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Entre Naranjos

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Selivestroff murió sonriendo entre los brazos de su amante, buscando por última vez con su boca sanguinolenta aquellas manos de nácar delicadas y fuertes. Leonora lloró como una viuda, le fue odiosa la tierra donde había sido feliz con el primer hombre amado, y abandonando gran parte de las riquezas que le había cedido el conde, se lanzó en el mundo, corriendo los principales teatros, en su fiebre de aventuras y viajes.

Tenía entonces veintitrés años y se consideraba vieja. ¡Cómo había cambiado!… ¿Amores? Al recordar aquel período de su historia, Leonora sentía un estremecimiento de pudor, un remordimiento de vergüenza. Era una loca que paseaba la tierra como una bandera de escándalo, prodigando su hermosura, ebria de poder, haciendo el regio regalo de su cuerpo a cuantos la interesaban un instante.

Daba el cuerpo, como sobre las tablas daba la voz, con el desprecio de quien está seguro de su fuerza indestructible. Era en su lecho como en la escena; de todos y de ninguno, y al quedarse a solas con sus pensamientos, comprendía que algo se ocultaba en ella, todavía virgen: algo que se replegaba con vergüenza al sentir los estremecimientos y apetitos monstruosos de la envoltura, y tal vez estaba destinado a morir sin nacer, como esas flores que se secan dentro del capullo. No podía recordar los nombres de los que la habían amado en aquella época de locura. ¡Eran tantos los arrastrados por su ruidoso revuelo al través del mundo! Volvió a Rusia y fue expulsada por el Czar en vista de sus escándalos públicos con un Gran Duque, quien loco de rabia amorosa, quería casarse con ella, comprometiendo el prestigio de la familia imperial. En Roma se desnudó ante un joven escultor de escaso renombre, al que había hecho el regalo de una noche, apiadada de su muda admiración. Le dio su cuerpo para modelo de una Venus y ella mismo lo hizo público, buscando que el escándalo mundano diese celebridad a la obra y a su autor. Encontró a Salvatti en Génova, retirado de la escena, dedicado a comerciar con sus ahorros. Le recibió con amable sonrisa, almorzó con él, tratándole como a un camarada, y a los postres, cuando le vio ebrio, enarboló un látigo y vengó su antigua servidumbre, los golpes recibidos en la época de timidez y encogimiento, con una ferocidad encarnizada que manchó de sangre su habitación y atrajo la policía al hotel. Un escándalo más y su nombre en los tribunales, mientras ella, fugitiva y orgullosa de su hazaña, cantaba en los Estados Unidos, aclamada locamente por el público americano que admiraba a la amazona más aún que a la artista.

Allí conoció a Hans Keller, el famoso director de orquesta, el discípulo de Wagner. El maestro alemán fue su segundo amor. Con el cabello duro y rojizo, sus gruesas gafas y el enorme mostacho cayendo a ambos lados de la boca y encuadrando la mandíbula, no era ciertamente hermoso como Selivestroff, pero tenía la magia irresistible del arte. Después de oprimir entre sus brazos los músculos del Apolo ruso, blancos y fuertes, necesitaba quemarse en la llama inmortal que tiembla sobre la frente del Arte, y adoró al músico famoso. Ella, tan solicitada, descendió por primera vez de su altura para buscar al hombre, y con sus insinuaciones amorosas turbó la plácida calma de aquel artista, embebido en el culto del sublime maestro.

Hans Keller, al ver la sonrisa que caía como un rayo de sol sobre sus partituras, las cerró, dejándose arrastrar por el amor.

La vida de Leonora con el maestro fue un rompimiento absoluto con el pasado. Quería amar y ser amada, que su vida se deslizase en el misterio y se avergonzaba de sus aventuras. Turbaba con su pasión al músico y se sentía a su vez conmovida y transfigurada por el ambiente de fervor artístico que rodeaba al ilustre discípulo de Wagner.

