Tasuta

La araña negra, t. 3

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Kuhu peaksime rakenduse lingi saatma?
Ärge sulgege akent, kuni olete sisestanud mobiilseadmesse saadetud koodi
Proovi uuestiLink saadetud

Autoriõiguse omaniku taotlusel ei saa seda raamatut failina alla laadida.

Sellegipoolest saate seda raamatut lugeda meie mobiilirakendusest (isegi ilma internetiühenduseta) ja LitResi veebielehel.

Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

– Lo que usted me propone es que mi hija entre en un convento como simple educanda para convertirse después en monja profesa y no salir jamás de él.

– ¡Señor conde! Me ofende esa suposición.

– Padre Claudio, ya sabe usted que nos conocemos y que hay entre los dos asuntos suficientemente graves para que no nos consideremos como unos extraños. Sé a dónde van a parar tales proposiciones, pues aunque no soy muy listo, adivino muchas veces lo que piensan las personas que me rodean.

– ¿Qué quiere usted suponer?

– Aún no se ha borrado de mi memoria el recuerdo de esa mujer tan amada.

Y al decir esto señalaba el conde a un hermoso retrato de María Avellaneda, única pintura que con sus tonos brillantes alegraba las sombrías paredes del despacho y los tintes obscuros de los estantes cargados de libros. El padre Claudio afectaba no comprender a Baselga.

– Esa infeliz – continuó éste – también encontró en París quien mostró empeño en meterla en un convento. ¡Parece esto la fatalidad que pesa sobre la familia Avellaneda!

Y a continuación añadió, sonriendo sarcásticamente:

– Muchas veces es una desgracia tener millones.

El padre Claudio se estremeció internamente. Aquel hombre, que él creía un monomaníaco sometido por completo a su voluntad, sabía adivinar los pensamientos de su interlocutor.

– Señor conde: me ofenden esas palabras, que no sé si creer injuriosas para mí y para la Compañía, pero aunque así sean, las perdono.

Reinó un largo silencio, que interrumpió al fin el jesuíta diciendo:

– Siento mucho que mi proposición le haya producido alguna molestia. Crea que yo siempre procedo guiado por mi afán de dar almas al cielo y de que no se turbe la paz de las familias.

– Gracias por el interés, padre Claudio; pero Enriqueta no necesita que se preocupe de su suerte otro que su padre.

El jesuíta quedó en silencio breves instantes, reflexionando, sin duda, sobre lo que acababa de oír, y después dijo con severo acento:

– Un padre cariñoso debe ante todo procurar la felicidad de su hija.

El conde movió la cabeza en señal de asentimiento y añadió:

– Eso no tiene duda.

– Y la felicidad de los hijos consiste indudablemente en que los padres no violenten su voluntad ni se opongan a sus deseos, siempre que éstos tengan un noble y santo fin.

– Todo eso lo sé hace ya mucho tiempo.

– Lo sabrá usted, señor conde; pero permítame que le manifieste que usted se está oponiendo a una sagrada aspiración de su hija.

– ¿Una aspiración de mi hija? – preguntó con extrañeza Baselga.

– Sí, señor conde. Enriqueta quiere ir al convento.

– Es la primera noticia que tengo – respondió Baselga con desdeñosa frialdad.

– No lo dude usted, y si quiere convencerse de ello, pregúntelo a la baronesa, que por haber educado a su hermana es la que conoce mejor su vocación. Enriqueta quiere ser monja.

– Ya va saliendo lo que esperaba. Usted mismo viene a justificar mi negativa a que Enriqueta entrase en un convento para perfeccionar su educación. Lo que yo he dicho antes: primero, colegiala, y después, monja. No está mal urdido el plan.

– Señor conde; hace usted mal en burlarse de ese modo y más aún en oponerse a que su hija siga las inspiraciones de Dios. Yo no digo que Enriqueta quiera efectivamente ser monja, pues a su edad la vocación es poco sólida; pero lo que sí aseguro es que quiere salir de aquí, pues se siente atraída por los místicos, encantos del claustro.

– ¿Está usted seguro? ¿Ha consultado directamente la vocación de mi hija?

