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Entre Naranjos

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De su pasado miserable sólo quedaba en él un vestigio: el respeto a la casa de los Brulls. Trataba con cierta altanería a toda la ciudad, pero no podía ocultar el respeto que le inspiraba doña Bernarda, al cual iba unida una gran gratitud por la amabilidad con que le distinguía al verle rico y el interés que mostraba por su pequeña. Tenía muy presente al padre de Rafael, el hombre más eminente que había conocido en su vida y le parecía verle aún como cuando se detenía ante su casita de hortelano, sobre su enorme rocín y con aire de gran señor le ordenaba lo que debía hacer en las próximas elecciones. Sabía el mal estado en que aquel grande hombre había dejado sus negocios al morir, y más de una vez había dado dinero a doña Bernarda, orgulloso de que ésta en sus apuros le dispensase el honor de buscarle; pero para él la casa de los Brulls, pobre o rica, era siempre la casa de los amos, la cuna de aquella dinastía cuya autoridad no podía abatir poder alguno. Si él tenía dinero, los otros ¡ah! los otros tenían allá lejos, en Madrid, poderosas amistades; llegaban cuando querían hasta el trono; eran de los que tenían la sartén por el mango; y si en su presencia se murmuraba que la madre de Rafael pensaba en su hija para nuera, don Matías enrojecía de satisfacción y murmuraba modestamente:

– No sé; creo que todo son habladurías. Mi Remedios sólo es una muchacha de pueblo y el diputado querrá una señorona de Madrid.

Rafael hacía tiempo que conocía el designio de su madre. El no quería a aquella gente. El padre, a pesar de pegajosa afición a ofrecerle planes, le era simpático por el respeto que mostraba hacia su familia. La hija era un ser insignificante, sin otra belleza que la frescura de su juventud, morena, ocultando tras la mansedumbre servicial una inteligencia más obtusa que la del padre, sin otras manifestaciones que la devoción y los escrúpulos en que la habían educado.

Aquella mañana pasó por dos veces junto a Rafael, seguida de una vieja sirvienta, con toda la gravedad de una huérfana que tiene que ocuparse del gobierno de su casa y hacer las veces de señora mayor. Apenas si le miró. La mansa sonrisa de futura sierva con que le saludaba otras veces había desaparecido. Estaba pálida y apretaba los labios descoloridos. Seguramente le había visto de lejos hablando y riendo con Leonora. Pronto sabría su madre el encuentro. Aquella muchacha parecía mirarle como cosa suya, y su gesto de mal humor era ya el de la esposa que se prepara para una escena, de celos a puerta cerrada.

Como si le amagase un peligro se despidió de don Matías y sus amigos y evitando un nuevo encuentro con Remedios, salió del mercado.

Leonora aún estaba allí. La esperaría en el camino del huerto; había que aprovechar la mañana.

El campo parecía estremecerse bajo los primeros besos de la primavera. Cubríanse de hojas tiernas los esbeltos chopos que bordeaban el camino; en los huertos, los naranjos calentados por la nueva savia abrían sus brotes, preparándose a lanzar como una explosión de perfume la blanca flor del azahar; en los ribazos crecían entre enmarañadas cabelleras de hierba las primeras flores. Rafael se sentó al borde del camino, acariciado por la frescura del césped. ¡Qué bien olía aquello!

La violeta, asustadiza y fragante, debía andar por allí cerca, oculta bajo las hojas. Sus manos buscaron a lo largo del ribazo las florecillas moradas, cuyo perfume hace soñar con estremecimientos de amor. Formaría un ramito para ofrecérselo a Leonora cuando pasase.

Sentíase animado por una audacia que nunca había conocido y sus manos ardían de fiebre. Tal vez era la emoción que le producía su propio atrevimiento. Estaba resuelto a decidir su suerte aquella misma mañana. La fatuidad del hombre que se cree en ridículo y desea realzarse a los ojos de sus admiradores le excitaba, dándole una cínica audacia.

¿Qué dirían sus amigos, que le envidiaban como amante de Leonora, al saber que ésta le trataba como un amigo insignificante, como un buen muchacho que la distraía en la soledad de su voluntario destierro?

Unos cuantos besos en la mano, cuatro palabras agradables; algunas bromas crueles de camarada que tiene conciencia de su superioridad… todo esto había conseguido después de muchos meses de asidua corte, de resistir a su madre, viviendo en su casa como un extraño, sin cariño y bajo miradas de indignación; de entregarse por entero a la maledicencia de los enemigos que le suponían liado con la artista y hacían aspavientos en nombre de la moral.

