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La araña negra, t. 2

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III
¡Tú serás su madre!

Creció la pequeña María del mismo modo que las demás criaturas, y si, al tener cinco años, se distinguió en algo de las otras niñas que con ella jugaban en el Luxemburgo, fué en lo pálida y enfermiza.

Atendiendo a su cualidad de hija única, ya que sus padres estaban en edad madura, fácil es imaginarse los cuidados de que éstos la rodearían.

Tenía la pequeñuela en sus padres dos ayos insoportables, a fuerza de ser cariñosos y solícitos, y una esclava en la ruda Tomasa, a quien bastaba oir a la niña toser dos veces, para pasar en vela toda una noche.

Apenas la pequeña pudo correr y sintió la necesidad de movimiento y agitación propia de todos los niños, el padre la llevó al Luxemburgo, con lo que fué cayendo poco a poco en sus antiguas costumbres.

A las dos de la tarde, cuando mayor era la agitación en el célebre paseo, gigantesco pulmón del Barrio Latino, compuesto entonces de callejuelas angostas y malsanas, atravesaba su verja el señor Avellaneda, erguido, con el rostro plácido y el paso lento, llevando de una mano, a la pequeña María, y detrás, como indispensable apéndice atento y solícito, a la bonachona Tomasa, que ya comenzaba a encontrarse bien entre los "franchutes", y de quien se decía (no sabemos con qué fundamento) que perfeccionaba sus conocimientos del francés, echando largos párrafos, al ir al mercado, por la mañana, con cierto gendarme bigotudo, que siempre salía a su encuentro.

Don Ricardo gozaba ahora de un Luxemburgo que en su pasada época de soledad le fué totalmente desconocido.

No iba ya a sentarse en las sombrías y desiertas alamedas que antes le eran tan conocidas, sino que se mezclaba entre la gente que se agolpaba alrededor del quiosco donde una banda militar conmovía el espacio con armoniosos acordes de sonora trompetería, o se colocaba en las inmediaciones del estanque, donde, con una alegría tan infantil como la de su hija, seguía con la vista la accidentada navegación de los veleros barquichuelos que arrojaban desde la orilla las turbas de bulliciosos muchachos.

El papá sentábase en una silla, confundido entre varias respetables señoras que, con el cestillo de costura sobre el regazo hacían labores, acariciadas por los rayos del benéfico sol del invierno, mientras que sus niños jugaban, e inmediatamente Tomasa se alejaba con Marujita, ayudándola a voltear una gruesa pelota, a rodar un aro o a tirar de un carretoncito lleno de tierra que la niña arrancaba con su pala.

Doña María acompañaba pocas veces a su esposo y a su hija al paseo. Como si al haber dado a luz a la niña hubiese cumplido en la tierra toda su misión, la buena señora mostrábase quebrantada y aun algo huraña, habiendo desaparecido aquel carácter franco y resuelto que tan simpática la hacía.

Mientras la niña estaba en casa no se preocupaba más que de ella, pero apenas salía con su padre, doña María dirigíase a la cercana iglesia de San Sulpicio, donde pasaba las horas muertas, arrodillada en un reclinatorio que el cura párroco la había concedido para su exclusivo y privilegiado uso. Había que tener contenta a tan rumbosa parroquiana del buen Dios.

En aquella señora habían renacido con más fuerza que nunca las aficiones devotas, y a pesar de la tranquilidad que reinaba en su hogar, y del cariño con que la trataba su esposo, se consideraba infeliz y creía que tenía sobrados motivos para estar a todas horas solicitando la protección de Dios.

Doña María era una de las mujeres que necesitan para vivir de una continua preocupación, y, a falta de desgracias, inventarse una para poder condolerse de ella a todas horas. A guisa de buena católica, creía que a Dios le era repulsiva la felicidad de sus criaturas, y que una época de bienestar en la tierra era signo de próximos castigos, así es que temblaba, no por ella, sino por su esposo, que era un impío; que en más de veinte años no había entrado en una iglesia más que el día de su casamiento y el del bautizo de su hija y solicitaba de Dios un milagro tan grande como era que abriese los ojos de don Ricardo a la luz de la fe.

