Mujeres con poder en la historia de España

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Pero la quebradiza salud del jovencísimo monarca hizo que el esperado embarazo tardase nada menos que ocho años en producirse. El lunes 14 de noviembre de 1401, la reina dio a luz en Segovia a una princesa a la que llamaron María. Aún tuvo la reina Catalina dos hijos más, el más pequeño fue precisamente el infante heredero, Juan II.

El rey don Juan I de Castilla, de su primera esposa, Leonor de Aragón, había tenido dos hijos, el hasta ahora mencionado Enrique el Doliente y don Fernando el de Antequera. El previsor monarca, que con tanto cuidado había planeado el matrimonio de su primogénito con la heredera de los legitimistas, había pensado que dada la mala salud de Enrique quizá no llegaría a la edad de casarse y que si llegaba, era posible que no tuviera hijos. En previsión de que cualquiera de estos supuestos tuviese lugar, dispuso que su segundo hijo, Fernando, no contrajese matrimonio hasta que Enrique no tuviese sucesión, cosa que don Fernando cumplió por sentido del deber a la corona.

Aunque el rey don Enrique III llegó a tener hijos e hijas, su vida no fue larga. Un sábado 25 de diciembre de 1406 pasó a mejor vida cuando no había cumplido veintisiete años y la reina apenas había doblado la esquina de los treinta. La camarera, doña Leonor López de Córdoba, por su parte, contaba para entonces unos cuarenta y cuatro años, pues parece que nació, como dijimos, en 1362. Viuda la reina, se acercó más a Leonor en quien veía a una persona fiel y con quien podía hablar de cosas que no comentaría ni diría a ningún hombre.

A la muerte de su real esposo, doña Catalina de Láncaster ejerció de tutora, junto con su cuñado, don Fernando (al que la historia apoda el de Antequera), ya que el heredero de la corona e infante-rey, Juan II, tenía solo dos años de edad. El rey don Enrique así lo había dispuesto antes de morir. La tutela del príncipe heredero, hasta su mayoría de edad, sería compartida por la madre y el tío. Tan pronto como las Cortes de Toledo reconocieron al nuevo rey, en cumplimiento del testamento, ambos se hicieron cargo de la regencia y, ante las Cortes de Segovia, juraron cumplir lealmente su oficio.

Para entonces, doña Leonor se había ganado totalmente la voluntad de la reina, que comentaba con ella los asuntos de Estado, y se dejaba llevar por su criterio, de modo que en la Chronica de Juan II se llega a decir que la reina «entregó de tal suerte la llave de su arbitrio, que nada se abría o se cerraba en palacio si no por el favor de aquella mano». Ello, naturalmente, le acarreó los odios de aquellos que hubieran deseado para sí el lugar privilegiado de doña Leonor cerca de la reina Catalina.

Temerosa de que la regencia compartida entre su señora, doña Catalina y el infante don Fernando pudiese resultar en menoscabo de su influencia sobre la reina, doña Leonor empezó a oponerse casi por sistema a las decisiones del corregente. Al sobrevenir la muerte de don Enrique el Doliente, el infante, que se encontraba embarcado en una dura campaña contra los moros, tan pronto supo la noticia de la muerte del Doliente decidió continuar con ella. Para ello hubo de solicitar financiación a fin de subvenir los costes de la guerra. La reina, comprendiendo la necesidad del momento, ya que era consciente del peligro que había en la frontera para la seguridad de los reinos, con toda presteza hizo reunir veinte cuentos de maravedís para ser gastados exclusivamente en la ofensiva contra los moros, y así lo juraron todos, incluso don Fernando. Con este motivo la favorita manifestó su desconfianza a la reina y de tal modo le contagió con sus aprensiones que los contactos entre ambos corregentes se fueron haciendo cada vez más fríos y tirantes.

Modesto Lafuente nos describe así las relaciones entre ambos:

Pronto nacieron desconfianzas entre los dos regentes, ya por obra de algunos malintencionados, que se complacían en turbar su armonía, sembrando entre ellos mutuos recelos y sospechas, ya por el carácter de la reina doña Catalina, la cual por otra parte se hallaba de todo punto supeditada a una dama de su corte llamada doña Leonor de López de Córdoba, sin cuyo consejo nada hacía, y que de tal manera dominaba en el ánimo de la reina, que nada servía cuanto se determinara en materia de gobierno, si no merecía la aprobación de la dama favorita; a tal punto que lo que un día se deliberaba, otro se revocaba o contradecía si no era del agrado de doña Leonor López, con mengua del reino y no poco disgusto del infante don Fernando.

