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Canas y barro

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Aparte de estos enternecimientos, la animosidad del barquero contra su hijo continuaba latente. No quería ver las despreciables tierras que cultivaba, pero las tenía fijas en su memoria y reía con diabólico gozo al saber que los negocios de Toni marchaban mal. El primer año le entró salitre en los campos cuando estaba granándose el arroz, y casi perdió la cosecha. El tío Paloma relataba a todos esta desgracia con fruición; pero al notar en su familia la tristeza y alguna estrechez a causa de los gastos, que habían resultado improductivos, sintió cierto enternecimiento y hasta rompió el mutismo con su hijo para aconsejarle. ¿No se había convencido aún de que era hombre de agua y no labrador? Debía dejar los campos a la gente de tierra adentro, dedicada de antiguo a destriparlos. Él era hijo de pescador, y a las redes había de volver.

Pero Toni contestó con gruñidos de mal humor, manifestando su propósito de seguir adelante, y el viejo volvió a sumergirse en su odio silencioso. ¡Ah, el testarudo…!

Desde entonces deseó toda clase de calamidades para las tierras del hijo, como un medio de domar su orgullosa resistencia. Nada preguntaba en casa, pero al cruzarse su barquichuelo en el lago con las grandes barcazas que venían de la parte del Saler, se enteraba de la marcha de la cosecha y sentía cierta satisfacción cuando le anunciaban que el año sería malo. Su testarudo hijo iba a morir de hambre. Aún tendría que pedirle de rodillas, para comer, la llave del antiguo vivero con la montera de paja desfondada que tenía junto al Palmar.

Las tormentas a fines de verano le llenaban de gozo. Deseaba que se abriesen las cataratas del cielo; que viniera de orilla a orilla aquel barranco de Torrente que desaguaba en la Albufera alimentándola; que se desbordase el lago sobre los campos, como ocurría algunas veces, quedando bajo el agua las espigas próximas a la siega.

Morirían de hambre los labradores; pero no por esto le faltaría a él la pesca en el lago, y tendría el gusto de ver a su hijo royéndose los codos e implorando su protección.

Por fortuna para Toni, no se cumplían los deseos del maligno viejo. Los años volvían a ser buenos; en la barraca reinaba cierto bienestar, se comía, y el animoso trabajador soñaba, como una dicha irrealizable, con la posibilidad de cultivar algún día tierras que fuesen suyas, que no impusieran la obligación de ir una vez por año a la ciudad para entregar el producto de casi toda la cosecha.

En la vida de la familia hubo un acontecimiento. Tonet crecía y su madre estaba triste. El muchacho iba al lago con su abuelo; después, cuando fuese mayor, acompañaría a su padre a los campos; y la pobre mujer pasaba el día sola en la barraca.

Pensaba en su porvenir, y el aislamiento futuro la daba miedo. ¡Ay, si tuviese otros hijos…! Una hija era lo que con más fervor pedía a Dios. Pero la hija no venía; no podía venir, según afirmaba el tío Paloma. Su nuera estaba descompuesta; cosas de mujeres. La habían asistido en su parto las vecinas del Palmar, dejándola de modo que, según el viejo, cada cosa andaba por su lado. Por esto parecía siempre enferma, con un color pálido, de papel mascado, no pudiendo permanecer mucho tiempo de pie sin quejarse, andando ciertos días como si se arrastrara, con quejidos que se sorbía entre lágrimas para no molestar a los hombres.

Toni ansiaba cumplir los deseos de su mujer. No le disgustaba una niña en la casa; servíría de ayuda a la enferma. Y los dos hicieron un viaje a la ciudad, trayendo de allá una niña de seis años, una bestezuela tímida, arisca y fea, que sacaron de la casa de expósitos. Se llamaba Visanteta, pero todos, para que no olvidase su origen, con esa crueldad inconsciente de la incultura popular, la llamaron la Borda.

El barquero refunfuñó indignado. ¡Una boca más…!