– Sé cómo piensa por las relaciones de la baronesa, que es "la única persona que se preocupa de Enriqueta".

– Comprendo la intención con que acentúa usted tales palabras. Algo hay, en efecto, que me hace merecedor de tal censura. Mi dolor interno por la muerte de mi esposa, mi odio a la sociedad, y después mis aficiones, me han tenido alejado de mi hija, me han hecho ser mal padre, y he mirado con una indiferencia culpable todo lo que con ella se relacionaba; pero yo le aseguro a usted que esto no volverá a repetirse ni mereceré en adelante que se me tache de descuidado con mis hijos. Acabo de ver las consecuencias de mi indiferencia y sé el peligro que corre Enriqueta, de seguir más tiempo confiada a la dirección de su hermana. Quiero que en mi casa no mande otro que yo, y desde mañana voy a ocuparme de mi hija y así sabré la verdad.

– ¿La verdad?.. – preguntó con extrañeza el padre Claudio.

– Sí; la verdad. De seguro que cuando yo hable a mi hija no manifestará ésta tanta afición a la vida del claustro. Yo, padre Claudio, soy de los que creen que ninguna joven tiene gusto de que la entierren en vida, alejándola para siempre del mundo, y del mismo modo creo que si algunas infelices huyen de la sociedad y se encierran en esas casas es por contrariedades sufridas, que, aunque fáciles de reparar, son convenientemente exageradas por gentes sin corazón, que muestran empeño en robar a la nación futuras madres que podrían hacer la felicidad de otras tantas familias y dar a la patria hijos que la honrasen y la defendiesen.

El jesuíta puso en juego todo su mímico arsenal de gestos trágicos para demostrar su escándalo y su indignación, y dijo con voz balbuciente:

– ¡Pero señor conde! ¿Qué dice usted? ¡Tratar de ese modo a las instituciones monásticas y a las esposas del Señor! Esas ideas son impropias de un buen católico como todos le creen a usted, y únicamente estarían en su sitio en labios de uno de esos terribles revolucionarios que hoy combaten al Trono y a la Iglesia. ¿Acaso usted no cree en la verdad de las vocaciones religiosas? ¿Duda usted de que hay criaturas privilegiadas a las cuales llama Dios para hacerlas sus místicas esposas?

– No quiero discutir, padre Claudio. Soy católico y partidario de la Monarquía, y esto lo tengo bien probado; pero mis ideas las tengo muy arraigadas y ni usted ni toda la Compañía de Jesús en masa conseguirían que me retractase de esto que digo. Toda la vida he tenido por un absurdo que a una joven que apenas si conoce el mundo y que no se ha separado un momento de sus padres, se la encierre en un convento con el pretexto de querer librarse de los males de una sociedad que ni aun de nombre conoce. Comprendo que un hombre cansado de luchar con sus semejantes y fastidiado de las mentiras sociales, huya del trato con los humanos, y se refugie como eremita en un desierto por faltarle el valor para seguir luchando contra el mundo; pero encerrar en una tumba mística a una joven que conserva puras e intactas sus ilusiones y que empieza a vivir, es un crimen, entiéndalo usted bien, reverendo padre, es un asesinato moral del que Dios no puede menos que pedir estrecha cuenta.

El conde hablaba con acento indignado y en sus ademanes nerviosos adivinábase que estaba sintiendo aquello que decía.

El jesuíta conocía perfectamente el carácter de Baselga y sabía que en tales instantes discutir ideas en él tan arraigadas equivalía a comprometerse en una discusión acalorada e iracunda que fácilmente podía tener como final el arrojarse a la cabeza, como postreros argumentos, los libros del despacho y aun los muebles.

– ¿De manera – se limitó a decir el sacerdote – que se niega usted a acceder a los deseos de su hija?

– Sí; me niego y me negaré siempre. Usted, como sacerdote, cumpla su obligación trabajando para arrebatar una mujer más a la sociedad y hacerla entrar en la vida mística; yo como padre cumplo mi deber oponiéndome a que mi hija sea infeliz alejándose para siempre, en la edad de la inexperiencia, de un mundo en que sufrirá muchas tristezas, pero no por esto dejará de encontrar mayores alegrías. Dios crió a la mujer para que el mundo no se extinguiera, y con ella estableció la base de la familia. Evitar que la mujer sea madre es ir contra Dios. ¡No olvide usted esto, padre Claudio!