A pesar de contar con la amistad y la confianza de doña Catalina, doña Leonor se tomó demasiado en serio su papel de dispensadora de gracias y prebendas e incluso se atrevió a contradecir en varias ocasiones las órdenes del infante, sembrando siempre la desconfianza en el ánimo de la reina contra su cuñado, don Fernando. A tal punto llegó la tirantez entre la reina y el infante-tutor que «fiábanse, pues, tan poco uno de otro que cada cual de los regentes tenía su guardia propia y cuando iban al consejo cada cual llevaba sus hombres de armas para su defensa».

Incapaces de gobernar juntos, finalmente, ambos decidieron dividirse el reino por zonas de obediencia para no intervenir uno en el mandato del otro, como venía sucediendo. Doña Leonor aprobó esta decisión por la que la reina tomó bajo su gobierno directo la zona que hay de los puertos allá por Segovia, es decir, Castilla la Vieja y León, y don Fernando la de los puertos acá, hacia Andalucía: Toledo, Extremadura, Murcia y Andalucía.

Aunque se tomó esta sabia decisión, continuaron los motivos de roce y desavenencia entre ambos tutores alentados por la actitud poco amistosa de doña Leonor hacia el infante, a quien en todo contradecía. Una de las razones de la discordia era la obediencia o no al papa Luna, Benedicto XIII, pues mientras don Fernando estaba a favor de sustraerse a su obediencia y acatar en todo la decisión del concilio de Constanza, la reina lo reconocía como papa legítimo y retrasaba el cumplimiento de las órdenes conciliares, lo que favorecía, indirectamente, los planes de Benedicto XIII. Doña Leonor, no sabemos si de corazón o por oponerse a don Fernando, apoyaba también al papa Luna. Esta circunstancia añadió roces y dificultades entre ambos tutores.

En febrero de 1410, don Fernando volvió a cruzar la frontera granadina. Era su objetivo tomar la ciudad de Antequera. Después de varios conatos y tentativas, se ordenó el asalto general el 16 de septiembre de 1410, quedando la ciudad en poder del infante, que se ganó allí el sobrenombre por el que le conoce la historia: don Fernando el de Antequera. La importante plaza quedó para siempre en poder de Castilla. Grandes fueron la alegría y la conmoción que produjo esta noticia en todo el reino. Con esta victoria el infante don Fernando contrastó una vez más su probidad y fidelidad a los reyes de Castilla y al reino cuyas fronteras defendía con peligro de su vida. Es posible que fuera, al menos en parte, esta acción guerrera la que hizo ver a doña Catalina que la actitud de la favorita, siempre opuesta a don Fernando, había sido injusta, y que sus consejos en contra de la acción del tutor habían sido más intrigas que opiniones leales; también le habían llegado a la soberana otras voces que se quejaban de la altivez de la dama. Como quiera que fuese, a partir de entonces, según Fernán Pérez de Guzmán, la reina «le tomó gran desamor».

Todo lo que había sido confianza y confidencias se trocó en disgusto, de modo que en 1412 terminó no solo por retirarle su favor, sino por expulsarla de la corte. Con orden terminante de volver a Andalucía, la favorita salió del palacio en donde había disfrutado de tanto poder y prestigio. La orgullosa y hasta entonces encumbrada doña Leonor no se creyó en ningún momento que la actitud de la reina fuese definitiva, sino que la achacó a un capricho o disgusto pasajero. Se alejó, sí, pero con ánimo de volver cuando cambiasen los aires que soplaban en su contra.

Mientras, el infante don Fernando, que había ganado un bien merecido prestigio como caballero honrado, leal tutor y gran guerrero, por el Compromiso de Caspe, fue nombrado rey de Aragón a la muerte sin sucesión legítima del rey Martín el Humano. Con este motivo, el nuevo rey hubo de abandonar Castilla y dejó en su lugar para desempeñar las funciones de tutor a los obispos don Juan de Sigüenza y don Pablo de Cartagena, a don Enrique Manuel, conde de Montealegre y a don Pere Afán de Ribera, adelantado de Andalucía, convirtiendo la regencia en un consejo, todo ello con gran disgusto de la reina doña Catalina de Láncaster, que al ver a su cuñado rey, deseaba ser la única tutora de su hijo, sin compartir el poder con nadie.