¡Cómo se burlarían, si conocieran la verdad, aquellos calaveras que en el Casino relataban sus aventuras amorosas teniendo siempre por prólogo el repentino empujón, la lucha, la posesión violenta a brazo partido al borde de una senda, bajo un naranjo o en el rincón más obscuro de una casa!

Y Rafael, perturbado por el miedo a parecer ridículo, se decía que aquellos brutos estaban tal vez en lo cierto, que así se triunfaba, y que él sufría por su culpa, por contemplar a Leonora respetuosamente, de lejos, como un idólatra sumiso. ¡Cristo! ¿No era él el hombre y por tanto el más fuerte? Pues a hacer sentir la autoridad del sexo. Le gustaba y había de ser suya. Además, cuando ella le trataba con tanto cariño, seguramente le quería. Los escrúpulos eran lo único que les mantenía separados y él se encargaba de allanarlos violentamente en la primera ocasión propicia.

Cuando acababa de surgir entera e imperiosa la brutal decisión entre las continuas fluctuaciones de su carácter débil e irresoluto, oyó voces en el camino, e incorporándose vio venir a Leonora seguida de las dos labriegas con el busto encorvado sobre las pesadas cestas.

– ¡También aquí! – exclamó la artista con una risa que hinchaba su garganta de suaves estremecimientos. – Usted es mi sombra. En el mercado, en el camino, en todas partes me sale al encuentro…

Y tomó el ramito de violetas que le ofrecía el joven, aspirándolo con delicia.

– Gracias, Rafael: son las primeras que veo este año. Ya está aquí mi fiel amiga, la primavera; usted me la trae, pero hace ya días que adivinaba su llegada. Estoy contenta, ¿no lo nota usted? Me parece que he sido durante el invierno un gusano de seda apelotonado en el capullo, y que ahora me salen alas y voy a volar por ese inmenso salón verde que exhala sus primeros perfumes. ¿No siente usted lo mismo?

Rafael afirmaba con gravedad. También él sentía el hervor de la sangre, los pinchazos de la vida en todos sus poros.

Y contemplaba con ojos extraviados aquella garganta desnuda, de tentadora nitidez, realzada por el rojo pañuelo; el pecho robusto, sobre cuya tersa morbidez descansaban sus violetas.

Las dos hortelanas al ver a Rafael cambiaron una sonrisa maliciosa, un guiño significativo, y pasaron delante de la señora con el propósito marcado de no estorbarla con su presencia.

– Sigan ustedes – dijo Leonora. – Nosotros iremos despacio hasta casa.

Se alejaron las dos mujeres con vivo paso, hablando en voz baja. Leonora adivinaba la sonrisa de sus rostros invisibles.

– ¿Ha visto usted a esas? – dijo señalándolas con su cerrada sombrilla. – ¿No se ha fijado usted en sus sonrisas y guiños al verle en el camino?… ¡Ay, Rafael! Usted está ciego y resulta terrible. Si yo tuviera que guardar mi fama, aviada estaba con un amigo como usted. ¡Qué cosas suponen por ahí!

Y reía con una expresión de superioridad, considerándose muy por encima de cuanto pudieran decir las gentes de su amistad con Rafael.

– En el mercado me hablan de usted todas las vendedoras como si esto fuese para mí el más irresistible de los halagos; aseguran que formamos una soberbia pareja. Mi hortelana aprovecha todas las ocasiones para decirme que es usted muy guapo. Dele usted las gracias… ¿Qué más? Hasta mi tía, mi pobre tía que vive en el Limbo, ha salido de él para decirme el otro día: «¿Sabes que Rafaelito viene mucho por aquí? ¿si querrá casarse contigo?» Ya ve usted; casarse ¡já! ¡já! ¡já! ¡casarse! La pobre señora no ve más que esto en el mundo.

Y seguía arrojando a la cara de Rafael, sombrío por sus malos pensamientos, aquella risa franca y burlona que parecía el parloteo de un pájaro travieso satisfecho de su libertad.

– ¡Pero qué mala cara tiene usted hoy! ¿Está usted enfermo?… ¿Qué le pasa?

