Tasuta

La araña negra, t. 3

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Kuhu peaksime rakenduse lingi saatma?
Ärge sulgege akent, kuni olete sisestanud mobiilseadmesse saadetud koodi
Proovi uuestiLink saadetud

Autoriõiguse omaniku taotlusel ei saa seda raamatut failina alla laadida.

Sellegipoolest saate seda raamatut lugeda meie mobiilirakendusest (isegi ilma internetiühenduseta) ja LitResi veebielehel.

Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Quirós comenzó por mostrarse carlista y hacer, cuantas veces se hablaba de política en presencia del conde, apasionadas profesiones de fe en favor de la buena causa. Cada uno de aquellos ditirambos que soltaba en honor de la rama legítima de los Borbones y del absolutismo, acompañados de maldiciones a Fernando VII, valíale fijas miradas del conde, que le escuchaba sin romper su obstinado silencio.

El era carlista y no tenía inconveniente en decirlo en todas partes, así como en asegurar que si servía al legítimo gobierno de Isabel II era porque ésta, en su concepto, no tardaría en ser iluminada por Dios con la luz de la verdad, lo que haría que ésta entregase la corona a sus parientes, que era a quienes pertenecía. Además, él estaba empleado en el Ministerio de Estado porque así lo exigían sus correligionarios, pues desde su puesto podría servir mejor a los intereses del partido.

Aquellas declaraciones, unidas a ciertas oportunas muestras de interés, lograron conmover al conde, que, faltando a sus hábitos de misantrópica reserva, comenzó a dispensarle cierta confianza.

Baselga, después de muchos años de aislamiento social, experimentaba la apremiante necesidad de comunicar a alguien sus pensamientos y entablar una íntima relación.

Renacía el hombre en él, con todos sus naturales necesidades, y sus aficiones al estudio, así como el aventurado plan que hervía en su cerebro, algo perturbado, le obligaban a buscar un verdadero amigo en quien depositar sus locas ilusiones.

Quirós fué el primero que se acercó a él, y de aquí que le concediese toda su confianza.

El joven diplomático conquistó de tal modo el afecto de Baselga, que éste no tardó en considerar como necesaria su amistad, haciéndole partícipe de todos sus secretos.

Al principio el conde se limitó a relatarle sus estudios, complaciéndose en enseñarle, con la misma pasión del avaro al mostrar sus tesoros, la preciosa biblioteca militar que había logrado reunir; pero cuando el joven fué penetrando en su intimidad y se dedicó a visitar diariamente su gabinete de trabajo, le fué imposible a Baselga ocultar el plan grandioso a que dedicaba su existencia, y en un momento de abandono relató a Quirós su soñada conquista de Gibraltar.

El joven tenía gran dominio sobre sí mismo y sabía ocultar hábilmente sus impresiones; pero a pesar de esto, cuando el conde, con una calma olímpica, le fué explicando su plan, le faltó muy poco para exclamar:

– ¡Este hombre está loco!

Algún oculto propósito debía tener Quirós acerca del conde, por cuanto halagó tan locas ilusiones, incitándole a perseverar en el descabellado plan. Este era el medio más seguro para conquistar por completo su confianza.

Quirós aceptó con entusiasmo las ideas del conde, y fingiendo con aquella habilidad de farsante que tan irresistible le hacía, un amor sin límites a la patria, juró que ayudaría a su viejo amigo en tan santa empresa.

Desde entonces Baselga tuvo en el joven un auxiliar apreciable, al que dió bastante trabajo, pues por un capricho propio del que se encariña en una idea y quiere poseerla por completo, le hizo sacar copia de cuantos datos existían en el archivo de Estado acerca de la cesión de Gibraltar a los ingleses.

De este modo tuvo el conde un amigo íntimo, y Joaquinito Quirós fué en casa de Baselga un personaje considerado por todos casi como miembro de la familia.

