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La araña negra, t. 2

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IX
La pasión y el sentido común

Muy bien le pareció a Tomasa aquel nuevo amigo de la casa.

Y pareciéndole bien a Tomasa, acabó de parecerle inmejorable a todo el mundo, pues la rústica doméstica que, con la edad y el dominio que la daba la exclusiva dirección de la casa, se había hecho arisca y dominante, era la verdadera autoridad en aquel recinto, dentro del cual el dueño, o sea el señor Avellaneda, no tenía más valor que el de una sombra.

La aragonesa sentía irresistible simpatía por aquel señor, no se sabe si por esa tendencia inconsciente que las domésticas sienten hacia todo hombre de espada, o porque encontraba cierta similitud en su porte marcial y autoritario con el de aquel gendarme bigotudo que le hizo el amor cuando María lactaba todavía en los pechos de su madre.

– Vaya un señorón – decía Tomasa cada vez que visitaba la casa el conde de Baselga – . Basta mirarle la cara para conocer que es todo un personaje acostumbrado al trato de las gentes finas. ¡Con qué distinción hablan esos que son títulos! Tiene el mismo aspecto que el marqués de Melci, un señorón de mi tierra que iba vestido de general en la procesión del Corpus, y que llamaba la atención de todos por su seriedad y empaque majestuoso. ¿No te gusta a ti, María? ¿No encuentras que es muy simpático don Fernando? Ahora, nuestra tertulia de por la noche está más alegre, pues antes sólo hablábamos con el señor García, que es casi un santo, pero que resulta muy empalagoso con sus historias viejas y su miedo a las bromas un poco alegres.

Excusado es decir que María asentía a todas las afirmaciones de su antigua criada y que no tenía inconveniente en manifestar que Baselga era hombre muy simpático, por lo cual aguardaba siempre su llegada con gran impaciencia.

Alrededor de la gran mesa del comedor, y junto a la estufa ventruda que ocupaba un ángulo de la pieza, formábase todas las noches la tertulia, que evitaba a Baselga largas horas de aburrimiento en su casa o en el café, y constituía ya para él una cotidiana necesidad.

A las ocho entraba en la casa el emigrado carlista, e invariablemente, el comedor ofrecía a sus ojos todas las noches el mismo espectáculo.

Sobre la gran mesa, que acababa de ser despojada del mantel y los restos de la comida, Tomasa colocaba en correcta formación las tazas de café, la azucarera y una botella de ron; junto a la estufa, María se entretenía en hacer labor, levantando de vez en cuando la cabeza, en la que se veía una expresión de impaciencia mal disimulada; el señor García arreglaba mentalmente las cuentas de su administración, o se entretenía en canturrear, golpeando una taza con la cucharilla, y don Ricardo se paseaba en el reducido espacio que quedaba entre la mesa y la pared, con las manos en los bolsillos, tropezando a cada paso con las sillas. Aquello era, según la gráfica expresión de Avellaneda, para que la comida se bajara a los talones.

La entrada de Baselga producía una verdadera revolución en aquella pieza, sobre la que parecía pesar una atmósfera de monotonía y fastidio.

María se ruborizaba, y con una prontitud que en vano pretendía ocultar, corría su silla hasta la mesa, procurando colocarse cerca del recién llegado, como si temiera perder una sola de sus palabras; el señor Avellaneda rompía su forzado mutismo, y, como si se tratara de un parisién enterado de todos los chismes de la gran ciudad, entraba en conversación, preguntándole, con el rostro animado, qué se decía por París, y Tomasa acababa de reñir en la cocina con las dos criadas francesas, y después de servir el café ocupaba su puesto en el comedor, preparándose a saludar con tremendas risotadas el más insignificante chiste de aquel hombre tan simpático.

Baselga no podía explicarse la atracción que para él tenía aquella casa, pero lo cierto es que eran muy pocas las noches que faltaba a ella.