El pequeño Tonet, que tenía diez años, encontró muy de su gusto aquella chiquilla para hacerla sufrir sus caprichos y exigencias de hijo mimado y único.

La Borda no encontró en la barraca otro cariño que el de aquella mujer enferma, cada vez más débil y dolorida. La infeliz se forjaba la ilusión de que tenía una hija, y por las tardes, haciéndola sentar en la puerta de la barraca, cara al sol, peinaba los rabillos rojos de su cabeza, bien untados de aceite.

Era como un perrillo vivaracho y obediente que alegraba la barraca con sus trotecitos, resignada a las fatigas, sumisa a todas las maldades de Tonet. Con un supremo esfuerzo de sus bracitos arrastraba un cántaro tan grande como ella, lleno de agua de la Dehesa, desde el canal hasta la casa. Corría al pueblo a todas horas cumpliendo los encargos de su nueva madre, y en la mesa comía con los ojos bajos, no atreviéndose a meter la cuchara hasta que todos estaban a mitad de la comida. El tío Paloma, con su mutismo y sus feroces ojeadas, le inspiraba gran miedo.

Por la noche, como los dos cuartos estaban ocupados, uno por el matrimonio y el otro por Tonet y su abuelo, dormía junto al fogón, en medio de la barraca, sobre el barro que rezumaba a través de las lonas que le servían de lecho, tapándose con las redes de las corrientes de aire que entraban por la chimenea y por la puerta desvencijada, roída por las ratas.

Sus únicas horas de placer eran las de la tarde, cuando, en calma todo el pueblo y los hombres en la laguna o en los campos, se sentaba ella con su madre a coser velas o tejer redes a la puerta de la barraca. Las dos hablaban con las vecinas, en el gran silencio de la calle solitaria e irregular, cubierta de hierba, por entre la cual correteaban las gallinas y cloqueaban los ánades extendiendo al sol sus dos mangas de húmeda blancura.

Tonet ya no iba a la escuela del pueblo, casucha húmeda pagada por el Ayuntamiento de la ciudad, donde niños y niñas, en maloliente revoltijo, pasaban el día gangueando las tablas del abecedario o entonando oraciones.

Era todo un hombre, según decía su abuelo, que le tentaba los brazos para apreciar su dureza y le golpeaba con la mano el pecho. A su edad, el tío Paloma podía comer de lo que pescaba y había disparado sobre todas las clases de pájaros que existen en la Albufera.

El muchacho siguió con gusto al abuelo en sus expediciones por tierra y agua. Aprendió a manejar la percha, pasaba como una exhalación por los canales sobre uno de los barquitos pequeños del tío Paloma, y cuando llegaban cazadores de Valencia se agazapaba en la proa de la barca o ayudaba a su abuelo a manejar la vela, saltando al ribazo en los pasos difíciles para agarrar la cuerda, remolcando la embarcación.

Después vino el amaestrarse en la caza. La escopeta del abuelo, un verdadero arcabuz, que por su estampido se distinguía de todas las armas de la Albufera, llegó a manejarla él con relativa facilidad. El tío Paloma cargaba fuerte, y los primeros tiros hicieron tambalearse al muchacho, faltando poco para que cayese de espaldas en el fondo de la barca. Poco a poco fue dominando a la vieja bestia y lograba abatir las fúlícas, con gran contento del abuelo.

Así se debía educar a los muchachos. Por su gusto, Tonet no comería otra cosa que lo que matase con la escopeta o pescase con sus manos.

Pero al año de esta ruda educación, el tío Paloma notó una gran flojedad en su discípulo. Le gustaba disparar tiros y sentía placer por la pesca. Lo que no parecía complacerle tanto era levantarse antes del amanecer, pasar todo el día con los brazos estirados moviendo la percha y tirar de la cuerda del remolque como un caballo.