Las aficiones religiosas de la madre pugnaban muchas veces con la indiferencia del padre en punto a la educación de la niña.

Tenía ésta poco más de tres años, y ya doña María la arrebataba muchas veces de manos de su esposo, que se disponía a llevarla al Luxemburgo, y la conducía a San Sulpicio, y algunas veces a la iglesia de Nuestra Señora, siempre que había gran fiesta religiosa. Allí pasaba la raquítica niña algunas horas, fastidiada y nerviosa de permanecer siempre inmóvil y en actitud encogida, tosiendo por el humo de los cirios y del incienso.

La pequeña María, hay que confesar, a pesar de las piadosas ilusiones que se hacía su madre, que se avenía mal a aquellas duras prácticas religiosas, y que, si bien le distraían un poco las doradas casullas y las imágenes sonrientes y brillantes, propias de la seductora industria francesa, una vez pasada la primera impresión, le resultaba molesto permanecer en aquel inmenso local, húmedo y obscuro, y pensaba con placer que, al día siguiente, iría con su padre a jugar en el lindo paseo, henchido de pájaros y flores.

La asiduidad con que doña María frecuentaba los templos le hizo contraer relaciones de amistad con varios de sus empleados, y allá, a principios de 1823, comenzó a hablar mucho en casa y ante su esposo, que la oía con aire indiferente, de un señor García, santo varón que había huído de España por no presenciar los desmanes de los liberales y que gozaba de cierta influencia sobre el clero de San Sulpicio, cuya iglesia visitaba todos los días.

Don Ricardo se mostraba por entonces demasiado preocupado por lo que haría el Gabinete francés en los asuntos de España, y si se decidiría a invadir la Península, y por esto no fijó mucho la atención en cuanto decía su esposa, ni dió las muestras de extrañeza que en otras ocasiones hubiera hecho cuando aquélla le anunció que el santo varón iría uno de aquellos días a visitarlos.

El señor García, de quien más adelante hablaremos, se presentó, por fin, en la casa, y a pesar de toda su santurronería, no resultó antipático a Avellaneda, por la razón de que aparentaba ser un tipo vulgar e insignificante, incapaz de causar agrado ni repulsión.

Aquel santo de levitón raído era tan humilde, obsequioso y sufrido, que poco a poco fué haciéndose necesario en la casa, y ni aun el mismo dueño pudo prescindir de él.

Las aficiones de todos encontraban en él un buen compañero. Con doña María iba a la iglesia; al señor Avellaneda lo acompañaba al Luxemburgo, y hasta algunas veces corría por divertir a la niña, cosa que producía en el agradecido padre profunda emoción, y a la Tomasa le hablaba de las rondallas de su tierra, de la Virgen del Pilar y de las fiestas de Zaragoza, recuerdos que muchas veces hacían llorar a la sencilla criada.

Un año después de haber terminado la revolución española comenzó a hablarse en la casa de la rue Ferou de la posibilidad de volver a la patria.

El constitucionalismo había muerto, Fernando VII imperaba otra vez como rey absoluto, los obispos y los frailes eran los verdaderos dueños de la nación y los afrancesados no eran ya mirados con tanto odio, por lo que bien podía volver a su patria el señor Avellaneda.

Además, doña María, por pertenecer a una familia emparentada con la más rancia nobleza, tenía bastante influencia en la nueva situación política de España, y ya la iba cansando el permanecer en un país a cuyas costumbres no lograba amoldarse.

