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La araña negra, t. 3

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XVII
Un tesoro de amor descubierto

Al día siguiente doña Fernanda estaba furiosa, llegando su abultado rostro a un grado tal de rubicundez, que parecía próximo a estallar.

El descubrimiento que acababa de hacer la ponía fuera de sí, y tanta era su indignación, que cuando, cansada de pasear con ademanes de fiera enjaulada por aquel salón de colorido conventual donde reunía su tertulia se sentaba en un sofá y estrujaba con nerviosas convulsiones aquel abultado paquete de cartas, parecía la clásica y viviente estatua de Medea agitada por una rabia loca.

¡Quién iba a imaginarse aquel escandaloso hecho! ¡Quién podía pensar que una muchacha tan recatada y silenciosa como era su hermanastra tuviera tales secretos y se atreviera a sostener unos amores que deshonraban aquella santa casa!

La baronesa no podía menos de celebrar su intuición, para la cual no pasaba inadvertido ningún detalle.

Aquella mañana, al dirigirse al comedor doña Fernanda, había visto a Enriqueta al extremo del corredor leyendo atentamente un papel, que ocultó apresuradamente al ver que se acercaba su hermanastra.

Esta sintió tentaciones de perseguirla en su huída para exigirle que le presentase aquel papel sospechoso; pero por un misterioso y repentino impulso prefirió dejarla escapar como si comprendiese que de otro modo malograba un precioso descubrimiento.

La baronesa almorzó con bastante tranquilidad, fijando de vez en cuando su inquisitorial mirada en Enriqueta, que aquel día era también objeto por parte de su padre de una extraña solicitud. Era que Baselga buscaba un momento favorable para hablar a su hija sin que pudiera apercibirse de ello doña Fernanda.

Esta tenía ya formado su plan, que quería ejecutar cuanto antes, y encargó a Tomasa que acompañase a misa a la señorita, pues a ella, por cierto malestar repentino, le era imposible cumplir esta obligación que diariamente se imponía.

Fuese Enriqueta con el ama de llaves, metióse Baselga en su despacho, e inmediatamente la baronesa, con cierto aire misterioso, y asegurándose antes de que nadie la veía, se introdujo en la habitación de Enriqueta, dispuesta a registrarla con tanta escrupulosidad como un corchete del Santo Oficio.

Allí había misterio y ella pensaba descubrirlo inmediatamente. Aquel papel que tan apresuradamente había ocultado Enriqueta era para la baronesa (sin que ella pudiera explicarse el porqué) la prueba concluyente de que en la habitación de la joven había otras cosas que ella tenía interés en conservar secretas.

¿Habría amores de por medio?

Doña Fernanda, al pensar en esto, sintió un escalofrío de indignación. No era posible que una joven tan recatada y destinada a ser monja cometiese la imperdonable falta de sostener amores ocultándose de su familia. Eso no podía hacerlo nunca una señorita que había recibido una educación tan escrupulosa.

La baronesa, paseando su mirada por aquella habitación que presentaba aún el desorden propio de las horas anteriores a la diaria limpieza, se tranquilizaba y sentía que sus sospechas se amortiguaban.

Nada había en aquel cuarto que revelase el amor y el femenil deseo de agradar. La blanca cama, con sus sábanas arrugadas y en desorden, que aún conservaban la huella de la durmiente, no exhalaban perfumes voluptuosos, sino el olor acre de salud, propio de un cuerpo sano, rebosante de vitalidad juvenil, y sobre el mármol del tocador, dos peines, una pastilla de jabón y un botecito de agua de Colonia, que apenas si contenía media docena de gotas del oloroso líquido, demostraban la pobreza que en su embellecimiento observaba Enriqueta. Aquella miseria ruda en punto a artes de hermosearse, aquella carencia completa de los mil y un objetos propios de una joven aristocrática, y que hacían parecerse la habitación a la de una infeliz obrera, eran, según la baronesa, el medio ambiente que convenía a una señorita que con el tiempo había de vestir de estameña y abandonar a media noche las duras tablas del lecho para ir a cantar al coro.