El barquero vio claro: lo que su nieto odiaba, con una repulsión instintiva que ponía de pie su voluntad, era el trabajo. En vano el tío Paloma le hablaba de la gran pesca que harían al día siguiente en el Recatí, el Rincón de la olla o cualquier otro punto de la Albufera. Apenas el barquero se descuidaba, su nieto había desaparecido. Prefería corretear por la Dehesa con los chicuelos de la vecindad, tenderse al pie de un pino y pasar las horas oyendo el canto de los gorriones en las redondas copas, o contemplando el aleteo de las mariposas blancas y los abejorros bronceados sobre las flores silvestres.

El abuelo le amenazaba sin resultado. Intentó pegarle y Tonet, como una bestiecilla feroz, se puso en salvo, buscando piedras en el suelo para defenderse. El viejo se resignó a seguir en el lago solo como antes.

Había pasado su vida trabajando; su¡ hijo Toni, aunque descarriado por las aficiones agrícolas, era más fuerte que él para la faena. ¿A quién se parecía, pues, aquel arrapíezo? ¡Señor! ¿De dónde había salido, con su resistencia invencible a toda fatiga, con su deseo de permanecer inmóvil, descansando horas enteras al sol como un sapo al borde de la acequia…?

Todo cambiaba en aquel mundo del que jamás había salido el viejo. La Albufera la transformaban los hombres con sus cultivos y desfigurábanse las familias, como si las tradiciones del lago se perdiesen para siempre. Los hijos de los barqueros se hacían siervos de la tierra; los nietos levantaban el brazo armado de piedras contra sus abuelos; en el lago se veían barcazas cargadas de carbón; los campos de arroz se extendían por todas partes, avanzaban en el lago, tragándose el agua, y roían la selva, trazando grandes claros en ella. ¡Ay, Señor! ¡Para ver todo aquello, para presenciar la destrucción de un mundo que él consideraba eterno, más valía morirse!

Aislado de los suyos, sin otro afecto que el amor profundo que sentía por su madre la Albufera, la inspeccionaba, la pasaba revista diariamente, como si en sus ojos vivos y astutos de viejo fuerte guardase toda el agua del lago y los innumerables árboles de la Dehesa. No derribaban un pino en la selva sin que inmediatamente lo notase a gran distancia, desde el centro de la laguna. ¡Uno más…! El claro que dejaba el caído entre la frondosidad de los árboles inmediatos le causaba un efecto doloroso, como si contemplase el vacío de una tumba.

 

Maldecía a los arrendatarios de la Albufera, ladrones insaciables. La gente del Palmar robaba leña en la selva; no ardían en sus hogares otras ramas que las de la Dehesa, pero se contentaba con los matorrales, con los troncos caídos y secos; y aquellos señores invisibles, que sólo se mostraban por medio de la carabina del guarda y los trampantojos de la ley, abatían con la mayor tranquilidad los abuelos del bosque, unos gigantes que le habían visto a él cuando gateaba de pequeño en las barcas y eran ya enormes cuando su padre, el primer Paloma, vivía en una Albufera salvaje, matando a cañazos las serpientes que pululaban en la ribera, bichos más simpáticos que los hombres del presente.

En su tristeza ante el derrumbamiento de lo antiguo, buscaba los rincones más incultos del lago, aquéllos adonde no llegaba aún el afán de explotación.

La vista de una noria vieja causábale estremecimientos, y contemplaba con emoción la rueda negra y carcomida, los arcaduces desportillados, secos, llenos de paja, de donde salían las ratas en tropel al notar su proximidad.

Eran las ruinas de la muerta Albufera; recuerdos, como él, de un tiempo mejor.

Cuando deseaba descansar, abordaba al llano de Sancha, con sus lagunas de gelatinosa superficie y sus altos juncales, y contemplando el paisaje verde y sombrío, en el que parecían crujir los anillos del monstruo de la leyenda, se regocijaba al pensar que algo existía aún libre de la voracidad de los hombres modernos, entre los cuales ¡ay! figuraba su hijo.

