Todo es gracia

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No podemos responder a esos interrogantes. Seguramente la diferencia que existe entre un hombre que está en gracia y un hombre que está en pecado es muy grande. ¿Cómo estará en uno y en otro? No lo sé. Pero lo que es seguro es que Dios está por nosotros, estemos como estemos: sanos o enfermos, ricos o pobres, fuertes o débiles, llenos de buenas obras o vacíos de ellas. Dios no puede abandonar al hombre, porque si lo hiciera se desplomaría en la nada. La gracia se hace resplandeciente en los santos, pero en la mayoría de los hombres está como un tesoro escondido en la tierra. Sin embargo, Dios está en ellos, de una manera que nosotros no podemos ni imaginar. Porque si la gracia es gracia, no puede estar a expensas ni de nuestras obras buenas ni de nuestras obras malas. Por ahí camina el misterio y el asombro de la gracia.

Pero la concepción de la gracia como algo creado, como una cualidad o como un ser divino, es la que ha dominado por completo, como iremos viendo, en la teología, en la predicación y en la vida de la mayor parte de los fieles.

5. Como punto de partida

Antes de comenzar nuestra aproximación a la gracia deberíamos tener en cuenta una serie de principios que, a mi juicio, son innegociables, a saber: que la gracia no es algo natural o debido al hombre; que el hombre ha sido elevado por Dios al orden sobrenatural; que Dios es amor y que ama al hombre; que en Jesús ya le ha salvado y redimido. Por ahí debería comenzar cualquier acercamiento a la teología de la gracia que, tal vez, haya que rehacer por entero[6].

5.1. La gracia no es «natural» al hombre

Dios ha creado todas las cosas según su voluntad. Como tal no tiene deudas con nadie. Pudo crear o no crear, crear de este modo o del otro, estos seres o los otros, aquí o allá, en este momento o en otro. Ni las cosas podían exigir su creación, porque no existían, ni Dios tenía obligación alguna de hacerlo, porque él se basta a sí mismo. Por tanto, no hubo más motivo para la creación que el amor de Dios. El que lo tiene todo no quiso guardar para sí mismo su vida, sino que la repartió a manos llenas. Toda la creación podría desaparecer en un instante y nadie la echaría de menos, porque «existiendo él, existe todo». Por tanto, la gratuidad de la creación es absoluta.

Pero al dar su existencia a los seres, Dios les ha dado todo lo que exige su misma naturaleza. Por tanto, para poder entender lo sobre-natural debemos partir de lo natural, es decir, de aquello que pertenece a la esencia de una cosa (de una planta, de un animal o de un hombre) y que es exigida por ella para existir y obrar. Pero lo que es natural para una cosa no lo es para otra. Así, por ejemplo, no es natural para una piedra sentir, ni para un árbol ver, ni para un animal pensar, mientras que para el hombre es natural pensar, elegir, amar, reír, pero no lo es volar, ni estar al mismo tiempo en dos partes.

Pero al entrar en el terreno de la gracia pisamos un terreno que no es natural al hombre. En él no somos autónomos y autosuficientes. Lo sobrenatural implica una realidad que sobrepasa todas las exigencias de este ser hecho de barro. «Lo que el hombre es por creación no le basta para llegar a lo que debe ser según el propósito del Creador». En efecto, ¿le debe el Señor la revelación de su amor y de su gracia, de su salvación y de la vida sin fin? ¿Se la debe o es algo que le ha concedido gratuitamente? El hombre jamás podría aspirar a participar de la vida divina, pero Dios le ha regalado una suma de gracias que no podían ser exigidas ni merecidas por su misma naturaleza, tales como la filiación adoptiva, la resurrección, la inmortalidad, la vida eterna... Todo eso entra en el campo de lo gratuito, es decir, de lo no debido. Y eso quiere decir que lo sobre-natural está construido sobre la gratuidad. Por eso, al hablar de la gracia, lo primero que hay que poner en evidencia es su absoluta gratuidad.

Pero habría que añadir inmediatamente que el ser humano, a quien ha sido concedido ese don, es capaz de recibirlo. Se diría, por tanto, que la gracia no es algo natural, pero tampoco algo anti-natural o extraño a él. Dios no debe nada al hombre, pero le ha creado «a su imagen y semejanza» y, por consiguiente, le ha hecho capaz de entrar en una relación muy especial con él, le ha elevado gratuitamente para poder participar de su vida. La gracia no nos introduce en el campo de la justicia, sino en el de la gratuidad más absoluta.

