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Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie

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Todas las historias de duendes y espectros que había oído al crepúsculo, acudían ahora en tropel a su memoria. La noche se ponía más y más obscura; las estrellas parecían hundirse más profundamente en el firmamento, y nubes errantes las ocultaban por momentos a sus ojos. Jamás se había sentido tan triste y abandonado. Aproximábase, de otro lado, al sitio donde se radicaban muchas historias de aparecidos. En medio de la carretera elevábase un enorme tulipán que dominaba como un gigante a todos los árboles de la vecindad y servía como una especie de mojón. Sus ramas, tan grandes como troncos de otros árboles, afectaban formas nudosas y fantásticas retorciéndose casi hasta llegar al suelo y elevándose de nuevo por los aires. Se le relacionaba con la trágica historia del infortunado André, hecho prisionero en las cercanías, y era universalmente conocido por el nombre de “árbol del mayor André.” El pueblo le miraba con cierta mezcla de respeto y superstición, nacida en parte de la simpatía por la suerte de su malaventurado tocayo, y en parte de los cuentos de extrañas apariciones y lamentaciones dolorosas que circulaban a su respecto.

Conforme se aproximaba Íchabod al temido árbol comenzó a silbar, creyendo luego que alguien había respondido a su silbo; pero era solamente una ráfaga sutil cortando las secas ramas. Al acercarse un poco más, pensó que veía algo blanco colgando del centro del árbol; detúvose y dejó de silbar; pero mirando con más cuidado advirtió que el árbol había sido herido por el rayo y en cierto sitio aparecía desnuda la madera blanca. Repentinamente oyó un gemido; sus dientes se entrechocaron y sus rodillas golpearon la silla: era solamente el roce de una gran rama contra otra, movidas por la brisa. Transpuso el árbol con felicidad, pero nuevos peligros levantábanse contra él.

A doscientas yardas del árbol un pequeño arroyo cruzaba la carretera y corría hacia un valle cenagoso y montuoso llamado el pantano de Wíley. Algunos ásperos maderos colocados uno junto a otro servían de puente para pasar al riachuelo. Al lado opuesto del camino, donde el arroyo se internaba en el bosque, un grupo de castaños y robles espesamente entrelazados con vid silvestre arrojaba sombras cavernosas sobre la vía. Atravesar el puente era la prueba más difícil. En idéntico sitio fué capturado el desventurado André y bajo aquellos castaños y vides se ocultaron los inflexibles labriegos que le sorprendieron. Desde aquel entonces se consideraba encantado el arroyo y se llenaban de terror los muchachos de la escuela que se veían obligados a atravesar el puente después de anochecido.

A medida que se acercaba al arroyo, el corazón de Íchabod comenzó a dar pesados golpes en su pecho; invocó en su ayuda, sin embargo, toda su energía, dió a su caballo una veintena de talonazos en las costillas y decidió valerosamente cruzar el puentecillo; pero el viejo y perverso animal, en vez de lanzarse hacia adelante, dió un bote de costado y se arrojó de través contra la estacada. El maestro, cuyos temores aumentaban con la demora, tiró entonces las riendas del lado opuesto y espoleó vigorosamente al jaco con el pie contrario. Todo fué en vano: el caballo arrancó, es verdad, pero sólo para arrojarse al otro lado del camino entre unas matas de zarzas y malezas de toda clase. Íchabod hizo uso entonces del látigo y los talones contra los flancos hambrientos del viejo Gunpowder que se lanzó de frente resoplando y bufando, pero para detenerse justamente delante el puente, tan de súbito, que casi arroja al jinete por las orejas. En este preciso instante el sensible oído de Íchabod percibió un pesado chapoteo hacia el lado del puente. Entre la obscura sombra de la arboleda a orillas del arroyo, vió algo inmenso, informe y de altura desmesurada. No se movía, sino que parecía recogerse en las tinieblas como algún monstruo gigantesco pronto a lanzarse sobre el viajero.