III

Cuando desistió el tío Paloma de la ruda educación de su nieto, éste respiró.

Se aburría acompañando a su padre a las tierras del Saler, y pensaba con inquietud en su porvenir viendo al tío Toni metido en el barro de los arrozales, entre sanguijuelas y sapos, con las piernas mojadas y el busto abrasado por el sol.

Su instinto de muchacho perezoso se rebelaba. No; él no haría lo que su padre; no trabajaría los campos. Ser carabinero, para tenderse en la arena de la costa, o guardia civil como los que llegaban de la huerta de Ruzafa con el correaje amarillo y la blanca cogotera sobre el cuello, le parecía mejor que cultivar el arroz sudando dentro del agua, con las piernas hinchadas de picaduras.

En los primeros tiempos de acompañar a su abuelo por la Albufera, había encontrado aceptable esta vida. Le gustaba ir errante por el lago, navegar sin dirección fija, pasando de un canal a otro, y detenerse en medio de la Albufera para conversar con los pescadores.

Alguna vez saltaba a las isletas de carrizales para excitar con sus silbidos a los toros solitarios. Otras, se entraba en la Dehesa, cogiendo las moras de los zarzales y hurgaba las madrigueras de los conejos, buscando un gazapo en el fondo.

El abuelo le aplaudía cuando atisbaba una focha o un collvert dormidos a flor de agua y los hacía suyos con certero escopetazo.

Además le gustaba estar en la barca horas enteras con la panza en alto, oyendo al abuelo las cosas del pasado.

El tío Paloma recordaba los hechos más notables de su vida: su trato con los personajes; ciertas entradas de contrabando allá en su juventud, con acompañamiento de tiros; y remontándose en su memoria, hablaba de su padre, el primer Paloma, repitiendo lo que él a su vez le había relatado.

Aquel barquero de otros tiempos también había visto cosas grandes sin salir de allí. Y el tío Paloma contaba a su nieto el viaje de Carlos IV y su esposa a la Albufera, cuando él aún no había nacido. Esto no le impedía describir a Tonet las grandes tiendas con banderolas y tapices levantadas entre los pinos de la Dehesa para el banquete real; las músicas, las traíllas de perros, los lacayos de empolvada peluca custodiando los carros de víveres. El rey, vestido de cazador, se rodeaba de los rústicos tiradores de la Albufera, casi desnudos y con viejos arcabuces, admirando sus proezas, mientras María Luisa paseaba por las frondosidades de la selva del brazo de don Manuel Godoy.

Y el viejo, recordando esta visita famosa, acababa por entonar la copla que le había enseñado su padre.

 
Debajo de un pino verde
le dijo la reina al rey:
«Mucho te quiero, Carlítos,
pero más quiero a Manuel.»
 

Su temblona voz tomaba al cantar una expresión maliciosa, y acompañaba con guiños cada verso, como si fuese días antes cuando la gente de la Albufera había inventado la copla, vengándose de una expedición que con su fausto parecía insultar la resignada miseria de los pescadores.

Pero esta época, feliz para Tonet, no fue de larga duración. El abuelo comenzó a mostrarse exigente y tiránico. Cuando le vio hábil en el manejo de la barca, ya no le dejó vagar a su capricho. Le aprisionaba por la mañana llevándolo a la pesca. Tenía que recoger los mornells de la noche anterior, grandes bolsas de red en cuyo fondo se enroscaban las anguilas, y calarlos de nuevo: faenas de cierto esfuerzo, que le obligaban a estar de pie en el borde de la barca, con la espalda ardiendo bajo el fuego del sol.

Su abuelo presenciaba inmóvil la maniobra, sin prestarle ayuda. Al volver al pueblo, se tendía en el fondo de la barca como un inválido, dejándose conducir por el nieto que respiraba jadeante manejando la percha.