Sus compañeros de emigración, nobles como él, incapaces de mezclarse con gentes que no fuesen de su clase, le habían presentado en varias casas del barrio de Saint-Germain cuyos habitantes, descendientes en línea recta de los cruzados, daban una vez por semana recepciones, a las que asistía lo más florido de la antigua nobleza y del partido legitimista.

En dichas reuniones, su título de conde y el valor con que se había batido a favor del absolutismo, le valían grandes consideraciones y el contraer importantes amistades; pero esto no evitaba que se aburriera en aquellos salones vetustos, cuyo artesonado contaba siglos, y que prefiriese la sencilla tertulia de Avellaneda con toda su tranquilidad y monotonía y las audaces franquezas de la criada, que se mostraba más impertinente cuanto más cariñosa.

El conde estaba transformado, y las necesidades de la guerra, el continuo roce de las gentes de la montaña, que formaban su hueste, habían modificado completamente su carácter, acostumbrándole a tratar con marcial fraternidad y superioridad bondadosa a las gentes sencillas.

El, que en su juventud negaba el saludo, en Palacio, a los ministros de la época constitucional, por ser plebeyos, sin otro blasón que el del talento, y que creía que los criados eran gente inferior, digna únicamente de ser tratada a palos, sufría ahora todas las impertinencias de la francota Tomasa, y, hasta algunas veces, se dignaba decir algo para ella, con el solo propósito de que abriera su bocaza y diese salida a una de aquellas carcajadas que hacían temblar el techo.

¡Se encontraba tan bien el conde en aquel comedor! ¡Se respiraba en él tal ambiente de paz y de sosiego!

Baselga no podía explicarse el por qué, pero siempre que se sentaba junto a aquella mesa, acudían a su memoria los recuerdos más felices de su vida, y con los ojos de la imaginación se contemplaba tal como era después de casarse con Pepita, cuando pasaba las noches en el gabinete de su esposa, bailoteando sobre las rodillas la pequeñuela que creía suya.

El había nacido para la vida de familia. Le gustaban la guerra, la agitación, los accidentes inesperados, pero esto era tan sólo por una temporada más o menos larga; pero terminado el período de lucha, consideraba como una gran felicidad tener una familia y seres a quienes amar y que le correspondiesen.

¡Ah! ¡Si Pepita no le hubiese engañado! ¡Si aquella mujer no hubiese procedido tan villanamente, y si él no tuviese el genio tan feroz y arrebatado! ¡Qué feliz hubiese sido!

Además (seguía pensando el emigrado), ya se iba haciendo viejo, cualquier día perdería aquel aspecto, todavía juvenil, que le hacía ser mirado con interés por las mujeres, no pensaba volver a España, se quedaría para siempre en un país extraño, y si no constituía una familia, corría el peligro de arrastrar una vejez solitaria, triste y dolorosa; se exponía a ser un señor García, aunque con menos conformidad y valor, y morir una noche, en su cuarto, sin tener un alma caritativa que le auxiliase.

Estos pensamientos pasaban atropelladamente por la mente de Baselga, justamente cuando hablaba con más jocosidad o entretenía a sus amigos con el relato de sus campañas.

Aquella casa tenía el privilegio de despertar en él los instintos sociables y la afición a la familia.

Además, cuando, a media noche, se veía completamente solo en su habitación, sentía miedo y comprendía que era imposible vivir dentro de la sociedad tan independiente y aislado como en un desierto.

Cuando, después de su viudez, vivía solo en el caserón de sus padres, tenía al menos la ventaja de estar rodeado de gentes que le respetaban como a señor, o que le querían por haberle visto nacer; pero allí no tenía más amparo ni más amistad que la del señor García, viejo que, por su vida solitaria, era en extremo egoísta: o la de la portera, que refunfuñaba así que transcurría una semana sin propina.