Las revelaciones de él, del Maestro, como decía con unción Hans Keller, fulguraban ante los ojos de la cantante, como el relámpago que transformó a Pablo en el camino de Damasco. Ahora veía claro. La música no era un medio para deleitar a las muchedumbres, luciendo la hermosura y llevando por todo el mundo una vida de cocotte célebre; era una religión, la misteriosa fuerza que relaciona el infinito interior con la inmensidad que nos rodea. Sentía la misma unción que la pecadora que despierta arrepentida y en su fervor religioso no duda en hundirse en el claustro. Era Magdalena, tocada en medio de una vida de frivolidades galantes y de locos escándalos por la sublimidad mística del arte y se arrojaba a los pies de El, del Maestro soberano, como el más victorioso de los hombres, señor del sublime misterio que turba las almas.

La imagen del gran muerto parecía presenciar todos los arrebatos de aquel amor, mezcla de pasión carnal y misticismo artístico: sus ojos azules, sumidos en la inmensidad, atravesaban los muros de la casita de los alrededores de Munich, donde se arrullaban pensando en él, el discípulo y la entusiasta devota.

– Háblame de El – decía Leonora frotando su cabeza en el duro pecho del músico alemán, con el dulce abandono de la pasión saciada. – ¡Cuánto daría por haberle conocido como tú!… Todavía le vi en Venecia: eran sus últimos días… estaba moribundo.

Y evocaba aquel encuentro, uno de sus recuerdos más firmes y bien delineados. La caída de la tarde animando con reflejos de ópalo las aguas obscuras del Gran Canal, una góndola pasando junto a la suya en dirección contraria, y en ella unos ojos azules, imperiosos, brillantes, unos ojos de esos que no pueden confundirse, que son ventanas tras cuyos vidrios fulgura el fuego divino del escogido, del semidiós y que parecieron envolverla en un relámpago de luz cerúlea. Era él, se sentía enfermo, iba a morir. Su corazón estaba herido, traspasado tal vez por misteriosas melodías, cómo esos corazones de virgen que sangran en los altares erizados de espadas.

Leonora le vio más pequeño de lo que realmente era; encogido y quebrantado por el dolor, inclinando su enorme cabeza de genio sobre el pecho de su esposa Cósima. Le veía aún como si le tuviera delante. Se había quitado el negro fieltro para sentir mejor el fresco de la tarde, que agitaba sus lacios cabellos grises. De una mirada abarcó Leonora su frente espaciosa y abombada, que parecía pesar sobre todo su cuerpo como un cofre de marfil cargado de misteriosas riquezas; los ojos glaucos e imperiosos brillando con la frialdad azul del acero bajo el pabellón de las pobladas cejas, y la nariz arrogante, fuerte como el pico de un ave de combate, buscando por encima de la hundida boca la mandíbula sensual y robusta encuadrada por una barba gris que corría por el cuello arrugado y de tirantes tendones. Fue una rápida aparición, pero le vio, y su figura dolorida y pequeña, encorvada por la vejez y la enfermedad, quedó en su memoria como esos paisajes entrevistos a la luz de un relámpago. Le vio cuando llegaba a Venecia para morir en el silencio de los canales, en aquella calma únicamente turbada por el golpe del remo, donde muchos años antes había creído perecer mientras escribía su Tristán, el himno a la muerte, pura y libertadora. Le vio casi tendido en la negra barca, y el choque del agua contra el mármol de los palacios resonó en su imaginación como las trompas plañideras y espeluznantes del entierro de Sigfrido, y le pareció contemplar al héroe de la Poesía marchando al Walhalla de la inmortalidad y la gloria, sobre un escudo de ébano, inerte como el joven héroe de la leyenda germánica: seguido por el lamento de la humanidad, pobre prisionera de la vida que busca ansiosa un agujero, un resquicio por donde penetre el rayo de belleza que alegra y conforta.