El jesuíta fué a contestar a estas últimas palabras, pero se detuvo, y como si una idea favorable acabase de surgir en su cerebro, púsose a reflexionar mientras Baselga le contemplaba con desdeñosa superioridad.

El hombre que por tanto tiempo se había considerado como esclavo sumiso de aquel jesuíta que le mandaba con aire sonriente, aunque con despótica autoridad, enorgullecíase ahora al ver cómo su tirano quedaba vencido momentáneamente.

Parecía que el padre Claudio iba a disparar su último tiro contra aquella voluntad rebelde, pues después de contraer su rostro con aquella sonrisa especial propia de los momentos difíciles y que hacía temblar a cuantos le conocían íntimamente dijo con voz melosa:

– El señor conde, al hablar así, olvida una cosa de gran importancia.

– No sé qué cosa pueda ser.

– De seguro que el conde de Baselga no querrá romper sus relaciones con la Compañía de Jesús.

– ¡Yo!.. ¿Por qué?

– El señor conde pertenece a ella, pues hace muchos años figura en su clase de hermanos seglares.

– No pienso negarlo. Buena prueba de ello es que sobre el pecho llevo el escapulario que nos permite reconocernos a los hermanos aun en los más lejanos países.

– Recuerde, pues, el hermano, ya que así le place llamarse – dijo el jesuíta con tono de autoridad – , que al entrar en nuestra Orden hizo voto de obediencia a sus superiores, y que yo, como su superior supremo en España, le ordeno me obedezca para mayor gloria de Dios y en nombre de nuestro padre general.

Y el jesuíta, al decir esto, se erguía en su asiento y extendía la diestra con aire bizarro, adoptando una actitud lo más imponente que le permitían sus facultades de actor. Pero al conde le causó poca impresión aquel arranque de autoridad que el padre Claudio creía irresistible, pues encogiéndose de hombros se limitó a contestar con frialdad:

– ¡Bien! ¿Y qué?.. ¿Para qué se me recuerda mi voto de obediencia?

– Para que acate usted mis órdenes y no se oponga a la vocación de su hija.

 

– ¿Es que la Compañía, no contenta con disponer del individuo para mayor gloria de Dios, ha de intervenir también en asuntos puramente de su familia?

– La Compañía interviene en todo, siempre que sea en bien de la religión, y puede, con perfecto derecho, como usted ya sabrá por haber leído nuestra Mónita secreta y los comentarios de nuestros más célebres escritores, aconsejar al hijo que niegue la obediencia a su padre y hasta que lo mate, siempre que éste le incite a desconocer y abandonar la fe católica.

– Siempre me ha parecido eso un crimen; pero, aparte de ello, en el presente caso no tienen ninguna relación esas leyes; yo no incito a mi hija a que abandone su religión, pues lo que hago es oponerme a que me la roben. Que ame Enriqueta cuanto quiera a Dios, que sea un modelo de religiosidad y devoción, no me producirá ninguna molestia; lo que yo no quiero es que ella sea monja.

– Pero ella quiere serlo, y en tal conflicto, la Compañía, siempre benéfica con el débil y con la virtud, debe colocarse al lado de la hija y frente al padre que quiere violentar una santa devoción.

– La Compañía se colocará donde le dé la gana – contestó rudamente Baselga, que ya comenzaba a cansarse – ; pero como yo soy el padre y no doy mi permiso, tendrá que considerarse vencida. Si Enriqueta quiere ser monja (lo que dudo mucho), que espere a ser mayor de edad, cuando no será ya indispensable mi consentimiento.

– ¿Quiere usted que llamemos a la niña y a doña Fernanda? Usted mismo le preguntaría sobre sus aficiones, y la contestación que ella dé será el mejor medio de que usted se convenza de la injusticia con que se opone a su vocación.