XVI
El padre Claudio en campaña

Cuando menos lo esperaban los habitantes del palacio de Baselga, que vivían en una paz octaviana desde la partida de doña Fernanda, llegó un telegrama anunciando la próxima llegada de ésta, y a la mañana siguiente la baronesa, seguida de su doncella y llevando al lado al padre Felipe, que había ido a esperarla a la estación, hizo su entrada triunfal en el edificio, solemnizando su llegada con destempladas riñas al portero y a la restante servidumbre por su torpeza al subir las maletas y los innumerables paquetes que formaban su equipaje.

– Ya tenemos el diablo en casa – murmuró Tomasa, que perdió repentinamente su animación al ver el avinagrado gesto de la baronesa.

Aquella inesperada aparición preocupaba al ama de llaves, que con cierto fundamento esperaba que el viaje de doña Fernanda duraría algunos meses más. Su mirada escudriñadora fijábase con insistencia en la persona de la baronesa buscando en ella las huellas de una dolencia. Tenía el rostro muy pálido y su rubicundez se habia extinguido; pero el vientre que Tomasa miraba con descaro no presentaba ninguna señal denunciadora. ¡Y aquel viaje sólo había durado tres meses! ¿Se había engañado la doncella de doña Fernanda, y por su afán de inventar chismes habría atribuído a su señora aquel embarazo que ahora resultaba falso?

No era el ama de llaves mujer capaz de esperar pacientemente la resolución de sus dudas, así es que al ver cómo la doncella llevaba su equipaje a su cuarto, fué tras ella y sin preámbulos le preguntó lo que deseaba saber.

– Calle usted, señora Tomasa, que bastante hemos pasado. Los padres a quien fué recomendada la baronesa eran unos jesuítas franceses muy finos y alegres, que se interesaron por nosotros y tomaron a pechos el sacar a la señora de apuros. Yo escuché tras una puerta cómo un padre ya viejo y con aire de experimentado, le preguntaba un día qué prefería: tener un hijo a su tiempo y sin graves complicaciones, o buscar un aborto que suprimiese aquella criatura, viviente testimonio de su falta y que algún día la podía comprometer a los ojos de la sociedad. Ya sabe usted quién es esa mujer y su alma atravesada, que le permite no temblar ante los mayores peligros. Aceptó la última proposición, ganosa de salir del paso cuanto antes, aunque esto le costase la vida, y yo no sé qué diablos le darían aquellos padres tan listos, que a las pocas noches la baronesa púsose a morir, pero arrojó de su cuerpo el regalo del padre Felipe. El mes que yo he pasado cuidando a la señora, que estaba entre la vida y la muerte, no se le doy a pasar a nadie; pero, al fin, se ha puesto buena y algo me han valido mis penalidades, así como mi reserva.

Y al decir esto, sonreía irónicamente la charlatana doncella.

– Ahora – exclamó con acento cruel el ama de llaves – , otra vez a empezar, volviendo a las conferencias a puerta cerrada. Esa perra es insaciable y no escarmienta. ¿No la has visto llegar tan amartelada con el padrazo Felipe?

– Le telegrafió ayer ordenándole que saliese a la estación, y ese cura alegre parece estar enamorado de la señora a juzgar por la sumisión con que la obedece.

– ¡Valiente hermosura la de tu señora para enamorar a nadie!

Si la llegada de la baronesa había puesto de mal humor a Tomasa, no era menor la impresión que hizo experimentar a Enriqueta, que recibió a su hermanastra con la misma sonrisa forzada y violenta del esclavo que tras una larga ausencia vuelve a encontrar a un amo cruel.

Ella sabía lo que representaba en su vida aquel inesperado regreso de doña Fernanda, ¡Adiós los días tranquilos pasados en la casa paterna en adorable libertad, sin temor de oír la agria voz de su hermanastra, ni de obedecer sus tiránicas órdenes! ¡Adiós los alegres paseos por el Retiro apoyada en el brazo de Alvarez, y las interminables conversaciones amorosas! La educación férrea y monótona de una joven a quien se intenta dedicar a Dios, aparecía otra vez a los ojos de Enriqueta destacándose en un negro porvenir.