Decididamente, las cosas no podían continuar así. Si fuera joven, si todavía no hubiera llegado a los treinta años, como algunos de sus compañeros de emigración, se dedicaría con ellos a la vida alegre y de crápula, tan hermosa en París, y que tanto distrae; pero este remedio a su soledad le resultaba imposible. Era ya demasiado maduro para entregarse a las locuras de la juventud, había sufrido demasiado para distraerse todos los días con los besos de las rameras y los vapores del vino, y, sobre todo no podía resistir tal género de vida, porque era pobre. La administración de los bienes de su hija debía ser asunto muy enrevesado y costoso, pues el padre Claudio se limitaba a remitirle una cantidad mezquina, que apenas si bastaba a cubrir, en París, las necesidades de una vida modesta.

El recuerdo de su hija vino a iluminar repentinamente el cerebro de Baselga, una noche que se revolvía en su cama impresionado por el ambiente de familia que respiraba cotidianamente en casa de Avellaneda.

Ya había encontrado la solución, y se extrañaba de no haber dado antes con ella. Ya no estaría solo ni carecería del cariño y del cuidado cuya necesidad se siente con más fuerza que nunca cuando se vive alejado de la patria.

Sacaría a su hija del convento y haría que viniese a París a vivir con su padre. El bueno del padre Claudio se encargaría de esta comisión, y el asunto era cosa de poco tiempo. Dentro de un mes estaría ya la niña en aquella habitación, o en otra más grande y cómoda, pues como no habría que pagar la pensión en el convento, el padre gozaría del producto íntegro de sus bienes.

¿Quién podría oponerse a esto? Nadie: él era el padre, y podía obrar como mejor le pareciese.

Baselga saboreaba ya su dicha y se felicitaba por su buena idea, cuando un pensamiento desconsolador vino a fijarse con tremenda tenacidad en su cerebro.

¿Qué cariño podría encontrar en aquella niña que no era su hija? ¿Cómo iba a amar a aquel ser, producto de la liviandad de su esposa? ¿No le estaría recordando a todas horas aquella mujer que tan tristemente había influído en su porvenir, y al regio amante a quien tanto aborreció?

 

No; era una verdadera locura traer la niña a París. Bien estaba en el convento, lejos, muy lejos del que ella creía su padre, y el cual nunca podía amarla.

Pero apenas Baselga adoptó esta resolución, que parecía salvarle de un peligro tan grave como era volver a las melancolías que le producía el continuo recuerdo de su pasada vida, surgió nuevamente y con más fuerza el temor de seguir viviendo completamente solo en el seno de una ciudad que, aunque populosa, resultaba para él un desierto.

No; él no se resignaba a seguir por más tiempo en tan anormal situación. Necesitaba tener a su lado un ser a quien adorar y hacer partícipe de sus alegrías y de sus tristezas. ¿Dónde buscarlo? He aquí el problema.

Al llegar Baselga a este punto en su nocturna meditación, una maldita idea, con la viveza de un duende, surgió del almacén de los pensamientos absurdos y se puso a danzar en su cerebro. Tanta impresión causó al conde aquel pensamiento inesperado, que no pudo menos de turbar el silencio de su alcoba, lanzando una ruidosa carcajada.

¡Vaya una idea diabólica! ¿Pues no acababa de ocurrírsele el casarse? ¿Y con quién? ¡Había que reirse!.. Nada menos que con una mujer que podía ser su hija: con aquella María Avellaneda, que tenía más aire de futura monja que de señora de su casa.

¡Buena pareja harían! De seguro que, a realizarse tal idea, la fidelidad conyugal añadiría un ataque más a los muchos que continuamente sufría en el mundo.

A Baselga le parecía imposible que hubiera podido ocurrírsele tal idea, y se avergonzaba de ella, lo que no impedía que siguiera acariciándola como si gozase en apreciar toda la cantidad de absurdo que encerraba.

