Tasuta

La araña negra, t. 2

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Kuhu peaksime rakenduse lingi saatma?
Ärge sulgege akent, kuni olete sisestanud mobiilseadmesse saadetud koodi
Proovi uuestiLink saadetud

Autoriõiguse omaniku taotlusel ei saa seda raamatut failina alla laadida.

Sellegipoolest saate seda raamatut lugeda meie mobiilirakendusest (isegi ilma internetiühenduseta) ja LitResi veebielehel.

Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

El conde agradeció con respetuosas inclinaciones de cabeza los ofrecimientos del jesuíta, y después de besar su mano se dispuso a salir acompañado del señor García.

Este procuró quedarse algo rezagado, y cuando Baselga estaba ya en la puerta, volvióse rápidamente adonde se hallaba el padre Fabián, que le miraba fijamente como adivinando que tenía algo que decirle.

– En aquella casa todo sigue lo mismo, reverendo padre.

– ¿Y la niña?

– No se niega a ser monja, pero tiene cierto empeño en retardar la entrada en el convento.

– ¿Hay acaso amoríos de por medio?

– No, reverendo padre. Si tal hubiese, lo sabría yo.

– Mirad que los viejos no tenemos buen ojo para apercibirnos pronto de estas cosas.

– Tengo absoluta certeza de que María no piensa en amores.

– Pues ved de emplear todos los medios para que la niña se decida en favor de la religión.

– Así lo haré, reverendo padre.

– ¿Y el señor Avellaneda?

– Sigue tan loco y meditabundo como siempre.

– Eso es menester – dijo sonriendo el jesuíta.

Él señor García besó devotamente la velluda mano que le tendía el padre Fabián, y se reunió en la antesala con el conde de Baselga, cuya apostura marcial y tez bronceada llamaba la atención de los clérigos franceses que aguardaban la audiencia del superior de los jesuítas.

Los nuevos amigos marcharon directamente a la calle de los Santos Padres, y la portera del señor García, vieja devota muy agradecida a éste, no por las propinas, sino por continuos regalos de estampas, medallas y escapularios milagrosos, les enseñó la habitación del primer piso, que estaba desalquilada.

Baselga manifestó que le agradaba la pieza y sus muebles, y aquella misma noche durmió en ella.

Cuando el señor García, que se había encargado de traer el equipaje del conde desde la fonda "El León de Oro", fué a retirarse a su cuarto, después de desear felices noches a su nuevo amigo, se detuvo junto a la puerta, y tras algunas vacilaciones, preguntó al conde con marcada curiosidad:

– Perdone usted mi impertinencia. Pero ¿tiene usted muy intimas relaciones con los jesuítas de España?

– El padre Claudio es mi mejor amigo, es mi protector, casi mi padre.

– Celebro que así sea, pues de este modo podrá ser más íntima nuestra amistad. Yo creo que nosotros, salvo la debida distinción de clases y el respeto que yo profeso siempre a mis superiores en la sociedad, somos algo más que amigos, pues bien podía ser que resultásemos hermanos.

– Creo que sí.

El vejete sonrió, y desabrochándose su raído chaleco, entreabrió la camisa, mostrando sobre una sucia almilla de franela un escapulario, en el que estaba bordado en vivos colores un corazón sangriento y flameante rodeado de una corona de espinas.

El conde le imitó, y desabrochando sus ropas, enseñó un escapulario igual.

– Perfectamente – exclamó el viejo sonriendo con alegría – . Los dos somos hermanos, y aunque sin votos, pertenecemos a la gloriosa Compañía de Jesús. De hoy en adelante nos trataremos con la confianza que debe existir entre dos buenos hermanos, entre dos soldados de Cristo, a los que la sociedad impía y revolucionaria llama "jesuítas de hábito corto".

VII
Lo que había sido de Baselga

¿Qué había sido del conde de Baselga después del día en que su matrimonio terminó de un modo tan inesperado y trágico?