Desde el día en que llegó la baronesa volvió a restablecerse en aquella casa el antiguo sistema de vida. El padre Felipe hizo invariablemente su visita por la tarde; otros jesuítas, por pura cortesía, fueron una vez por semana a hacer tertulia a la baronesa, hablando de la maldad de los tiempos y de la necesidad de establecer el reinado de Dios; el padre Claudio apareció de tarde en tarde, siendo recibido con tantos honores como un soberano; Quirós continuó sus conferencias con Baselga acerca del famoso plan, y con la baronesa sobre administración de cofradías y fundación de otras nuevas, y Enriqueta fué otra vez la sierva de su hermanastra, la víctima propiciatoria de todos sus enfados, la “Cenicienta” de la casa, que pasaba como un ser insignificante, pronta siempre a temblar y a obedecer resignada todos los mandatos de aquello mujer que manejaba a su gusto su voluntad.

– Esa muchacha – decía siempre doña Fernanda al hablar con sus amigos, con la misma complacencia que el artista al tratar de la obra que ha modelado – carece en absoluto de libertad, y sin mis consejos y sin mi dirección no sé qué sería de ella en el mundo. La pobrecita no sirve para vivir en sociedad, y el día más feliz de su vida será aquel en que haga sus votos en el convento. Dios la llama y ella es feliz al pensar que Cristo la quiere por esposa.

En aquella tertulia de sotanas y levitas de corte clerical que todas las tardes se reunía en el salón de la baronesa, era artículo de fe que Enriqueta tenía una vocación sobrehumana a la vida religiosa, y la mayor parte de aquellos señores creían proporcionar a la joven un inmenso placer llamándola "la monjita", cuando por rara casualidad la encontraban en las habitaciones de su hermanastra.

La vocación de la joven fué un asunto que requirió toda la atención de la baronesa poco tiempo después de su regreso a Madrid.

Una mañana, cuando ella menos lo esperaba, se presentó el padre Claudio, que muy contra su voluntad engordaba de un modo vulgar, perdiendo en gallardía lo que ganaba en majestad.

Cada una de aquellas visitas llenaba de satisfacción a la baronesa, que conocía mejor que muchos individuos de la Orden el inmenso poder que aquel clérigo tenía en sus manos, y que manejado ocultamente, minaba todas las clases de la sociedad.

– ¡Oh! ¡Cuánto honor para mí, reverendo padre! – contestó Fernanda, rubicunda por la satisfacción – . Hace tiempo que no venía vuestra reverencia y temía el rogarle que pasase algún rato por aquí por miedo a turbarle en sus importantes ocupaciones.

 

El padre Claudio dió a besar su blanca y regordeta mano de obispo y contestó con amables sonrisas a todos los cumplidos que la baronesa le dirigía.

Cierto que por él no pasaban los años, pues, aunque aquella pícara obesidad le sofocaba, sentíase más fuerte que nunca; y al decir esto lanzaba miradas relampagueantes y extendía impetuosamente sus brazos como si quisiera atemorizar a algún misterioso enemigo con el que venía luchando por espacio de muchos años.

El padre Claudio estaba muy preocupado hacía algún tiempo por una idea que le obsesionaba. Aquel hombre que ocultamente desde el fondo de su despacho manejaba casi toda la nación, que intervenía en los asuntos palaciegos y que en varias ocasiones había logrado con sus manejos derribar unos ministerios y elevar otros, juzgábase postergado y la envidia y la ambición le hacían mirar como mezquina la posición que ocupaba dentro de la Orden.

Aquel cargo de asistente o vicario de la poderosa Compañía en España desempeñábalo desde su juventud y no podía menos de irritarse al ver que no lograba continuar la carrera de grandezas que tan fácil le había sido en sus primeros años de jesuíta.