¡Qué dirían sus compañeros de emigración y sus amigos jesuítas al saber que él pensaba semejantes barbaridades!

Tanto rumió el conde aquella loca idea, que al fin comenzó a encontrarla cierta naturalidad. Bien considerado, ¿no ocurrían todos los días casamientos tan desiguales como el que él se imaginaba?

Además, él no estaba viejo. Las penalidades de la guerra no le habían quebrantado mucho, y tenía una salud a toda prueba. Alguna que otra cana indiscreta comenzaba a marcarse en su cabeza; pero todo lo compensaba su figura, que no debía de haber desmejorado, a juzgar por la atención que merecía entre las francesas de vida galante.

Pensando en el asunto, Baselga comenzó a recordar detalles en que hasta entonces no había fijado la atención; y pensó, aun a riesgo de resultar presuntuoso, que a María no le era indiferente. Y si no, ¿por qué mostraba tal alegría por sus visitas? ¿Por que le dirigía tímidas reconvenciones cuando dejaba de asistir una sola noche a la tertulia del señor Avellaneda?

El conde, a fuerza de deducciones, llegó a considerar que la idea de casarse con María no era del todo descabellada; pero como el sentido común presentaba fuertes objeciones a sus propósitos, decidió entregarse al sueño, dejando para más adelante la resolución de aquel asunto.

Desde aquella noche Baselga no cesó de pensar en María.

Aquélla, que hasta entonces había sido para él una niña, a la que trataba con dulce indiferencia, fué agrandándose ante sus ojos y cobrando importancia, llegando a absorber todo su pensamiento.

El preocupado conde fué descubriendo en ella nuevas e inesperadas cualidades, y su hermosura, considerada ya a través de un prisma amoroso, le impresionó hasta el punto de proporcionarle un continuo insomnio.

Baselga comenzaba ya a sentirse enamorado, pero notaba que su pasión era muy distinta de la que en otro tiempo había sentido por su difunta esposa.

La presencia de María no le ocasionaba aquel escalofrío de excitación carnal que en pasadas épocas le arrancaba la incitante belleza de Pepita, y, bien sea porque la edad había envejecido la bestia insaciable que el conde llevaba dentro de sí, o porque la hermosura de la señorita Avellaneda era ideal, lo cierto es que Baselga sentía por ella una pasión dulce y tranquila, menos arrebatadora que la anterior, pero mucho más firme.

Al emigrado no le cabía ninguna duda de que estaba verdaderamente enamorado de María, y de que era difícil que se desvaneciera tal pasión; pero a pesar de esto, la idea de casarse le producía un sinnúmero de conflictos interiores y de continuas perplejidades.

Semejante a aquel padre de la Iglesia que decía sentir dentro de sí dos distintas y contradictorias naturalezas, Baselga sentíase agitado continuamente por dos diversas tendencias que le causaban un perpetuo malestar.

La pasión y el sentido común libraban en su interior una continua batalla.

El Baselga enamorado entregábase a las más risueñas ilusiones; por más que buscaba, no encontraba ningún obstáculo serio que pudiera oponerse a la felicidad soñada, y se veía ya casado con María, y hasta padre de hijos más legítimos que aquella niña que estaba en el convento de Madrid; pero tales pensamientos no prevalecían mucho tiempo, pues inmediatamente surgía el Baselga hombre práctico, conocedor del mundo y desengañado de él, que se echaba en cara su propia tontería y, para desengañarse, exageraba la diferencia de edad y todo cuanto pudiera oponerse al soñado matrimonio.

¿A qué lado decidirse? Esta era la continua preocupación del conde, que a cada momento acariciaba un pensamiento distinto, acabando por no adoptar resolución alguna.

Así fué transcurriendo mucho tiempo, y en casa de Avellaneda nadie se apercibió de lo que ocurría en el interior de Baselga.