La pobreza de la habitación la tranquilizaba e iba recobrando su confianza al no ver ninguna carta arrugada y mojada en lágrimas sobre el velador, ni tomos de poesías abiertos en los pasajes más sentimentales. Allí no había amor, sino devoción, mucha devoción, como lo probaban los devocionarios y los pliegos de oraciones que se apilaban sobre la mesilla de noche al lado del candelabro de cristal.

Pero… ¿y el papel? ¿Y aquel papel misterioso que Enriqueta había ocultado presurosamente?

Doña Fernanda, después de mirar bajo la cama, en los cajones del tocador y hasta dentro de la mesilla de noche, iba ya a retirarse cuando se fijó en una cajita antigua, brillantemente maqueada, que estaba sobre el velador.

Tantas veces había visto la tal cajita, que por una distracción nacida de la costumbre no se fijaba en ella ni pensaba en registrar su interior como lo había hecho con los demás escondrijos del cuarto.

El brillo del negro barniz atrajo su mirada, y entonces, la baronesa, con movimiento instintivo, la tomó en sus manos y la agitó, sonando dentro de ella el "frú-frú" de muchos papeles al rozarse.

La baronesa abrió desmesuradamente sus ojos para manifestar su sorpresa.

Allí estaba el misterio; aquellos papeles eran, indudablemente, los que ella buscaba.

La caja estaba cerrada, pero su pequeña cerraja era un insignificante obstáculo para la baronesa, poco escrupulosa cuando se trataba de satisfacer su curiosidad.

Con unas tijeras hizo saltar la dorada chapa de la cerraja, y, al abrirse la tapa violentamente, cayeron al suelo un gran número de cartas, esparciéndose sobre la alfombra.

La baronesa no pudo reprimir un grito de júbilo. Su rostro tenía la misma expresión del inventor que, después de muchas fatigas, logra realizar un descubrimiento.

– ¡Ah! He aquí lo que buscaba.

En una rápida ojeada abarcó todas aquellas cartas que estaban esparcidas a sus pies. Las había en papel de diversas clases; unas estaban amarillentas y manoseadas, como delatando una tenaz y apasionada lectura, y otras, que eran las menos, estaban blancas y tersas, como si hubiesen sido encerradas en la cajita momentos antes.

Aquéllas eran, indudablemente, las últimas que habían llegado, y por esto doña Fernanda, que de un golpe quería enterarse del contenido de aquellas cartas escritas todas en la misma letra, recogió la que le parecía más moderna, y, acercándose a la ventana púsose a leer:

"Cielo mío: Ayer te seguí cuando ibas a misa con tu tía. No sé si me verías. Iba yo a alguna distancia y recatándome, pues todo se perdería si me viera ese "zuavo pontificio" que no te deja a sol ni a sombra…"

La baronesa se detuvo e hizo un gesto de extrañeza.

¡Zuavo pontificio! ¿Quién sería el tal zuavo?.. ¡Ah! Ya comprendía. Era un apodo que le ponía aquel infame incógnito.

Doña Fernanda hizo un gesto horrible. ¡Ya le daría ella al insolente, a tenerlo entre las manos como a sus cartas!

La devota siguió leyendo, y cuando terminó la carta, cogió otra, leyendo en cinco minutos más de una docena.

Sentíase invadida por una terrible fiebre, y la indignación le hacía leer con una celeridad pasmosa, sin escoger entre las cartas antiguas y las modernas. Tan vehemente era su deseo de enterarse de los amores de Enriqueta y de saber quién era el hombre que con aquella pasión trastornaba todos sus planes.

La baronesa, al leer cada una de aquellas hipérboles amorosas o los juramentos de eterna pasión, no podía menos de torcer la boca con un gesto de rabioso desdén, propio de una solterona desgraciada que nunca había merecido tales floreos.

