mis lecturas e incluyendo en ellas mi colección de recortes. – Esta colección era muy interesante a la verdad. Tenía seis u ocho libros sobre temas diferentes. Uno de historia, otro de ciencias naturales y otro que él llamaba “Misceláneas.” Mas no eran simplemente colecciones de recortes de periódicos. Había además ejemplares de plantas y gramíneas, conchas cerradas y trozos cincelados de huesos y madera que él mismo había enseñado a labrar a los marineros y que figuraban hermosamente como ilustraciones en su colección. Dibujaba admirablemente. Tenía algunos cuadros sumamente divertidos y otros de lo más patéticos que he visto en mi vida. Quisiera saber quién conserva las colecciones de Nolan.

Bien; acostumbraba decir que sus lecturas y apuntes constituían su profesión, y les dedicaba cinco y dos horas diarias, respectivamente. – Luego, – proseguía, – todo hombre necesita alguna distracción tanto como una profesión. La historia natural es mi distracción. – Esto le tomaba dos horas más todos los días. Los marineros acostumbraban traerle pájaros y peces; pero en las largas travesías tenía que conformarse con ciempiés, cucarachas y otros menudos ejemplares de este estilo. Era el único naturalista que he conocido que hubiera observado algo de las costumbres de la mosca casera y del mosquito. Todos os dirán si son lepidópteros o estrepsíteros; pero en cuanto a la manera de librarse de ellos o a la forma en que estos bichos escapan cuando se les golpea, ¡vamos! Linneus sabía tanto acerca de esto como el idiota John Foy. Estas nueve horas formaban la “ocupación” diaria y regular de Nolan. El resto del tiempo conversaba o paseaba. Hasta que envejeció, subía a cubierta con frecuencia. Hacia siempre bastante ejercicio, y nunca supe que hubiera estado enfermo. Si alguna otra persona experimentaba algún malestar en el buque, convertíase en el enfermero más atento y afectuoso y sabía más que muchos cirujanos. Así, siempre que alguien estaba enfermo o moría a bordo, o siempre que el capitán requiriese sus servicios en estos casos, Nolan estaba dispuesto a recitar las oraciones. He dicho que leía admirablemente.

Mis relaciones con Phílip Nolan comenzaron seis u ocho años después de la guerra con Inglaterra, en ocasión de mi primer viaje cuando fuí nombrado guardia marina. Eran los primeros tiempos del tratado sobre el mercado de esclavos, cuando la casa reinante que era aún la casa de Virginia,41 experimentaba cierto sentimentalismo provocado por los horrores del tráfico de esclavos, e hizo algo entonces en favor de su supresión. Nos encontrábamos por este motivo al sur del Atlántico.42 Por el tiempo en que yo me agregué al buque, creía que Nolan era una especie de clérigo secular, un clérigo de levita azul. Nunca pregunté nada acerca de él. Todo en el barco me resultaba extraño. Yo sabía que era de novatos el preguntar y se me figura que pensé que debía haber un “Plain Buttons” en todas las naves. Le teníamos a comer en nuestra mesa una vez por semana, y se nos recomendaba que aquel día no habláramos una sola palabra acerca de la patria. Pero si nos hubieran dicho que no debíamos hablar del planeta Marte o del Deuteronomio, tampoco habría preguntado la causa. Tan desprovistas de razón como ésta había muchas otras cosas, a mi entender. Llegué a comprender algo por primera vez acerca del hombre sin patria en cierta ocasión en que dimos caza a una sórdida goleta que llevaba esclavos a bordo. Enviaron un oficial al abordaje, y pasados algunos minutos, regresó el bote pidiendo que se enviara a alguien que hablara portugués. Mirábamos todos desde la barandilla cuando llegó el mensaje, y cada uno deseaba poder adivinarlo, cuando preguntó el capitán si alguno de nosotros sabía hablar portugués. Pero ninguno de los oficiales conocía este idioma; y en momentos en que el capitán trataba de averiguar si alguien de la tripulación era capaz de hacerlo, se adelantó Nolan y dijo que, si el capitán lo deseaba, podía servir de intérprete puesto que conocía el portugués. El capitán le dió las gracias, hizo preparar otro bote para él, y allí tuve la suerte de acompañarle. Cuando abordamos la goleta, se presentó a nuestra vista una escena que rara vez es posible contemplar y que, por otra parte, nunca se experimentaría tampoco el deseo de hacerlo. La suciedad y la confusión más espantosas reinaban sobre cubierta. No había muchos negros; mas con el objeto de que comprendieran que se hallaban libres, habíales hecho quitar Vaughan los grillos y esposas que llevaban, los cuales en obsequio a la ocasión se colocaron a los bribones que componían la tripulación de la goleta. Los negros, libres ahora en su mayor parte, hormigueaban en el sucio puente, amontonándose en torno de Vaughan, a quien se dirigían en todos los dialectos imaginables, y en el patois de cada dialecto, desde las modulaciones zulúes hasta el dialecto de Beled-el-jerid.