Y la cantante, enternecida por el recuerdo, contemplaba con ojos lacrimosos la ancha boina de terciopelo negro, un mechón de cabellos grises, dos plumas de acero gastadas y corroídas, todos los recuerdos del maestro, guardados piadosamente en una vitrina por Hans Keller.

– Tú que le conociste, dime cómo vivía. Cuéntamelo todo: háblame del poeta… del héroe.

Y el músico, no menos conmovido, evocaba sus recuerdos sobre Wagner. Lo describía tal como le había visto en su época de salud, pequeño, estrechamente envuelto en su paletó; de fuerte y pesada osamenta a pesar de su delgadez; inquieto como una mujer nerviosa, vibrante como un paquete de resortes y con una sonrisa amarga, contrayendo sus labios sutiles y sin color. Después venían sus genialidades, sus caprichos que habían constituido una leyenda. Su traje de trabajo, de satín de oro con botones que eran flores de perlas; su apasionado amor por los suntuosos colores, las telas que se extendían como olas de luz en su gabinete de trabajo, los terciopelos y las sedas con reflejos de incendio desparramados sobre los muebles y las mesas sin ninguna utilidad, sin otro fin que su belleza, para animarle los ojos con el acicate de sus matices. Y las ropas del maestro, todas las brillantes estofas de esplendor oriental, impregnadas de esencia de rosa; frascos enteros derramados al azar, saturado el ambiente de un perfume de jardín fabuloso, capaz de marear al más fuerte y que excitaba al monstruo en su lucha con lo desconocido.

Y Hans Keller describía después al hombre, siempre inquieto, estremecido por misteriosas ráfagas, incapaz de sentarse como no fuese ante el piano o la mesa de comer; recibiendo de pie a los visitantes, yendo y viniendo por su salón, con las manos agitadas por nerviosa incertidumbre, cambiando de sitio los sillones, desordenando las sillas, buscando una tabaquera o unos lentes que no encontraba nunca; removiendo sus bolsillos y martirizando su boina de terciopelo, tan pronto caída sobre un ojo como empujada hacia el extremo opuesto y que acababa por arrojar a lo alto con gritos de alegría o estrujaba entre sus dedos crispados por el ardor de una discusión.

El músico cerraba los ojos, creyendo escuchar aún en el silencio la voz cascada e imperiosa del maestro. ¡Oh! ¿dónde estaba? ¿Desde qué estrella seguía atentamente esa inmensa melodía de los astros, cuyos ecos sólo podía percibir su oído? Y Hans Keller, para ahogar su emoción, se sentaba al piano mientras Leonora, sugestionada, se aproximaba a él, rígida como una estatua, y con las manos perdidas en la áspera cabellera del músico, cantaba un fragmento de la inmortal Tetralogía.

 

La adoración al gran muerto la convertía en una mujer nueva. Adoraba a Keller como un reflejo perdido de aquel astro apagado para siempre; sentía la necesidad de humillarse, la dulzura del sacrificio como el devoto que se prosterna ante el sacerdote, no viendo en él al hombre, sino al elegido de la divinidad. Quería arrodillarse ante sus plantas para que la pisara, para que hiciese alfombra de sus encantos: quería servir como una esclava a aquel amante que era el depositario del pensamiento de El, y parecía agigantado por tal tesoro.

Cuidábale con exquisitas dulzuras de sierva enamorada; le seguía en sus excursiones a Leipzig, a Ginebra, a París, en primavera, época de los grandes conciertos; y ella, la famosa artista, permanecía entre bastidores sin sentir la nostalgia de los aplausos, aguardando el momento en que Hans, sudoroso y fatigado, abandonaba la batuta entre las aclamaciones de la muchedumbre wagneriana, para enjugarle la frente con una caricia casi filial.

Y así corrían media Europa, propagando la luz del maestro; ella, obscurecida voluntariamente, como una de aquellas patricias que, vestidas de esclavas, seguían a los apóstoles ansiosas por los progresos de la buena nueva.