– ¡Dios mío! – murmuraba con voz entrecortada – . ¡Qué tonterías tan horribles! Sólo una muchacha tan tonta como Enriqueta puede envanecerse con tales requiebros. ¿Qué es esto? ¿Versos también? Vamos, este señor Esteban Alvarez es una alhaja. Ahora resulta poeta. Pero, ¿quién será este hombre?

Y la baronesa, siempre leyendo, hacía esfuerzos por adivinar quién era el adorador de su hermana, sin que las cartas le diesen ninguna luz que satisficiese su curiosidad.

Por fin, al leer una de las cartas que, por estar más ajada que las otras, demostraba su antigüedad, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa. Ya sabía quién era aquel incógnito adorador, ya había surgido de aquel fárrago amoroso que ella calificaba de variaciones sobre el mismo tema la personalidad del hombre que había osado poner sus ojos en su hermanastra.

"Nunca olvidaré, vida mía – decía aquella carta – , el feliz instante que te vi por primera vez. Hoy, paseando por el Retiro, recorriendo aquellas alamedas por las que yo iba siguiendo las huellas de tus pasos, recordaba aquella hermosa mañana de invierno en que yo iba tras de ti arrastrado por una fuerza irresistible, hasta el punto de hacer caso omiso de las furibundas miradas de tu “simpática” y “amable” hermanastra. Por cierto que aún recuerdo el piropo que me lanzó el "zuavo pontificio" cuando os acompañé hasta la puerta de vuestra casa."

No necesitó doña Fernanda leer más para saber quién era el adorador de Enriqueta; tenía la baronesa buena memoria, e inmediatamente recordó con todos sus incidentes la mañana aquella en que un militar insolente las siguió por todo el Retiro, llegando hasta la calle de Atocha.

Estaba ya convencida de que el tal Esteban Alvarez era el capitán que tan insolente se había mostrado con ella, y esto aumentaba su indignación. Lo mismo se hubiera enfurecido al saber que Enriqueta mantenía relaciones amorosas con un duque millonario; pero al pensar que un capitán de modesto origen había logrado cautivar el corazón de su hermanastra, aumentaba su rabia.

A su indignación de beata, que veía como mujer enamorada a la que pensaba dedicar al claustro, se unía el sagrado fervor de una mujer noble que se enorgullecía de su bastardía y de tener sangre real en sus venas, ante un amor desigual y deshonroso para una linajuda familia.

 

Más de media hora permaneció doña Fernanda como clavada en el centro de la habitación y sin fuerzas para continuar aquella lectura que le producía escalofríos de furor, y por fin, como haciendo un supremo esfuerzo, se arrancó de aquel sitio y, llevando sobre ambas manos en arrugado paquete las cartas comprometedoras, se dirigió a su salón, esperando impaciente la llegada de Enriqueta, a la que deseaba confundir.

La indignación contra aquella "mosquita muerta", como ella decía, era inmensa; pues al pesar que le producía el amoroso descubrimiento uníase el haber sido engañada durante tanto tiempo por aquella muchacha que ella creía poco menos que idiota. Al pensar que aquellos amores duraban ya cerca de un año sin que ella hubiese llegado a apercibirse de ello, experimentaba tanta indignación como si hubiese sido víctima de un terrible engaño.

Además, en su odio había mucho de despecho; pues a la solterona despreciada que durante años enteros había rodado por los salones de la alta sociedad sin llamar la atención de los hombres le era forzosamente muy antipática una joven que, apenas salida de la pubertad, y a pesar de vivir en su casa como en clausura, encontraba un adorador y se comunicaba con él burlando la vigilancia de su familia.

Cuando la baronesa oyó las voces de Enriqueta y Tomasa, que entraba en la antesala de vuelta de misa, la baronesa experimentó el estremecimiento de voluptuosidad sangrienta que agita a la fiera antes de caer sobre su víctima.