 

Cuando llegamos al puente, Vaughan miraba desde lo alto de un gran barril donde se había encaramado en su desesperación, y exclamaba: – ¡Por el amor de Dios! ¿Hay alguien que pueda hacer entender algo a estos infelices? La gente les ha dado ron, pero eso no los ha aquietado. He aporreado dos veces a ese grandullón, pero tampoco ha servido de nada. Luego, les hablé en choctaw; pero ¡que me cuelguen si entendieron esto mejor que el inglés! —

Nolan dijo que podía hablar portugués, y entonces hicieron salir de las filas a dos hermosos africanos de la tribu de Kroo, que según se había puesto en limpio anteriormente, trabajaron alguna vez con colonos portugueses en la costa de Fernando Po.

– Explicadles que están libres, – dijo Vaughan; – y que estos bribones serán ahorcados tan pronto como tengamos cuerda suficiente para todos ellos. —

Nolan “dijo esto en español;” es decir, lo explicó en portugués inteligible para los negros de Kroo, quienes a su vez lo transmitieron a los demás negros en idioma que todos fueran capaces de comprender. Hubo entonces un grito salvaje de delectación, un apretar los puños y saltar y danzar y besar los pies de Nolan; y un precipitarse general hacia el barril en adoración espontánea a Vaughan, el deus ex machina de la ocasión.

– Decidles, – continuó Vaughan, muy complacido, – que los llevaré a todos al Cabo de Palmas. —

Esto no hizo ya tan buen efecto. El Cabo de Palmas estaba realmente tan alejado de su patria como Nueva Órleans o Río de Janeiro, lo cual significaba que quedarían allí eternamente separados de su hogar. Y como comprenderéis, los intérpretes dijeron inmediatamente, – ¡Ah, Palmas no! – y comenzaron a proponer multitud de expedientes diversos con la mayor volubilidad. Vaughan parecía decepcionado por el resultado de su magnanimidad, y preguntó seriamente a Nolan lo que decían. Gotas de sudor perlaban en la pálida frente del pobre Nolan cuando hizo callar a los hombres y repitió:

– Dicen que a Palmas no. Dicen que se les lleve a su patria, a su propia tierra, a su propia casa; que se les lleve adonde están sus propios chiquillos y sus propias mujeres. Dice uno que tiene padre y madre ancianos que morirán si no le ven. Y este otro dice que dejó a todos enfermos en su casa, y que remaba con dirección a Fernando para rogar al médico blanco que les socorriese, cuando estos demonios le cogieron en la bahía justamente enfrente de su hogar, y que desde entonces no ha vuelto a ver a nadie de su familia. Y este otro dice, – se atragantó Nolan, – que no ha sabido una sola palabra de su tierra durante seis meses que ha pasado encerrado en una barraca infernal. —

Vaughan decía después que se sentía envejecer mientras Nolan bregaba para dar la traducción. Yo mismo, que no comprendía todo el alcance de aquello, podía observar que hasta los elementos parecían fundirse a algún ardiente calor, y que alguien sufría los resultados. Hasta los negros dejaron de aullar al ver la agonía de Nolan y la agonía de Vaughan, casi tan intensa por simpatía. Tan pronto como éste pudo encontrar palabras exclamó:

– ¡Decidles que sí, que sí, que sí! Decidles que irán a las montañas de la luna, si lo desean. ¡Si yo oriento el rumbo a través del gran desierto blanco, ellos volverán a su hogar! —

Y después de algún esfuerzo, Nolan lo repitió. Entonces se lanzaron todos a besarle otra vez, y querían que frotara su nariz contra las suyas.