– No es necesaria esa entrevista. Conozco muy bien, padre Claudio, el sistema que se emplea para obsesionar débiles inteligencias y los risueños colores con que se presenta la vida del claustro para seducir la viva imaginación de las jóvenes. Mire usted a esa infeliz – y el conde señaló el retrato de su esposa – . Ella, en un momento de alucinación, arrastrada por pérfidos consejos, abandonó la casa de su padre y entró en un convento de París sin dejar por eso de amarme y de desear ser mi esposa. También ella pasaba como joven de vocación para el claustro y, sin embargo, bastó que su padre le permitiese ser mi esposa para olvidar inmediatamente todas las dulzuras monásticas. Mi hija presiento que debe de hallarse en el mismo caso. Conozco a la baronesa de Carrillo, sé cuan terribles son sus manías religiosas, y de seguro que ha trabajado mucho para decidir a Enriqueta a que abrace una vida que le repugna. ¡Quién sabe si hasta la habrá maltratado! Yo hablaré a mi hija y de seguro que leeré en su interior adivinando lo que piensa.

– Según eso, ¿se niega usted a cumplir su voto? ¿Desobedece usted a la Compañía?

Y el padre Claudio, al decir esto, tomaba una actitud amenazadora que irritaba a Baselga, el cual no podía sufrir ninguna imposición.

– Sí, ¡vive Cristo! – gritó el conde – ; la desobedezco ahora y siempre que intente inmiscuirse en asuntos que le son ajenos. Las cosas de mi casa sólo a mí me competen, y desde ahora digo que lo pasarán muy mal los que intenten mezclarse en mis asuntos e inciten a mis hijos a que desobedezcan a su padre.

Baselga estaba terrible al decir esto y agitaba en el espacio sus enormes manos de un modo poco tranquilizador; pero el jesuíta no por esto perdió la serenidad. No era valor lo que faltaba a aquel Borgia del jesuitismo; así es que, como si no advirtiera las embozadas amenazas del conde, siguió adelante en la agitada conversación.

– Piense usted que al negarse a obedecer a la Compañía, rompe usted con ella toda clase de relaciones.

– Lo siento; pero por esto no he de cambiar en mis propósitos.

– Al abandonar de tal modo a la Compañía, ésta debe responderle del mismo modo, y, por lo tanto, retirará el manto protector que había tendido sobre usted.

Baselga hizo un gesto como indicando que no comprendía qué protección era aquélla.

– Usted, señor conde, tiene en su vida algo que ocultar y existen pruebas que pueden comprometerle seriamente. ¡Quién sabe lo que a usted podrá sucederle el día que nuestra Orden no esté a su lado para prestarle su protección! Recuerde cierto papel firmado por usted que, de hacerse público, le produciría grandes disgustos.

El conde esperaba aquello desde que la conversación tomó un giro tan hostil, pero a pesar de que la amenaza no le sorprendía, no pudo menos de murmurar:

– Ya entra otra vez en danza el maldito papelucho.

Baselga tenía ya adoptada una resolución irrevocable. ¡Vive Dios! ¿Creía acaso aquel jesuíta que a un hombre como él se le tenía sujeto toda la vida y se le hacía danzar como un mono por la fuerza de un documento comprometedor suscripto en un instante de dolorosa ceguedad? ¡No y mil veces no! Ya estaba cansado de que el padre Claudio lo manejase como un recluta, y antes prefería la deshonra que seguir siendo esclavo de aquel tenebroso poder que comenzaba a serle odioso. Además, se trataba de la suerte, del porvenir de su Enriqueta, aquella hija hermosa y delicada cuyo rostro le recordaba el de la difunta María, y su deber era oponerse tenazmente a un plan que labraba su infelicidad.

En la súbita resistencia del conde entraba también por mucho la esperanza de que aquella arma que el jesuíta pretendía esgrimir contra él resultase inservible. ¿Qué peligro podía correr si el padre Claudio entregaba secretamente a la justicia aquel documento en que se confesaba autor de la muerte de su primera esposa? Podía negar la autenticidad de su firma; podía solicitar el auxilio de la reina, que le consideraba mucho (tal vez por haber sido carlista), amenazándola, en caso de una negativa, con hacer más públicas de lo que eran las relaciones de su padre Fernando VII con Pepita Carrillo; y, finalmente, se consideraba con cierta impunidad pensando que, en caso de un proceso, el padre Claudio aparecería como cómplice por haber borrado del cadáver de la baronesa todas las señales de muerte violenta.