El que menos deseos mostraba de volver a España era el señor Avellaneda. Sentía la nostalgia de la patria y, especialmente, en lo más crudo del invierno, en esos días parisienses tristes y monótonos, que pasan veloces entre un cielo amasado con niebla y un suelo cubierto de nieve, recordaba el sol de España y los verdes y risueños campos; pero volver a un país, después de muchos años de ausencia, para encontrarlo más bárbaro y atrasado que cuando se le dejó, es un tormento que no puede sufrir con calma un hombre que cree en el progreso y que odia la tiranía.

A pesar de esto, el señor Avellaneda no se oponía al regreso a España.

Su esposa se disponía a sacudir su calma religiosa y aquella inercia hija de la devoción, para hacer todos los preparativos de viaje, cuando, una tarde de invierno, al salir de San Sulpicio, una ráfaga de viento helado se coló hasta el fondo de sus pulmones, congestionándolos mortalmente.

La enfermedad fué tan corta como terrible.

Cuando algún tiempo después evocaba el señor Avellaneda aquel terrible suceso, apenas si se acordaba de él, pues en su memoria aparecía con la vaguedad de un sueño.

En menos de dos días la vida de doña María fué desvaneciéndose, y cada médico que era llamado a la cabecera de su cama parecía marcar un nuevo avance de la enfermedad.

Don Ricardo estaba desesperado y como loco, y de seguro que, a no estar allí Tomasa y el imprescindible señor García, la enferma no hubiera muerto rodeada de tan prontos y solícitos cuidados.

Ellos fueron los que la sostuvieron erguida para que no respirara con tanta angustia en la larga y horrible agonía, y ellos los que le cerraron los ojos cuando la vida quedó extinguida en tan robusto cuerpo.

Mientras el señor García llevaba a cabo todos los preparativos para el entierro, don Ricardo, en un rincón de la sala, en cuyo centro estaba el cadáver de su esposa, lloraba como un niño, recordando lo mucho que le había amado aquella mujer, a pesar de las diferencias de carácter y aficiones.

Cuanto Tomasa, tan desconsolada como su amo, aunque mostrando una entereza más varonil, entró en la habitación llevando a la niña de la mano para que viera por última vez a su madre, el señor Avellaneda se arrojó sobre su hija y comenzó a besarla desesperadamente como si temiera que la muerte fuese a arrebatársela.

 

Pasado aquel primer ímpetu del cariño, el infeliz esposo miró a la atolondrada criada, que lloraba silenciosamente, y le dijo con acento de fraternal ternura:

– De hoy en adelante los dos estaremos solos para criarla. ¡Tú serás su madre!

IV
Crisálida

La vida de María fué transcurriendo sin tropezar con ningún incidente notable.

La muerte de su madre apenas si había causado mella en su ánimo.

Es la muerte un fenómeno fatal que apenas si tiene algún valor para los seres que acaban de pasar las puertas de la vida.

Sin poseer el cariño de su madre ni conservar de ésta otro recuerdo que la imagen confusa de una señora solícita y dulce que la tenía en la iglesia por espacio de muchas horas, María fué creciendo al lado de aquella fiel criada que no podía hablar de su difunta ama sin derramar lágrimas, que se apresuraba a enjugar reemplazándolas con una sonrisa para que no turbasen la apasible calma de la niña.

En aquella casa don Ricardo era quien había experimentado mayor impresión con la muerte de doña María.

Hasta el terrible momento en que el cuerpo de su esposa salió para siempre de la casa, el infeliz no comprendió lo mucho que amaba a aquella mujer que de vez en cuando le abrumaba con impertinentes consejos y sostenía empeñadas discusiones por el motivo más baladí.

Don Ricardo era un hombre de carácter débil. Las creencias que se había formado con el estudio las mantenía firmes e indestructibles en el interior de su cerebro, pues en la vida social era flojo y dúctil hasta el punto de que su voluntad se doblaba a impulsos del primero que le hablaba.

Por esto aquel proscripto, que había pasado en su patria por hombre perverso y de ideas diabólicas, al morir su esposa sintió profundo desconsuelo, pues necesitaba el genio enérgico e indomable que esclavizaba continuamente su voluntad.