El cabello del despavorido pedagogo se erizaba a impulsos del terror. ¿Qué podía hacer? Era demasiado tarde para volver riendas y además, ¿qué probabilidades tenía de escapar a un duende o aparecido, si tal era, que podría cabalgar en alas de los vientos? Reuniendo su valor, preguntó con voz temblorosa: “¿Quién sois?” No recibió respuesta. Repitió su pregunta con voz aun más agitada. Tampoco obtuvo contestación. Azotó de nuevo los ijares del inflexible Gunpowder y cerrando los ojos rompió a entonar un salmo con involuntario fervor. Precisamente en aquel momento el sombrío objeto de alarma se puso en movimiento y lanzándose de un bote plantóse en medio del camino. Aun cuando la noche era lóbrega y siniestra podía discernirse en cierto grado la figura del desconocido. Aparentaba ser un jinete de grandes dimensiones montado en un caballo negro de aspecto vigoroso. No hacía demostración alguna en pro ni en contra sino que se mantenía a lado de la carretera, zangoloteándose ligeramente por el lado tuerto de Gunpowder que parecía ahora libre de su terror y malas disposiciones.

Íchabod, a quien no agradaba mucho el extraño y nocturno compañero, rememorando la aventura de Brom Bones con el soldado galopante, apresuró entonces el paso con la esperanza de aventajarle; pero el extranjero picó también para mantenerse al mismo nivel. Íchabod acortó riendas entonces y avanzó al paso tratando de quedarse atrás; el otro procedió de igual manera. Su corazón comenzó a dar saltos dentro de su pecho; trató de reanudar el canto de la salmodia; pero su lengua apergaminada se pegaba al paladar y le era imposible emitir una sola estrofa. Había algo de misterioso y terrible en el extraño y pertinaz silencio de su obstinado compañero. Pronto pudo darse cuenta de la causa y quedó horrorizado. Al ascender una elevación del terreno que delineó en gigantesco relieve sobre el firmamento la figura de su compañero de viaje embozado en una capa, Íchabod se sintió despavorido al observar que ¡carecía de cabeza! ¡Y su horror llegó al colmo cuando se apercibió de que el espectro llevaba en el pomo de la silla la cabeza que debía descansar sobre sus hombros! Su terror se convirtió en desesperación; descargó una lluvia de puñetazos y patadas sobre Gunpowder, esperando escapar a su compañero a favor de algún salto repentino; pero el espectro partió con igual velocidad. Lanzáronse entonces ambos en fantástica carrera; volaban las piedras y saltaban chispas a cada rebote. Los ligeros vestidos de Íchabod volaban por el aire mientras tendía su largo y seco cuerpo sobre el cuello del caballo en la rapidez de la fuga.

Llegaron así al camino que endereza hacia el valle encantado; pero Gunpowder, que parecía poseído del demonio, en lugar de seguir por esta vía, cambió de dirección y se lanzó imprudentemente por la pendiente de la colina hacia la izquierda. Este sendero llevaba a una arenosa hondonada sombreada de árboles por más de un cuarto de milla, cruzando luego el puente famoso en las historias de aparecidos, precisamente detrás del cual se eleva el verde montecillo donde estaba edificada la pequeña iglesia de muros blanqueados.

Hasta aquí el pánico de su cabalgadura había dado aparente ventaja en la cacería al jinete menos diestro; pero al llegar a la mitad del camino del valle, aflojáronse los cordones de la cincha y sintió el maestro que la montura resbalaba bajo sus piernas. La sujetó por el pomo tratando de afirmarla, pero en vano; y tuvo apenas tiempo de salvarse de la caída colgándose del cuello del viejo Gunpowder mientras la silla rodaba por el suelo, pudiendo oír cómo la atropellaban las pisadas de su perseguidor. Por un momento le acometió el temor de la ira de Hans Van Rípper por tratarse de su montura de los días de fiesta, pero no había tiempo de pensar en menudos terrores; el aparecido se precipitaba sobre sus talones y, jinete inhábil como era, encontraba gran dificultad para mantener su posición: unas veces se escurría por un lado, otras por el otro, cayendo algunas con tal violencia sobre el huesudo lomo del animal que temía verdaderamente quedar partido en dos mitades.