A la edad en que muchos compañeros se contentaban con ser coadjutores, él dirigía los intereses de la Orden en España como dueño absoluto y sin tener que dar cuenta de su conducta a otro padre que al general que estaba en Roma. Algunos negocios afortunados, que dieron gran utilidad a la Compañía y que él llevó a cabo con una astucia y una sangre fría sorprendente, le habían valido una gran reputación en la Orden y el ser elevado a una dignidad que nunca habían desempeñado jesuítas de tan pocos años.

Tan rápida elevación había amortiguado en el padre Claudio su ambición inextinguible y transcurrieron muchos años sin que se le ocurriera al satisfecho jesuíta quejarse de su suerte; pero cuando fué entrando en la vejez, cuando por su edad veía ya sobradamente justificado el cargo que ejercía, quiso ser más y escalar el último puesto que quedaba dentro de la Orden.

Un vicario general de España únicamente podía aspirar a la dirección suprema de la Compañía en todo el mundo, y el padre Claudio quiso ser general de aquel negro ejército que tenía su núcleo en Roma y sus avanzadas en todas partes.

Sabía el importante jesuíta que debía ocultar sus miradas ambiciosas cuidadosamente, pues el hombre que desde Roma los dirigía a todos era un Argos de cien ojos, que mediante su misterioso poder, desde las cercanías del Vaticano, adivinaba los pensamientos del último jesuíta establecido en el Japón o en las más apartadas islas de Oceanía. Una indiscreción podía perderle, pues así como el generalato de la Orden era vitalicio y nadie podía destituir al general, una vez elegido, las asistencias o direcciones de las naciones a las cuales el lenguaje jesuítico, con su tendencia de unificación universal, llamaba provincias, eran puramente de gracia, y el poder supremo de la Orden podía destituirlo a él del vicariato de España apenas notara el más leve indicio de ambición o de intriga.

El general había tratado siempre con gran benevolencia al padre Claudio, haciendo justicia a sus facultades de dulce tirano y hábil intrigante, y, sobre todo, a aquella indiferencia en punto a procedimientos que hacía recordar a los Borgias cuando, en el entusiasmo del brindis orgiástico, deslizaban el veneno en la copa del vecino o, sonriendo como ángeles, daban de puñaladas. Nunca el general había demostrado intención de relevar al padre Claudio de su alto cargo, lo que no impedía que el vicario de España, cuando comenzó a sentir cómo se removía su dormida ambición, pensase en la conveniencia de hacer algo desde Madrid para que aquel viejo que estaba en Roma saliese del mundo de un modo más o menos trágico, dejando su puesto vacante a otro más joven, que podía ser él mismo.

Pero el padre Claudio sólo optaba por los procedimientos violentos en caso apurado, pues prefería aquellos otros nacidos de su astucia y que él preparaba hasta en sus últimos detalles con el exquisito gusto de un gran artista del mal.

El sabía algo de otros generales que habían sido envenenados por sus subordinados o expuestos al público envueltos en una sotana nueva para ocultar las puñaladas con que el cadáver tenía rasgado el pecho; pero todos estos medios le parecían propios de tiempos bárbaros; sentía una repugnancia de damisela al pensar en la sangre, y con aire de superioridad, sonreía considerando que era más fácil y seguro esperar pacientemente, teniéndolo todo preparado para lograr su deseo apenas el actual general, que tenía más de ochenta años, dejase de vivir.

El fallecimiento del general era cosa segura en plazo no muy largo, y el gallardo jesuíta pensaba dar antes un golpe que le proporcionara inmenso renombre en la Orden y que le facilitara su elección en Roma.

Un negocio afortunado que hiciera ingresar en las arcas de la Compañía muchos millones era el golpe que él necesitaba para preparar su elección de general, y por esto se acordó de la fortuna de los hijos de Baselga, que tanto había perseguido la avaricia jesuítica.

Lo que el padre Fabián Renard no había podido lograr, él lo conquistaría, consolidando de este modo su fama de hombre astuto e invencible en punto a procurar buenos negocios a la Orden.