Pero, ¿qué relación puede existir entre lo natural y lo sobrenatural? Porque si la elevación del hombre al orden sobrenatural fuera algo debido, entonces Dios estaría obligado a comunicarle su vida misma y, en ese caso, no tendría sentido alguno hablar de la gratuidad; pero si la gracia fuera una exigencia del hombre, entonces perdería su libertad y su autonomía.

Los teólogos han dado todo tipo de explicaciones, para tratar de salir de ese callejón sin salida. Santo Tomás defendió la absoluta gratuidad del orden sobrenatural, pero al mismo tiempo habló de la capacidad natural que el hombre tiene para la visión beatífica, y de un deseo natural de ver a Dios. Pío XII dejó asentado «que Dios podría haber dejado al hombre sin elevarlo al fin sobrenatural», y así puso de relieve que la «gratuidad de lo sobrenatural es la gratuidad de lo que podría no haber sido». En efecto, Dios podría no haber creado al hombre y podría no haberle llamado a tener una relación personal e íntima con él, porque no estaba obligado ni a darle la existencia ni una finalidad sobrenatural. Pero si en el hombre no hubiera algún tipo de apertura hacia lo sobrenatural, ese mundo sería totalmente ajeno a él y, en ese caso, carecería de sentido para él. De esa manera, el orden natural y el sobrenatural aparecen como distintos, pero, al mismo tiempo, como inseparables. Porque si la gracia no tuviera un punto de anclaje en el hombre, entonces no podría echarla de menos ni agradecerla. Todo el debate sobre lo natural y lo sobrenatural se desarrolla entre esas dos alternativas.

5.2. Dios ha elevado al hombre al orden sobrenatural

Pero el hombre es una criatura hecha «a imagen y semejanza de Dios». No es Dios, pero se le parece en algo. El hombre es lo que Dios ha querido que sea. No existen otros hombres más que estos, a los que él ha llamado a la filiación divina y ha destinado a una vida sin fin. Pero esa gracia ha sido totalmente gratuita. Dios no tiene deudas con el hombre, ni el hombre puede reclamar derechos ante él. El hombre ha sido creado por gracia, vive por gracia y está destinado a vivir eternamente por pura gracia. No sé cómo se podrá conciliar perfectamente la libertad y la gracia. No lo sé. Lo único que sé es que esta criatura humana ha sido elevada a una dignidad que jamás hubiera podido imaginar. Por eso, ni el Creador sin sus criaturas, ni las criaturas sin su Creador. En la encarnación de Jesús se ha producido la divinización del hombre. En su humanidad santísima se han unido el cielo y la tierra para siempre. Sin dejar de ser lo que era, asumió lo que no era y se rebajó hasta nosotros para ensalzarnos hasta él. Ya no será posible que Dios exista sin el hombre, ni que el hombre exista sin Dios. Toda su vida se mueve en una dimensión sobrenatural.

5.3. Dios ama al hombre

Dios es amor, amor que se comunica y se entrega. Desde toda la eternidad Dios ha echado sobre nosotros su manto de amor y de ternura. Antes de que la tierra comenzase su andadura, ya habíamos sido elegidos; antes de que pudiéramos decir una sola palabra, ya fuimos amados. Por tanto, ¿qué catástrofe tendría que suceder para que Dios dejara de amarnos? Que Dios dejara de ser Dios. Pero como eso es imposible, es imposible que dejemos de ser amados. «Ni la vida ni la muerte, ni el pasado, ni el presente ni el futuro, podrán separarnos del amor infinito de Dios». Ese es el descubrimiento primero que Dios ha hecho de sí mismo.

El amor de Dios es eterno, gratuito e incondicional, infinito y personal. Se trata, por tanto, de un amor sin fecha de caducidad, no ganado ni merecido, ni sometido a ninguna condición. Vivamos como vivamos, seamos como seamos, estemos como estemos, hayamos hecho lo que hayamos hecho, somos amados por el Señor. Un amor que no fuera eterno, infinito, gratuito y personal... no sería digno de Dios. Cuando Dios ama lo hace sin posibilidad de arrepentimiento. Por eso, si no pudimos hacer nada por merecerlo ni ganarlo, tampoco podremos hacer nada por perderlo definitivamente. Los pecados pueden herir al amor, pero no destruirlo. No hay nada que temer. Nada podrá hacernos daño, porque Dios nos ha envuelto en un manto de amor. Eso es lo que tenemos que poner en evidencia desde el primer momento: que el amor de Dios no es negociable. Ese es el hilo conductor de nuestra historia: Dios ama al hombre, Dios me ama, él a mí, Dios a mí. ¿Qué sería de nosotros si nos abandonara un solo momento? Nos desplomaríamos en la nada más absoluta. No hay nada más gratuito que el amor. ¿Cómo merecerlo? ¿Cómo ganarlo?