Un claro entre los árboles reanimó su valor infundiéndole la esperanza de que el puente de la iglesia se hallara cercano. El reflejo vacilante de una plateada estrella en el fondo del arroyo le hizo ver que no se había engañado. Pudo divisar los muros de la iglesia brillando confusamente en lontananza entre los árboles. Recordando el sitio donde desapareció el espectro competidor de Brom Bones: “Si logro alcanzar el puente estoy en salvo,”28 pensó Íchabod. Justamente en aquel momento oyó muy cerca tras de sí al negro corcel resoplando y jadeante; hasta se figuró sentir su aliento ardoroso. Otro talonazo convulsivo en las costillas y el viejo Gunpowder se lanzó sobre el puente; pasó como un torbellino sobre las tablas resonantes; llegó al lado opuesto; y entonces Íchabod se atrevió a mirar hacia atrás para corroborar si, de acuerdo con la regla, su perseguidor se había desvanecido en una llamarada de fuego y azufre.

En este preciso instante vió que el aparecido, levantándose sobre los estribos, se disponía a arrojar su cabeza contra él. Íchabod trató de evadir el siniestro proyectil, pero demasiado tarde. Tropezó con su cráneo en tremendo estallido; dió un vuelco el maestro de cabeza contra el polvo, y Gunpowder, el negro corcel y el jinete duende pasaron como una exhalación.

A la mañana siguiente encontraron al viejo caballo sin silla y con la brida a los pies, pastando juiciosamente el césped a las puertas de su amo. Íchabod no se presentó al desayuno; llegó la hora del almuerzo, pero Íchabod no llegó. Los muchachos se reunieron en la escuela y vagaron indolentemente por las márgenes del arroyo sin que nada se supiera del maestro. Hans Van Rípper comenzaba ya a sentir alguna inquietud por la suerte del pobre pedagogo y por su silla de montar. Hiciéronse investigaciones y tras diligente pesquisa halláronse sus huellas. A un lado del camino que conducía a la iglesia encontraron la montura hundida en el polvo; las señales de los cascos de dos caballos en vertiginosa carrera al parecer, y profundamente marcadas en la carretera, llevaban al puente, pasado el cual, en las orillas de la parte más ancha del arroyo, donde corre el agua negra y profunda, se encontró el sombrero del infortunado Íchabod, y muy cerca de allí una calabaza rota.

 

Sondearon el arroyo sin llegar a descubrir el cuerpo del maestro. Hans Van Rípper, a fuer de ejecutor testamentario, examinó el paquete que contenía todos los tesoros que poseía Íchabod en el mundo. Consistían en dos camisas y media; dos corbatines; uno o dos pares de medias de estambre; un viejo par de calzones cortos de pana; una navaja mohosa; un libro de salmodia con las puntas llenas de dobleces; y un diapasón roto. Los libros y muebles de la escuela pertenecían a la comunidad, con excepción de la History of Witchcraft, de Cotton Máther, un New England Almanac, y un libro de los sueños y de la buena ventura; en el último había una hoja de papel ministro llena de tachaduras y borrones a consecuencia de varias tentativas infructuosas para preparar el borrador de unos versos en honor de la heredera de Van Tássel. Los libros de magia y el ensayo poético fueron destinados a las llamas por Hans Van Rípper, quien desde entonces determinó no enviar en adelante sus chicos a la escuela, observando que nada bueno se saca de la lectura ni escritura. Si el maestro tenía algún dinero – y había recibido su paga justamente uno o dos días antes – lo llevaba todo consigo probablemente en el momento de su desaparición.