La antigua favorita, al oír en su forzado retiro que el odiado infante se había retirado del Gobierno, emprendió camino de vuelta hacia la corte de doña Catalina, pero esta ya la había reemplazado con otra favorita, doña Inés de Torres, quien, sin gozar de tanto poder como doña Leonor, al menos era la nueva confidente de la soberana. Al enterarse la reina de que doña Leonor iba en su búsqueda, le mandó un recado para que volviese a su casa en Andalucía y que por nada se atreviese a proseguir su camino. Caso de no obedecer su real orden —le mandó decir la reina— la mandaría quemar. Huelga decir que doña Leonor se volvió sobre sus pasos y ya jamás intentó regresar a la corte. Nunca recuperó el favor de la reina y poco tiempo después, a la edad de cincuenta años, falleció en Córdoba, y fue enterrada en Sevilla, en San Pablo.


Cubierta de Leonor López de Córdoba. Memorias de Leonor.

Como gobernante o favorita le perdieron su altivez y sus pocas luces para los asuntos de Gobierno, pero como escritora es una de las glorias de la literatura. A pesar de su escasa preparación previa, es la autora de las primeras memorias autobiográficas de la lengua española que se estudia en universidades y simposios, y más de una tesis doctoral tiene por motivo el estudio de esta enérgica y poderosa señora, la primera valida de nuestra historia.

 

Tumba de doña Leonor López de Córdoba

Capítulo 2
La monja de Ágreda, una valida en la sombra

María Coronel Arana nació en Ágreda (Soria) el 2 de abril de 1602 del matrimonio formado por Francisco Coronel y Catalina de Arana. Curiosamente para una mujer que se escribió durante largos años con el rey más poderoso de Europa, no salió nunca de esa villa en donde había nacido. Falleció el 24 de mayo de 1665.

Las mujeres del siglo XVII, como en los siglos anteriores y aún en los posteriores, no tuvieron en su tiempo biógrafos propiamente dichos. Si acaso se escribió acerca de algo muy puntual en relación con alguna de ellas o se relataba algo que habían hecho o padecido para ejemplo o escarmiento de otros, pero nunca en relación con ellas mismas. Es por ello que no contamos con biografías de doña María Coronel, especialmente, como desearíamos, por parte de algún coetáneo y lo que de ella podamos saber proviene de sus propios escritos, que si bien tendrán el mérito de venir de una fuente de primera mano, también adolecerán de la falta de datos que interesan en una biografía, ya que estos los recopiló una mujer dedicada a la vida religiosa y fue una mística cuyos intereses eran muy distintos de los que puedan atraer al estudioso de hoy en día. No obstante, con la ayuda de su correspondencia y sus propias notas, intentaremos rehacer su vida o al menos resaltar la importancia que esta monja tuvo en la historia de España.


María Coronel, la monja de Ágreda

En cierto modo se puede decir que lo maravilloso rodea y trasciende la vida de María Coronel, ella ve la mano de Dios en todo y él transforma ese todo de modo que lo divino se hace casero, diario. Ella conoce a un Dios personal que está atento a sus criaturas y escucha sus quejas y peticiones. Gracias a esta fe sencilla todo se diviniza y se transforma, cada suceso se convierte en una manifestación de la voluntad de ese a quien ella invoca, e incluso una respuesta directa a las oraciones de los fieles.


Detalle de La Creación. Capilla Sixtina. Vaticano.

Cuenta doña María Coronel que su padre, Francisco Coronel, cuando mozo, se acercaba a Yanguas para pedir a la Virgen de los Milagros «que le diera una mujer con quien tomar estado, virtuosa y temerosa de Dios y de buena sangre, aunque fuese pobre. También y al mismo tiempo puso en el corazón de mi madre los mismos pensamientos devotos de acudir a Nuestra Señora de los Milagros». Tenía la madre de María Coronel, doña Catalina de Arana, una hermana y tanto una como la otra estuvieron a punto de casarse con hombres ricos y de buena posición, aunque de «poca limpieza de sangre por intercesión de la Santísima Virgen terminaron casándose las dos hermanas (que eran huérfanas) con dos hermanos también huérfanos».