Además, don Ricardo, había sido durante algunos años más feliz que nunca al lado de su esposa, y acostumbrado a tal dicha no podía avenirse a vivir sin otro amor que el de su hija.

Mientras vivió su esposa, la parte mayor de su cariño la dedicó a aquel pequeño ser, cuyas sonrisas le producían inmensa felicidad; pero como es condición del hombre adorar todo aquello que resulta imposible de conseguir, así que murió doña María comenzó a adorar su memoria con verdadero fanatismo, y en su corazón ocupó la difunta esposa un lugar más preferente que la niña.

El señor Avellaneda al quedar viudo cayó en un ensimismamiento que daba cierto tinte tétrico y sombrío a su carácter.

La melancolía de los tiempos de soledad volvió a reaparecer, pero esta vez revestía un carácter fúnebre.

El recuerdo de la esposa le dominó tan completamente, que comenzó a entregarse a ciertas demostraciones de dolor algo extravagantes, y las cuales hasta hicieron que dudasen de su razón las pocas personas que le trataban.

Apenas cerraba la noche metíase en su antigua habitación matrimonial, donde pasaba muchas horas contemplando una miniatura de su esposa que la representaba tal como era a los veinte años, o leyendo las cartas que ella le escribió durante el noviazgo, y que él guardaba con escrupuloso cuidado; y todas las mañanas encaminábase al cementerio del Padre Lachaise donde permanecía hasta mediodía sentado en el zócalo del pequeño panteón y contemplando con expresión estúpida la inscripción dorada que campeaba en la pirámide que le servía de remate.

Algunas veces la niña y la criada le acompañaban en esta excursión, y era un espectáculo extraño ver cómo María corría por las fúnebres alamedas de cipreses, persiguiendo una pelota, o para cargar su carrito removía con la pala aquella tierra impregnada del zumo de un mundo de cadáveres.

Sin embargo, eran muy contadas las veces que la niña asistía a ese extraño paseo, pues prefería ir al Luxemburgo, donde se divertía bajo la vigilancia de Tomasa y del señor García, que formaban una pareja inseparable.

Desde la muerte de doña María, aquel hombre humilde y bondadoso había aumentado su intimidad en la casa. La desgracia había estrechado los lazos que le unían con aquella familia de compatriotas.

El señor Avellaneda le miraba con más simpatía, apreciando sus continuas muestras de dolor por la muerte de su esposa, y le juzgaba indispensable, a causa de la atención con que cuidaba de la pequeña María y la paciencia con que sufría sus impertinencias infantiles.

A cambio de esto, don Ricardo transigía con que el santo varón continuara en su casa la tradición devota y llevara todos los días a María a las iglesias donde había fiesta importante y a ciertos conventos de monjas.

¡Qué humildad tan simpática la del señor García! ¡Con qué sencillez sabía hacer los mayores favores!

Su cara rubicunda y de belleza frailuna, su cabecita sonrosada y blanca y su cuerpo encogido, que se movía al compás de un paso vergonzoso y leve, como si temiera causar daño a la tierra con sus pies, le daban el aspecto de un ser inocente y virgen de todo mal pensamiento, justificando el epíteto de "santo varón" que siempre le había aplicado la difunta doña María.

Tanta era la humilde solicitud que mostraba con el señor Avellaneda, y, sobre todo, con la hija, que no parecía sino que había nacido exclusivamente para servirles.

Su complacencia con la pequeña llegaba al último límite. Con la sonriente impasibilidad de un esclavo sufría todas sus impertinencias, al par que su maestro era su juguete, y muchas veces, a pesar de toda su dignidad, propia de un hombre que era íntimo amigo del cura de San Sulpicio, visitante del arzobispo de París y asiduo concurrente a un caserón de la rue Vaugirard, donde se murmuraba que vivía el jefe de los jesuítas en Francia, no tenía inconveniente en montar sobre sus lomos a la pequeñuela y recorrer a gatas las diferentes piezas de la casa de don Ricardo, espoleado por la niña, que le golpeaba las caderas con sus pies.