Por consejo del padre Claudio, dióse de baja en la Guardia Real y fué a vivir en un rincón de Castilla, en aquel caserón señorial donde se habían deslizado los primeros años de su infancia y del cual apenas si se acordaba.

El complaciente superior del jesuitismo en España era para Baselga una especie de ángel bueno que velaba por él, y de aquí que atendiera todas sus indicaciones para cumplirlas con la sumisión inconsciente de un autómata.

Enterrado en aquel lugarejo, donde había nacido, Baselga vivía alejado del mundo, y si alguna vez sabía algo de la que ocurría en la corte, era por conducto del padre Claudio, que le escribía todos los meses, dándole muy buenos consejos y excitándole a la oración, exhortaciones que no hacían gran mella en su ánimo.

Su hija estaba en un convento de Madrid, y el buen jesuíta velaba por ella con tanto interés como administraba la mediana fortuna de la difunta Pepita Carrillo, cuyas rentas dividía anualmente en dos mitades. La más insignificante se dedicaba al mantenimiento de Baselga, que mensualmente recibía una cantidad que, unida al sueldo de comandante de cuartel que percibía, permitíale llevar una existencia de potentado en aquel mísero lugarejo, y la parte mayor y más cuantiosa se la embolsaba el padre Claudio por los gastos de administración y educación de la niña, verdadera dueña de aquellos bienes.

Baselga era casi feliz en su nueva habitación. Cazaba la mayor parte del día, por las noches echaba largos párrafos con el cura del lugar, más ignorante que él pues le reconocía gran superioridad intelectual y trataba a palos a los labriegos siempre que estaba de mal humor, ni más ni menos que si se encontrase en plena Edad Media y todavía fuesen un derecho los abusos feudales.

Algunas veces aquella tranquilidad que le proporcionaba la vida campestre desaparecía, pues los recuerdos del pasado venían a remover los vestigios de ambición que todavía quedaban adormecidos en su pensamiento.

El conde recordaba su feliz mocedad, cuando soñaba en llegar a general y adquirir gran renombre y cuando se creía próximo a realizar sus ilusiones, y al verse ahora postergado, solo, sin otro apoyo que el de los jesuítas y en lo mejor de su edad, casi en la misma situación de un veterano inservible, sentíase dominado por tremenda melancolía, y maldecía la memoria de la mujer que de tal modo había truncado su porvenir.

En aquella continua soledad, y rompiendo el obstáculo de una tenaz monotonía, el recuerdo de tres seres surgía en su memoria causándole diversos y encontrados sentimientos.

Pepita aparecía algunas veces en su imaginación, hermosa, atrayente y seductora, y su recuerdo producía en Baselga el despertar de adormecidos deseos, y el que resucitase aquella pasión que por tanto tiempo le había dominado.

El conde amaba todavía a su esposa, y si en algunas ocasiones maldecía su memoria, eran más las que se abismaba con placer en los recuerdos del pasado, y saboreaba su perdida felicidad.

La niña, aquel pequeño ser inocente que a los ojos de la sociedad pasaba por su hija, excitaba también algunas veces sus recuerdos; pero hay que confesar, en favor de los sentimientos de Baselga, que la pequeñuela, a pesar de su odioso nacimiento, no lograba inspirar al vengativo conde otra impresión que una tranquila indiferencia. No así el otro ser que continuamente ocupaba su pensamiento, y que era el mismo rey don Fernando, tipo odioso para el conde y que merecía toda la furia de su rencor.

Cada vez que Baselga pensaba en su soberano sentía que la sangre se agolpaba en su cerebro y crispaba las manos como disponiéndose a estrangularlo, cual si lo tuviera en su presencia.