El misterioso acontecimiento causó mucha expectación el domingo siguiente en la iglesia. Grupos de mirones y comentadores se dieron cita en el cementerio, en el puente y en el sitio en que se encontraron el sombrero y la calabaza. Las historias de Brom Bones y toda una sarta por el mismo estilo fueron el tema de conversación general; y después de considerarlas con la debida atención y de compararlas con los síntomas del caso actual, los vecinos sacudieron la cabeza arribando a la conclusión de que Íchabod había sido arrebatado por el ginete sin cabeza. Como era soltero y no tenía deudores, nadie se rompió más la cabeza a este respecto; la escuela se mudó a otro barrio de la hondonada y otro pedagogo vino a reinar en su trono.

A decir verdad, un viejo granjero que estuvo de paso en Nueva York algunos años después, y de quien se recogió el relato de la aventura del aparecido, llevó a su pueblo la inteligencia de que Íchabod estaba vivo todavía; que dejó el valle, parte por temor del espectro y de Hans Van Rípper, y parte por la mortificación de haber sido desdeñado inopinadamente por la heredera; que había transladado sus lares a otra parte lejana del país; había regentado una escuela y estudiado derecho al mismo tiempo; había sido admitido en el foro; había hecho política; fué elector, y se le mencionó en los periódicos; y por último, fué nombrado juez del tribunal de diez libras.29 Brom Bones, que poco después de la desaparición de su rival llevó triunfalmente al altar a la encantadora Katrina, parecía también estar demasiado al corriente de la historia de Íchabod y rompía en una alegre carcajada cada vez que se hacía mención de la calabaza; lo cual llevó a algunos a sospechar que sabía más de lo que le agradaba decir sobre este asunto.

Sin embargo, las viejas del pueblo, que son los mejores jueces en la materia, aseguran hasta hoy que Íchabod fué arrebatado por medios sobrenaturales; y ésta es una de las historias favoritas del vecindario que se relata a menudo al lado del fuego en el invierno. El puente llegó a ser más que nunca el objeto de supersticioso terror; y puede muy bien haber sido ésta la razón por qué se desvió el camino en los últimos años, llegando a la iglesia por la orilla de la represa del molino. La escuela, abandonada, pronto comenzó a arruinarse, y se decía que estaba habitada por el espectro del infortunado pedagogo; y los mozos de labranza, al volver perezosamente al hogar en alguna tarde serena de verano, imaginan a menudo escuchar su voz a la distancia entonando un melancólico salmo en las apacibles soledades del VALLE ENCANTADO.

POST SCRIPTUM DE LA PROPIA MANO DE MR. KNÍCKERBOCKER

El Cuento que antecede está escrito casi con las mismas palabras que lo oí relatar en una reunión del Ayuntamiento de la antigua ciudad de Manháttoes30 en que estuvieron presentes muchos de los vecinos más notables e ilustres del lugar. El narrador era un viejecito agradable y cortés, de mísero aspecto con sus vestidos raídos y su rostro tristemente festivo: sujeto que daba a sospechar fuertemente su indigencia por los mismos esfuerzos que hacía para ser entretenido. Cuando terminó su historia, hubo muchas risas y grandes muestras de aprobación, especialmente de parte de dos o tres diputados regidores que habían dormido casi todo el tiempo. Había, sin embargo, entre los oyentes un viejo caballero alto y seco, de cejas prominentes, que paseaba por todas partes su faz grave y casi severa; de vez en cuando cruzaba los brazos inclinando la cabeza y miraba al suelo como abrumado por el peso de alguna duda. Era uno de aquellos hombres circunspectos que sólo se arriesgan a reír en terreno firme, cuando tienen de su lado la razón y la ley.

Cuando se apaciguó el regocijo de la compañía y se restableció el silencio, apoyó un brazo en el descanso de la silla y colocando el otro en jarras, preguntó con cierto movimiento ligero pero extremadamente hábil de la cabeza y contracción de las cejas, cuál era la moral del cuento y qué era lo que se intentaba probar.