Baselga, en un rápido vuelo de su imaginación, vió todas estas circunstancias favorables y se sintió tranquilizado. Aquel documento resultaba terrible cuando él era el amante de María Avellaneda y temía que ésta, al saber la trágica historia de su matrimonio, cambiase el cariño que le profesaba por repugnante aversión; pero ahora no eran iguales las circunstancias, y el conde se reía interiormente de aquel puñal mohoso, sin filo ni punta, con que pretendía amenazarle el padre Claudio.

– ¿No contesta usted? – preguntó éste, en vista del silencio de Baselga.

– Nada tengo que decir. Usted me amenaza en nombre de la Compañía, y yo ahora y siempre me burlo de ella y de usted cuando se trata de asuntos que únicamente a mí me competan.

– Pues allá veremos lo que sucede. Yo rogaré a Dios que no tenga usted motivos para arrepentirse de su temeraria resolución.

– Ruegue usted cuanto quiera; dispuesto estoy a sufrir cuanto venga; pero no olvide usted algunas oraciones para los que me ayudaron a ocultar con astutas artes lo que yo había hecho en un momento de obcecación.

El padre Claudio no pudo menos de reconocer que aquel golpe estaba bien dado, y que el conde de Baselga no era tan simple como él se imaginaba.

Lo que él creía un cordero resultaba un león que, con sus zarpas poderosas, hacía retroceder al domador.

La sorpresa que experimentó el jesuíta ante aquella transformación inesperada fué grande; mas no por esto se dió por vencido, y fué necesario que reflexionase largo rato para convencerse de que por el momento no disponía de ningún medio de persuasión para vencer la terquedad del conde.

¿Había él por esto de abandonar su empresa y resignarse a que los millones de Avellaneda no fuesen a parar a las arcas de la Orden? Su porvenir iba en ello, y para realizar su suprema ilusión, que era el generalato de la Compañía, necesitaba poner todas sus facultadas en aquel negocio y salir triunfante de él como de otros más difíciles.

Abismado en sus reflexiones permaneció el jesuíta mucho tiempo, mientras Baselga, satisfecho de su energía, y conmovido aún por la ira que le había producido aquella discusión, afectaba una fría severidad, fijando sus ojos en el libro que sobre la mesa tenía abierto.

De vez en cuando el jesuíta parecía detenerse en sus reflexiones y lanzaba sobre Baselga rápidas miradas en las cuales notábase un odio inmenso contra aquel hombre fuerte que, escudado en su amor de padre, sabía resistir lo mismo las seducciones que las amenazas.

A pesar del rencor que demostraban aquellas furibundas miradas, el reverencio padre, transcurridos algunos minutos de profundo silencio, tosió como si fuese a hablar, y después de pasarse las manos por la frente repetidas veces, como para ahuyentar molestas preocupaciones, dijo a Baselga con acento cariñoso:

– La verdad, señor conde, es que, a pesar de nuestra edad, hemos procedido como dos niños, llegando hasta a insultarnos y amenazarnos en un asunto que no merece que tan antiguos amigos se enemisten.

– Usted lo ha buscado, reverendo padre.

– Admito el ser culpable del disgusto y le pido me perdone. Usted comprenderá que, en nuestro estado, son fáciles estas intemperancias. Nos encariñamos con la idea de servir a Dios y llevar almas al cielo, aun a riesgo de enemistarnos con las personas a quienes más queremos. Además, la suerte de la hija de un amigo tan íntimo como usted lo es me inspira un interés demasiado vivo, y de aquí que yo haya estado tan imprudente. Vaya, señor conde, olvidemos el disgusto y démonos la mano como verdaderas amigos.

– No tengo inconveniente en ello.

Y el conde avanzó su mano de no muy buena gana. Tenía motivos para conocer al jesuíta; su rencor no se desvanecía tan fácilmente como el del padre Claudio y temía que aquel súbito arrepentimiento fuese tan hábilmente fingido como la mayor parte de sus afectos.