5.4. Jesús nos ha redimido y salvado

Dios ha apostado descaradamente a favor del hombre al hacerse una carne mortal en Jesús. Lo hecho una vez está hecho para siempre. Su obra está realizada: el pecado ha sido perdonado, la reconciliación ha sido efectuada, la muerte ha sido vencida, las puertas del cielo han sido abiertas de par en par, los esclavos han sido convertidos en hijos, los desheredados han recibido la herencia, el amor y la gracia han sido derramados a manos llenas. Aunque todo se desmorone en torno a nosotros, eso es lo que nadie puede derrumbar. Jesús está ahí, vivo y glorioso. En él hemos sido amados «amor sobre amor». Sólo lo que Jesús ha hecho por nosotros es decisivo. Lo que nosotros podamos hacer por él apenas cuenta para nada. Lo quiera o no lo quiera, lo admita o no lo admita, lo sepa o no lo sepa, el hombre se mueve en un mundo marcado por la presencia y la gracia de Jesús como Señor y Salvador. Su obra redentora ha afectado vitalmente a todos los hombres. Eso es lo que precede a cualquier opción o decisión que nosotros podamos tomar. Por tanto, nada de lo que hagamos o dejemos de hacer podrá invalidar lo que Dios ya ha hecho en nosotros y por nosotros, pero sin nosotros, si se me permite hablar así. Ese es el misterio que tenía oculto desde toda la eternidad y que nos reveló en la plenitud de los tiempos: «Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo para que ninguno perezca». Esa ha sido la exhibición más portentosa de su amor por nosotros. El proyecto creador de Dios incluía la salvación de todos. El hombre fue creado por gracia y será salvado por gracia. De otro modo la gratuidad de su acción se derrumbaría como una pared ruinosa. La obra de Dios por nosotros ha sido realizada antes de que nosotros hayamos podido pensar, decir o hacer nada, y sin esperar nada a cambio. Todo ha corrido «por cuenta de la casa». Y todo eso sin que el hombre haya perdido su libertad ni haya sido coaccionado por Dios. Por eso podemos hablar de la gratuidad absoluta de la salvación.

 

Pero, ¿cómo se hará presente el Señor en su vida? ¿Cómo se manifestará en aquellos que nunca han oído hablar de él? ¿Cómo estará en lo más profundo de su corazón? ¿Cómo llevará esas vidas hacia su fin? ¿Cómo llevará el Señor ese plan de salvación universal? ¿Cómo irá salvando a cada uno de sus hijos? ¿Cómo salvará a todos aquellos que, al menos a nuestro juicio, han vivido una vida horrible, de espaldas a él, pisoteando todos los derechos de sus criaturas? No lo sé. Pero lo que no podemos ni imaginar es que el hombre sea capaz de conseguir la salvación por sus propios esfuerzos y obras. Eso significa que el Señor está actuando sin cesar en ellos, incluso en los más alejados, en los que nos parecen más pecadores, en los que le niegan y le combaten. El Señor va llevando su vida a su manera, como sólo él sabe hacerlo. Por eso podemos mantener viva la esperanza de una salvación universal, porque el amor de Dios manifestado en Jesús es para todos los hombres.

Ese tiene que ser el punto de partida de toda nuestra reflexión sobre la gracia, eso es lo que hay que mantener desde el principio hasta el final. Lo que no puede ser es que lo que afirmamos en un momento lo atenuemos o lo neguemos a la vuelta de la esquina. No es de recibo afirmar ahora que Dios nos ama con un amor eterno y gratuito, infinito y personal, para declarar a continuación que tenemos que tratar de hacernos amables a sus ojos y trabajar con todas nuestras fuerzas para conseguir la salvación.