Rafael aprovechó el momento. Estaba enfermo, sí; enfermo de amor. Comprendía que toda la ciudad hablase de ellos; él no podía ocultar sus sentimientos. ¡Si supiera lo que le costaba aquella adoración muda! Quería arrancar de su pensamiento la devoción por ella, y no podía. Necesitaba verla, oírla; sólo vivía para ella. ¿Leer? imposible. ¿Hablar con sus amigos? Todos le repugnaban. Su casa era una cueva en la que entraba con gran esfuerzo para comer y dormir. Salía de ella tan pronto como despertaba y abandonaba la ciudad, que le parecía una cárcel. Al campo; y en el campo la casa azul donde ella vivía. ¡Con qué impaciencia esperaba la llegada de la tarde, la hora en que por una tácita costumbre, que ninguno de los dos marcó, podía él entrar en el huerto y encontrarla en su banco bajo las palmeras!… No podía vivir así. La pobre gente le envidiaba al verle poderoso, diputado tan joven; y él quería ser… ¿a qué no lo adivinaba? ¡qué cosas tan absurdas! ¡que no se burlara Leonora! El daría cuanto era por ser aquel banco del jardín, abrumado dulcemente por su peso las tardes enteras; por convertirse en la labor que giraba entre sus dedos delicados; por transfigurarse en una de las personas que la rodeaban a todas horas, de aquella Beppa, por ejemplo, que la despertaba por las mañanas, inclinándose sobre su cabeza dormida, moviendo con su aliento la cabellera deshecha, esparcida como una ola de oro sobre la almohada y que secaba sus carnes de marfil a la salida del baño, deslizando sus manos por las curvas entrantes y salientes de su suave cuerpo. Siervo, animal, objeto inanimado, algo que estuviera en perpetuo contacto con su persona, eso ansiaba él: no verse obligado con la llegada de la noche a alejarse tras una interminable despedida prolongada con infantiles pretextos, al volver a la irritante vulgaridad de su vida, a la soledad de su cuarto, en cuyos rincones obscuros, como maléfica tentación, creía ver fijos en él unos ojos verdes.

 

Leonora no reía. Abríanse desmesuradamente sus ojos moteados de oro; palpitaban de emoción las alillas de su nariz, y parecía conmovida por la sinceridad elocuente del joven.

– ¡Pobre Rafael! ¡Pobrecito mío!… ¿Y qué vamos a hacer?

En el huerto, Rafael jamás se había atrevido a hablar con tanta franqueza. Le cohibía la proximidad de los allegados de Leonora; le intimidaba el aire superficial y burlón con que ella recibía sus visitas; la ironía con que le desconcertaba apenas apuntaba él una frase de amor. Pero allí, en medio del camino, era otra cosa; se sentía libre, quería vaciar su corazón. ¡Qué tormentos! Todos los días iba hacia la casa azul trémulo de esperanza, agitado por la ilusión. «Tal vez sea hoy», se decía. Y le temblaban las piernas, y la saliva parecía solidificarse en su garganta, ahogándole. Y horas más tarde, al anochecer, la vuelta desesperada al hogar, marchando desalentado a la luz de las estrellas, haciendo eses en el camino como si estuviera ebrio, sintiendo que las lágrimas le escarabajeaban en los párpados, queriendo morir, como el que necesita pasar adelante y se rompe los puños contra un muro inmenso de bloques de hielo. ¿No se fijaba en él? ¿no veía los inmensos esfuerzos que hacía para agradarla?… Ignorante, humilde, reconociendo la inmensa diferencia que separaba a ambos por su distinta vida, ¡qué de esfuerzos para llegar a su altura; por colocarse al nivel de aquellos hombres que la habían poseído por unos días o por años enteros! Ella debía haberlo notado. Si le hablaba del conde ruso, modelo de elegancia, al día siguiente Rafael, con gran asombro de los de su casa, sacaba su mejor ropa, y sudando bajo el sol, oprimido por el alto cuello, emprendía aquel camino que era su calle de Amargura, andando como una señorita para que el polvo no amortiguase el brillo de sus botas. Si el músico alemán cruzaba por el recuerdo de Leonora, él repasaba sus libros, y afectando el exterior descuidado de aquellos artistas vistos en las novelas, llegaba allá con el propósito de hablar del inmortal maestro, de Wagner, al que apenas conocía, pero al que adoraba como a una persona de su familia… ¡Dios mío! Todo esto resultaba ridículo, bien lo sabía él; mejor era presentarse sin disfraz, con toda su pequeñez. Reconocía que era imposible aquella lucha para igualarse con los mil fantasmas que llenaban la memoria de Leonora; ¡pero qué no haría él por despertar aquel corazón por ser amado un momento, un día nada más, y después morir!