Un expediente de limpieza de sangre positivo exigía que, por lo menos, los padres, abuelos y bisabuelos no tuvieran sangre de moro, ni judío, aunque fuera converso; ni que alguno de aquellos antepasados hubiere estado sentenciado por el Santo Oficio. Se empezaron a exigir los expedientes de limpieza de sangre en los inicios del siglo XVI cuando el cardenal Silíceo los introdujo para evitar que la Iglesia se permease de falsos conversos, pues los grandes personajes (nobles) que ocupaban todos los oficios importantes dentro de las jerarquías eclesiásticas tenían casi siempre sangre judía o mora y llegaron a despreciar a Silíceo, que era de origen humilde. Él, en cambio, era de una familia en donde no habían existido moros ni judíos: en pocas palabras, era cristiano viejo, y exigió que todos los que quisiesen ocupar cargos en la Iglesia probasen ser, asimismo, cristianos viejos. Luego se extendió esta nueva práctica a otros oficios y cargos hasta hacerse general.

Del matrimonio de Catalina y Francisco nacieron once hijos, los cuales, según sucedía en la época, murieron casi todos en edad temprana. Tan solo sobrevivieron cuatro, todos devotos como sus padres, en una casa en donde incluso los criados rezaban varias horas al día. Aparte de esta piedad, la casa debió de haber sido tranquila y bien avenida, pues según María en ella jamás «ni riñas, ni discordias, ni alborotos, ni enojos se oyeron».

Así pues, por lo que sabemos, porque ella lo relata, nació en el seno de una familia noble (los Coronel, aunque pobres, lo fueron siempre a lo largo de la historia) y profundamente piadosa. Doña Catalina, la madre, debió de haber sido mujer de decisiones fuertes y carácter templado, pues sor María de Jesús dice que fue ella la que convenció a la familia de que se apartasen del mundo y viviesen una vida conventual. Adujo la piadosa señora haber tenido una revelación del Altísimo y por esa razón, el 13 de enero de 1619, se fundó en su misma casa un convento de la Concepción, de la rama recoleta o descalza. La joven María Coronel contaba a la sazón diecisiete años.

La figura de la madre es muy importante en la vida de María Coronel, tanto que los estudiosos de ella opinan que la figura del padre queda desdibujada por comparación con la de doña Catalina. No había tenido una educación demasiado esmerada, aunque su hija nos puntualiza que «sabía un poco leer, con lo que se consolaba». Suponemos que leería principalmente lecturas pías, vidas de santos y libros de meditación como lo hacían las personas piadosas de la época.

Estaba un día doña Catalina haciendo oración cuando el Señor le manifestó su voluntad de que ella fundase un monasterio en el que había de profesar. Quedó más convencida de la veracidad de su inspiración cuando al ir a comentar con su confesor lo que le había sucedido, él le manifestó que ya sabía de qué quería hablarle, pues el Señor también se lo había dicho a él. Convencida de la perfección de su voluntad, que para ella no era otra que la de Dios, se lo manifestó a su esposo. Él, al principio, se opuso, pues juzgó un disparate deshacerse de toda su herencia y patrimonio para fundar un monasterio, los cuales por otra parte ya sobraban en la sociedad del siglo XVII, tanto era así que la misma Iglesia había prohibido la fundación de ninguno nuevo, sobre todo de mujeres. Además, arguyó el bueno de don Francisco que él tenía ya sesenta años y que padecía de una enfermedad crónica que se le manifestaba con dolores de estómago que no le daban tregua ni de día ni de noche.

Pero Catalina era porfiada y al fin convenció a su esposo de la necesidad de cumplir el mandato divino e incluso, finalmente, contó con la aprobación eclesiástica de modo que el 13 de enero de 1619 profesaron en el convento de la Concepción —que había sido su propia casa— la madre y las dos hijas: María y Jerónima. En cuanto a los varones de la casa, los dos hijos mayores habían profesado ya en la orden franciscana y hasta el padre, don Francisco Coronel, lo hizo como simple hermano lego el 24 de enero de 1619 en el convento de San Antonio de Nalda.