Doña Fernanda sentía tal impaciencia, que no dejó que su hermanastra fuera a su cuarto para cambiar el vestido, y la llamó con acento imperioso.

Al entrar Enriqueta en el salón, sus ojos parecieron atraídos por un magnetismo misterioso, pues se fijaron inmediatamente en las cartas acusadoras que la baronesa, a fuerza de estrujarlas en sus arranques de indignación, había convertido en una arrugada pelota.

La joven quedóse plantada en el dintel de la puerta, con aspecto tímido e irresoluto, y así recibió la primera rociada de palabras furiosas que salió a borbotones por entre los labios de la baronesa, trémula de ira.

– Pase usted adelante, desvergonzada, pase usted, que ya lo sabemos aquí todo. ¡Miren qué aire de inocencia el de la niña! Cualquiera, al verla, pensaría que en su vida ha roto un plato, y sin embargo, la señorita tiene un novio, sostiene relaciones criminales a espaldas de su familia, y está en correspondencia con un pillete insolente, escribiéndose porquerías, buenas únicamente para ruborizar a toda persona honrada. ¿Es esa la educación que yo te he dado? ¿Es así como debe portarse una señorita honrada y cristiana, a quien todos creen destinada a tan alta honra como es ser esposa del Señor? ¿Qué es esto, di? ¿Qué significan todas estas cartas que tengo en mis manos? Explícate; defiéndete tú misma.

Buena estaba Enriqueta para defenderse. Apenas vió que la baronesa conocía su secreto, y que estaba en su poder el tesoro de amor que tan cuidadosamente guardaba en su cuarto, sintió algo semejante a si se hundiera el pavimiento y el techo cayera sobre su cabeza. Las piernas le flaquearon y tuvo que agarrarse del cortinaje de la puerta para no caer, al mismo tiempo que por sus ojos pasaba una densa nube.

Todo el terror que la baronesa había infundido en aquel carácter tímido con su educación dura, tiránica y austera, despertaba ahora y la joven experimentaba un terror cercano al espasmo.

En cambio, doña Fernanda, que sentía gran placer en prolongar aquella situación, se revestía de una calma glacial y decía con ironía:

– ¿No contestas? Yo esperaba que te justificases; que me hicieras ver la posibilidad de que una joven que quiere ser esposa del Señor pueda recibir cartitas al mismo tiempo de un "señor distinguidísimo" que tiene que vestir un uniforme para poder comer. También quisiera que me probases que el alma se salva y va una derechita al cielo leyendo todo el cúmulo de indecencias que contienen estos papelotes.

Y al decir esto doña Fernanda, que no podía fingir por mucho tiempo aquella calma irónica, y que experimentaba la necesidad de desahogar su rabia, arrojó al rostro de la joven el puñado de arrugadas cartas.

Enriqueta recibió en mitad de su cara aquel proyectil de papel que encerraba sus alegrías y que representaba muchas noches de lectura placentera, interrumpida por suspiros de felicidad y besos dados a cada renglón. Ante aquella brusca agresión de su hermanastra, la joven sintió acrecentarse su miedo, y, para conjurar el peligro, sólo supo decir, con voz entrecortada:

– He sido muy culpable; perdón.

Al oír estas palabras la baronesa ya no hizo uso de su fría ironía, sino que, dando salida a la explosión de su escandalosa violencia, lanzó sobre la joven un torrente de injurias.

Aquello era deshonroso, y una señorita que sostenía tales relaciones perdía su dignidad y era motivo de afrenta para su familia. Además, estaba en pecado mortal una joven que era prometida del Señor y se atrevía a hablar de amor con un desconocido que sabe Dios quién sería. ¿Cómo se había olvidado tan por completo de su devoción? ¿Cómo tenía la desvergüenza de asegurar a todos los piadosos amigos que visitaban aquella casa su deseo de entrar pronto en un convento?