El maestro alemán se dejaba adorar; recibía todas las caricias del entusiasmo y del amor con la distracción de un artista que, preocupado con los sonidos, acaba por odiar las palabras. Enseñaba su idioma a Leonora para que algún día pudiese cantar en Bayreuth, realizando su más ferviente deseo, y la infundía el pensamiento que había guiado al maestro al trazar sus principales protagonistas.

Por esto cuando Leonora se presentó sobre las tablas un invierno con el alado casco de walkiria, tremolando la lanza de virgen belicosa, prodújose aquella explosión de entusiasmo que había de seguirla en toda su carrera. El mismo Hans se estremeció en su sillón de director, admirando la facilidad con que su amante había sabido asimilarse el espíritu del maestro.

– ¡Si El te oyese! – decía con convicción – tengo la certeza de que se mostraría satisfecho. Y así corrieron el mundo los dos. En primavera contemplándole ella desde lejos, con la batuta en la mano, haciendo surgir alada y victoriosa la gloria del maestro de las masas de instrumentación que se ocultaban en la bávara colina de Bayreuth, en el foso llamado el Abismo Místico. En invierno era él quien se entusiasmaba escuchando unas veces su ¡hojotoho! fiero de walkiria que teme al austero padre Wotan; viéndola otras despertar entre las llamas, ante el animoso Sigfrido, héroe que no teme nada en el mundo, y se estremece ante la primera mirada de amor.

Pero las pasiones de artista son iguales a las flores por su intenso perfume y su corta duración. El rudo maestro alemán era un ser infantil, voluble y tornadizo, pronto a palmotear ante un nuevo juguete. Leonora, consultando su pasado, se reconocía capaz de haber llegado hasta la vejez sumisa a él, obediente a todos sus caprichos y nerviosidades. Pero un día Keller la abandonó como ella había abandonado a otros; se fue arrastrado por el marchito encanto de una contralto tísica y lánguida, que tenía el enfermizo perfume, la malsana delicadeza de una flor de estufa. Leonora, loca de amor y de despecho, le persiguió, fue a llamar a su puerta como una criada, sintió una amarga voluptuosidad viéndose por primera vez despreciada y desconocida, hasta que una reacción de carácter hizo renacer en ella su antigua altivez.

Se acabó el amor. ¡Adiós a los artistas! Gente muy interesante, pero nada quería ya con ellos. Eran preferibles los hombres vulgares que había conocido en otros tiempos; y cuanto más imbéciles, mejor. No volvería a enamorarse.

Y cansada, perdidas las ilusiones, volvió a lanzarse en el mundo. La molestaba aquella leyenda galante de sus tiempos de locura; la furia con que corrían hacia ella los hombres, ofreciéndola riquezas a cambio de una pasividad amorosa. La locura volvió a cogerla entre sus engranajes. Los hombres hablaban de matarse si ella resistía, como si su deber fuese entregarse al primero que apeteciese su cuerpo y la negativa resultase una traición. El melancólico Maquia se suicidó en Nápoles al verla insensible a sus tristes sonetos; en Viena se batieron por ella y murió uno de sus admiradores; un inglés excéntrico la seguía a todas partes, proyectando sobre su cabeza una sombra de árbol fatal y jurando matar a todo el que ella prefiriese… ¡Ya había bastante! Estaba cansada de aquella vida; sentía náuseas ante la voracidad varonil que le salía al paso en todas partes. Se veía quebrantada por la tempestad de pasión que desencadenaba su nombre.

Quería sumergirse, desaparecer, descansar entregada a un sueño sin límites, y pensó como en un blando y misterioso lecho, en aquella tierra lejana de su infancia, donde estaba su único pariente, la tía devota y simple que la escribía dos veces por año, recomendándola que pusiera su alma en regla con Dios, para lo cual ya ayudaba ella con sus devociones.