Muy pronto la joven María se hizo notar en la vida conventual por su especial modo de vida austero y ascético. En 1620 tomó sus hábitos definitivos y empezó una vida de piedad que la llevaron a tener arrobos místicos.

Como era una mujer activa no se contentó con estas muestras piadosas que le hubiesen dado fama de santidad, al menos en su entorno, sino que se dedicó a fundar otras casas piadosas en donde se podía, y debía, servir y adorar al Señor. Quizá era la labor fundacional una de las pocas actividades más allá de las puramente domésticas y piadosas que se les permitía a las mujeres, y muchas mujeres con empuje se concentraron en esta labor, con gran éxito en la mejora de las costumbres. Sin educación especialmente esmerada, sor María de Jesús empezó a mostrar una altura mística que ella misma atribuía a inspiración divina: «se constituyó el Altísimo por mi maestro, norte y guía». Reconoce que todo su conocimiento le viene de Dios, gracias a él, confiesa, pudo escribir su obra máxima: La mística ciudad de Dios.


La mística ciudad de Dios de sor María de Jesús de Ágreda

En todo caso, sor María amaba la escritura. Empezó con su obra a los veintiún años, fue siempre fiel a la ortodoxia de la Contrarreforma teñida con un fuerte sentimiento inmaculista. En su libro reivindica la figura de María sobre todo bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, tema repetido y amado por las místicas y religiosas españolas, tales como Isabel de Villena y Beatriz de Silva, notable dama que fundó la orden concepcionista a principios del siglo XVI.

Para acceder al mundo de la creación, María Coronel recurre al tópico de presentarse ella misma como una pobre mujer a quien Dios le ha ordenado escribir. Atribuye su conocimiento a la ciencia infusa antes que confesar, o creer ella misma, que su obra es enteramente suya, fruto de sus meditaciones y de su fe. Aparece como una escritura por mandato y no fruto de su orgullo o de su sapiencia. No intenta, no debe intentar, irrumpir en un mundo exclusivamente masculino: el de la creación y el de la teología.

En su libro se alternan los capítulos dedicados a la vida de la Virgen con otros dedicados a la reflexión sobre la figura de María Inmaculada. Reivindica la figura de María como Corredentora del género humano por su participación en los misterios de la Encarnación y de la Redención. Trae a colación una puesta al día de la genealogía femenina de Cristo y la importancia de la Madre del Redentor, casi olvidada en el Nuevo Testamento.

Este libro reavivó la polémica sobre la Inmaculada Concepción y mereció la atención de la Inquisición, tanto es así que en 1681 fue incluido en el Índice de Libros Prohibidos. Ya por sus arrobamientos y misticismo había sido observada por la Inquisición desde 1635 y su producción escrita solo vino a añadir más leña al fuego.

En todo caso la fama de la monja creció rápidamente y en 1627 fue nombrada prelada de la comunidad, aunque para ello necesitó dispensa papal porque solo tenía veinticinco años y se pedía más edad y experiencia para ser la superiora de un monasterio concepcionista. Con gran ímpetu, María de Jesús emprendió la construcción de una nueva casa, la cual vio terminada seis años más tarde en 1633. De esta casa salieron monjas que a su vez fundaron otros establecimientos piadosos: el de la Concepción en Borja y el de Tafalla.

En general las paredes del convento significaban para la mujer un ámbito de independencia en donde podían dedicarse a menesteres que les satisfacían a ellas y no a la familia o la sociedad. En este ámbito se hallaba a gusto nuestra monja y ella dio rienda suelta a sus experiencias místicas, como ya hemos explicado, en forma literaria, la cual a su vez le llevó a una maduración espiritual.

Satisfizo su vocación literaria en variados modos, no solo mediante sus tratados espirituales, sino también en una copiosa correspondencia que la avalan como una escritora de primera línea. Por otro lado sus epístolas le permitieron influir en la sociedad de su tiempo, pues mantuvo activa correspondencia con personajes de la mayor importancia, como don Francisco y don Fernando de Borja, lo cual, a pesar de su encierro monacal, le permitió tener un gran campo de acción social, pero sin duda la correspondencia más interesante y la que más influyó en la vida de otros fue la que sostuvo durante largos años con el rey de las Españas, don Felipe IV. Esta relación epistolar se inició el 4 de octubre de 1643 y se mantuvo durante veintidós años, hasta la muerte de ambos.