Pensando en el rey se arrepentía de haber obedecido a su estimado padre Claudio, absteniéndose de dar un escándalo y tomar tremenda venganza; pero ya que en el momento le era imposible dar rienda suelta a su furor, proponíase tomar la revancha así que se le presentara ocasión no sólo contra el amante de su esposa, sino contra sus descendientes, si es que llegaba a tenerlos.

Así transcurrieron algunos años sin que el olvido que lleva consigo el tiempo lograra borrar de la memoria de Baselga tan tristes y tenaces recuerdos.

El primer día de cada año y el de su santo recibía el conde dos cartas de felicitación escritas por su hija, con un estilo dulzón y afectado, que delataban la carencia de espontaneidad y daban a entender que la educanda copiaba lo dictado por la superiora del convento.

Aquellas cartas no proporcionaban a Baselga ningún consuelo, y después de leerlas las arrojaba con indiferencia, dedicándose de nuevo a su vida monótona y despojada de todo sentimiento que no fuese el de venganza.

Aquella vida uniforme en un hombre nacido para la agitación y la lucha, en vez de debilitar el recuerdo de sus desgracias, sólo servía para excitar más en él las memorias del pasado y sumirle en una feroz melancolía.

Cuando llegó a aquel lugarejo de Castilla la noticia de la muerte de Fernando VII, Baselga sintió una impresión semejante a la de aquel a quien roban una cosa que considera próxima a adquirir.

Acariciaba la esperanza de que algún día la casualidad le pondría en camino de vengarse por su propia mano del hombre que le había deshonrado. El no sabía cómo podría realizarse tal milagro, pero tenía la certeza de éste, y por ello experimentó una tremenda decepción cuando supo que la muerte acababa de robarle su presa.

No tardaron en sobrevenir con gran rapidez nuevos acontecimientos.

Pocos días después de la muerte del rey recibió una abultada carta del padre Claudio, en la cual hacía éste un llamamiento a su amistad.

Los partidarios del infante don Carlos defendían con las armas en la mano, en las provincias del Norte, la causa de la iglesia.

La esposa y la hija de Fernando VII parecían decidirse en favor de la libertad, y usurpaban los "sagrados derechos" de Carlos V. Era preciso que todos los soldados de Cristo, todos los militares que fuesen fieles guardadores de su honor y amantes de la legitimidad monárquica, acudiesen en auxilio del desgraciado infante, que andaba errante y proscripto por países extranjeros.

Además, la Orden (esto lo repetía vanas veces en su carta el padre Claudio) exigía a todos sus amigos que tomasen parte en aquella campaña, que era en favor de Dios y de la religión.

No necesitaba de tantas excitaciones el conde de Baselga. Bastaba que el padre Claudio le mandase una cosa, sin explicación de ninguna clase, para que él la cumpliera inmediatamente, y además, la nueva guerra le proporcionaba ocasión para hacer daño a los descendientes del hombre que tanto había aborrecido.

 

Baselga transformóse repentinamente y volvió a ser el soldado audaz y ambicioso de otros tiempos.

La gloria militar apareció otra vez radiante y magnífica en su imaginación, y corrió a donde le empujaban sus pasiones y el mandato de aquella Institución a la que estaba íntimamente unido.

El padre Claudio había recomendado bien a su protegido y éste mereció en las filas carlistas un agradable recibimiento.

Zumalacárregui le dió el mando del primer escuadrón de Caballería que pudo organizar, y Baselga, procediendo unas veces como buen soldado y otras como un loco de fortuna, fué adquiriendo renombre entre los suyos y llegó a ser considerado como el coronel más valiente del ejército carlista.

Eterno adorador de la monarquía absoluta y de los reyes de derecho divino, profesó tanta veneración a don Carlos como odio había sentido contra su hermano, y al ajustarse el Convenio de Vergara, fué de los que no quisieron ceder y aconsejaron al Pretendiente la resistencia a todo trance; pero en vista de que éste no quiso acceder a sus belicosos deseos, se conformó a pasar por vencido, y trasmontando la frontera, entró en Francia en compañía de su desalentado soberano.