Estas bondadosas condescendencias valíanle al señor García el afirmar más su prestigio en la casa y adquirir en ella una dulce autoridad, de la que apenas se daban cuenta sus amigos, pero que no por esto resultaba menos eficaz.

La educación de la niña estaba confiada al vejete, que por su método suave iba instruyendo a aquel pequeño ser enfermizo y de carácter caprichoso, que tan pronto se mostraba salvajemente huraño como cariñoso con exageración.

Hacía prodigios el señor García para ir iniciando dulcemente en aquella inteligencia, lo mismo atenta que distraída, los principios de una instrucción que más que a enriquecer el cerebro con gran caudal de conocimientos, se dirigía a despertar el sentimiento místico e idealista y a crear una exagerada devoción religiosa que degenerara en fanatismo.

La niña aprendía a leer en lindos libritos de cantos dorados y encuadernados en tafilete, donde con estilo melifluo y empalagoso se relataban estupendos milagros y se hablaba del amor a Dios, empleando mundanas comparaciones que hubieran hecho ruborizar a María, a tener más años y menos inocencia.

Aquella continua lectura y las entretenidas relaciones del señor García, que sabía mezclar en la conversación vidas de santos y santas, narradas en forma novelesca y en las que el diablo desempeñaba siempre el papel de traidor de melodrama, trastornaba el cerebro de la niña, que a los diez años soñaba en hermosas princesas que morían en el martirio antes que abjurar de su fe, y en bellísimos ángeles con armaduras de oro y rodeados de deslumbrantes resplandores que, aprovechando el silencio de la noche, descendían del cielo para depositar un casto beso, sobre la frente de las vírgenes cristianas.

Conforme transcurría el tiempo y crecía la niña, don Ricardo sumíase en su melancolía y descuidaba la educación de su hija confiando en la fidelidad de Tomasa y la amistad del señor García, y éste, aprovechándose de aquella apatía y del cariño que le profesaba María, procedía como un verdadero padre, disponiendo de su voluntad a su antojo.

La aversión que la pequeña mostró en otro tiempo a permanecer mucho tiempo en la iglesia, habíase trocado, merced a las sugestiones del cariñoso protector, en cotidiano y celestial placer, siendo los momentos más felices para María aquellos en que, arrodillada con todo el aire de una señora mayor, estaba en la iglesia arrullada por las melodías del órgano y contemplando aquellas imágenes que con sus ojos de vidrio la miraban fría e indiferentemente.

Mayor placer le causaban todavía las visitas a los conventos.

Tenía el señor García grandes amistades con las superioras de algunos de ellos, y allá iba una vez por mes acompañado de la niña, que ansiaba penetrar en aquellas destartaladas habitaciones impregnadas de ese olor "sui géneris" mezcla de humedad y de incienso, propio de las casas de religión.

Su viejo preceptor quedábase en el locutorio; pero para ella se abrían las puertas del claustro y pasaba de los brazos de una a otra monja, siendo acariciada por todas, y volviendo a casa con los bolsillos atestados de escapularios y golosinas.

La imagen del convento iba grabándose fuertemente en su cerebro.

Los trajes extraños de aquellas mujeres, su género de vida, el ambiente poético de su vivienda, y sobre todo la egoísta consideración de que encerrándose allí ganaba el cariño de Dios y se conquistaba el cielo, causaban gran impresión en el ánimo de la niña, y aún venían a aumentar la fuerza de tales sentimientos las palabras del señor García, que estaba elocuente al descubrir las delicias del claustro y lo bien vistas que eran en el cielo cuantas personas renunciaban al mundo encerrándose en aquél.