– Sería una falta imperdonable – continuó el jesuíta – que por cuestiones de apreciación sobre el porvenir de Enriqueta, se enfriase una amistad tan antigua como es la nuestra, y más hoy que trabajamos juntos en una causa santa velando por el honor de la patria. No olvidemos que nos hemos propuesto volver por la dignidad de España.

El jesuíta excitó hábilmente el recuerdo de la reconquista de Gibraltar, empresa que, momentáneamente, había olvidado el conde.

Apenas Baselga recordó aquella sublime aventura que le dominaba desde tanto tiempo antes, desvanecióse el disgusto que la acalorada polémica le había producido, y en sus ojos volvió a reflejarse aquel entusiasmo de iluminado que le rejuvenecía.

El padre Claudio comprendía, indudablemente, que con su actitud de superior despótico, adoptada poco antes, había dado un paso en falso descubriendo prematuramente sus intenciones, y se proponía volver a conquistar la confianza de Baselga, mostrando un entusiasmo sin límites por su patriótico plan y prometiendo ayudarle con más éxito que nunca.

Más de dos horas pasó el jesuíta hablando de Gibraltar y animando al conde a acometer la empresa, describiéndole la plaza y sus defensas con un optimismo que hacía sonreír a su oyente. A todos gusta verse halagados en sus ilusiones, aun cuando se reconozca la falsedad de la apreciación.

Los ingleses, según el padre Claudio, tenían instintos de topo y sólo sabían minar, hasta el punto de que el Peñón era una esponja, y el día en que hiciesen fuego las baterias durante algunas horas… crac, el monte se vendría abajo dejando sepultada a toda la guarnición. La cosa no era difícil, y para un hombre de tanto corazón como el conde de Baselga apoderarse de Gibraltar era una empresa sin importancia.

Parecía que por la boca del padre Claudio hablaban los autores de los antiguos libros de caballerías, y que Baselga era uno de aquellos adalides de la Tabla Redonda, que de una lanzada desbarataban un ejército o de un papirotazo echaban al suelo los muros de las plazas más fuertes.

El jesuíta no se contentaba con adular, pues guiñando un ojo y moviendo la cabeza con expresión de hombre poderoso, aseguraba al conde que no estaba solo en tal empresa. La Orden tenía amigos allí donde existen católicos, y en la guarnición de Gibraltar figuraban siempre muchos irlandeses, soldados fieles al Papa y obedientes a los representantes de Dios. El ya estaba en correspondencia con algunos oficiales irlandeses y… ¡quién sabe lo que saldría de aquellas relaciones!

El padre Claudio daba a entender con sus gestos que había aún más de lo que decía, pero que se veía obligado a callar por no hallarse el asunto terminado.

Aquello puso de buen humor al conde. Conocía el inmenso poder de la Compañía, y sabía que si ésta le ayudaba en su empresa conseguiría aquella adhesión de los soldados irlandeses, lo que haría que su triunfo fuese seguro.

 

Cuando el jesuíta se despidió del conde, éste, aunque pensaba hablar a su hija de su supuesta vocación, no guardaba a aquél ningún rencor; tanto le habían conmovido las promesas del poderoso auxilio.

Diéronse las manos con el mismo afecto de siempre, y hasta Baselga rogó al jesuíta que fuese a visitarle con la asiduidad acostumbrada, haciendo caso omiso de aquella "ligera nubecilla".

Había ya cerrado la noche, y al poner el padre Claudio el pie en la calle volvióse con movimiento instintivo a mirar los balcones del pequeño palacio, y por sus ojos pasó aquel relampagueo fugaz que tan horrible le hacía.

– ¡Ya las pagarás todas juntas, miserable! – murmuró – . Veremos si por mucho tiempo te burlas de la Orden y te niegas a obedecerla, comprendiendo al fin que hoy ningún mal puede causarte el papel comprometedor.

Y después de desahogarse con estas palabras, masculladas como si fuesen las de una oración, se embobó en su manteo, y dijo con la tranquilidad del que prepara un negocio:

– Esta noche escribiremos a Gibraltar al hijo de James Clark, nuestro antiguo agente.