Seis años de continuo guerrear no le habían proporcionado otra cosa que las efímeras satisfacciones producidas por algunas hazañas; pero, a falta de la gloria soñada, aquella campaña había servido para amortiguar la melancolía de otros tiempos y devolverle gran parte del buen humor, la osadía y la satisfacción de sí propio, que tanto le distinguían cuando era subteniente de la Guardia Real.

Al establecerse en París y trabar amistosa relación con el señor García, en la forma que ya hemos visto, era el conde de Baselga un hombre, aunque maduro, de agradable presencia.

La guerra había fortalecido su cuerpo de atleta, y al broncear sus facciones, parecía haber petrificado, haciéndola inmodificable por el tiempo, aquella hermosura varonil.

Su cojera (recuerdo eterno del 7 de julio), en vez de afear su figura, contribuía a darla un aspecto más militar.

Baselga resultaba el tipo del soldado español, y con su marcial apostura recordaba a los guerreros del siglo XVII, aquellos arcabuceros ceñudos, atezados y fieros que formaban al frente de los tercios de Figueras y Requesens.

VIII
Realización de un sueño

Pasaron muchos días antes de que María, reponiéndose de la impresión experimentada, pudiera darse exacta cuenta de lo que la ocurría.

Fué en una tarde hermosa, risueña y de cielo despejado cuando vió por primera vez a aquel hombre.

En el Luxemburgo se realizó el encuentro, y fué tan rara aquella impresión, que a la joven le pareció que el paseo estaba transformado por arte repentina y mágica.

Aquella tarde le acompañaba su padre en el paseo. Por una inesperada rareza, el señor Avellaneda, que pasaba semanas enteras metido en su casa, y que si salía era tan sólo para visitar la tumba de su esposa en el cementerio del padre Lachaise, se empeñó en visitar su antiguo y favorito paseo y acompañó a su hija en unión del señor García.

Aquellos tres seres, al entrar en el Luxemburgo, ofrecían el aspecto de un extraño triángulo. El vértice era la juventud, la vida y la frescura, representadas por María, que, a pesar de sus trajes obscuros, monjiles y de horrible forma, estaba radiante de belleza, y detrás de ella, con acompasado y tardío paso, marchaban las dos fases de la vejez: la senectud risueña, sana y ágil del señor García, y la quebrantada, enfermiza y macilenta de don Ricardo Avellaneda, que, a pesar de tener menos edad, parecía mucho más viejo que su devoto amigo.

El encuentro se verificó en las inmediaciones del estanque.

María, que caminaba distraída, embebida en aquellos pensamientos románticos que tenían su imaginación en perpetua ebullición, se fijó de pronto en un hombre que estaba a la misma orilla del estanque, siguiendo con mirada distraída el incesante rizado con que el vientecillo agitaba la superficie del agua.

Nada tenía de extraño aquel hombre para llamar la atención, y, sin embargo, María, desde que puso en él sus ojos, no logró apartarlos, sin que pudiera explicarse el porqué de tal carencia de voluntad.

La joven, con el paso lento que le obligaban a guardar sus ancianos acompañantes, iba acercándose al punto ocupado por aquel hombre que, por estar casi de espaldas, no dejaba ver su rostro.

María seguía mirando con atención aquella figura gallarda y colosal, que a no ser por su melena a la moda y su levita verde botella, hubiera podido confundirse con la de una estatua clásica, y sin poder explicarse el porqué, deseaba ardientemente que volviera el rostro para poder apreciar si estaba en armonía con el cuerpo.

Ninguno de los "dandys" ni de los estudiantes melenudos que diariamente concurrían al paseo tenían el aire especial de aquel hombre a quien ella veía por primera vez en el Luxemburgo.