Creía también, sin saber por qué, que aquel regreso a la tierra natal amortiguaría el recuerdo doloroso de la ingratitud que había costado la vida a su padre. Cuidaría a la pobre vieja, alegraría con su presencia aquella vida monótona y gris que se había deslizado sin la más leve ondulación. Su voz y su cuerpo necesitaban reposo. Y bruscamente una noche, después de ser Isolda, por última vez ante el público de Florencia, dio la orden de partida a Beppa, la fiel y silenciosa compañera de su vida errante.

A la tierra natal y ¡ojalá encontrara allí algo que la retuviera, no dejándola volver a un mundo tan agitado!

Era la princesa de los cuentos que desea convertirse en pastora; y allí permanecía adormecida, a la sombra de sus naranjos, sacudida algunas veces por el recuerdo; queriendo gozar eternamente aquella calma, repeliendo con fiereza a Rafael, que intentaba despertarla como Sigfrido despierta a Brunilda atravesando el fuego.

No: amigos nada más. No quería amor: ya sabía ella lo que era aquello. Además, llegaba tarde.

Y Rafael revolvíase insomne en su cama, repasando en la obscuridad aquella historia cortada a trozos, con lagunas que rellenaba su adivinación. Sentíase empequeñecido, anonadado por los hombres que le habían precedido en la adoración a aquella mujer.

Un rey, grandes artistas, paladines hermosos y aristocráticos como el conde ruso, potentados que disponían de grandes riquezas. ¡Y él, pobre provinciano, diputado obscuro, sometido como un chicuelo al despotismo de su madre y sin dinero casi para sus gastos, pretendía sucederles!

Reía con amarga ironía de su propia audacia; comprendía el acento burlón de Leonora, la energía con que había repelido todos sus atrevimientos de zafio que intenta poseer una gran dama por la fuerza. Pero a pesar del desprecio que a sí mismo se inspiraba, faltábanle fuerzas para retirarse.

Estaba cogido en la estela de seducción, en aquel torbellino de amor que seguía a la artista por todas partes, aprisionando a los hombres, arrojándoles al suelo quebrantados y sin voluntad, como siervos de la belleza.

III

– Temprano nos vemos hoy: buenos días, Rafaelito… Madrugo por ver el mercado. De niña era para mí un acontecimiento la llegada del miércoles. ¡Cuánta gente!

Y Leonora, olvidada ya de las aglomeraciones de las grandes ciudades, se admiraba ante la confusión de gente que se agita en la plaza llamada del Prado, donde todos los miércoles se verificaba el gran mercado del distrito.

Llegaban los labradores, con la faja abultada por los cartuchos de dinero, a comprar lo que necesitaban para toda la semana allá en su desierto, rodeado de naranjos; iban de un puesto a otro las hortelanas, elegantes y esbeltas cual campesinas de opereta, peinadas como señoritas, con faldas de batista clara que, al recogerse, dejaban al descubierto las medias finas y los zapatos ajustados. El rostro tostado y las manos duras era lo único que delataba la rusticidad de aquellas muchachas a quienes un cultivo riquísimo hacía vivir en la abundancia.

A lo largo de las paredes cloqueaban las gallinas, atadas en racimos; amontonábanse las pirámides de huevos, de verduras y frutas y en las tiendas portátiles de los pañeros extendíanse las fajas de colores, las piezas de percal e indiana y el negro paño, eterno traje de todo ribereño. Fuera del Prado, los labriegos buscaban en Alborchí el mercado de los cerdos, o probaban caballerías en el Hostal Gran. Era la compra de todo lo necesario para la semana; el día destinado a los negocios; la llegada en masa de la población de los huertos, para pedir dinero a los prestamistas o devolvérselo con creces; repoblar el gallinero, comprar el cerdo, cuya creciente obesidad había de seguir con ansia la familia o adquirir a plazos el rocín, motivo de inquietud y de desesperado ahorro.