María, con ese instinto especial de las mujeres, comprendía que el emigrado experimentaba una continua preocupación; pero estaba muy lejos de imaginarse que era ella el objeto de tales pensamientos.

Ya no se condolía el conde de su soledad, ni pensaba en casarse únicamente por tener a su lado un ser que le hiciera más llevadera la emigración.

Lo que a él le impulsaba hacia María era el amor, y como la verdadera pasión logra siempre acallar toda clase de preocupaciones, Baselga se decidió a declararse a la joven, aun a riesgo de caer en ridículo y sufrir una negativa que desvaneciera todas sus ilusiones.

El amor triunfaba del sentido común.

X
Declaración

¿Cómo supo María que era amada por el hombre cuya imagen no la abandonaba ni aun durante el sueño?

Fué en una tarde de primavera y en aquel paseo del Luxemburgo, que había sido el mudo y cariñoso testigo de todos los juegos y alegrías de su infancia.

Hermosa decoración, digna de la amorosa escena. El lindo paseo sacudía el manto de fría esterilidad con que el invierno le había aprisionado, y en las entrañas de su fresca tierra despertaban de su sueño de seis meses los fructíferos gérmenes que, estallando hacia arriba, se disponían a ver la luz en forma de verde follaje o de olorosas flores.

La savia, cuajada, comenzaba a bullir en las venas de los árboles, y, rompiendo la débil puerta de las tiernas yemas, cubría el ramaje hasta entonces negro, escueto y casi fúnebre, de verdes hojas que filtraban la luz fantásticamente y que, a la menor caricia del viento, se conmovían como una arpa eólica cantando, con interminable susurro, la embriagadora canción de la primavera.

Los perfumes de las primeras flores invadían el espacio y bajaban hasta el fondo de los pulmones, ávidos de aspirar las primicias de los besos de la hermosa estación, y los pájaros, cobijados hasta entonces en los aleros de los tejados, tímidos y medrosos, huyendo siempre del furioso viento, o recelando de la traidora nieve, bajaban ahora al paseo y, ebrios por los efluvios de la desbordada naturaleza, volaban en caprichosas evoluciones, posándose tan pronto en lo más alto de la balanceante rama, para saludar al sol con su balbuciente canto de niño, como descendiendo a los andenes del paseo, para acompañar con sus graciosos saltos la lenta marcha de los paseantes.

Aquella tarde, María llevaba por acompañantes a Tomasa y al señor García, pues su padre había querido aprovechar el buen tiempo para ir al cementerio del Padre Lachaise y colocar una corona de flores sobre la tumba de su esposa.

Baselga marchaba al lado de la joven, que, de vez en cuando, fingiendo distracción, le miraba con el rabillo del ojo.

María esperaba que en aquella tarde ocurriera algo que fuese para ella de gran importancia.

Era extraño, y digno de llamar la atención, el que Baselga, que no asistía más que de noche a su casa, se hubiese presentado aquella tarde con el pretexto de buscar al señor García, mostrando gran empeño en invitarla a un paseo por el Luxemburgo, a pesar de que a ella le parecía mejor quedarse en su habitación.

Además, el emigrado no tenía el aspecto de costumbre.

Mostraba cierta agitación desde que la criada y el preceptor quedaron algo más atrás, dejándolo solo al lado de María, y hablaba con aire distraído, como si le agobiaran importantes pensamientos, o estuviera fraguando un plan de gran trascendencia.

¡Pobre Baselga! ¡Que le sucediera eso a él cuando ya contaba cuarenta años y estaba cansado de saber lo que es el mundo!

El conde se encontraba desconocido. El, que tanto se había distinguido en los salones de Palacio, en Madrid; él, que había hecho el amor más por costumbre que por pasión, y había intentado la conquista, en su juventud, de cuantas mujeres halló a su paso, sentíase ahora impresionado ante aquella chicuela, ignorante y sencilla, que no tenía la astucia ni la doblez de las damas palaciegas.