Y había tal sinceridad en esta confesión de amor, que Leonora, cada vez más conmovida, se aproximaba a él, caminaba pegada a su cuerpo sin darse cuenta y sonreía levemente, repitiendo su frase, mezcla de afecto maternal y de lástima.

– ¡Pobre Rafael!… ¡Pobrecito mío!

Habían llegado a la verja que daba entrada al huerto. La avenida estaba desierta. En la plazoleta, frente a la cerrada casa, correteaban las gallinas.

Rafael, abrumado por el esfuerzo de aquella confesión, en la que daba curso a las angustias y ensueños de muchos meses, se apoyó en el tronco de un viejo naranjo. Leonora estaba frente a él escuchándole con la cabeza baja, rayando el suelo con la contera de su roja sombrilla.

Morir, sí; él había leído esto muchas veces en las novelas sin poder contener una sonrisa. Ahora ya no reía. Había pensado algunas noches, en la turbación del delirio, terminar aquel amor de un modo trágico. La sangre de su padre, violenta y avasalladora, hervía en él. Si llegaba a convencerse de que nunca sería suya, ¡matarla para que no fuese de nadie, y matarse él después! Caer los dos sobre la tierra empapada de sangre, como sobre un lecho de damasco rojo; besarla él, en los labios fríos, sin miedo a que nadie le estorbara; besarla y besarla hasta que el último soplo de vida fuese a perderse en la lívida boca de ella.

Lo decía con convicción, vibrando todos los músculos de su cara varonil, ardiendo como brasas sus ojos de moro veteados por la pasión con venillas de sangre. Y Leonora le miraba ahora con apasionamiento, como si viese un hombre nuevo. Estremecíase con una emoción nueva al oír los bárbaros ensueños, las amenazas de muerte. Aquel no se mataba melancólicamente como el poeta italiano viendo perdido su amor: moría matando, destrozaba el ídolo, ya que no atendía sus súplicas.

Y dulcemente conmovida por la expresión trágica de Rafael, se dejaba llevar por éste, que la había cogido un brazo y la atraía lejos de la avenida entre las copas bajas de los naranjos.

Permanecieron los dos en silencio mucho rato. Leonora parecía embriagada por el perfume viril de aquellas amenazas de pasión salvaje.

Rafael, al ver cabizbaja y silenciosa a la artista, creyó que la habían ofendido sus palabras, y se arrepintió de ellas.

Debía perdonarle, estaba loco. Se exasperaba ante su resistencia inexplicable. ¡Leonora! ¡Leonora! ¿A qué empeñarse en estorbar la obra del amor? El no era indiferente para ella, no le inspiraba antipatía ni odio; de lo contrario, no serían amigos ni le permitiría las continuas visitas. ¿Amor?… Estaba seguro de que no lo sentía por él, pobre infeliz, incapaz de inspirar una pasión a una mujer como ella. Pero que no se resistiera; ya le amaría con el tiempo; él lograría conquistarla en fuerza de cariño y de adoración. ¡Ay! con sólo su amor, había para los dos y para todos los amantes famosos en la historia. Sería su esclavo, la alfombra en que pondría sus pies; el perro, siempre tendido ante ella, con la mirada ardiente de la eterna fidelidad, acabaría por quererle, si no por amor, por gratitud y por lástima.

Y al hablar así, acercaba su rostro al de Leonora, buscando su imagen en el fondo de los ojos verdes; oprimía su brazo con la fiebre de la pasión.

– Cuidado, Rafael… me hace usted daño, suélteme usted.

Y como si despertara en pleno peligro después de un dulce sueño, se estremeció, desasiéndose con nervioso impulso.

Después comenzó a hablar con calma, repuesta ya de la embriaguez con que le habían turbado las apasionadas palabras de Rafael.

No, lo que él deseaba era imposible. La suerte estaba echada, no quería amor… La amistad les había llevado algo lejos. Ella tenía la culpa, pero sabría remediarlo. Era ya un barco viejo que no podía cargar con el peso de una nueva pasión. Si le hubiera conocido años antes, tal vez. Reconocía que hubiese llegado a quererle; le creía más digno de su amor que otros hombres a los que había amado. Pero llegaba tarde; ahora sólo quería vivir. ¡Qué horror! ¡las emociones de la pasión en un ambiente mezquino, en aquel mundo pequeño de curiosidades y maledicencias! ¡Ocultarse como criminales para quererse! ¡Ella, que gustaba del amor al aire libre, con el sublime impudor de la estatua que escandaliza a los imbéciles con su desnuda hermosura! ¡Verse roída a todas horas por la murmuración de los tontos, después de haber dado su cuerpo y su alma a un hombre! ¡Sentir en torno el desprecio y la indignación de todo un pueblo que la acusaría de haber corrompido una juventud, separándola de su camino, alejándola para siempre de los suyos! No, Rafael, mil veces no; ella tenía conciencia, ya no era la loca de otros tiempos.