Ya sabemos el sistema que el reverendo padre se proponía usar para ir despojando a los hijos de Baselga. Aquellos dos jóvenes, sobre los que tenía puestos sus ojos la Compañía, abrazarían el estado religioso y harían una donación de sus bienes a la Orden, que, correspondiendo a tal merced, los tendría toda la vida alejados del mundo y encerrados en un claustro donde podrían ganar el cielo.

Agitado por tales ideas hizo el padre Claudio su visita a la baronesa.

Era preciso acelerar el negocio y hacer que cuanto antes entrase Enriqueta en un convento.

No era el gallardo jesuíta amigo de preámbulos ni de artificiosos rodeos cuando hablaba con amigas tan íntimas y subordinadas fieles como lo era la baronesa de Carrillo, así es que inmediatamente abordó la cuestión.

Enriqueta tenía ya edad para entrar en un convento y aficionarse verdaderamente a las dulzuras de la vida monástica, preparándose a prestar sus votos. ¿Qué ganaba permaneciendo en aquella casa a la cual, aunque muy santa y muy cristiana, llegaban las murmuraciones del mundo? Enriqueta, permaneciendo como hasta aquel momento en continua relación con la servidumbre, corría el peligro de saber cosas que destruyeran su infantil inocencia; y tales aspavientos hacía el jesuíta al decir esto, de tal modo se horrorizaba aparentemente al pensar en la posibilidad de que alguna palabra indirecta se deslizase en sus virginales oídos, que no parecía sino que la casa de su padre era un lugar de perdición para la joven.

Doña Fernanda, como era su costumbre, siempre que oía al poderoso padre Claudio, asentía a todo y se mostraba dispuesta a obedecer sus órdenes.

– Ya lo sabe vuestra paternidad; yo soy su sierva espiritual, su humilde penitente, y estoy dispuesta a cumplir cuanto se sirva mandarme. Realmente esa niña no está muy bien aquí, pues aunque todas las personas que visitan la casa son buenas cristianas, el mundo se halla tan pervertido, que es fácil que se deslicen hasta aquí palabras y ejemplos que perturben a una joven prometida del Señor.

Y la amiga del padre Felipe, que a fuerza de rozarse con los jesuítas se había asimilado mucho de su meliflua elocuencia, aprovechó la ocasión para disertar ante su superior sobre la corrupción de la sociedad por sus tendencias impías, asegurando que la virtud estaba desterrada, ocultándose únicamente en las personas piadosas; ella, por ejemplo.

Los dos compadres en Cristo no tardaron en entenderse y quedaron perfectamente convenidos en lo que debían hacer.

Enriqueta entraría cuanto antes en un convento que designaba el padre Claudio, pero primeramente había que lograr el permiso de su padre el conde de Baselga, cosa que no creía tan fácil el director espiritual ni su penitente.

– Yo, reverendo padre, le anticipo con harto dolor mío que nada conseguiré. Mi padre me aborrece, esto bien lo sabe su paternidad, y yo sospecho el porqué, y, por tanto, no esta demanda, sino otra que le hiciera, me la negaría seguramente. Ya recordará vuestra reverencia que rotundamente me dijo que no el día que yo le indiqué la conveniencia de que Enriqueta fuese a educarse en el convento. Donde usted le ve, a pesar de sus alardes de religiosidad, yo creo que es todo un impío, y más ahora, que se ha dado de lleno a los libros.

– ¡Ah! ¡Los libros!.. ¡Mala cosa es eso!

Y el jesuíta decía esto con acento de distracción, al mismo tiempo que con la cabeza inclinada parecía reflexionar profundamente.

– Será mejor, amiga mía – dijo después de un larga silencio – , que yo hable al conde. Efectivamente, él no hace gran caso de la hija de su primer matrimonio y de seguro que le producirán más efecto mis palabras. Sin embargo, tratándose de un hombre como él, este asunto no debe llevarse precipitadamente. Conozco su carácter y sé que es preciso explorar primeramente sus intenciones e ir poco a poco convenciéndole de la conveniencia de dedicar a Enriqueta a la vida monástica, sobre todo si la vocación de la niña es segura.