Enriqueta fué a contestar. Su carácter franco sublevábase ante tales mentiras, y sentía la necesidad de protestar diciendo la verdad, o lo que es lo mismo, que ella nunca había manifestado claramente su afición a entrar en un convento, siendo la baronesa, con su carácter absorbente y despótico, la que se había encargado de inventar aquella vocación; pero el terror trabó su lengua y se detuvo al ver la expresión amenazadora que contraía el rostro de doña Fernanda.

La joven sólo sabía oponer sus lágrimas a las irritadas palabras de la baronesa, y con la cabeza caída sobre el pecho, llorando sin cesar, escuchaba aquella filípica que la llenaba de terror.

Más de media hora habló doña Fernanda, siempre en el mismo tono, paseándose febrilmente en unas ocasiones, y en otras arrojándose con ademán trágico sobre el asiento más cercano. Todo el repertorio de frases hechas que la baronesa había adquirido hablando con sus contertulios salió en la irritada peroración, sembrando el terror en el ánimo de Enriqueta. Doña Fernanda habló del diablo, que a aquellas horas debía ya considerar como suya el alma de la joven, por ser traidora a Dios; describió con espeluznantes detalles las penas del infierno, y acabó extendiendo sus brazos al cielo como si en un último arranque de cariño pidiera, misericordia para su hermana, amenazada de tremendos peligros.

Esto conmovía a Enriqueta, pues no en vano la había educado la baronesa a su gusto. Estremecíase de horror la joven al pensar en las penas del infierno, y temblaba pensando en la perdición de su alma, lo que la hacía redoblar su llanto.

Por fin, la baronesa, que espiaba atentamente el efecto que sus palabras causaban en su hermana, creyó llegado el momento de cesar en sus declamaciones y hacer algo útil.

La indignación que había sentido al descubrir las cartas, y que era producto de la decepción sufrida por sus planes, y el odio de solterona vieja, amortiguóse un tanto al ver el terror convulsivo y el llanto interminable que sus palabras producían en Enriqueta.

Lo importante para la baronesa era cumplir las instrucciones del padre Claudio y hacer que la joven entrase en un convento.

Doña Fernanda, reflexionando sobre el suceso, comenzaba a alegrarse del descubrimiento de las cartas, pues iba a servirle para domar por completo a la joven y hacer que declarase con franqueza aquella vocación religiosa que hasta entonces sólo había sostenido por obediencia. Convenía que la joven demostrase, al ser interrogada por su padre, una afición sin límites al claustro, y por esto doña Fernanda dispúsose a ser clemente, aunque exigiendo antes ciertas condiciones.

– Eres muy culpable, no a los ojos de tu familia, sino ante los de Dios; por eso no sé si debo perdonarte. Sólo haciendo una gran penitencia podría el Señor perdonarte la gran ofensa que le has inferido con esos torpes amores. ¿Estás tú dispuesta a lavar tus culpas?

– Sí, hermana mía – gimoteó Enriqueta, deseosa de no oír por más tiempo las irritadas acusaciones de doña Fernanda – . Conozco que he ofendido a Dios. Dime lo que he de hacer, que yo te obedeceré inmediatamente.

– Piensa – añadió la baronesa, que deseaba extremar el arrepentimiento de su hermana – en el gran disgusto que ocasionaría a tu padre el conocer esos amoríos a que tan ciegamente te has entregado. ¡Qué afrenta para un conde de Baselga! Ver a su hija enamorada de un militar de humilde origen, de uno de esos a quienes los presentes tiempos revolucionarios han elevado y que en otra época hubieran sido nuestros lacayos. ¿Conoces ahora cuán criminal ha sido tu conducta?

Enriqueta, al oír hablar de su padre, experimentaba cierto religioso temor, como si se tratase de un ser misterioso y extraño que se mostraba bondadoso y humilde, pero para ocultar mejor su poder y su cólera terrible e inmensa.

La amenaza de que su padre podría llegar a conocer sus amoríos causó tal impresión a la joven, que con voz de ardiente súplica dijo a su hermana:

– ¡Oh, por Dios. Fernanda mía! ¡Que nada sepa papá; me mataría, de seguro!