Pocos instantes faltaban para llegar a la orilla del estanque y, sin embargo. María se impacientaba por el paso tardo de sus acompañantes, que de vez en cuando se detenían para dar más firmeza a sus palabras con expresivos braceos. Un interés tan repentino por conocer a aquel hombre era propio de una joven nerviosa, caprichosa y muy dada a curiosear, sin duda por la vida casi monástica que observaba forzosamente.

Estaba ya la joven como a cincuenta pasos del desconocido, cuando cruzó el espacio que se extendía entre ambos un muchacho elegantemente vestido y de piernas vacilantes que, sonriendo como un pillete que hace una de las suyas, huía de la niñera que venía corriendo algo lejos, queriendo remediar con una exagerada solicitud un anterior descuido.

De pronto el niño vaciló en su impetuosa carrera, y… ¡cataplún!, cayó como una pelota, siendo acompañado en su caída por los gritos que lanzaron algunas personas sentadas en los inmediatos bancos.

María, por involuntario impulso, corrió a levantar del suelo a aquel audaz pequeñuelo que, con la cara sobre la arena, vociferaba y pataleaba desaforadamente; pero cuando ya se inclinaba para coger al niño, unos brazos robustos agarraron a éste levantándolo del suelo con la misma facilidad que un elefante levantaría una nuez.

Cuando María volvió a erguirse vió frente a sí al hombre que tanto le había interesado y que, con el niño en brazos, se entretenía en limpiarle con su pañuelo las lágrimas y el polvo, dándole de vez en cuando un beso para que callara.

La joven no se ocupó del niño y fijó su atención en el hombre, que, en cambio, parecía preocuparse más del muchacho que de la señorita que tenía delante.

Creyó María del caso decir algunas palabras de consuelo al niño, y preguntó al hombre si le conocía, pero vió con sorpresa que éste hacía esfuerzos como para entenderla, y al fin, en un francés ininteligible, y haciendo inauditos esfuerzos, contestó negativamente, diciendo que era extranjero y que le veía por primera vez.

En esto, nuevos individuos se unieron al grupo. Era la niñera, que por una parte llegaba jadeante y sofocada, y que tomó apresuradamente el niño en sus brazos, y por otra los dos viejos acompañantes de María.

Aquel hombre, al ver al señor García, sonrió placenteramente y se llevó la mano al sombrero para saludar a don Ricardo.

– ¿Usted por aquí, señor conde? – exclamó el viejo devoto – . No creía encontrarle en el paseo. Me imaginaba que usted estaría al otro lado del Sena, en el café donde acuden sus compañeros de armas.

María, al oír llamar señor conde al desconocido, que le hablaban en español y que le conocía su preceptor, pensó en las novelas que continuamente leía, y tuvo cierta satisfacción en ver que muchas veces pasa en la vida lo misma que en los libros.

– Señores – continuó el vejete con aire oficioso – : celebro haber encontrado una ocasión para que ustedes se conozcan mutuamente. Don Ricardo, este señor es el mismo de quien he hablado a usted varias veces: el señor conde de Baselga, coronel del ejército carlista, héroe de la pasada guerra, que ha tenido que emigrar. Vive en mi misma casa.

Avellaneda saludó con toda la amabilidad que le permitía su extraño carácter, y el señor García continuó:

– Señor conde, aquí se encuentra usted entre compatriotas y frente a un emigrado de diversa clase. Este señor es don Ricardo Avellaneda, ex secretario español del rey José, y esta señorita, su hija María.

La presentación estaba hecha en toda regla y Baselga contestó a ella con un marcial saludo que produjo en María una simpática sonrisa.

¿Conque aquél era el español emigrado que habitaba en la misma casa que el señor García? Nunca se lo había imaginado así la joven.

Su preceptor hacía más de un mes que le hablaba del conde de Baselga, pero como decía que su edad pasaba de cuarenta años, que cojeaba, que estaba muy desfigurado por las fatigas de la campaña, que tenía una hija en España que casi era casadera, y que a pesar de ser militar se mostraba muy temeroso de Dios y aficionado a las prácticas del culto. María se imaginaba que el tal conde era una especie de señor García, aunque acostumbrada a llevar uniforme, y tan fanático, rancio y empalagoso como éste.