– ¡Oh! En cuanto a eso no hay cuidado. La vocación es segurísima. Enriqueta no hace nada más que lo que yo la mando.

La baronesa hablaba de las aficiones religiosas de su hermanastra con completa seguridad, aunque nunca había logrado de ella una contestación categórica, ni se había tomado el trabajo de consultarla sobre aquel porvenir que la preparaba… ¿Para qué? Ella, la señora de aquella voluntad, tenía el poder de atemorizarla con una mirada o con un gesto, y creía ridículo detenerse a inquirir lo que pensaba aquel ser que había educado para una vida automática.

Desde aquella conferencia y después de haber combinado su plan el jesuíta y la baronesa, Baselga comenzó a sufrir un asedio del que tardó en darse cuenta.

Doña Fernanda, en la mesa o en las cortas entrevistas que ella buscaba, y de las que el conde procuraba zafarse cuanto antes, mostraba empeño en hablar del porvenir de Enriqueta en términos vagos para que su padre mostrara claramente sus propósitos, pero Baselga oía silencioso y distraído, no escapándosele nunca una palabra que demostrase su pensamiento.

En cuanto al padre Claudio, visitaba la casa con tanta asiduidad como en pasados tiempos, honor que ensalzaba la baronesa en su reunión, y del que se hacían lenguas sus contertulios, que sabían las múltiples ocupaciones que pesaban sobre el vicario de la Orden en España.

Todas las tardes iba el jesuíta a fumar algunos cigarrillos en el gabinete de estudio de Baselga, el cual, no considerando las cosas como su hija mayor, tomó al principio esta distinción por una solicitud fastidiosa que le distraía en sus ocupaciones.

Para colmar su aburrimiento, el amigo Quirós, con el que hablaba todas las tardes de su gran plan de conquista, depositando en él todas sus esperanzas y risueños optimismos, desde que el padre Claudio se dedicó a hacerle cotidianas visitas, dejó de acudir con tanta regularidad pretextando ciertos asuntos que tenía que despachar con urgencia en el ministerio, y el conde hubo de resignarse a permanecer horas y más horas con aquel sacerdote que nunca tenía prisa en irse, y que, siempre sonriendo, le molía a preguntas.

Pero era en todas ocasiones tan amable aquel padre Claudio, oía con tanta atención sus explicaciones sobre lo que estudiaba en los tratadistas militares, manifestaba tal entusiasmo por Malbourough, Montecucoli, Jomini y otros señores que a cada instante barajaba el conde en su conversación, que, al fin, éste comenzó a adquirir alguna confianza y recibir con más gusto las visitas del jesuíta.

Al fin, era un buen compañero, y en ausencia de Quirós, el conde experimentaba gran placer teniendo un compañero con quien hablar de su manía favorita.

Era un cura aquel oyente de aventuradas empresas militares; su ministerio, sus estudios y sus costumbres no le hacían muy adecuado para aquella clase de conferencias; pero… ¡qué diablo!, escuchaba con gran atención, y, además, Baselga adivinaba en el padre Claudio – como en otros tiempos – que había en su persona algo de caudillo, aunque de fuerzas menos ruidosas y francas que las del ejército, y en todos sus actos se traslucía la costumbre de mandar con ademanes imperiosos que no admiten réplica.

La confianza entre el conde y el jesuíta fué estrechándose rápidamente. Aquella frialdad con que Baselga había tratado al padre Claudio a raíz de su llegada de Francia, fué desvaneciéndose, y aunque el conde no volvió a ser como en su juventud, el admirador sumiso e irreflexivo del astuto jesuíta, le dispensó cada vez mayores atenciones, y llegó en sus conversaciones apasionadas hasta olvidarse de quién era aquel hombre y de las amenazas viles que usó para conservarlo esclavo de la Compañía.