Esos principios son el anclaje seguro de nuestra existencia y el punto de apoyo de toda la esperanza cristiana. Si en algún momento se nos turbara el corazón y algo nos hiciera temblar, deberíamos volver los ojos hacia esos pilares fundamentales: pero Dios es amor, pero Dios nos ama, pero Dios nos ha salvado ya en el Hijo de su amor, nuestro Señor Jesucristo. Todo ha sido gracia derramada, gracia inmerecida. Nada pudimos hacer para ser creados, ni para ser amados, ni para ser salvados, ni para conseguir una vida sin fin. Ni el amor ni la salvación están sujetos al hecho de que el hombre cumpla algunas condiciones o requisitos. Si eso fuera así, adiós para siempre a la gratuidad, adiós a toda esperanza. Si el hombre tuviera que ganarse su salvación, estaríamos condenados al fracaso más absoluto. Por tanto, todo lo que digamos en torno a la gracia tiene que ser comprendido por referencia a esos principios. Todo lo que no esté de acuerdo con ellos tendrá que ser revisado, corregido o rechazado sin miramientos de ninguna clase.

Gracia es la palabra clave en la relación de Dios con el hombre. Pero nunca debería perder el sentido que tuvo desde el principio. Lo que es debido se mueve siempre en el campo de la justicia, pero la gracia se mueve siempre en el campo de lo gratuito, es decir, de lo no merecido ni ganado. Por tanto, cualquier intromisión de lo debido, de lo ganado o de lo merecido en el campo de la gracia sería un atentado inadmisible contra su misma esencia. Con esa noción de gracia vamos a movernos en todo momento. Estoy dentro de la Iglesia y sé que puedo expresarme con libertad, como lo han hecho a lo largo de los siglos tantos místicos, teólogos y escritores eclesiásticos. No siempre tenemos a nuestra disposición el lenguaje exacto para expresar lo que queremos decir. Sólo espero que el Señor me lleve de la mano para lograrlo y me perdone si no lo he logrado.

2 La gracia en la historia

La gracia es como el eje en torno al cual gira toda la teología, lo más propio y peculiar del cristianismo. Esa palabra no existe en las demás religiones. En ellas, los hombres se han esforzado por hacer cosas por los dioses, pero en el cristianismo ha sido Dios el que se ha entregado por entero. Por eso, no podemos hacer una reflexión fría y objetiva acerca de la gracia ni considerarla como un sistema de verdades, porque su presencia en el alma es una fuerza impetuosa que llena de vida al hombre y le trasforma por completo. Dios ya no es el gran ausente, sino el que anima nuestra vida en cada momento[7].

La gracia es algo que ha inquietado profundamente a los hombres. Todos los que han entrado en contacto con Dios se han sentido envueltos y arropados por una presencia misteriosa y amorosa. Pero cuando se trata de penetrar en el misterio de la gracia, ¡cuántas y cuán diversas explicaciones han sido dadas a lo largo de los siglos! No voy a hacer ahora una historia detallada del desarrollo de la doctrina sobre la gracia, tal como los santos padres, los teólogos, los escritores eclesiásticos y los pastores de la Iglesia la han ido exponiendo, sino a contemplarla sólo en sus grandes líneas.

La reflexión sobre la gracia nos ha llevado por caminos muy extraños. Por eso es bueno recordarlos, para evitar los fallos que se han cometido y orientarnos en la verdadera dirección[8].

1. Los santos padres de origen griego

Las primeras generaciones cristianas no hicieron una reflexión sobre la gracia, sino que la vivieron «como un acontecimiento salvífico», «como una regeneración», «como una vida nueva», «como una justificación del pecador», «como una santificación del hombre», «como una participación en la naturaleza divina», «como un estar en Jesús», en una palabra, como una presencia amorosa de Dios en el hombre. Eso fue lo que experimentaron con una intensidad que apenas podemos imaginar. En Jesús había sido inaugurado un tiempo de perdón y de amor, de gracia y de vida. El bautismo había hecho de ellos unas criaturas nuevas, llevadas por la fuerza del Espíritu.