Los barqueros, desde lejos, saludaban la arrugada cabeza del tío Paloma asomada a la borda: «¡Ah, camastrón! ¡Qué cómodamente pasaba el día! Él descansando como el cura del Palmar, y el pobre nieto sudando y perchando.»

El abuelo contestaba con la gravedad de un maestro: «¡Así se aprende! ¡Del mismo modo le enseñó a él su padre!»

Después venían las pescas a la ensesa: el paseo por el lago desde que se ocultaba el sol hasta que salía, siempre en la obscuridad de las noches invernales. Tonet vigilaba en la proa el haz de hierbas secas que ardía como una antorcha, esparciendo sobre el agua negra una gran mancha de sangre. El abuelo iba en la popa empuñando la fitora: una horquilla de hierro con las puntas dentadas, arma terrible, que, una vez clavada, sólo podía sacarse con grandes esfuerzos y horribles destrozos. La luz bajar hasta el fondo del lago. Veíase el lecho de conchas, las plantas acuáticas, todo un mundo misterioso, invisible durante el día, y el agua era tan clara, que la barca parecía flotar en el aire, falta de apoyo. Los animales del lago, engañados por la luz, acudían ciegos al rojo resplandor, y el tío Paloma, ¡zas! no daba golpe con la fitora que no sacase del fondo un pez gordo coleando desesperado al extremo del agudo tridente.

Tonet se entusiasmó al principio con esta pesca; pero la diversión fue convirtiéndose poco a poco en esclavitud, y comenzó a odiar el lago, mirando con nostalgia las blancas casitas del Palmar, que se destacaban sobre las obscuras líneas de los carrizales.

Pensaba con envidia en sus primeros años, cuando, sin otra obligación que la de asistir a la escuela, correteaba por las calles del pueblo, oyéndose llamar guapo por todas las vecinas, que felicitaban a su madre.

Allí era dueño de su vida. La madre, enferma, le hablaba con pálida sonrisa, excusando todas sus travesuras, y la Borda le soportaba con la mansedumbre del ser inferior que admira al fuerte. La chiquillería que pululaba entre las barracas le reconocía por jefe, y marchaban unidos a lo largo del canal, apedreando a los ánades, que huían graznando entre las protestas de las mujeres.

El rompimiento con su abuelo fue la vuelta a la antigua holganza. Ya no saldría del Palmar antes del alba para permanecer en el lago hasta la noche. Todo el día era suyo en aquel pueblo, donde no quedaban más hombres que el cura en el presbiterio, el maestro en la escuela y el cabo de los carabineros de mar paseando sus fieros bigotes y su nariz roja de alcohólico por la orilla del canal, mientras las mujeres hacían red a la puerta de las barracas, quedando la calle a merced de la gente menuda.

Tonet, emancipado del trabajo, reanudó sus amistades. Tenía dos compañeros nacidos en las barracas inmediatas a la suya: Neleta y Sangonera.

La muchacha no tenía padre, y su madre era una vieja anguilera del Mercado de la ciudad, que a media noche cargaba sus cestas en la barcaza del ordinario, llamada el «carro de las anguilas». Por la tarde regresaba al Palmar, con su blanducha y desbordante obesidad rendida por el diario viaje y las riñas y regateos de la Pescadería. La pobre se acostaba antes de anochecer, para levantarse con estrellas y seguir esta vida anormal, que no la permitía atender a su hija. Ésta crecía sin más amparo que el de las vecinas, y especialmente el de la madre de Tonet, que la daba de comer muchas veces, tratándola como una nueva hija. Pero la muchacha era menos dócil que la Borda y prefería seguir a Tonet en sus escapatorias antes que permanecer horas enteras aprendiendo los diversos puntos de las redes.

Sangonera llevaba el mismo apodo de su padre, el borracho más famoso de toda la Albufera, un viejo pequeño que parecía acartonado por el alcohol desde muchos años. Al quedar viudo, sin más hijo que el pequeño Sangonereta, se entregó a la embriaguez, y la gente, viéndole chupar los líquidos con tanta ansia, lo comparó a una sanguijuela, creándole así su apodo.