Pero Nolan no pudo soportar más tiempo; y, logrando que Vaughan le diera autorización para regresar, me arrastró hacia el bote. Cuando estuvimos instalados a popa y los hombres comenzaron a remar, me dijo:

– ¡Joven, que esto os enseñe lo que es estar sin familia, sin hogar y sin patria! Y si alguna vez os sentís tentado a decir una palabra o a hacer algo que pueda levantar una barrera entre vos y vuestra familia, vuestro hogar y vuestra patria, ¡pedid a Dios la gracia de que en aquel mismo instante os lleve a su propia casa, el cielo! Uníos estrechamente a vuestra familia, joven; olvidaos a vos mismo cuando laboréis para ella. Pensad en vuestro hogar, joven; escribid, enviad mensajes, hablad de los vuestros. Conservad vuestro hogar más cerca de vuestro corazón mientras más lejos os encontréis; y apresuraos a volver en cuanto estéis libre, como lo hacen ahora estos infelices esclavos. Y con respecto a vuestra patria, joven, – y las palabras se ahogaban en su garganta, – y por esta bandera, – y señalaba a la del barco, – nunca tengáis otro anhelo que servirla como ella lo exige, aunque el servicio os procure mil infiernos. Cualquiera cosa que os suceda, quienquiera que os lisonjee o que os seduzca, nunca miréis otra bandera, nunca paséis una noche sin rogar a Dios que bendiga este emblema. ¡Recordad, joven, que detrás de todos aquellos hombres con quienes tratáis, detrás de los oficiales y del gobierno, y aun del pueblo, existe la Patria misma, vuestra patria, y que le pertenecéis como pertenecéis a vuestra madre! ¡Defendedla siempre, joven, como defenderíais a vuestra madre, si estos demonios se hubieran hoy apoderado de ella! —

Yo estaba mortalmente aterrorizado por su calma cargada de pasión; mas, casi sin darme cuenta, protesté por lo más sagrado que así lo haría y que jamás había pensado en hacer lo contrario. Apenas parecía oírme; pero así era, sin embargo, porque casi en un murmullo profirió: – ¡Oh! ¡si alguien me hubiera hablado así cuando tenía vuestra edad! —

Creo que esta confidencia a medias, de la cual jamás abusé, siendo ésta la primera vez que hago referencia a ella, fué lo que nos hizo después tan buenos amigos. Él se manifestaba siempre muy bondadoso para conmigo. Sentábase a menudo a mi lado, y aun se levantaba muchas veces por la noche para pasear conmigo en el puente cuando me tocaba la guardia. Me enseñó muchísimo de matemáticas, y a él debo mi afición por esta ciencia. Prestábame libros y me ayudaba a comprenderlos. Jamás aludió otra vez directamente a su historia; pero durante treinta años supe por diversos oficiales todo lo que voy refiriendo. Cuando terminada nuestra travesía, nos separamos en el puerto de Santo Tomás, estaba yo más triste de lo que podría expresar. Tuve el placer de encontrarle otra vez en 1830; y más tarde, cuando creí tener alguna influencia en Wáshington, removí cielo y tierra para obtener su gracia. Pero, fuera de su prisión, se había convertido en una especie de fantasma. Pretendían que no existía tal individuo, que jamás había existido. ¡Probablemente dirán lo mismo ahora en el departamento de marina! Quizá si lo ignoran en realidad. ¡No sería el primer asunto del servicio que parece ignorar el departamento del ramo!

Se cuenta que Nolan encontró una vez a Burr en uno de nuestros buques, cuando una partida de norteamericanos vino a bordo en el Mediterráneo. Pero creo que esto es falso; o más bien una fábula ben trovata acerca del tremebundo golpe que asestó a Burr preguntándole si le agradaba mucho encontrarse “sin patria.” A juzgar por la vida de Burr, nada de esto puede haber sucedido, por supuesto; y lo menciono únicamente como ilustración de las innumerables historias que circulan cuando existe un pequeño misterio en el fondo.