¡Cuán grande era ahora su sorpresa al encontrarse con aquel hombre que, aunque no era un jovencito, atraía por su varonil hermosura, su mirada franca y algo fiera y su tipo caballeresco!

María, fijándose con infantil atención, especialmente en el bigote a la borgoñona y la perilla romántica de Baselga, recordaba a los héroes de capa y espada de las novelas de Dumas, entonces tan en boga, y comprendía que a una joven hermosa y apasionada (ella, por ejemplo) no le viniera mal ser cortejada por un hombre que parecía el símbolo de la fuerza y de la hidalguía.

La presentación sólo interrumpió el paseo breves instantes y el primitivo triángulo se deshizo, marchando ahora en fila los cuatro: María, silenciosa, y los tres hombres, hablando con cierto calor.

Al señor Avellaneda no le hacía mucha gracia tratar con un emigrado carlista; pero ya había transigido con ser amigo de un devoto santurrón como el señor García, y más simpatía le inspiraba aquel conde que procedía y hablaba con esa noble y natural franqueza propia del militar español.

Además, aquella tarde don Ricardo se mostraba más expansivo y hablador que de costumbre, y cuando tal sucedía se agarraba con ansia al primero que encontraba más cerca para molerlo a preguntas, que se repetían sin aguardar contestación y exponer sus peregrinas teorías, que algunas veces hacían dudar de la solidez de su cerebro.

El tema de su conversación, siempre que se encontraba locuaz, era regularmente los asuntos políticos de España.

Baselga, que era también algo hablador, especialmente desde que se encontraba en París, donde pasaba muchas horas sin más compañía que las paredes de su cuarto, entró de lleno en la conversación, y obedeciendo las indicaciones de su compatriota, expuso lo mejor que pudo su criterio sobre la política española.

Avellaneda no estaba conforme con él. ¡Qué había de estar! El era muy liberal, sí, señor, y por lo mismo que lo era se había ido en 1808 con los franceses, que llevaban a España el espíritu democrático y regenerador de la Revolución; pero ahora estaba ya desengañado y creía que la libertad era buena para todos los pueblos menos para el suyo.

– ¡Ah, los españoles! – exclamaba mirando a Baselga con aire de superioridad – . Créame usted a mí, somos mala gente, ralea de perdidos y de vagos incapaces de ser hombres, y que sólo estamos bien cuando tenemos un amo, que después de robarnos nos sacude buenos garrotazos. Aquel país está perdido, y por eso no quiero volver a él. Allí sólo tiene razón de ser el Gobierno de las coronas; allí sólo se cree la gente feliz cuando obedece a un canalla que lleva corona de oro o cuando aprende a ser imbécil oyendo los sermones de un granuja que ostenta corona eclesiástica en el cogote. España está dada a todos los diablos. Los españoles somos una horda de hijos de fraile, y aunque Dios se empeñara, nunca llegaríamos a ser un pueblo. ¡Si al menos la degollina de frailes de 1834 se repitiera cada año!

El conde absolutista oía con extrañeza tan terribles palabras, dichas con una sencillez abrumadora, y el señor García subrayaba la mayor parte de aquellas frases con su risita de conejo y alguno que otro guiño que hacía a su amigo como indicándole que no hiciera gran caso de las expresiones de Avellaneda.

María se aburría lindamente oyendo por centésima vez aquellas teorías de su padre, que no entendía ni le importaban gran cosa.

 

Lo que a ella no le parecía muy bien es que Baselga se mostrara preocupado por la conversación hasta el punto de olvidarse de que junto a él iba una señorita joven y no mal parecida, y que cumpliendo su deber de caballero bien educado, había de dirigirla alguna galantería y desvanecer con amable conversación el fastidio de aquel monótono paseo.