La muchedumbre, oliendo a sudor y a tierra, agitábase en el mercado, bajo la luz de los primeros rayos del sol. Se abrazaban las hortelanas al encontrarse, y con la cesta en la cadera metíanse en la chocolatería a celebrar el encuentro; los labriegos formaban corro, y de vez en cuando iban a beber una copa de aguardiente dulce para tomar fuerzas. Y por entre medio de esta invasión rústica, pasaba la gente de la ciudad; los burguesillos de arregladas costumbres con una capa vieja y un enorme capazo, en el que metían las provisiones, después de regatearlas tenazmente; las señoritas que veían en el mercado de los miércoles algo extraordinario que alegraba la monotonía de su existencia; los desocupados que pasaban horas enteras de pie, junto al puesto de un vendedor amigo, curioseando lo que cada cual llevaba en su cesta, murmurando de la avaricia de unos y de la generosidad de otros.

Rafael contemplaba con asombro a su amiga. ¡Qué guapa estaba!… ¡Cualquiera podía adivinar en ella a la artista de inmenso renombre!

Parecía una hortelana, vestida de fresco percal, como anunciando la primavera; al cuello un pañolito rojo y la rubia cabellera al descubierto, peinada con artístico descuido, anudada rápidamente sobre la nuca. Ni una joya, ni una flor. Su estatura y su elegancia era lo único que la hacía destacar sobre la muchedumbre. Y bajo la curiosa y ávida mirada de todo el mercado, Rafael sonreía frente a ella, admirándola fresca, sonrosada, con la viveza de la ablución matinal, esparciendo un perfume indefinible de carne sana y fuerte que embriagaba al joven.

Hablaba riendo, como si quisiera cegar con el brillo de su dentadura a todos los papanatas que la contemplaban de lejos. Por todo el mercado extendíase un rumor de curiosidad, un zumbido de admiración y escándalo, al ver frente a frente, a la faz de toda la ciudad, hablando con sonrisa de buena amistad al diputado y la cantante.

Los amigos de Rafael, los principales personajes del municipio que rondaban por el mercado, no podían ocultar su satisfacción. Hasta el último alguacil sentía cierto orgullo. «Hablaba con el quefe. Le sonreía». Era un honor para el partido que una mujer tan hermosa tratase amablemente a Don Rafael, aunque, bien considerado, merecía esto y algo más. Y aquellos hombres, que en presencia de sus esposas tenían buen cuidado de callarse cuando éstas hablaban con indignación de la extranjera, admirábanla con el fervor instintivo que inspira la belleza y envidiaban a su diputado.

Las viejas hortelanas envolvían a los dos en una mirada cariñosa. «Formaban buena pareja; ¡qué matrimonio tan guapo podrían hacer!»

Y las señoras fingían no verles al pasar por su lado; se alejaban torciendo la boca con un gesto de altivez, y al encontrarse con una amiga, decían con acento irónico: «¿Ha visto usted?… Ahí está esa echándole el anzuelo, delante de todos, al hijo de doña Bernarda». Aquello era escandaloso: las señoras decentes tendrían que quedarse en casa.

Leonora, insensible a la curiosidad, sin reparar en los centenares de ojos fijos en ella, seguía hablando de sus asuntos. Beppa se había quedado con la tía, y ella con su hortelana y otra mujer, que aguardaban a pocos pasos con grandes cestas, había venido a comprar un sin fin de cosas, cuya enumeración la hacía reír. Ahora era persona formal; sí señor. Sabía el precio de lo que comía; podría indicar, céntimo por céntimo, el coste de su vida; creía haber retrocedido a aquella dura época de Milán, cuando con la partitura bajo el brazo, entraba en casa del especiero por los macarrones, la manteca o el café. ¡Cómo la divertía aquello!… Y no queriendo prolongar por más tiempo la expectación escandalizada de la gente que interpretaba sus sonrisas y su voluble charla del peor modo, dio su mano a Rafael despidiéndose. Se hacía tarde; si permanecía allí charlando, no encontraría nada; lo mejor del mercado se lo habrían llevado otros.