Así vió cumplido su deseo el infeliz Nolan. Sólo considero suerte más horrible que la suya, la de aquellos hombres que tienen un día para abandonar su patria por el destierro en castigo de haber intentado su ruina, y pueden comprobar al mismo tiempo la prosperidad que alcanza después de verse depurada de ellos y de sus iniquidades. El deseo del pobre Nolan, como todos aprendimos a llamarle, no porque su expiación fuera demasiado grande sino porque su arrepentimiento era tan visible, fué sin duda el mismo de los Bragg y Beáuregard, que faltaron a su juramento de soldados hace dos años, y el de los Maury y Barrón, que faltaron al suyo de marinos. No sé si ellos se habrán arrepentido a menudo. Sé que hicieron todo lo posible para destruir la patria; para convertir en átomos y arrojar a los vientos todos los honores, vínculos, recuerdos y esperanzas que constituyen la patria. Sé también que mientras vegetan por todo el resto de su vida en sitios miserables, como Boulogne y Léicester Square, dedicados a vituperarse mutuamente hasta la muerte, su expiación tendrá la misma punzante agonía que la de Nolan, agregada al tormento de que todo aquel que les conozca podrá verles despreciados y execrados. ¡Habrán satisfecho su deseo, lo mismo que Nolan!

En cuanto a éste, ¡infeliz! se arrepintió de su locura y se sometió valerosamente a la suerte que había invocado. Nunca agravó intencionalmente la dificultad o delicadeza de la misión de quienes le tenían bajo custodia. Sucedieron algunos incidentes; mas nunca fueron provocados por su culpa. El teniente Truxton me refería que cuando la anexión de Tejas hubo acalorada discusión entre los oficiales acerca de la conveniencia de arrancar este estado de la hermosa colección de mapas que tenía Nolan; del mapa universal y del mapa de Méjico, conforme arrancaron el de los Estados Unidos cuando compraron un atlas para él. Pero se decidió, con bastante buen criterio, que hacerlo así sería revelarle virtualmente lo que había sucedido, o como decía Harry Cole, hacerle pensar que el viejo Burr había llegado a triunfar al fin. Así, no fué culpa de Nolan que tuviera lugar un gran contratiempo en mi propia mesa, cuando me encontré por pocos meses al mando de la corbeta George Washington en un viaje a la América del Sur. Estábamos anclados en la bahía de La Plata, y algunos de los oficiales que desembarcaron y volvían justamente a bordo nos entretenían con la relación de sus malaventuras montando los caballos bravios de Buenos Aires. Nolan estaba a la mesa con nosotros, y de humor inusitadamente jovial y comunicativo. La historia de cierta caída hízole recordar una de sus aventuras cuando era todavía adolescente y cogía caballos salvajes en Tejas con su hermano Stephen. Refirió la anécdota con muchísima gracia, tanto que él mismo rompió el silencio de un instante que sigue generalmente a las historias interesantes, preguntando sin darse cuenta:

– Decidme ¿qué ha sido de Tejas? Después que Méjico proclamó su independencia, creía yo que Tejas le seguiría muy pronto. Es verdaderamente una de las regiones más hermosas de la tierra; es la Italia de este continente. Pero no he sabido una palabra de Tejas durante casi veinte años. —

Había en la mesa dos oficiales de Tejas. La razon por la cual ignoraba Nolan todo lo que se relacionaba con esa zona era que se habían cortado lastimosamente de sus periódicos todas las noticias desde que Austin inició la colonización; de manera que aun cuando leía de Honduras y de Tamaulipas, y hasta últimamente de California, aquella virgen provincia que tanto había recorrido, y donde había muerto su hermano según creo, no existía ya para Nolan. Waters y Williams, los dos tejanos, miráronse ferozmente tratando de no reír; Édward Morris parecía absorto en la contemplación del tercer eslabón de la cadena de la lámpara del capitán. Watrous tuvo una convulsión de estornudos. Nolan comprendió que algo había en el aire, no sabía qué. Y yo, como dueño de la fiesta, me vi obligado a decir:

 

– Tejas está fuera del mapa, Mr. Nolan. ¿Habéis visto la curiosa relación de la bienvenida a Sir Thomas Roe, por el capitán Back? —

Después de este viaje no volví a ver a Nolan. Escribíale por lo menos dos veces al año porque en aquella travesía intimamos muchísimo; pero él jamás me contestó. Los compañeros me contaron que envejeció muy rápidamente en los últimos quince años, para lo que había motivo, en verdad; pero que siempre era el mismo suave, estoico y silencioso sufridor, soportando lo mejor posible la pena impuesta por su propio deseo; menos sociable quizá con la gente nueva a quien no conocía, pero más ansioso que nunca al parecer, de hacerse util, de ayudar y enseñar a los jóvenes que sentían por él una especie de adoración. Y ahora parece que ha muerto este querido y viejo compañero. ¡Ha encontrado al fin una patria y un hogar!