 

El padre Claudio, en aquellas conferencias, con un disimulo que hacía honor a la astuta institución a que pertenecía, llevaba siempre la conversación a un mismo punto, que era invariablemente las desdichas de la patria, lo grande que ésta había sido en otros tiempos y la necesidad de volver por la integridad del territorio, reconquistando los puntos que los extranjeros nos habían arrebatado.

Un hombre más experto y observador que Baselga hubiera adivinado en su interlocutor el deseo de excitar las confianzas sobre un asunto determinado que conocía con anterioridad; pero el conde estaba muy preocupado con sus planes y los acariciaba con sobrado entusiasmo para fijarse en tales detalles.

Por fin, un día, en un rato de excitación patriótica, Baselga hizo traición a la reserva que se había prometido y relató al padre Claudio su plan sobre Gibraltar con todos sus detalles.

El jesuíta sonreía casi imperceptiblemente. Al fin lograba aquella confianza solicitada de tan diversos modos.

¡Cómo pintar el entusiasmo patriótico del padre Claudio! Primero quedóse perplejo, mostrando admiración y duda como si su inteligencia no alcanzase a comprender un plan tan colosal; después, su rostro se animó como a impulsos de excitación inmensa, y, por fin, abrazó al conde con nervioso impulso, diciendo, con acento entrecortado por la emoción, que Dios y la patria sabrían agradecer una empresa tan sublime.

Baselga se enterneció ante aquel arranque de entusiasmo patriótico, y llevado de un risueño optimismo, se dijo interiormente que aquel jesuíta era una buena persona, que si cometía alguna mala acción era indudablemente por exigencias de la Orden.

Desde que el conde hizo tales revelaciones no tuvo quien más atentamente se interesase por la realización de tal plan.

Todas las tardes iba, según su costumbre, a visitar a Baselga y se enteraba minuciosamente de sus propósitos, mostrando una admiración sin límites cada vez que su amigo le hacía una nueva confianza.

– ¡Oh! Esto halaga – se decía el conde al quedar solo – . Esto da nuevas fuerzas para seguir adelante. ¡Si todos fuesen tan buenos españoles como el padre Claudio! Después dicen que los jesuítas no tienen patria ni se interesan por otra nación que Roma.

Por su parte, el reverendo padre aumentaba el entusiasmo de su amigo, prometiendo hacer cuanto pudiese en favor del plan. El no sabía los servicios que podría prestar, pero tenía amigos en todas partes, y, ¿quién sabe si en Gibraltar encontraría alguien que quisiera entrar en la patriótica aventura?

Transcurrieron algunos días sin que los dos amigos hablasen de otros asuntos que la atrevida reconquista del Peñón. Quirós, siempre excusándose con sus trabajos en el ministerio, iba ya pocas veces al despacho de Baselga; pero éste se mostraba tan entusiasmado y satisfecho del padre Claudio, que consideraba ya al joven diplomático como lo que era realmente. Ya no veía en él un joven serio e ilustrado, sino un pollo insubstancial e intrigante, que a lo más le servía para sacar cuantas noticias deseara del ministerio de Estado.

El jesuíta tenía por su parte un plan marcado que iba desarrollando lentamente, y cuando creyó poseer la confianza de Baselga, abordó una tarde resueltamente el asunto.

– Supongamos, señor conde, que yo, como así lo espero, proporcione los elementos necesarios para la empresa, y encuentro gente dispuesta a dar el golpe sobre Gibraltar. ¿Quién se encargará de ponerse al frente de los que se apoderen de la plaza?

Baselga mostró en su rostro la misma extrañeza que si oyera a alguien dudar de su valor.

– ¡Quién ha de ser! ¡Yo! – dijo con sencillez heroica.

– ¿Y ha pensado usted bien las consecuencias que pudiera traerle un fracaso? ¿Ha considerado que en la aventura puede perder la cabeza? Las autoridades inglesas son inexorables con el que quiere arrebatarles algo de lo que poseen, y lo menos que con usted harían, si fracasa el golpe, sería ahorcarlo.