– Pero ¿y yo? – suspiraba el joven agarrando de nuevo su brazo con ansiedad infantil – usted piensa en sí misma y en todos, olvidándome a mi. ¿Qué voy a hacer yo a solas con mi pasión?

– Usted olvidará – dijo gravemente Leonora. – Hoy he visto que es imposible mi estancia aquí. Los dos necesitamos alejarnos. Huiré antes que termine la primavera; iré no sé dónde, volveré al mundo, a cantar, donde no encuentre hombres como usted, y el tiempo y la ausencia se encargarán de curarle.

Leonora se estremeció al ver la llamarada de salvaje pasión que pasó por los ojos de Rafael. Sintió junto a los labios el ardoroso resuello de aquella boca que buscaba la suya, murmurando con apagado rugido:

– No, no te irás; quiero que no te vayas.

Y se sintió enlazada, conmovida de cabeza a pies por unos brazos nerviosos a los que la pasión daba nueva fuerza. Sus pies se despegaron del suelo, se sintió elevada; un impulso brutal la hizo caer de costado al pie de un naranjo, al mismo tiempo que en sus ropas se agitaban unas manos convulsas, estremecidas, que herían las carnes con caricias de fiera.

Fue una lucha brutal, innoble que duró unos instantes. La walkyria reapareció en la mujer vencida. Su cuerpo robusto vibró con un supremo esfuerzo, incorporose sofocando con su peso a Rafael, y al fin Leonora se irguió, poniendo su pie brutalmente, sin misericordia, sobre el pecho del joven, apretando como si quisiera hacer crujir la osamenta de su pecho.

Su aspecto era terrible. Parecía loca, con su rubia cabellera deshecha y sucia de tierra. Sus verdes ojos brillaban con reflejos metálicos como agudos puñales, y su boca, descolorida por la emoción, contraíase, lanzando, por la fuerza de la costumbre, por el instinto del esfuerzo, su grito de guerra, un ¡hojotoho! desgarrado, salvaje, que conmovió la calma del huerto, estremeciendo a las aves de corral, que corrieron asustadas por los senderos.

Blandía con furor la sombrilla cual si fuese la lanza de las hijas de Wotan, y varias veces apuntó con ella a los ojos de Rafael como si quisiera sacárselos.

El joven parecía abatido por su esfuerzo, avergonzado de su brutalidad, inerte en el suelo, sin protesta, como si deseara no levantarse jamás; morir bajo aquel pie que le asfixiaba iracundo.

Leonora se serenó, y lentamente fue retrocediendo algunos pasos, mientras Rafael se incorporaba, recogiendo su sombrero.

Fue una escena penosa. Los dos sentían frío, no veían luz, como si el sol se hubiera apagado y sobre el huerto soplase un viento glacial.

Rafael miraba avergonzado al suelo; tenía miedo de verla, miedo de contemplarse con las ropas en desorden, sucio de tierra, batido y golpeado como un ladrón al que sorprende un amo fuerte.

Oyó la voz de Leonora, hablándole con la despreciativa familiaridad que se usa con los miserables.

– ¡Vete!

Levantó los ojos y vio los de Leonora irritados y altivos, fijos en él.

– A mí no se me toma – dijo con frialdad; – me entrego, si es que quiero.

Y en el gesto de desprecio y rabia con que despedía a Rafael, parecía marcarse el recuerdo odioso de Boldini, aquel viejo repugnante, el único en el mundo que la había tomado por la fuerza.

Rafael quiso excusarse, pedir perdón, pero aquel recuerdo de la adolescencia evocado por la escena brutal, la hacía implacable.

– ¡Vete, vete, o te abofeteo!… Jamás vuelvas aquí.

Y para dar más fuerza a estas palabras cuando Rafael, humillado y sucio, salió del huerto, Leonora cerró tras él la verja de madera con tan brutal ímpetu, que casi hizo saltar los barrotes.