Después de haber escrito estas líneas, y mientras dudaba si las haría publicar como enseñanza a los jóvenes Nolan y Vallándigham y Fátnall de nuestros días, recibí una carta de Dánforth, a bordo del Levant, con la relación de las últimas horas de Nolan. Esto ha venido a desvanecer todos mis escrúpulos con respecto a la publicación de su historia.

Para comprender las primeras palabras de esta carta, debe recordar el lector profano que desde 1817 era sumamente delicada la posición de los oficiales que conservaban a Nolan bajo su custodia. El gobierno no había renovado las instrucciones de 1807 a su respecto. ¿Qué debían hacer en esta situación? ¿Dejaríanle marchar? Y ¿qué responderían en caso de que el departamento de marina les pidiera cuentas por haber violado las órdenes de 1807? ¿Seguirían guardándole? ¿Qué sucedería, si alguna vez llegaba la liberación de Nolan, y entablaba él juicio criminal por falsa prisión o secuestro contra todos los que le habían tenido prisionero? Yo hice presente e insistí con Soúthard sobre todas estas circunstancias, y tengo mis razones de creer que los demás oficiales procedieron de igual manera. Pero el secretario contestaba siempre, como sucede en Wáshington con bastante frecuencia, que no había órdenes especiales que dar y que debíamos resolver según nuestro propio criterio. Lo que significaba, “Si tenéis suerte, seréis sostenido; si fracasáis, seréis abandonado.” Bien; como dice Dánforth, todo ha pasado ahora, aun cuando no sé si me expongo a ser perseguido criminalmente por las revelaciones que vengo haciendo.

He aquí la carta:

Levant, 2° 2´ S. a 131° O.

Querido Fred:

Estoy tratando de reunir mi valor para deciros que todo ha terminado para nuestro viejo y querido Nolan. Durante esta travesía he estado con él más que nunca y he podido comprender ampliamente la forma en que acostumbrabais expresaros acerca de este viejo camarada. Pude advertir que no andaba muy fuerte en los últimos tiempos, pero no tenía la menor idea de que su fin estuviese tan cercano. El médico le atendía con gran esmero, y ayer por la mañana vino a decirme que Nolan no se sentía muy bien y que no había podido dejar su camarote; algo que yo no recordaba haber sucedido jamás. Permitió que le visitara el doctor mientras él permanecía acostado – primera vez que el médico había entrado en su camarote – y manifestó deseos de verme. ¡Oh, amigo mío! ¿Recordáis las historias misteriosas que inventaban los marineros a propósito de su camarote, en los lejanos días del Intrepid? Bien; acudí, y allí yacía el pobre hombre en su lecho, sonriendo plácidamente al darme la mano, pero con aspecto muy débil. No pude evitarme de lanzar una mirada en torno, la cual me mostró el pequeño santuario que se había formado en el hueco que habitaba. Las estrellas y las rayas lucían rodeando un retrato de Wáshington, y había pintado un águila majestuosa, arrojando rayos por el pico y sujetando con las garras el globo que sus alas cubrían. El querido y antiguo compañero sorprendió mi ojeada y dijo con triste sonrisa: “Como veis, ¡aquí tengo patria!” Y señaló entonces a los pies de su lecho, donde yo no había dirigido antes la mirada, un gran mapa de los Estados Unidos, dibujado de memoria, y que había colocado en aquel sitio para mirarlo mientras yacía acostado. Veíanse allí en grandes letras nombres originales y anticuados: Indiana Territory, Mississippi Territory y Louisiana Territory, como supongo que aprenderían la geografía nuestros padres; pero el viejo camarada había agregado también Tejas, llevando la frontera occidental hasta el Pacífico; sólo que en estas costas no había nada definido.

“¡Oh, Dánforth! Sé que me muero. No volveré a ver mi patria!” dijo. “¡Espero que querréis decirme algo ahora? ¡Aguardad, aguardad! No pronunciéis una palabra hasta que yo haya dicho lo que estoy seguro que sabéis: que no hay en este buque, que no hay en los Estados Unidos ¡Dios los guarde! hombre más leal que yo. ¡No puede haber hombre que ame tanto como yo nuestro pabellón, que ore por él como yo lo hago, o invoque para él porvenir tan brillante como yo! Cuenta ahora treinta y cuatro estrellas, Dánforth. Doy gracias a Dios por ello, aunque ignoro sus nombres. Jamás se ha arrancado ninguna de sus estrellas; ¡doy gracias a Dios por ello! De allí deduzco que ningún Burr ha triunfado. ¡Oh, Dánforth, Dánforth! – suspiró – ¡qué espantosa pesadilla parece la idea juvenil de gloria personal o de soberanía independiente, cuando uno la recuerda tras vida semejante a la mía! Pero ¡decidme algo, que yo sepa todo, Dánforth, antes de morir!”