El narrador que llevaba justamente un vaso de vino a sus labios como refresco después de la labor, detúvose por un momento, miró al preguntón con aire de infinita deferencia, y bajando suavemente el vaso hasta la mesa observó que la historia trataba de probar con toda lógica:

“Que no hay situación en la vida que no tenga sus ventajas y placeres a condición de que sepamos coger la ocasión al pelo;

“Que, en consecuencia, el que apuesta carreras con jinetes duendes tendrá verosímilmente una carrera accidentada;

Ergo, que en cierto modo sirve de escalón para altos merecimientos del estado el que a un maestro de escuela le sea denegada la mano de una heredera holandesa.”

El cauto y viejo caballero frunció las cejas en diez dobleces al escuchar estas premisas, dolorosamente impresionado por la fuerza del silogismo; mientras el de los vestidos raídos le miraba triunfalmente de reojo, a mi parecer. Al fin hizo observar que todo aquello estaba muy bien, pero que, sin embargo, él juzgaba la historia un poquillo extravagante; uno o dos puntos quedaban todavía por dilucidar.

– Palabra, señor, – replicó el narrador, – en cuanto a eso, yo no creo ni siquiera la mitad.

D. K.

NATHÁNIEL HÁWTHORNE

Nathániel Háwthorne era oriundo de Sálem, Massachusetts. Nació el 6 de julio de 1804, y murió en Plýmouth, New Hámpshire, el 19 de mayo de 1864. Obtuvo sus grados en el Bowdoin College, Maine, en 1825. Fué empleado de aduana en Boston desde 1838 hasta 1841. En aquella época se hizo miembro de la Brook Farm Association, sociedad formada con el objeto de llevar a cabo ciertos experimentos en agricultura y educación; y fijó su residencia en Cóncord, Massachusetts, en 1843. Fué nombrado inspector del puerto de Sálem en 1846 y permaneció allí un período de tres años. Prestó servicios como cónsul de los Estados Unidos en Líverpool desde 1853 hasta 1857. Regresó a la patria en 1861. Fanshawe, su primer cuento, ahora muy difícil de conseguir, fué publicado a su propia costa en 1826. Sus obras se publicaron en el orden siguiente: Twice Told Tales (1837; segunda serie, 1842); Mosses from an Old Manse (1846); The Scarlet Letter (1850); The House of the Seven Gables (1851); The Wonder-Book (1851); The Blithedale Romance (1852); Snow Image and Other Twice Told Tales (1852); Life of Franklin Pierce (1852); Tanglewood Tales (1853); The Marble Faun (1860, publicado el mismo año en Inglaterra bajo el título de Transformation, or the Romance of Monte Beni); Our Old Home (1863); Pansie (1864, llamada también The Dolliver Romance); Note Books (1868-1872); Septimius Felton (1872); Tales of the White Hills (1877); Dr. Grimshawe’s Secret (fragmento, 1888).

EL ANCIANO CAMPEÓN

HUBO una vez un tiempo en que la Nueva Inglaterra gemía bajo el peso de injusticias más graves que todas las que amenazara traer la revolución. Jaime II, el hipócrita sucesor de Carlos el Voluptuoso, había abolido los privilegios de todas las colonias y enviado un soldado grosero y sin principios para arrebatarnos nuestros derechos y poner en peligro nuestra religión. La administración de Sir Édmund Andros tenía todos los rasgos característicos de la tiranía: un gobernador y un consejo que recibían su poder del rey con absoluta independencia de la nación; leyes que se fabricaban y tributos que se imponían sin intervención inmediata del pueblo o de sus representantes; los derechos de los ciudadanos violados, y los títulos de propiedad anulados; las quejas amordazadas por la censura de la prensa; y finalmente, el descontento sojuzgado por una banda de tropas mercenarias que por primera vez hollaba nuestro suelo. Durante dos años continuaron nuestros antecesores en taciturna sumisión, debido al amor filial que garantizó siempre su lealtad a la madre patria, representada ya por el parlamento, ya por un protector o por algún monarca papista. Hasta aquellos aciagos tiempos, sin embargo, nuestro pleito homenaje había sido nominal, pues las colonias se gobernaban por sí mismas, gozando mucho mayor libertad de la que disfrutan ordinariamente los vasallos naturales de la Gran Bretaña.