Hay que advertir que el santo varón, después de estas insinuaciones, se apresuraba a decir que tal género de vida no era para señoritas, que, como ella, tenían un padre a quien obedecer y cuidar y una gran fortuna de que disponer; pero tratándose de un carácter impresionable y terco como era el de la niña, tales cortapisas solo servían para exagerar sus propósitos y afirmar más en ella las primitivas ideas.

A los doce años María ya tenía adoptada su resolución.

Sabía, porque así se lo había dicho su preceptor, que el mundo era muy malo y estaba decidida a huir de él para encerrarse en uno de aquellos conventos donde podían vestirse trajes teatrales que no se usaban en las calles y comer golosinas deliciosas que no se encontraban en ninguna confitería de París.

Era aquélla una vocación ridícula, propia de una cabeza infantil en la que predominaba la imaginación; pero el señor García debía de tenerla por muy verdadera, ya que manifestaba cierta satisfacción y sólo hacía a la niña muy débiles objeciones.

El viejo devoto, a fuerza de bondadosas humillaciones y de serviles complacencias, había acabado por hacerse omnipotente en aquella casa.

A la hija la dominaba por la educación y el sentimiento, y al padre por la actividad.

La melancolía que se había apoderado de don Ricardo debilitaba su voluntad, hasta el punto de impedirle el ocuparse de sus negocios.

Poseedor de una colosal fortuna, cuyos bienes radicaban en España, y que tenía el deber de cuidar, pues pertenecían a su hija, causábale inmensas molestias el tener que ocuparse de la administración de las fincas, de los cobros y de la correspondencia con los arrendatarios, y creyó muy natural el confiar esta misión a su amigo el señor García, quien se encargó de ella después de varias excusas, negativas y salvedades propias de una conciencia escrupulosa.

Después de este encargo, el poder del viejo en la casa fué ya inmenso.

Vivía fuera, en un pequeño cuarto amueblado de la calle de los Santos Padres; pero exceptuando las horas de dormir, pasaba el resto del día al lado de aquella familia, que se había acostumbrado a considerarlo como un ser al que estaba ligada por lazos naturales e indestructibles.

Ponía el viejo devoto el mayor cuidado en la administración de los bienes de su amigo, y éste tenía tal confianza en él, que apenas si dirigía una mirada indiferente a los extractos de cuentas que mensualmente le entregaba.

Aquel hombre era la personificación de la modestia y el desinterés. Don Ricardo sacudía algunas veces su apatía para admirarle.

Era pobre; vivía tan modestamente que casi estaba en la indigencia; no contaba con otro medio de subsistir que los auxilios pecunarios que le daban los amigos y protectores que tenía en el clero, y a pesar de esto no quiso admitir la espléndida retribución que por sus servicios le daba el señor Avellaneda, conformándose, al fin, en aceptar un mezquino sueldo que él mismo se señaló.

Don Ricardo, admirado de aquel ser modelo de virtud, sentía decrecer en su ánimo la animadversión que de antiguo experimentaba contra las gentes devotas, y por no dar un disgusto al santo varón que tan noblemente se portaba, guardábase de oponerse a aquella educación exageradamente religiosa que daba a su hija.

 

Esta encontrábase ya en el momento crítico en que la savia de la vida rompe el capullo de la infancia y la niña se convierte en mujer.

Era la crisálida próxima a transformarse en mariposa y revolotear en la risueña primavera de la vida.

Todo sonreía a aquel pequeño y delicado ser, que no conocía las amarguras de la vida más que por las rutinarias arengas de su preceptor. Era rica, estaba mimada hasta la exageración y acariciaba una dulce esperanza que alegraba su porvenir.

María sonreía de felicidad al pensar que algún día iría a aquel país para ella misterioso que se llamaba España, que Tomasa le describía con tanto entusiasmo y cuya lengua hablaba en el seno de la familia, causándole sus palabras el efecto de una armonía arrulladora.