Desaparecía del Palmar semanas enteras. De vez en cuando se sabía que andaba por los pueblos de tierra firme pidiendo limosna a los labradores ricos de Catarroja y Masanasa y durmiendo sus borracheras en los pajares. Cuando permanecía mucho tiempo en el Palmar desaparecían durante la noche las bolsas de red caladas en los canales; los mornells se vaciaban de anguilas antes que llegasen los amos, y más de una vecina, al contar sus ánades, ponía el grito en el cielo notando la falta de alguno. El carabinero de mar tosía fuerte y miraba de cerca al viejo Sangonera, como si pretendiese meterle los recios bigotes por los ojos; pero el borracho protestaba, poniendo por testigos a los santos, a falta de fiadores de mayor crédito para su inocencia. ¡Era mala voluntad de las gentes, deseo de perderle, como si aún no tuviera bastante con su miseria, que le hacía habitar la peor barraca del pueblo! Y para apaciguar al fiero representante de la ley, que más de una vez había bebido a su lado, pero que fuera de la taberna no reconocía amigos, comenzaba de nuevo sus viajes por la otra orilla de la Albufera, no volviendo al Palmar en algunas semanas.

Su hijo se negaba a seguirle en estas expediciones. Nacido en una choza de perros, donde jamás entraba el pan, había tenido que ingeniarse desde pequeño para conquistar la comida, y antes que seguir a su padre procuraba apartarse de él, para no compartir el producto de sus mañas.

Cuando los pescadores sentábanse a la mesa, veían pasar y repasar por la puerta de la barraca una sombra melancólica, que acababa por fijarse en un lado del quicio, con la cabeza baja y la mirada hacia arriba, como un novillo próximo a embestir. Era Sangonereta, que rumiaba su hambre con expresión hipócrita de encogimiento y vergüenza, mientras brillaba en sus ojos de pilluelo el afán de apoderarse de todo lo que veía.

La aparición causaba efecto en las familias. ¡Pobre muchacho! Y atrapando al vuelo un hueso de fúlica a medio roer, un pedazo de tenca o un mendrugo, llenaba la tripa de puerta en puerta. Si veía a los perros llamarse con sordo ladrido y correr hacia alguna de las tabernas del Palmar, Sangonereta corría también, como si estuviera en el secreto. Eran cazadores que guisaban su paella, gentes de Valencia que habían venido al lago para comer un all y pebre; y cuando los forasteros, sentados ante la mesita de la taberna, tenían que defenderse a patadas, entre cucharada y cucharada, de los empujones de los perros famélicos, veíanse ayudados por el haraposo muchachuelo, que, en fuerza de sonrisas y de espantar los feroces canes, acababa por hacerse dueño de los restos de la sartén. Un carabinero le había dado un gorro viejo de cuartel; el alguacil del pueblo le regaló los pantalones de un cazador ahogado en un carrizal, y sus pies, siempre desnudos, eran tan fuertes como débiles sus manos, que jamás tocaron percha ni remo.

Sangonera, sucio, hambriento, metiendo su mano a cada instante bajo el gorro lleno de mugre para rascarse con furia, gozaba de gran prestigio entre la chiquillería.

Tonet era más fuerte, le zurraba con facilidad, pero se reconocía inferior a él, siguiendo todas sus indicaciones. Era el prestigio del que sabe existir por cuenta propia, sin necesitar apoyo. La chiquillería le admiraba con cierta envidia al verle vivir sin miedo a correcciones paternales y sin obligación alguna. Además, su malicia ejercía cierto encanto, y los muchachos, que en su barraca recibían una buena mano de bofetadas por la menor falta, creían ser más hombres acompañando a aquel tuno, que todo lo consideraba como propio y sabía aprovecharlo para su bien, no viendo un objeto abandonado en las barcas del canal que no lo hiciese suyo.