Los santos padres orientales nunca hicieron un tratado especial sobre la gracia, pero expresaron su pensamiento partiendo siempre de una realidad muy sencilla: que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, había perdido desde el principio su intimidad con él a causa del pecado. Pero, en la plenitud de los tiempos, la Palabra se hizo carne para devolverle todos sus privilegios, para salvarle y hacerle agradable a los ojos del Padre. La gracia era como la divinización del hombre. El Verbo era Hijo «por naturaleza», el hombre «por gracia». «Dios se había hecho hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios». Así fueron desarrollando lo que ellos llamaron la teología del admirable intercambio: Dios había descendido hacia sus criaturas y sus criaturas habían sido elevadas hacia él. Por eso, ya desde este mundo, el hombre había sido hecho partícipe de la vida eterna. La gracia no era una conquista humana, sino Dios mismo regalado al hombre. Se diría, por tanto, «que el hombre no tiene gracia, sino que es gracia». Eso lo dice todo.

2. Los santos padres de origen latino

La teología de la gracia sólo comenzó a conocer su desarrollo en el mundo occidental. Pero surgieron pronto grandes dificultades, como iremos viendo, al ser considerada como una amenaza contra la dignidad del hombre. Porque, ¿cómo conjugar gracia divina y libertad humana? ¿Cómo conciliar esos dos polos que parecen totalmente opuestos? Si todo es gracia, ¿para qué la libertad? Pero si el hombre es libre e independiente, ¿para qué la gracia? Si elevamos demasiado al hombre cometemos un atentado contra Dios; si acentuamos la acción de Dios, parece que cometemos un atentado contra la dignidad del hombre. Parece que no hay otra alternativa: o Dios o el hombre. En escena aparecen como dos locomotoras, que corren en dirección contraria. ¿Qué hacer para que no choquen? ¿Cómo evitar la colisión?

En la teología de los santos padres de origen latino predominó la concepción de la gracia como una realidad que libera al hombre del pecado y sana sus heridas, le eleva a la dignidad de hijo, le devuelve la amistad perdida, le reconcilia con Dios y le da vigor para vivir una vida recta ante sus ojos. Muchos de ellos insistieron sobre la necesidad del esfuerzo y de las obras de los bautizados para merecer esa gracia, con expresiones que, como veremos en seguida, tenían un cierto sabor semipelagiano. De una manera casi imperceptible se fue produciendo una reducción muy grande de lo que es la gracia. En efecto, ¿a qué se reduciría la presencia de Dios en el hombre? ¿A remediar sus debilidades? ¿A sanar sus heridas? ¿A darle un cierto vigor para poder vivir una vida moralmente buena? ¿Sólo para eso? Si fuera así, entonces el hombre aparecería en primer plano, trabajando y esforzándose por conseguir la perfección y la salvación. Pero en la gracia, el sujeto no es el hombre, sino Dios. Él no se acerca al hombre sólo para sanarle o ayudarle a ser mejor, sino para darle su propia vida.

Es verdad que los santos padres no olvidaron jamás que la gracia no era debida al hombre, porque estaba por encima de las exigencias de su naturaleza, pero ya comenzaron a insinuar que la gracia era algo en el hombre, es decir, una realidad dentro del alma. Por ahí se abría un camino que iba a llevar a unas consecuencias muy graves en la teología y en la vida cristiana.

San Agustín fue, por encima de todos, el gran teólogo de la gracia. La experiencia de su conversión fue decisiva. Como san Pablo, él fue plenamente consciente de que su conversión no fue debida a sus esfuerzos, sino una obra gratuita de Dios. Eso es lo que jamás pudo olvidar. Sin embargo, antes de ser obispo, todavía pensaba que el hombre podía tener algún mérito o méritos previos (él habló de la existencia de méritos ocultísimos), a los que debería otorgarse la concesión inicial de la gracia. Pero a partir del año 397 cambió radicalmente de opinión y luchó a brazo partido contra los pelagianos, afirmando su gratuidad absoluta. En efecto, si la gracia fuera la recompensa de las buenas obras, ya no sería gracia. La gracia, por tanto, precede a las buenas obras, es independiente de ellas y no puede ser merecida por nada ni por nadie. El hombre jamás podría hacer obras buenas en orden a la salvación, si no fuera movido por la gracia, es decir, por la presencia de Dios en él. Si otros santos padres habían insistido en la necesidad de corresponder a la gracia con una vida moral buena y honrada, en san Agustín venció la gracia. ¿Qué tienes que no hayas recibido?

Pero donde san Agustín reflexionó más profundamente sobre el misterio de la gracia fue en su controversia con Pelagio. Gracias a él nos ha llegado de una manera muy clara su pensamiento y su postura ante ella.