Al fin llegó a nuestras playas el rumor de que el primer príncipe de Orange se había lanzado en una empresa cuyo éxito sería el triunfo de los derechos religiosos y civiles y la salvación de la Nueva Inglaterra. Era solamente un murmullo incierto; podía ser falso o podía también fracasar la aventura; pero en ambos casos costaría la cabeza al hombre que se decía en armas contra el rey Jaime. A pesar de todo, la noticia produjo visible efecto. La gente sonreía misteriosamente en las calles y lanzaba atrevidas miradas a sus opresores; en tanto que se dejaba sentir a lo lejos una sorda y contenida agitación, como si a la más ligera señal estuviera pronto a levantarse todo el pueblo de su indolente abatimiento. Advirtiendo el peligro, los gobernantes trataron de evitarlo por medio de un imponente despliegue de fuerza, confirmando su despotismo con medidas aun más agresivas. Una tarde de abril de 1689, Sir Édmund Andros y sus consejeros favoritos, exaltados por el licor, reunieron a todas las casacas rojas de la guardia del gobernador y se presentaron en las calles de Boston. El sol estaba cerca de su ocaso cuando comenzó el desfile.

El sonido del tambor, resonando por las calles en aquellos momentos de crisis y agitación, parecía, más bien que la música marcial de los soldados, un toque de rebato para los ciudadanos. Una multitud que afluía por diversas avenidas se reunió en King Street, lugar destinado, casi una centuria más tarde, a ser el escenario de otro encuentro entre las tropas de Inglaterra y el pueblo en lucha contra su tiranía. Aun cuando habían transcurrido más de sesenta años desde el arribo de los primeros peregrinos, esta multitud formada por sus descendientes mostraba todavía los rasgos enérgicos y sombríos de su carácter, más notables quizá en esta ruda emergencia que en ocasiones más felices. Notábase el rostro grave, el porte generalmente severo, la expresión firme aunque melancólica, la bíblica forma de elocución y la confianza en las bendiciones del cielo por la justicia de su causa, que distinguía a cualquier grupo de los primitivos puritanos cuando se veían amenazados de algún peligro en su aislamiento. En realidad, no era tiempo aún de que se extinguiera el antiguo espíritu, pues que se encontraban aquel día en la calle muchos hombres de aquellos que adoraban en los bosques al Dios por quien sufrían el destierro, mientras no pudieron erigir un edificio apropiado para rendirle culto. Había también viejos soldados del parlamento que sonreían espantosamente al pensamiento de que sus antiguas armas fueran aun hábiles para descargar otro golpe a la casa de los Estuardos. Figuraban asimismo veteranos de la guerra del rey Felipe, de aquellos que quemaban ciudades y asesinaban jóvenes y viejos con ferocidad religiosa mientras las piadosas almas del lugar les ayudaban con sus plegarias. Varios ministros veíanse esparcidos entre la muchedumbre, que les miraba, a diferencia de otras agrupaciones, con tanta reverencia que parecía que sus vestiduras debieran encarnar la santidad. Estos santos varones ejercían su influencia para tranquilizar al pueblo, pero sin tratar de dispersarlo. Al mismo tiempo era motivo de comentarios diversos y curiosidad general el objeto del gobernador al turbar la paz de la ciudad en tales momentos, en que la más ligera conmoción podía provocar un estallido en todo el país.

 

– Satanás dará ahora su golpe maestro, – exclamaban algunos, – porque él sabe que el tiempo es corto. ¡Todos nuestros piadosos pastores serán llevados a prisión! ¡Habremos de verles en las hogueras de Smíthfield31 de King Street! —

A esto, los feligreses de cada parroquia se reunían apretadamente en torno de su ministro, que miraba tranquilamente a lo alto y asumía mayor dignidad apostólica, como candidato dispuesto a recibir el honor más alto de su carrera, la corona del martirio. Esperábase verdaderamente en aquel momento que la Nueva Inglaterra tuviera su propio John Rogers32 para reemplazar a este varón ilustre en el martirologio.