 

– A la obligación: hasta la vista, Rafaelito.

Y el joven la vio cómo se abría paso entre el gentío, seguida de las dos campesinas; como se detenía ante los puestos, acogida por una sonrisa amable de los vendedores cual parroquiana que no regateaba jamás; cómo se interrumpía en sus compras para acariciar los niños sucios y aulladores que las pobres mujeres llevaban al brazo, sacando de su cesta las mejores frutas para dárselas.

La admiración de todo el mercado la seguía a través de los puestos. ¡Así, señoreta! gritaban las vendedoras. ¡Vinga, doña Leonor! decían otras llamándola por su nombre para demostrar mayor intimidad. Y ella sonreía, hablaba con todos familiarmente, echaba mano a cada instante al bolso de piel de Rusia que colgaba de su diestra y, como una nube de moscas, agitábanse en torno de ella, tullidos, ciegos y mancos, avisados de la generosidad de aquella señora que daba la calderilla a puñados.

Rafael la seguía con la vista, acogiendo con forzosa sonrisa los cumplimientos de los notables que le felicitaban por su buena suerte. El alcalde – un hombre que, según decían los enemigos temblaba en presencia de su esposa – afirmaba con los ojos chispeantes, que por una mujer así era él capaz de hacer toda clase de locuras. Y todos unían su voz al coro de alabanzas envidiosas, considerando como hecho indiscutible que Rafael era el amante de la artista, mientras este sonreía con amargura recordando sus explicaciones con Leonora.

Ya no la veía. Estaba en el otro extremo del mercado, oculta por el oleaje de cabezas. De vez en cuando distinguía por un instante su casco de oro por encima de las demás mujeres.

Deseaba ir allá, pero no podía. Estaba a su lado don Matías, el afortunado exportador de naranja, aquel ricachón cuya hija Remedios pasaba el día junto a su madre como discípula sumisa.

Aquel señor, de palabra pesada y tardo pensamiento, enmarañábale en su charla sobre el comercio de la naranja. Le daba consejos; un plan entero que había discurrido y le ofrecía para presentarlo al Congreso; medidas de protección para los exportadores de naranja. La riqueza de la ciudad; todos nadando en dinero: lo garantizaba él con la mano sobre el corazón.

Y Rafael, con la vista perdida en el fondo del Prado, espiando las rápidas apariciones de la cabellera de oro para convencerse de que Leonora aún estaba allí, oía como en un sueño a aquel hombre que, según afirmaban los maliciosos, estaba destinado a ser su segundo padre. De todo el lento chorrear de palabras, sólo algunas llegaban hasta su cerebro, clavándose en él con la persistencia de la obsesión «Glasgow… Liverpool… necesarios nuevos mercados… abaratar las tarifas de ferrocarriles… los agentes ingleses son unos ladrones…»

«Bueno, que los ahorquen», contestaba mentalmente Rafael. Y sin cesar de mostrar su asentimiento a lo que no oía, con movimientos afirmativos de cabeza, miraba allá abajo ansiosamente, temiendo que Leonora se hubiese marchado. Se tranquilizó al abrirse un claro en la muchedumbre y ver a la artista sentada en una silla que le había cedido una vendedora, con un niño sobre las rodillas, hablando con una mujercita pequeña, miserable, enfermiza, que a Rafael le pareció la hortelana que encontraron en la ermita.

– ¿Qué opina usted de mi plan? – preguntaba en aquel mismo instante don Matías.

– Excelente; un plan grandioso, digno de usted que conoce a fondo la cuestión. Ya hablaremos detenidamente cuando vuelva a las Cortes.