 

Tenia guerra declarada a los habitantes del aire, ya que su captura exigía menos trabajo que la de los animales del lago. Cazaba con artes ingeniosas de su invención los gorriones llamados moriscos, que infestan la Albufera y son temidos por los agricultores como una mala peste, pues devoran gran parte de la cosecha de arroz. Su época mejor era el verano, cuando abundaban los fumarells, pequeñas gaviotas del lago, que aprisionaba por medio de una red.

El nieto del tío Paloma le ayudaba en esta tarea. Iban a medias en el negocio, según declaraba gravemente Tonet, y los dos muchachos pasaban las horas en acecho en las riberas del lago, tirando de la cuerdecita y aprisionando en la red a los incautos pájaros. Cuando tenían buena provisión, Sangonera, viajero audaz, emprendía el camino de Valencia llevando a la espalda la bolsa de red, dentro de la cual los fumarells agitaban sus alas obscuras Y mostraban desesperados las panzas blancas. El pillete paseaba las calles inmediatas a la Pescadería pregonando sus pájaros, y los chicos de la ciudad corrían a comprarle los fumarells para hacerlos volar en las encrucijadas con un bramante atado a las patas.

Al regreso eran los disgustos entre los consocios y el rompimiento comercial. Imposible sacar cuentas con semejante tuno. Tonet se cansaba de zurrar a Sangonera, sin conseguir un ochavo de la venta; pero siempre crédulo y supeditado a su astucia, volvía a buscarlo en aquella barraca ruinosa y sin puerta donde dormía solo la mayor parte del año.

Cuando Sangonera pasó de los once años comenzó a repeler el trato de sus amigos. Su instinto de parásito le hizo frecuentar la iglesia, ya que ésta era el mejor camino para introducirse en la casa del vicario. En una población como el Palmar, el cura era tan pobre como cualquier pescador, pero Sangonera sentía cierta tentación por el vino de las vinajeras, del que oía hablar con grandes elogios en la taberna. Además, en los días de verano, cuando el lago parecía hervir bajo el sol, la pequeña iglesia se le aparecía como un palacio encantado, con su luz crepuscular filtrándose por las verdes ventanas, sus paredes enjalbegadas de cal y el pavimento de rojos ladrillos respirando la humedad del suelo pantanoso.

El tío Paloma, que despreciaba al pillete por ser enemigo de la percha, acogió con indignación sus nuevas aficiones. ¡Ah, grandísimo vago! ¡Y qué bien sabía escoger el oficio!

Cuando el vicario iba a Valencia le llevaba hasta la barca el ancho pañuelo, de los llamados de hierbas, lleno de ropa, y seguía por los ribazos despidiéndose del cura con tanta emoción como si no hubiera de verle más.

Ayudaba a la criada del eclesiástico en los menesteres de la casa; traía leña de la Dehesa y agua de las fuentes que surgían en el lago, y sentía estremecimientos de gato goloso cuando en el cuartucho que servía de sacristía, solo y en silencio, se tragaba los restos de la mesa del vicario. Por las mañanas, al tirar de la cuerda del esquilón despertando a todo el pueblo, sentíase orgulloso de su estado. Los golpes con que los vicarios avivaban su actividad parecíanle signos de distinción que lo colocaban por encima de sus compañeros.

Pero este afán de vivir a la sombra de la iglesia debilitábase algunas veces, cediendo el paso a cierta nostalgia por su antigua vida errante. Entonces buscaba a Neleta y Tonet, y juntos volvían a emprender los juegos y correrías por los ribazos, llegando hasta la Dehesa, que a sus simples compañeros les parecía el límite del mundo.

Una tarde de otoño, la madre de Tonet los envió a la selva por leña. En vez de molestarla jugueteando en el interior de la barraca, podían serla útiles trayendo algunos haces, ya que se aproximaba el invierno.