– ¡El Papa ha ordenado una nueva San Bartolomé! – gritaban otros. – ¡Nos asesinarán a todos, a los hombres y a los niños! —

Aun este rumor tenía sus adherentes, aunque la clase más prudente juzgaba el objeto del gobernador algo menos atroz. Sabíase que Brádstreet, su predecesor bajo la antigua constitución y compañero venerable de los primeros colonos, se hallaba en la ciudad. Había allí terreno para conjeturar que Sir Édmund Andros intentaba producir el terror por un despliegue de fuerza militar, y dominar a la facción enemiga apoderándose de su jefe.

– ¡Firme con los antiguos privilegios, gobernador! – rugía la multitud, apoderándose de la idea. – ¡Buen gobernador, anciano Brádstreet! —

Cuando más fuerte se alzaba este grito, sorprendióse el pueblo a la aparición de la figura bien conocida del propio gobernador Brádstreet, un patriarca de cerca de noventa años, que se destacó en lo alto de las gradas de una puerta, y con su suavidad característica exhortó a la multitud para que se sometiera a la autoridad constituída.

– Hijos míos, – concluyó el venerable personaje, – no hagáis nada inconsideradamente. No gritéis tan alto, sino rogad por el bienestar de la Nueva Inglaterra y aguardad con paciencia que el Señor sea servido de hacer algo por nosotros. —

Los acontecimientos debían decidirse pronto, de otro lado. Durante todo este tiempo el redoble del tambor se aproximaba por Cornhill más fuerte y más profundo, hasta que, repercutiendo de casa en casa, estalló en la misma calle acompañado del eco regular de la marcha de los militares. Apareció una doble fila de soldados ocupando todo el ancho de la vía, con el mosquete al hombro y mechas encendidas, formando una línea de fuego en la obscuridad. Su marcha firme semejaba el progreso de una máquina arrollando con irresistible empuje todo lo que se encontrara en su camino. En seguida, avanzando lentamente, con un ruido confuso de cascos en el pavimento, venía una partida de jinetes entre los que se destacaba la figura central de Sir Édmund Andros, el más anciano de ellos, pero erguido y de aspecto marcial. Rodeábanle sus consejeros favoritos, los enemigos más acérrimos de la Nueva Inglaterra. A su derecha montaba Édward Rándolph, nuestro principal adversario, aquel “mezquino demoledor,” como le llama Cotton Máther, que llevó a cabo la ruina de nuestra antigua administración, mereciendo el anatema que le persiguió obstinadamente durante su vida y más allá de la tumba. Al otro lado iba Búllivant, lanzando burlas y escarnio a su paso. Venía atrás Dúdley, con los ojos bajos y continente temeroso, como si no se atreviera a afrontar las miradas indignadas del pueblo que le contemplaba a él, su único compatriota, entre los opresores de su país natal. El capitán de una fragata fondeada en el puerto y dos o tres oficiales civiles se veían también en el grupo. Pero la figura que atraía más las miradas del público y despertaba más vibrantes sentimientos, era el clérigo episcopal de King’s Chapel, con sus vestiduras sacerdotales, figurando con altanería entre los magistrados, y encarnando admirablemente la prelacía y la persecución, la unión de la iglesia y el estado y todas aquellas abominaciones que habían llevado al destierro a los puritanos. Una doble hilera de soldados cerraba la marcha.

Toda la escena pintaba la condición de la Nueva Inglaterra: desprendiéndose como moral los efectos fatales de un gobierno que no nace de la naturaleza de las cosas ni de la índole del pueblo. De un lado, la multitud religiosa, con su semblante triste y su obscura vestimenta; y del otro, el grupo de gobernantes despóticos, ostentando acá y allá algún crucifijo sobre el pecho, con el alto personaje eclesiástico al centro, magníficamente ataviados, encendidos por el licor, orgullosos de su autoridad injusta y burlándose del murmullo universal. Y los soldados mercenarios, aguardando solamente una palabra para inundar las calles de sangre, representaban el único medio por el cual podía asegurarse la sumisión.