La baronesa mostrábase satisfecha al ver el terror de su víctima. Ya era llegada la hora de imponer condiciones a cambio del perdón y del silencio.

– Vamos a ver: tus lágrimas, ¿son de miedo o de verdadera contrición? ¿Estás realmente arrepentida?

– Sí, hermana mía; perdóname, y que Dios me perdone igualmente.

– Dios te perdonará, si es que tu arrepentimiento es sincero y haces todo cuanto yo te diga. Por de pronto, ayunarás un mes, y en todo ese tiempo sólo saldrás de tu cuarto cuando yo te lo mande. ¿Estás conforme?

Enriqueta hizo con la cabeza una señal afirmativa.

– Entrarás en un convento así que tengamos arreglados todos los preparativos, y entretanto, mientras llega este momento, no te acercarás a los balcones, ni saldrás nunca de casa más que en carruaje y acompañada por mí.

La joven volvió a manifestar su conformidad, y la baronesa siguió exponiendo todas las condiciones.

No hablaría más con aquella grosera aragonesa, medianera de torpes amores, a quien ella, la baronesa, ya arreglaría después las cuentas por ser cómplice y protectora del capitán Alvarez, según se desprendía de las tales cartas. Cuando hablase con su padre el conde, aunque éste intentase disuadirla de sus aficiones monásticas, ella se resistiría tenazmente diciendo que Dios la llamaba al claustro, y además, para fomentar su vocación y ponerse a cubierto de las pérfidas sugestiones de Satán, rezaría todos los días doce rosarios, y antes de dormir se arrodillaría en el desnudo suelo y besaría éste dos veces en señal de cristiana humildad.

Doña Fernanda daba gran importancia a estos detalles de la penitencia, a juzgar por la solemnidad con que los exponía, y Enriqueta manifestaba su conformidad con todo, deseosa de terminar cuanto antes aquella terrible escena.

– Además, te confesarás con el padre Claudio así que éste pueda dedicarte un momento, quitándolo a sus sagradas ocupaciones. Es un santo varón que te dará sanos consejos y a quien debes obedecer en todo si no quieres ir al infierno.

– Te obedeceré, hermana mía.

Faltaba algo grave que decir y que la baronesa guardaba para el último instante. Plantóse frente a su hermanastra, y con ademán imperativo le dijo:

– Para que el perdón sea completo y se borre hasta el último vestigio de esa pasión que te contamina y nos deshonra a todos es preciso que inmediatamente escribas una carta a ese… “señor” Alvarez.

– ¿Una carta? – dijo con extrañeza la joven.

– Sí; una carta que yo te dictaré y en la cual le dirás que todo ha sido un capricho de niña, que no le amas ni amarás nunca a ningún hombre, y que tu pensamiento está puesto en Dios.

Enriqueta quedóse meditabunda. Hasta entonces, con el deseo de salir cuanto antes de tan apurada situación, había dicho “sí” instintivamente a todas las proposiciones; pero aquello de mostrar desprecio a Alvarez le repugnaba, y comenzaba a darse cuenta de que la baronesa exigía de ella demasiado.

– ¿Qué es eso? ¿No contestas? – preguntó doña Fernanda con irritada impaciencia.

– Eso que me propones no es posible; sería mentir, y la mentira es un pecado horrible.

– Según eso, ¿le amas? – dijo la baronesa abalanzando el cuerpo con nervioso impulso y colocando su congestionada faz junto al desolado rostro de Enriqueta.

– ¿Amarle…? No lo sé.

 

La joven preguntábase si amaba al capitán Alvarez y no sabía contestarse a sí misma. Ciertamente que se reconocía culpable y que temía el castigo de Dios y los horrores del infierno, pues nunca en sus libros de devoción había leído que las santas que vivían en el cielo se hubiesen paseado en vida por las alamedas del Retiro llevando al lado un buen mozo a quien caía bien el uniforme; pero aquello de escribir a Alvarez despidiéndose de él para siempre, le parecía muy cruel, tanto más cuanto que se obligaba a decir una mentira; pues ella, a pesar de sus terrores religiosos, más deseos sentía de ser la mujer del capitán que esposa mística de Dios.