Varias veces fué el emigrado a abrir la boca para espetar su declaración de amor: una solicitud muy bien pensada, pues no era caso de que un hombre de su edad y categoría fuese a declararse como un cadete, y otras tantas tuvo que detenerse, pues los pensamientos se borraron de su cerebro y no encontró palabras para expresarse.

Había más aún. El conde, que no era hombre capaz de sentir cortedad en ninguna ocasión, temblaba ahora al pensar que había de hablar de amor a aquella criatura que parecía tan distante de pensar en cosas terrenales.

¿Qué significaba aquello? Miedo a ser correspondido, a contraer compromisos y a casarse, no podía ser. El había pensado detenidamente el asunto, el matrimonio le era indispensable, y una boda con la hija de Avellaneda le convenía bajo todos los aspectos, hasta tratándose de conveniencia material, pues la joven era inmensamente rica, según él sabía por su amigo García y por el mismo padre.

¿De qué provenia, pues, aquel temor? El conde no podía explicárselo de un modo claro, y únicamente llegaba a comprenderlo adquiriendo la certidumbre de que estaba realmente enamorado, de que sentía una pasión de muchacho, de esas irreflexivas, melancólicas e infinitas que, aun a trueque de caer en el ridículo, se desahogan en forma de suspiros y versos.

Recordaba la pasión que en otro tiempo le había inspirado Pepita Carrillo, y comprendía que lo que experimentaba ahora era el verdadero amor. Al lado de María no sentía aquellas punzadas de brutal pasión que le acometían junto a su difunta esposa, y se abismaba en la contemplación de la serena belleza de la joven sin que la bestia carnívora le hiciera sufrir el menor estremecimiento.

Era aquello un amor romántico, una de aquellas pasiones que la literatura dominante obligaba a fingir a las gentes de moda, pero que Baselga sentía ingenuamente.

El emigrado conocía las aficiones poéticas de María, lo imbuída que estaba del espíritu romántico, y temía desagradarla con una declaración prosaica que diera a su persona un carácter vulgar.

María, por su parte, con esa percepción femenil tan delicada y atenta, adivinaba cuanto pensaba Baselga, y esperaba ansiosamente su declaración.

El conde se decidió, al fin. ¡Qué diablo! Pecho al agua… Además, aquella cortedad era indigna de un hombre de su clase.

Justamente María estaba hablando de lo feliz que se sentía aquella tarde, al ver que comenzaba a renacer la hermosa estación, tan adorada por ella a causa de su afición a las flores.

– ¿Y se considera usted completamente feliz, señorita?

– Hoy, don Fernando, me siento muy contenta.

– Luego la felicidad de usted sólo es momentánea.

– ¡Ay, don Fernando! Para ser yo feliz, para que mi dicha fuese perpetua, sería necesario que viviera mi madre y que mi padre gozase más salud.

– Es verdad. Está usted muy sola en el mundo. Su padre es viejo, no tiene más amigos que su criada y un anciano, pero esta misma falta de apoyo me ha hecho pensar detenidamente en usted y en su porvenir.

– ¡Cómo! ¿Piensa usted en mí algunas veces?

María dijo estas palabras con alegre acento que animó a Baselga, el cual, mostrando cierta extrañeza por que la joven ignorase la fuerza con que le había obsesionado, contestó con melancólica voz:

 

– Sí, María. Pienso mucho en usted, y me preocupa su porvenir. ¿Cómo no he de pensar?.. ¡Ah! ¡Si usted supiera!..

Por poco no se detiene Baselga y deja su declaración para más adelante, a causa de aquella cortedad que le dominaba; pero una mirada interrogante de María mató su silencio e hizo que el conde siguiera adelante.