– ¡Oh, Dios de los ejércitos! – clamó una voz entre la multitud, – ¡envía un salvador a tu pueblo! —

Esta exclamación, lanzada en voz muy alta, pareció ser el grito del heraldo para introducir un notable personaje. La multitud había retrocedido y se hallaba en aquel momento en plena confusión a la extremidad de la calle, mientras los soldados avanzaban en una tercera parte de su longitud. El espacio intermedio estaba vacío, mostrando la calzada libre entre altos edificios que arrojaban sombras confusas sobre toda la escena. De pronto, vióse aparecer la figura de un anciano, que parecía haber brotado de en medio del pueblo y avanzaba solo hacia el centro de la calle, hasta ponerse enfrente del bando armado. Llevaba el antiguo vestido de los puritanos: capa obscura y sombrero de alta copa a la moda de cincuenta años atrás, por lo menos, y gran espada al costado; pero llevaba además un bastón en la mano para sostener el trémulo temblor de los años.

Cuando estuvo a cierta distancia de la multitud volvióse el anciano lentamente, mostrando un semblante impregnado de antigua majestad, y doblemente venerable por la blanca barba que descendía hasta su pecho. Hizo un ademán de aliento y expectativa a la vez y, dando media vuelta, prosiguió su camino en línea recta hacia adelante.

– ¿Quién es este anciano patriarca? – preguntaron los jóvenes a sus padres. —

– ¿Quién es este hermano venerable? – se preguntaron los viejos unos a otros. —

Nadie pudo responder. Los patriarcas del pueblo, que contaban ochenta años y algo más, se preocuparon cavilando sobre su extraño olvido respecto de esta evidente personalidad, a quien probablemente habían conocido en los días primitivos como asociado de Wínthrop y todos los viejos consejeros, dictando leyes y elevando plegarias, y apercibiéndoles contra el salvajismo. Los hombres mayores debían recordar sin duda haberle visto cuando jóvenes, con mechones tan grises como los que ellos ostentaban ahora. ¡Y los jóvenes! ¿Cómo se había borrado tan completamente en su memoria el recuerdo de este blanco patriarca, reliquia del tiempo desvanecido, cuya venerada bendición había acariciado seguramente en la infancia sus cabezas descubiertas?

– ¿De dónde ha salido? ¿Qué se propone? ¿Quién puede ser este hombre? – susurraba la admirada multitud.

Entretanto el venerable extranjero, con su bastón en la mano, proseguía su solitaria marcha por el medio de la calzada. Cuando se encontró más cerca de los soldados que avanzaban y llegó claramente a sus oídos el redoble del tambor, irguióse el anciano en toda su altura, envuelto en sombría e inquebrantable dignidad, pareciendo que toda la decrepitud de la edad caía de sus hombros. Marchaba ahora con paso marcial, llevando el compás de la música militar. De esta manera avanzaron, la antigua aparición de un lado y toda la parada de soldados y magistrados por el otro, hasta que apenas quedaban veinte yardas de distancia en medio de ellos; y entonces el anciano, cogiendo su vara por la mitad y blandiéndola en alto como una insignia de mando, exclamó:

28Existía la supersticiosa creencia de que los brujos no podían atravesar un arroyo.
29Tribunal autorizado a fallar en los juicios en que el dinero en cuestión no exceda de la suma de diez libras.
30La ciudad de Nueva York, como se la nombra en la History of New York, por Díedrich Kníckerbocker (Írving).
31Sitio notable en Londres en tiempo de la reina María por ser el lugar donde levantaban la pira para quemar a los heréticos. —La Redacción.
32Clérigo protestante inglés. Después de la exaltación de la reina María al trono predicó contra los dogmas del catolicismo en Paul’s Cross; siendo arrestado, juzgado y quemado como hereje. —La Redacción.