Y para evitar una segunda exposición de lo que no había oído, acariciaba al afortunado patán, daba palmaditas en su espalda de oso, asombrado como siempre de que la buena suerte hubiera escogido como amante a aquel hombre.

Toda la ciudad le había conocido calzando alpargatas, cultivando como arrendatario un pequeño huerto. Su hijo, un mocetón casi imbécil, que aprovechaba el menor descuido para robarle y llevar en Valencia una vida alegre con toreros, jugadores y chalanes de caballos iba descalzo en aquella época, correteando por los caminos con los chicuelos de los gitanos acampados en el Alberchí; su hija, aquella Remedios tan modosita y tímida que se pasaba los días en complicadas labores de aguja bajo la dirección de doña Bernarda, se había criado como una bestezuela en el campo, repitiendo con escandalosa fidelidad las interjecciones de los carreteros, con los cuales bebía su padre.

«Pero no hay como ser bruto para llegar a rico», según decía el barbero Cupido al hablar de don Matías.

Poco a poco fue lanzándose en la exportación de la naranja a Inglaterra. Compró a crédito las primeras partidas y comenzó a soplar para él la racha de loca suerte que todavía duraba. Su fortuna fue cosa de pocos años. Donde los más poderosos navíos, naufragaban, aquella barcaza ruda y pesada, navegando a la ventura del instinto, no sufría el menor perjuicio. Sus envíos llegaban siempre con prodigiosa oportunidad. La rica naranja de otros comerciantes, cuidadosamente escogida, llegaba a Liverpool o Londres cuando los mercados estaban atestados y bajaban los precios escandalosamente. El afortunado palurdo enviaba cualquier cosa, lo que le convenía por su baratura, y siempre se arreglaban las circunstancias de modo que encontraba el mercado vacío, los precios por las nubes, sin reparar en la calidad del género, y realizaba fabulosas ganancias. Se burlaba de las sabias combinaciones de todos aquellos exportadores que leían periódicos ingleses, recibían boletines y comparaban las cotizaciones de unos años con otros para hacer cálculos que daban por resultado salir del negocio con las manos en la cabeza. El no sabía ni quería saber nada; fiaba en su buena estrella. Cuando mejor le parecía, embarcaba el género en el puerto de Valencia, y, ¡allá va! Siempre se concertaban las cosas de modo que su naranja arribaba sin concurrencia y con precios altos. Más de una vez era el mar el que, causando averías al buque, retrasaba su llegaba y daba tiempo a que el mercado quedase limpio, colaborando de este modo en el buen éxito de la expedición.

A los dos años vivía en la ciudad como un personaje y afirmaba riendo que «no se dejaría colgar» por ochenta mil duros. Después, siempre hacia arriba, su fortuna llegó a una altura loca. Las gentes, asombradas, se decían al oído con cierto respeto supersticioso los miles de duros que ganaba en limpio al final de cada campaña. Tenía en los alrededores de Alcira almacenes enormes como iglesias, donde ejércitos de muchachas empapelaban cantando las naranjas, y cuadrillas de carpinteros martilleaban día y noche en la blanca madera de las cajas de exportación. Compraba con un solo golpe de vista la cosecha de huertos enteros, sin equivocarse más allá de algunas arrobas. En cuanto al pago; la ciudad estaba orgullosa de su millonario. Ni en el Banco de España había la formalidad y la confianza que en su casa. Nada de empleados ni mesas; todo a la pata llana; pero ya se podían pedir miles de duros que, como él quisiera, no tenía más que meterse en su alcoba, y de misteriosos escondrijos sacaba cada fajo de billetes que metía miedo.

Y este rústico afortunado, al verse rico, sin más mérito que el capricho de la suerte, se daba aires de inteligente con la petulancia que proporciona el dinero y acosaba a Rafael, a su diputado, con una reforma de tarifas de ferrocarril para esparcir la naranja por el interior de España. ¡Como si él hubiese necesitado de planes para hacerse rico!