La primera parte de La ciudad mística de Dios la escribió entre 1636 y 1643, y la segunda la comenzó el 8 de diciembre de 1655 y la acabó el 6 de mayo de 1660

 

Don Francisco de Borja y Aragón nació en 1582 probablemente en Italia. Descendiente de los reyes de Aragón, caballero de la Orden de Montesa, gentilhombre de cámara de Felipe III, amigo de los Argensola, poeta y príncipe de Esquilache él mismo por su matrimonio con doña Ana de Borja. En 1614 fue nombrado virrey del Perú. Durante su mandato fundó el Colegio del Príncipe para Indios Nobles y el de San Francisco de Borja para Hijos de Conquistadores, mejoró las defensas, reprimió los abusos de los corregidores e impulsó la vida cultural desde su palacio virreinal. Regresó a España en 1632. Fue una de las personas con las que sostuvo correspondencia la monja de Ágreda y uno de los que la mantuvieron informada de los sucesos y personajes de la Corte. Falleció en Madrid en 1658.

El 17 de enero de 1643 Felipe IV otorgó al conde-duque de Olivares el descanso que él le había pedido, pero se lo otorgó con la idea de volver a utilizar sus servicios si la real persona lo necesitase más adelante. De momento no pensaba llamar a ningún otro valido ni ayudarse de ningún favorito, más bien parece que su intención era gobernar por sí mismo con la cooperación normal de sus consejos. El 24 de enero se le comunicó al Consejo de la Cámara el cese del conde-duque y su salida de Madrid.

Si bien Felipe IV había sido sincero en su intención de gobernar por sí mismo, pronto llegó a la conclusión de que sin ayuda de otro u otros no le sería posible. Por ello, muy pronto, aunque sin reconocerlo como tal, tomó como valido al discreto don Luis de Haro, sobrino del conde-duque, y como este pareció no bastarle, buscó, quizá, ayuda divina en las palabras y consejos de una monja cuya fama de santa se extendía por el reino, pero que al ser monja era necesariamente inexperta. Primero decidió conocerla personalmente y luego se decidió a escribirla y le ordenó que le contestase por ver si su reconocida santidad podía ayudarle a él, cuyas culpas, sentía, eran la razón de las desgracias de la nación; sobre todo en relación con los pecados de la carne, ante los que se reconocía sumamente débil.


Retrato de Felipe IV, Velázquez. National Gallery of London.

El rey, como hijo de su tiempo, era intensamente piadoso y pensaba que la santa señora intercedería ante Dios por él y por la corona de España. «Os encargo que me ayudéis con vuestras oraciones a defenderme de mí mismo y de esta flaca naturaleza, pues sin duda la temo más que a todos los enemigos que aprietan a la Corona…». El profesor Aguado Bleye dice que sor María de Jesús fue no solo consejera espiritual, sino política, le aconsejaba en la corrección de costumbres, en la preparación de los ejércitos, en la designación de capitanes, y hasta en la misma táctica guerrera. Sor María daba al rey la certeza de que sus consejos se los revelaba Dios por medio de la Virgen, quien se le había aparecido en diversas ocasiones.

Sor María de Jesús recordaba así el inicio de su correspondencia: «Pasó por este lugar y entró en nuestro convento el Rey nuestro señor, a 10 de julio de 1643, y dejóme mandado que le escribiese; y obedecile, y en seis o siete cartas le dije que oyese a los siervos de Dios y atendiese a la Voluntad divina…».

Deseaba el rey que la correspondencia fuera, si no totalmente secreta, al menos confidencial, y así se lo manifestó a la monja de Ágreda. Y para asegurarse de ello le mandó sus instrucciones imperativas de cómo debía realizarse el intercambio de misivas «para hablar en la forma que puedo o hablar en la forma que lo permite la distancia». Hacía bien el rey en preocuparse, pues si sus cartas caían en manos interesadas, podían ser manipuladas con consecuencias impensables. «Escriboos en media margen porque la respuesta vuestra venga en este mismo papel y os encargo y mando que esto no pase de vos a nadie…». La correspondencia, en último término, no era de igual a igual, el rey escribía y preguntaba y ella debía responderle y no tomar iniciativa, aunque con el tiempo su contacto vía correo fue desembocando en una auténtica amistad. En 1647 el rey escribió, con cierta tristeza: «Espero que me habéis de hacer oficio de buena amiga…». Ella también, imperceptiblemente, cambió su tono y le habla con cariño: «Ea, señor mío de mi alma, dilate el ánimo Su Majestad…».