2.1. La controversia pelagiana

Pelagio fue un monje nacido en Inglaterra hacia el año 354 y bautizado en Roma alrededor de los años 380-384. Allí vivió hasta el año 410 aproximadamente y allí comenzó a difundir una serie de ideas que tuvieron un gran influjo entre la aristocracia romana. Fue expulsado de la ciudad por Alarico y huyó hacia Palestina. En Éfeso fue ordenado sacerdote y se trasladó a Constantinopla. Después pasó a África y allí se enzarzó con san Agustín en grandes discusiones sobre la gracia. La mayor parte de sus escritos han desaparecido, porque los monjes dejaron de hacer copias de ellos desde el momento en que fue condenado por la Iglesia. Le conocemos más por san Agustín que por sus propios escritos[9].

Era un hombre lleno de vida y de profundas convicciones religiosas. Contra el maniqueísmo reinante en sus días, que propagaba por todas las partes «la maldad de todo lo creado», Pelagio comenzó a exaltar «la bondad de la creación», y de una manera muy especial la libertad del hombre (su libre albedrío), considerado como una gracia muy singular. Nunca elaboró un sistema doctrinal, porque lo único que pretendía era impulsar a los cristianos a vivir su fe con seriedad y oponerse a la relajación de la Iglesia de la época de Constantino y de los años posteriores. En aquel tiempo, en efecto, fueron muchos los que pidieron el bautismo, pero la mayoría no cambiaron de vida, sino que siguieron siendo tan paganos como antes. San Agustín ya se quejó de que había grandes pecados entre los cristianos. Pero, por encima de los pecados en particular, «había una contradicción casi total entre la fe que profesaban y la vida que vivían». La fe iba por una parte, la vida por otra. Eran como dos líneas paralelas, que no se juntaban en ninguna parte.

 

Pelagio comentó las cartas de san Pablo y escribió algunas otras obras. Su punto de partida fue un principio ascético: «Hay que empeñarse en cumplir los mandamientos. El que se empeña, lo consigue. Hacer el bien o el mal depende de la voluntad de cada uno». Por tanto, su doctrina sobre la gracia podría ser resumida en esta sencilla proposición: «El hombre puede cumplir los mandamientos de Dios por sus propias fuerzas, sin que para ello tenga necesidad de un auxilio divino interior a su voluntad». El hombre tiene el poder (el posse) y el querer (el velle) de elegir entre una cosa y otra, entre esto o aquello, entre el bien y el mal. En una palabra, tiene en sus manos el poder para decidir cómo quiere que sea su vida. Si no fuéramos capaces de esa libre decisión, dice, Dios no podría reprocharnos nuestros fallos, porque no serían falta nuestra. Pelagio identificó la gracia divina con la libertad del hombre. Esa era la gracia más excelsa que Dios le había concedido. El hombre era el verdadero protagonista de su salvación. Él era el que decidía y obraba en cada momento «gracias a la gracia de la libertad» que Dios le había dado. Por ese camino, Pelagio terminó negando el pecado original. Para él era inconcebible un pecado que no fuera un acto personal y libre del hombre. Como consecuencia de su negación del pecado original llegó a devaluar casi por completo la necesidad del bautismo de los niños. La gracia sería como un auxilio o una ayuda exterior que Dios concedería al hombre, no para hacer el bien sin más, sino para poder hacerlo más fácilmente. La gracia, por tanto, «no sería una verdadera presencia y acción de Dios en el interior del hombre, sino una mera ayuda desde el exterior». El hombre podía cumplir con sus propias fuerzas lo que Dios esperaba de él. Por tanto, la gracia de la que hablaba Pelagio era «una gracia sin gracia, una gracia descafeinada, reducida prácticamente a la nada».

Esa fue la doctrina que el presbítero Celestio y Juliano de Eclana, sus discípulos, desarrollaron aún más y esparcieron por toda la cuenca del Mediterráneo. Así quedaron planteados la mayoría de los problemas que han marcado la historia de la vida cristiana. Porque lo que aparece constantemente en todos esos escritos es la tendencia a rebajar la acción de Dios para poner en evidencia la dignidad propia del hombre, a ensalzar la libertad humana en contra de la soberanía de Dios. Entonces, ¿de quién parte el proceso de la salvación? ¿De Dios o del hombre? ¿Quién decide finalmente si un hombre se salva? ¿Dios o el hombre? San Agustín, con toda la tradición, puso el énfasis en la acción de Dios, Pelagio en el hombre. Pelagio enfrentó al cristianismo con el eterno problema entre la gracia de Dios y la libertad del hombre o, dicho con otras palabras, con el intento de poner en evidencia a uno y oscurecer al otro. Pelagio y sus discípulos no dejaban espacio alguno para la acción de Dios en la vida del hombre. San Agustín se percató del peligro que suponía el pelagianismo, porque en él se trataba de construir «un cristianismo sin Cristo», ya que si el hombre lograra conseguir la justicia y la salvación (sólo) con sus propios esfuerzos, Cristo habría venido y muerto en vano.