Íngham, os juro que me sentí un monstruo por no haberle dicho todo desde antes. Hubiera o no peligro en hacerlo, fuera o no delicadeza, ¿quién era yo, para haber tiranizado todo este tiempo a aquel querido y santo anciano que había expiado largos años, en toda la fuerza de su virilidad, la locura de traición de un adolescente!

“Mr. Nolan,” exclamé, “os diré todo lo que deseéis saber mas, ¿por dónde he de comenzar?”

¡Oh, la bienaventurada sonrisa que iluminó su pálido semblante! Estrechó mi mano y dijo: “¡Dios os bendiga! Decidme sus nombres,” añadió, señalando las estrellas del pabellón. “La última que conozco es Ohío. Mi padre vivía en Kentucky. Pero he adivinado Míchigan, Indiana y Misisipí; allí estaba el fuerte de Adams. Esto suma veinte. ¿Cuáles son las otras catorce? ¡Espero que no habréis quitado ninguna de las antiguas?”

Bueno, no era mal examen éste; y yo le dije los nombres en el mejor orden que me fué posible, y él me pidió que bajara su hermoso mapa y que las dibujara al lápiz lo mejor que pudiese. Estaba loco de alegría a propósito de Tejas y me dijo que allí había muerto su hermano. Tenía marcada una cruz dorada en el sitio en que suponía encontrarse su tumba; y había conjeturado que Tejas pertenecía a la Unión. Luego se extasió al ver California y Óregon; esto, decía, lo había sospechado en parte porque jamás se le permitió desembarcar en dichas playas, aun cuando los buques se dirigían allá a menudo. Y los marineros – agregaba riendo – traían muchas otras cosas además de peletería. Luego retrocedió ¡cuán lejos, Dios mío! para averiguar de la Chesapeake43 y lo que sucedió a Barron por rendirse al Leopard; y si Burr había hecho alguna nueva tentativa – rechinando los dientes con el único impulso de ira que demostró. Pero pronto lo hubo dominado, y exclamó: “¡Dios me perdone, como estoy cierto de haberle perdonado!” Luego me preguntó acerca de la antigua guerra, y refiriéndome la verdadera historia de sus proezas con el cañón el día en que tomamos el Java, inquirió por el querido viejo David Pórter, como le llamaba. Y después, tranquilizándose algo y demostrando sentir gran felicidad, me escuchó referir en una hora la historia de cincuenta años.

¡Cuánto deseaba yo que hubiera otro que supiera más! Pero hice lo mejor que pude. Hablé de la guerra inglesa. Le conté de Fulton y de los comienzos de la navegación a vapor. Le hablé del viejo Scott y de Jackson; le dije todo lo que sabía acerca de Misisipí, Nueva Órleans, Tejas y su tierra natal, el antiguo Kentucky. Y pensad, me preguntó quién estaba al mando de la Legión del Oeste. Díjele que era un bizarro oficial llamado Grant que, según las últimas noticias, iba a establecer su cuartel general en Vícksburg. Entonces, “¿dónde está Vícksburg?” dijo. Se lo dibujé en el mapa; está a cien millas más o menos de su viejo fuerte de Adams; y creo que el fuerte de Adams será una ruina en la actualidad. “Probablemente está situado en la antigua colonia de Vick,” dijo, “¡vaya, qué cambio!”

41Se refiere a que Wáshington, Jéfferson, Mádison y Monroe, cuatro de los primeros cinco presidentes de los Estados Unidos, eran originarios de Virginia.
42Los buques de los Estados Unidos vigilaban constantemente para evitar el tráfico de esclavos.
43En junio de 1807, oponiéndose la fragata Chesapeake de los EE. UU. al “derecho de registro,” fué atacada por el buque inglés Leopard. James Barron, comodoro del buque americano, se vió obligado a rendirse; siendo juzgado por este hecho bajo el cargo de negligencia en sus deberes y, encontrándosele culpable, fué suspendido del servicio, sin sueldo, durante cinco años.