La correspondencia era privada pero no libre, había una gran ausencia de nombres propios, sobre todo cuando se hablaba de personajes de la Corte, como quien habla y teme que lo escuchen. Cuando era necesario enviar algún documento para entender un asunto en particular, ello se hacía por correo aparte, de modo que nadie pudiese tener todos los cabos del acertijo. Más de seiscientas cartas constituyen el cuerpo de la correspondencia entre la monja de Ágreda y Felipe IV.

Seguramente la monja quedó sobrecogida al serle pedida de parte del rey una correspondencia cuasisecreta en la que le pediría apoyo y oraciones: «Señor, agradecida quiero vencer el encogimiento y valerme del permiso de Vuestra Majestad…». En aquellos momentos era imprescindible que la Flota de Indias llegase incólume a puerto, pues las entradas de numerario dependían en gran parte de la feliz venida de los barcos con las remesas de oro y plata. ¿Había el soberano manifestado su preocupación sobre ese asunto? ¿Le había pedido sus oraciones en este sentido? Seguramente. Ella escribe en la misma carta: «Del buen suceso de la flota y todo lo demás de Vuestra Majestad me dejó mandado, quedo atenta, y puesta a los pies del Altísimo se lo pediré…».

La flota llegó bien, fuese por las súplicas de la buena monja o porque los piratas no se esmeraron en los ataques. Gracias a esta feliz llegada de los barcos pudieron ser pagados veinte mil hombres que eran necesarios en la frontera de Aragón y Cataluña, luego el rey partió para Aragón y dejó el Gobierno en manos de su esposa.

Hacía poco que había sucedido el desastre de Rocroi en donde se perdieron ocho mil hombres, se dejaron en manos enemigas seis mil prisioneros, veinticuatro piezas de artillería, doscientas banderas y sesenta estandartes. Con todo, lo peor había sido la pérdida de la fama de invencibles de la que gozaban en toda Europa los Tercios de España. Nuevamente optimista el rey partió al frente del norte de España, pero ello le obligaba a dejar sin respuesta el levantamiento en la frontera con Portugal.

El ejército de Cataluña estaba tan desmoralizado que se pudo comprobar su estado en la vergonzosa acción de Fli (1643), pero cuando tomó su mando don Felipe de Silva las cosas comenzaron a cambiar. El animoso Felipe IV marchó hasta Fraga, casi en la línea de fuego pues Silva había recuperado ya Monzón, estaba sitiando a Lérida (marzo, 1644). La plaza, estrechamente sitiada resistió durante cuatro meses hasta que capituló el 6 de agosto de 1644. Al día siguiente entró el rey en Lérida entre las aclamaciones del pueblo, don Felipe juró respetar los fueros catalanes, lo que indujo a que obedeciesen al rey pueblos tan importantes como Solsona, Ager y Agramunt.

Los franceses, buscando una compensación por las pérdidas de Monzón y Lérida, intentaron apoderarse de Tarragona, pero todo terminó favorablemente para los españoles. La campaña comenzó con poca fortuna para España. El virrey francés de Cataluña había llegado con tropas de refresco y su primer objetivo fue la plaza de Rosas, el defensor de la ciudad se rindió a los dos meses y medio, injustificadamente, y fue preso primero en Valencia y luego en Madrid. Entonces el virrey francés avanzó por tierras catalanas hasta cerca de Balaguer y las tropas españolas se dispersaron vergonzosamente.

El virrey catalán no siguió adelante porque fue informado de que una conspiración en Barcelona iba a entregar la ciudad a los españoles; todos los conspiradores fueron condenados a muerte. En vista de los malos resultados obtenidos, Felipe abandonó el frente y se dirigió a Zaragoza, pues las cortes aragonesas, valencianas y castellanas estaban convocadas. Estuvo en Zaragoza del 20 de septiembre al 3 de noviembre, en Valencia del 13 de noviembre hasta el 4 de diciembre y llegó a Madrid, donde se abrieron las Cortes el 22 de febrero de 1646.