Desde la muerte de san Agustín, pelagianismo fue el término utilizado para indicar a todos aquellos que, «apelando a la libertad humana, resultaban sospechosos de ser enemigos de la gracia de Dios». Pelagio fue identificado como el hereje que estaba en contra de la gracia o como el defensor de la libertad humana. San Agustín, por su parte, fue considerado como el defensor de la gracia de Dios, pero sospechoso de suplantar por ella la libertad humana.

La enseñanza de Pelagio fue condenada en el concilio de Cartago (418), bajo la conducción de san Agustín, quien sería llamado años más tarde el «doctor de la gracia».

2.2. El semipelagianismo

De la polémica de san Agustín con los pelagianos surgió otra herejía, «menos radical, si se quiere, pero mucho más sutil». Un grupo de monjes del monasterio de Adrumeto, en África, y de algunos monasterios del sur de Francia (Marsella y Lerins), conocidos durante mucho tiempo con el nombre de los marselleses o los galos (y a partir del siglo XVI como los semipelagianos), mostraron una actitud de descontento con respecto a algunos puntos de la doctrina de san Agustín acerca de la predestinación y de la eficacia de la gracia. La primacía absoluta de la gracia llamaba la atención de aquellos buenos monjes, que habían consagrado su vida entera al servicio de Dios. Les parecía que san Agustín negaba todo el esfuerzo humano, con lo cual destruía el fundamento de toda la ascesis monástica. Ellos pensaban que el hombre tenía que cooperar con Dios en su acción. No negaban la necesidad de la gracia, pero estaban convencidos de que Dios esperaba la iniciativa del hombre, es decir, que diera como un primer paso hacia delante, «de la misma manera que un enfermo llama al médico, o como el buen ladrón pidió a Jesús que se acordara de él, o como Zaqueo tuvo que subirse al árbol para poder ver a Jesús». Y, en segundo lugar, pensaban que el hombre tenía que perseverar en la gracia desde el momento en que la había recibido hasta el final. Por consiguiente, tanto el comienzo de la vida espiritual (initium fidei) como el término, la perseverancia final, estaban determinados por su cooperación personal. Así, los semipelagianos presentaron una concepción de la gracia que necesitaba el complemento de la colaboración del hombre. Casiano y sus monjes pensaban que si todo se debía a la gracia no quedaba nada para el libre albedrío. San Agustín dice que en un monasterio circulaba el siguiente dicho pelagiano: «Está en mi poder obrar bien, soy yo el que administro mi libertad»[10]. La gracia era entendida más o menos como un tesoro o como un capital que el hombre tenía que gestionar fielmente si quería conseguir la salvación. La santidad se debía a los esfuerzos personales y a las obras buenas del hombre tanto como a la acción de Dios en él. Así comenzó a ponerse en evidencia ese concepto de gracia, del cual han vivido y viven la mayoría de los fieles cristianos hasta nuestros días.

El movimiento semipelagiano fue un intento de comprender cómo cooperan Dios y el hombre en la obra de la salvación. ¿Cuál es la parte de Dios y cuál la del hombre? Los semipelagianos atribuían a Dios sólo una parte de esa obra, mientras que el resto correspondía al hombre. Con ello atentaban contra el derecho inalienable de Dios a salvar al hombre. Porque en ese terreno, Dios no cede su gloria a nadie. No ha sido el hombre el que ha tomado la iniciativa de ir al médico, sino que ha sido el Médico divino quien ha tomado la iniciativa de visitar al enfermo. San Agustín dice que los semipelagianos «no han comprendido que, en la obra de nuestra salvación, todo es un don de la misericordia divina y que la gracia siempre previene los esfuerzos del hombre». Si Dios tuviera que esperar a que el hombre diera el primer paso, el mérito de la salvación le correspondería a él.