Por desgracia, el conde no parecía hacerla gran caso, y la conducta que observaba con ella no pasaba de una respetuosa galantería.

La joven no causaba gran mella en el ánimo de Baselga.

La única impresión que la presencia de María despertó en su ánimo, fué que dentro de poco tiempo tendría casi su mismo aspecto la hija de Pepita, aquella niña que a los ojos de la sociedad pasaba por suya y que estaba acabando su educación en un convento de Madrid.

Aquella tarde fué tan corta como todas las del invierno. Al debilitarse la luz del sol, comenzó el vientecillo a ser helado en demasía, y la gente, cubriéndose con los abrigos que llevaba al brazo, comenzó a abandonar el paseo al mismo tiempo que el tambor de la guardia del Luxemburgo, con marciales redobles, anunciaba en las frondosas alamedas que las verjas del paseo iban a cerrarse.

Aquel grupo que conversaba con esa fraternal intimidad de los compatriotas que se encuentran en extraño suelo, se dirigió a una de las salidas del paseo y entró en la rue Vaugirard, con dirección a la de Ferou, donde habitaba Avellaneda.

La acera era estrecha, no permitiendo el paso de frente más que a dos personas, y era peligroso andar por el arroyo, pues los faroles no estaban aún encendidos y había gran movimiento de coches.

Avellaneda se agarró a su viejo y devoto amigo, y Baselga, con aquella galantería caballeresca que en su juventud tan buena acogida le había valido en los salones de Palacio, ofreció su brazo a María, que marchaba delante.

¡Qué sensación tan profunda la que experimentó la joven! ¡Con qué arrollador impulso afluyó un torrente de sangre a su corazón! ¡Cómo se colorearon después sus mejillas!

Era la primera vez que se apoyaba en un brazo varonil que no era el de su padre, y en los primeros instantes tembló nerviosamente como si estuviera cometiendo una grave falta.

La tranquilidad de don Ricardo, que iba detrás hablando de su eterno tema y echando pestes sobre España y los españoles, le devolvió la calma e hizo que fijara toda su atención en lo que le decía Baselga con cierto tonillo paternal propio de un hombre maduro que se dirige a una niña.

El conde la preguntaba cosas indiferentes, sin duda para no caminar silencioso y con gravedad ridícula. No le importaba gran cosa lo que María pudiera hacer, ni si le gustaba mucho París, ni menos si deseaba volver a España; pero Baselga, para pasar el tiempo, juzgaba indispensable hacerla tales preguntas, a las que la joven contestaba con palabras entrecortadas y con voz temblorosa.

Aquellas timideces de la niña hicieron que el conde fijara más en ella la atención. Es difícil que un hombre se muestre indiferente sintiendo sobre su brazo el contacto de otro mórbido y femenil y teniendo a poca distancia de sus ojos una cabeza de perfil artístico e interesante, y esto fué lo que sucedió a Baselga, quien, contemplando fijamente a María a la dudosa luz del crepúsculo, la encontró muy hermosa y digna de que… él no, sino un tenorio de veinte años, hiciera por ella toda clase de locuras.

María, a pesar de su inexperiencia, guiada por ese instinto natural en toda mujer, adivinaba lo que pensaba su acompañante contemplándola y se ruborizaba, sintiendo al mismo tiempo que el corazón le saltaba en el pecho con la febril agitación de un pájaro en la jaula.

Baselga, para ocultar su naciente curiosidad, hacía las preguntas en un tono jocoso, y cada vez se mostraba más interesado en conocer los secretos de la niña.

María se alarmaba con aquel cariñoso interrogatorio. Había deseado hablar con aquel hombre, y ahora tenía miedo de continuar la conversación, aunque este temor no estaba exento de placer.