Los tres emprendieron el viaje. La Dehesa estaba florida y perfumada como un jardín. Los matorrales, bajo la caricia de un sol que parecía de verano, se cubrían de flores, y por encima de ellos brillaban los insectos como botones de oro, aleteando con sordo zumbido. Los pinos retorcidos y seculares se movían con majestuoso rumor, y bajo las bóvedas que formaban sus copas extendíase una dulce penumbra semejante a la de las naves de una catedral inmensa. De vez en cuando, al través de dos troncos se filtraba un rayo de sol como si entrase por un ventanal.

Tonet y Neleta, siempre que penetraban en la Dehesa, se sentían dominados por la misma emoción. Tenían miedo sin saber a quién; se creían en el palacio encantado de un gigante invisible que podía mostrarse de un momento a otro.

Caminaban por los tortuosos senderos de la selva, tan pronto ocultos por los matorrales que ondeaban por encima de sus cabezas, como subidos a lo más alto de una duna, desde la cual, al través de la columnata de troncos, se veía el inmenso espejo del lago, moteado por barcas pequeñas como moscas.

Sus pies resbalaban en el suelo, cubierto de capas de mantillo. Al ruido de sus pasos, al menor de sus gritos, estremecíanse los matorrales con locas carreras de animales invisibles. Eran los conejos que huían. A lo lejos sonaban lentamente los cencerros de las vacadas que pastaban por la parte del mar.

Los muchachos parecían embriagados por la calma y los perfumes de aquella tarde serena. Cuando entraban en la selva en los días de invierno, los matorrales escuetos y secos, el frío levante que soplaba del mar helándoles las manos, el aspecto trágico de la Dehesa a la luz gris de un cielo encapotado, hacían que recogiesen apresuradamente sus fajos de leña en los mismos linderos, huyendo en seguida hacia el Palmar. Pero aquella tarde avanzaban confiados, deseosos de correr toda la selva, aunque llegasen al fin del mundo.

Marchaban de sorpresa en sorpresa. Neleta, con sus instintos de hembra que desea hermosearse, en vez de buscar leña seca cortaba ramas de mirto, blandiéndolas sobre su cabeza despeinada. Después formaba ramos de menta y de otras hierbas olorosas cubiertas de florecillas, que la trastornaban con su picante perfume. Tonet cogía campanillas silvestres, y formando una corona la colocaba sobre los alborotados pelos de su amiga, riendo al ver cómo se asemejaba a las cabecitas pintadas en los altares de la iglesia del Palmar. Sangonera movía su hocico de parásito buscando algo aprovechable en aquella Naturaleza tan esplendorosa y perfumada. Se tragaba los racimos rojos de cerecitas de pastor, y con una fuerza que únicamente podía sacar a impulsos del estómago, arrancaba los palmitos de la tierra, buscando el margalló, el amargo troncho entre cuyas envolturas pulposas encontraba las tiernas hijuelas de dulce sabor.

En las calvas de la selva, llamadas mallaes, terrenos bajos desprovistos de árboles por estar inundados durante el invierno, revoloteaban las libélulas y las mariposas. Al correr los muchachos recibían en sus piernas las picaduras de los matorrales, los pinchazos de los juncos agudos como lanzas, pero reían del escozor y seguían adelante, asombrados de la hermosura de la selva. En los senderos encontraban gusanos cortos, gruesos y de vivos colores, como si fuesen flores animadas arrastrándose con nerviosa ondulación. Cogían estas orugas entre sus dedos admirándolas como seres misteriosos cuya naturaleza no podían adivinar, y las volvían al suelo, siguiéndolas a gatas en sus lentas ondulaciones hasta que se ocultaban en el matorral. Las libélulas les hacían correr de un lado a otro, y los tres admiraban el vuelo nervioso de las más vulgares y rojas, llamadas caballets, y de las marbtas, vestidas como hadas, con las alas de plata, el dorso verde y el pecho cubierto de oro.