Además, aquella difícil situación, que duraba cerca de una hora, había desvanecido en la joven el terror experimentado en el primer momento ante la indignación de su hermana. Por esto permaneció impasible ante las excitaciones de la baronesa.

– De modo – dijo ésta, cada vez con acento más indignado – que te negarás a escribir esa carta…

– Me niego, sí, me niego porque en ella tendría que decir una mentira, y eso es un horrible pecado. Yo no puedo decir que aborrezco a ese hombre.

Enriqueta dijo estas palabras sin afectación, pero con una entereza que doña Fernanda nunca había supuesto en ella.

Aquello contribuyó a ponerla fuera de sí.

– Miren la mosquita muerta cómo va sacando ya las uñas. ¿Así te he enseñado yo a contestar, gran… pecadora? ¿Esa es la educación que yo te he dado? ¡Ah! No en balde has pasado muchas mañanas en el Retiro hablando con ese grandísimo canalla. El te ha pervertido.

Enriqueta experimentaba la necesidad de defender a su amante. En el seno de su timidez despertábase una irritabilidad que la sorprendía a ella misma, y a pesar de todo el miedo que le inspiraba doña Fernanda, sentíase impulsada a justificar a Alvarez.

Cada uno de los insultos que la baronesa dirigía a éste, causábanla el efecto de crueles latigazos aplicados a su amor propio, y al oír en toda su irritante crudeza el calificativo de canalla, irguió su graciosa figura con fiera altanería, demostrando con el instintivo arranque, que en su ser había algo de aquel Baselga subteniente de la Guardia, susceptible y acometedor como un paladín andante.

– Oye, tú – dijo con insolencia mientras brillaban de furor sus ojos, empañados aún por las lágrimas – . El capitán Alvarez no es un canalla, y yo no puedo consentir que a un hombre honrado se le insulte de tal modo por el delito de amarme.

La baronesa experimentó la misma impresión de sorpresa que sentiría un lobo al verse mordido por un cordero. La buena doña Fernanda dudaba que aquella joven que la miraba con ojos centelleantes fuese la misma muchacha que temblaba al notar en su hermana mayor el más leve gesto de cólera. Aquella rebelión inesperada excitó su carácter irritable, y agarrando a su hermanastra por las muñecas, puso su rubicundo rostro junto al de Enriqueta.

– ¿Conque le defiendes? – rugió con acento tembloroso por la rabia – . ¿Conque te indignas por lo que digo de ese hombre? Pues bien, sufre cuanto quieras, que yo no por esto dejaré de decir que ese militarillo es un canalla, un hombre sin educación. No hay más que leer sus cartas. ¡Qué respeto! ¡Qué finura!.. ¡Mire usted qué gracioso! ¡Llamarme a mí zuavo pontificio!..

En mala hora recordó doña Fernanda esta expresión de Alvarez. Al acudir a su memoria el apodo con que la designaban los amantes experimentó una indignación sin límites, un cruel deseo de vengarse, y como si la persona que tenía agarrada fuera el capitán, al cual deseaba castigar, apretó furiosa los brazos de Enriqueta. Esta dió un grito de dolor, y como si esto excitara aún más el furor de la doña Fernanda, soltó su presa, e iracunda y terrible, alzó sus dos manos en el espacio y las dejó caer sobre el hermoso rostro de la joven.

La escena fué horrible y repugnante. Las bofetadas y los puñetazos llovían sobre Enriqueta, que algunas veces vaciló próxima a desplomarse por la violencia de los golpes.

– ¡Toma, perra! – vociferaba aquel energúmeno con faldas – . Toma otra para que aprendas a sacarme nombres bonitos. Ahí va ésa; traspásasela al granuja de tu amante, a ese que tan “gracioso” se muestra en sus cartas.