– Sí, María. Yo me intereso por su persona más de lo que usted se cree. Es usted, por sus prendas físicas y morales, de las personas que inspiran interés a cuantos las conocen, y yo faltaría a mi deber de buen amigo si no procurara aliviar sus penas; y la pena más grande que usted sufre es la soledad en que vive y que mañana puede ser su peligro. ¿No puede morir pronto su padre? ¿No puede usted quedarse hasta sin el apoyo de su preceptor, ese viejo amigo de la casa? Necesita usted un sostén, un hombre que la adore y la defienda, y ese hombre…

Otra interrupción de Baselga. Aquella lengua siempre tan expedita y que aquel día estaba vacilante y estropajosa, causaba la desesperación de María, que aguardaba ansiosa el trueno final.

Por fin, el hombre siguió adelante y, lo que es más, habló con varonil resolución.

– María, yo no soy más que un soldado y tal vez me explique mal; pero tengo el mérito de hablar con noble franqueza. Ese hombre de quien hablo soy yo, que la amo hace ya mucho tiempo. En una palabra: ¿quiere usted casarse conmigo?

La joven bajó la cabeza con cierta confusión que no era fingida, pues la última parte de la declaración desbarataba todos sus pensamientos.

Aquello era ir demasiado lejos. Ella quería amar y ser amada; deseaba ser protagonista de una novela romántica con personajes de carne y hueso; pero lo de casarse le parecía demasiado y muy digno de pensarse.

Tanta era su preocupación poética, que no había pensado en que los amores firmes y consecuentes terminan siempre en la vicaría, y ahora se sentía confusa al pensar que Baselga no solicitaba únicamente ser su adorador, sino su marido.

Había que pensar aquéllo, porque si ella se casaba, ¿cómo iba a ser monja, tal como se lo había prometido a la Virgen y al señor García?

María estuvo mucho rato con los ojos bajos, ruborizada y mostrando confusión, al mismo tiempo que pensaba la respuesta que había de dar a Baselga.

El amor pudo en ella más que sus compromisos religiosos.

La posibilidad de que una respuesta negativa alejase para siempre a aquel hombre de su lado la alarmó de tal modo, que apresuradamente hizo con la cabeza una señal afirmativa y después se ruborizó aún con más fuerza, como avergonzada de su audacia.

El emigrado se consideró feliz con tal demostración, y fué tanta la alegría que le produjo ver aceptado su amor por María, que a no ser por lo próximos que iban los dos acompañantes de la joven, dejándose arrastrar por sus impulsos, hubiera estrechado sus lindas manos hasta estrujarlas.

Cuando aquella misma noche, después de la tertulia, Baselga y el señor García volvieron a su casa de la calle de los Santos Padres, el viejo notó en su amigo una agitación y unas demostraciones de alegría que le parecían extrañas.

– ¡Qué! ¿Hay buenas noticias de España? ¿Ha sabido usted algo de su hija?

– No es eso, señor García; es que estoy alegre… porque sí.

El viejo devoto estaba muy lejos de imaginar la verdadera causa de la felicidad que se retrataba en el rostro de su amigo.

Los amores de María y Baselga comenzaron siendo iguales a todos los que se desarrollan en idénticas condiciones.

Miradas apasionadas, cartas de amor deslizadas cautelosamente al ir a tomar el sombrero en la antesala y apretones de manos expresivos hasta el punto de descoyuntarse los dedos.

A Baselga gustábale aquel amor inocente y misterioso que le rejuvenecía; pero en ciertas ocasiones tenía por ridículos e indignos de su carácter todos aquellos tapujos y hablaba a María de abordar directamente la cuestión pidiendo su mano al señor Avellaneda.

Pero la joven, como si todavía fuese una niña temerosa de los azotes paternales, temblaba al escuchar tal proposición y se oponía a que su padre tuviera noticia de sus amores, dejando siempre para más adelante tal revelación.

Lo único que Baselga adelantó fué participar a la omnipotente Tomasa sus relaciones con María, y desde entonces la criada fué la medianera y protectora de aquellos amores.