El pudor de María, aquellas preocupaciones de niña algo gazmoña y apegada a las prácticas monjiles se sublevaban ante las galanterías mundanas del antiguo palaciego. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué era aquello que le preguntaba? ¿Qué si tenía novio?

– No, señor conde, no. Yo no pienso en esas cosas. Soy muy joven, y además…

Aquí se detuvo María. Tenía reparo en decir a Baselga que el señor García, contando con su seguro consentimiento, pensaba hacerla monja. Esta era la verdad; pero ella… ¡vamos!, no lo decía, aunque la mataran. No era caso de que aquel hombre tan simpático, tan hermoso, que cojeaba tan graciosamente y que tenía el aspecto romántico de un héroe de leyenda, creyéndola dominada por el puro amor a Dios y las aficiones a la vida monástica, fuera a dejar de cortejarla, considerándola en adelante como una santurrona, amiga de tratar únicamente con gentes de sotana. Ella sería monja, porque así se lo había prometido a la Virgen y al señor García; pero antes, no le venía mal saber cómo era aquello que llamaban amor y qué placer causaba escuchar los juramentos de eterno cariño de un hombre acostumbrado a las furiosas cargas de Caballería y andar a cuchilladas a cada momento.

Baselga sólo supo que la niña no tenía novio, pero ignoró el "además" que María dejó en suspenso.

Cuando iba a preguntarla nuevamente el porqué de aquella causa para no amar, llegaron a la puerta de la casa que habitaba Avellaneda, y la pareja tuvo que deshacerse, entrando entonces, entre don Ricardo y el conde, la parte de ofrecimientos de habitación, apretones de mano e invitaciones de subir a descansar, cortésmente rehusadas.

– Ya lo sabe usted, señor conde. Aquí es su casa, y crea que este ofrecimiento es sincero. El señor García me conoce bien y sabe la franqueza con que procedo, además de que, entre compatriotas, debe existir verdadera fraternidad. Apreciaré que usted venga a menudo a visitarnos y que sea para nosotros tan íntimo como su viejo amigo. Venga usted cuando quiera; especialmente por la noche, y al calor de la estufa echaremos algún parrafillo sobre las cosas de España. Yo, si no me da el maldito dolor de gota, suelo ser muy tratable, y cuando estoy enfermo, siempre quedan en el comedor la niña, el señor García y Tomasa, una aragonesa bestia y fiel como la primera. Vaya, señor conde, ¡buenas noches! Ya sabe usted dónde encontrará siempre amigos, una taza de café y un rato de conversación.

Baselga contestó a la charla de Avellaneda, prometiendo que al día siguiente, por la noche, iría a visitar a sus nuevos amigos, y después de oprimir con alguna expresión la temblorosa mano de María, saludó a don Ricardo y al señor García, que, como de costumbre, se quedaba allí a comer, y fué a hacer lo mismo en su restaurante de la plaza de Saint-Michel.

Aquella noche durmió María con una dulce tranquilidad.

Algo tuvo que luchar para que el sueño se posara sobre sus ojos, pues la imaginación andaba como gato suelto por el interior de su cabecita, trastornándolo todo y despertando a zarpadas los más absurdos pensamientos.

La joven gozó largamente en pasar revista a todos los sucesos de la tarde. Pensó detenidamente en aquella perilla romántica, en los bucles de la negra cabellera, en el pantalón gris perla y la levita verde, y experimentó un regular disgusto al no poder recordar cuántos botones tenía ésta sobre el pecho.

Cuando el sueño comenzó a entonar sus ojos, apareció en pie, junto a la cabecera de la cama, aquella fantástica figura de paladín novelesco, creada por su imaginación al calor de las poéticas lecturas.

Pero aquella figura no tenía vagos contornos ni facciones indeterminadas como antes, pues su rostro era, en aquella noche, el mismo de Baselga; el cual, procediendo como un redomado pícaro, se había introducido sin más preámbulos en el corazón de la niña, tomando posesión de él como dueño y señor.