Y doña Fernanda seguía lanzando, con voz entrecortada, ironías espeluznantes, al mismo tiempo que Enriqueta se defendía instintivamente cubriéndose el rostro con las manos, gimiendo de dolor y gritando en demanda de socorro.

De repente, la baronesa, que estaba ebria de furor y golpeaba a su hermana con la cabeza baja sin fijarse en sus lamentos, vió que algo entraba en la habitación, con la violencia de una tromba, y en el mismo instante sintió en sus espaldas un tremendo golpe que por poco la derribó en el suelo.

Era Tomasa, que al oír los gritos de Enriqueta, entró precipitadamente al salón. Viendo a la baronesa maltratar a su hermana, la enérgica ama de llaves enarboló una silla y la arrojó sobre doña Fernanda, dándole de lleno en la espalda.

Aquello complicó aún más la situación.

A la baronesa le saltaron las lágrimas por el dolor que le producía el golpe; pero sobreponiéndose a éste y lanzando furiosos rugidos, se arrojó sobre Tomasa sin soltar por esto a Enriqueta, en cuyos brazos había hecho presa.

La escena fué vergonzosa. Tenía todo el carácter de una riña de plazuela, y por lo mismo resultaba extraña en aquel salón lujoso y de tonos lóbregos, que se conmovía con la violencia de la lucha.

Las dos mujeres eran de irritable carácter y fiero empuje; y una lucha entre ellas tomaba un carácter de grotesca epopeya.

El odio tradicional que doña Fernanda sentía contra el ama de llaves encontraba ocasión para desahogarse; y Tomasa, por su parte, no sentía mejores intenciones acerca de la baronesa. El resultado de aquella enemistad antigua se manifestaba por fin en forma de crueles bofetadas, soberanos puñetazos y mordiscos frustrados, todo ello con acompañamiento de frases soeces que se escapaban de las bocas jadeantes y un incesante tirar de las greñas que dejaba las testas de las combatientes tan horriblemente espeluznadas como la cabeza de Medusa.

Enriqueta, arrastrada siempre por su hermana, había quedado sujeta entre el grupo que formaban las dos enemigas, y asombrada, lloriqueando y oprimida por aquel paquete de carne humana, iba de un lado a otro del salón, recibiendo de vez en cuando algún manotazo perdido.

La pelea resultaba ruidosa. El belicoso grupo se empujaba de un extremo a otro de la habitación; las sillas rodaban por el suelo, y un vigoroso codazo de Tomasa hizo añicos con chillón estruendo todo el museo de pinturas fantásticas y estrambóticas con que un artista chino había embellecido el juego de porcelana que adornaba una consola.

Aquella lucha ruidosa, que duraba ya algunos minutos, había puesto en conmoción toda la casa.

Fuera de la habitación sonaban repiqueteantes campanillas y los pasos apresurados de gente que corría.

Nada de esto llegaba a oídos de las dos mujeres, que, tercas en su odio, se hubieran hecho pedazos antes que desasirse.

De repente se sintieron agarradas por dos manazas de hierro que, a pesar de su potencia, hubieron de forcejear algo para deshacer aquel estuche de carne que asfixiaba a Enriqueta.

– ¡Papá! – gritó ésta – . ¡Ya llegó papá! ¡Gracias a Dios!

Las dos combatientes, desgreñadas, sudorosas y delirantes como furias, vieron ante ellas al conde de Baselga, con sus enormes manazas, nerviosamente contraídas, y el ceño fruncido.

Aún no se había extinguido en ellas el furor; aún iban a reanudar aquel pugilato del que las había sacado las manos del conde, pero éste intervino con oratoria convincente.

– A la primera que se mueva, de un sopapo la tiendo.

Las dos luchadoras miraron a la puerta, y entonces el furor desapareció para ser reemplazado por la vergüenza.