– Nada me importa eso – contestó el conde con frialdad – . He expuesto mi vida muchas veces, para que pueda sentir temor ante tales peligros. Yo iré al frente de los buenos españoles que intenten devolver Gibraltar a España, y si es que la suerte nos es adversa, ¿qué fin puedo ambicionar más glorioso que morir por mi patria, aunque sea de un modo infamante?

– Muy bien, amigo mío. Sigue usted siendo un héroe y la edad no ha amortiguado sus bríos. Pero es preciso que antes de acometer tan santa empresa, que tal vez le conduzca al martirio, piense usted en asegurar el porvenir de sus hijos.

– ¡Mis hijos! Gracias a Dios no tengo que pensar en ellos. Son ricos y su porvenir está asegurado. Además, dentro de pocos años tendrán ya edad para casarse y constituir familia.

– Pero entretanto, señor conde, reconozca usted que si por desgracia pierde la vida en esa empresa que vamos a realizar cuanto antes, la situación de esos dos jóvenes solos en el mundo, pues apenas si tienen familia, será apuradísima.

– Tienen a mi hija Fernanda, que por su edad y su experiencia, puede servirles de madre.

– No basta eso.

– ¿Pues qué quiere usted decir?

– De Ricardo nada. Al fin pertenece a nuestro sexo y para un hombre no es tan ruda la lucha que ha de sostener en la sociedad para mantenerse a cierta altura. Pero piense usted en Enriqueta. ¿Qué sería de ella al quedar huérfana?

– Sentiría mucho la muerte de su padre, mas no por esto quedaría desamparada. Tiene a mi hija Fernanda, y además, una joven rica como lo es ella, siempre encontraría entre mis parientes de la nobleza quien velara por ella. Esto sin contar que ya no es una niña, y que dentro de pocos años estará ya en estado para casarse con quien ella elija, siempre que sea un hombre perteneciente a su clase.

– Veo, señor conde, que no quiere usted atender a lo yo le propongo y que se forja ilusiones para no contemplar la realidad. Yo hablo del presente y del peligro que a causa del heroísmo de su carácter, corre su hija de quedarse huérfana.

– ¿Y qué quiere usted proponerme?

– Yo – dijo el padre Claudio preparándose a dar el golpe y revistiendo sus palabras de la mayor sencillez – pensaba poner a Enriqueta a salvo de todo infortunio y hacer que antes de que usted partiera para Gibraltar su hija quedase en un puesto de confianza donde se ocupasen de su educación, por cierto algo descuidada, pues la baronesa, ocupada en las empresas benéficas, a las que le arrastra su religiosidad, no puede pensar en la cultura de su hermana.

– Concrete más su proposición, padre Claudio – dijo Baselga con fría entonación.

– Pues bien; le propongo, haciéndome en esto intérprete de los deseos de la baronesa, que Enriqueta vaya a educarse en un convento de nuestra confianza.

El conde no era ya el mismo de momentos antes. El entusiasmo y la confianza que mostraba al jesuíta hablándole de empresas militares había desaparecido, y ahora escuchaba al visitante con fría reserva, lanzándole de vez en cuando una mirada escudriñadora que pugnaba por atravesar aquella astuta máscara, adivinando lo que existía tras la dulce sonrisa jesuítica.

Cuando el padre Claudio formuló su proposición, Baselga le miró fijamente y contestó con lentitud:

– Mi hija no será monja mientras yo viva.

– Ha comprendido usted mal – replicó con viveza el jesuíta – . Lo que yo propongo no es que Enriqueta se dedique a la vida monástica abandonando su familia; conozco bien el inmenso cariño que usted la profesa y sé que no es posible que consienta usted el separarse de ella para siempre. Lo que yo propongo es que Enriqueta ingrese en un convento donde se educan otras señoritas aristocráticas para permanecer allí segura mientras usted lleva a cabo esa obra sublime, tan meritoria a los ojos de la patria y a los de Dios.