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La bodega

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III

Cuando la docena de perros, bien contada, que tenía el cortijo de Matanzuela, galgos, mastines y podencos, olfateaban a medio día el regreso del aperador, saludaban con fieros aullidos y tirones de cadena el trote de la jaca, y avisado por estas señales el tío Antonio, conocido por el apodo de Zarandilla, asomábase al portalón para recibir a Rafael.

El viejo había sido durante mucho tiempo aperador del cortijo. Le tomó a su servicio el antiguo dueño, hermano del difunto don Pablo Dupont; pero el amo actual, el alegre don Luis, quería rodearse de gente joven, y teniendo en cuenta sus años y la debilidad de su vista, lo había sustituido con Rafael. Y muchas gracias – como él decía con su resignación de labriego – por no haberle enviado a mendigar en los caminos, permitiéndole que viviese en el cortijo con su compañera, a cambio de ocuparse la vieja del cuidado de las aves que llenaban el corral y de ayudar él al encargado de las pocilgas que se alineaban a espaldas del edificio. ¡Hermoso final de una vida de incesante trabajo, con la espina quebrada por una curvatura de tantos años escardando los campos o segando el trigo!..

Los dos inválidos de la lucha con la tierra no encontraban otra satisfacción en su miseria que el excelente carácter de Rafael. Como dos perros viejos, a los que se reserva por lástima un poco de pitanza, esperaban la hora de la muerte en su tugurio junto al portalón del cortijo. Sólo la bondad del nuevo aperador hacía llevadera su suerte. El tío Zarandilla pasaba las horas sentado en uno de los bancos al lado de la puerta, mirando fijamente, con sus ojos opacos, los campos de interminables surcos, sin que el aperador le regañase por su indolencia senil. La vieja quería a Rafael como un hijo. Cuidaba de su ropa y su comida, y él pagaba con largueza estos pequeños servicios. ¡Bendito sea Dios! El muchacho se parecía por lo bueno y lo guapo al único hijo que los viejos habían tenido; un pobrecito que había muerto siendo soldado, en tiempos de paz, en un hospital de Cuba. Todo le parecía poco a la seña Eduvigis para el aperador. Reñía al marido porque no se mostraba, según ella, bastante amable y solícito con Rafael. Antes de que los perros anunciasen su proximidad, oía ella el trotar del caballo.

– ¡Pero, cegato! – gritaba a su marido. – ¿No oyes que viene Rafaé? Anda a sostenerle el cabayo, mardecío.

Y el viejo salía al encuentro del aperador, mirando de frente, con sus ojos inmóviles, que sólo percibían la silueta de los objetos en una niebla gris, moviendo las manos y la cabeza con un temblor de vejez exhausta y agotada que le valía el apodo de Zarandilla.

Entraba Rafael en el cortijo sobre su briosa jaca, erguido y arrogante como un centauro, y con gran retintín de espuelas y roce de los zajones de cuero, se apeaba en el patio, mientras su cabalgadura golpeaba los guijarros, como si aún desease emprender un nuevo galope.

Zarandilla descolgaba la escopeta del arzón, arma que más de una vez tenía que echarse a la cara el aperador para imponer respeto a los arrieros que bajaban carbón de la sierra y al detenerse al borde del camino, soltaban a pacer sus bestias en los manchones, tierras sin cultivar reservadas para el ganado del cortijo cuando no estaba en la dehesa. Después recogía la chivata caída en el suelo, una larga pértiga de acebuche, que el jinete llevaba atravesada en la silla, para arrear a las reses que encontraba dentro de los sembrados.

Mientras el viejo llevaba el caballo a la cuadra, Rafael se despojaba de los zajones, y entraba con la alegría de la juventud y del apetito despierto en la cocina de los viejos.

– Mare Eduvigis, ¿qué tenemos hoy?

– Lo que a ti te gusta, condenao: ajito caliente.

Y los dos sonreían, aspirando el tufillo de la cazuela, donde acababan de cocerse el pan y el ajo, bien majados. La anciana ponía la mesa, sonriendo a los elogios con que celebraba Rafael sus manos de guisandera. Ya no era más que una ruina: podía burlarse de ella el muchacho, pero en otro tiempo le habían dicho cosas mejores los caballeros que venían con el difunto amo a ver los potros del cortijo, celebrando las comidas que ella les guisaba.

Al sentarse Zarandilla a la mesa, de vuelta de la cuadra, la primera mirada de sus ojos opacos era para la botella de vino, e instintivamente avanzaba sus manos temblonas. Era un lujo que había introducido Rafael en las comidas del cortijo. ¡Bien se reconocía en esto su juventud de mozo rumboso, acostumbrado al trato con los caballeros de Jerez, y sus visitas a Marchamalo, la famosa viña de los Dupont!.. Años enteros había pasado el viejo cuando era aperador sin otra alegría que la de deslizarse, a espaldas de su mujer, hasta los ventorrillos de la carretera, o la de ir a Jerez con pretexto de llevar a la familia del amo alguna cesta de huevos o un par de capones, viajes de los que regresaba cantando, con la mirada chispeante, las piernas inseguras y en la cabeza un repuesto de alegría para toda una semana. Si alguna vez había soñado con la fortuna, era sin otra ambición que la de beber como el más rico caballero de la ciudad.

Adoraba el vino con el entusiasmo de la gente del campo que no conoce otro alimento que el pan de las teleras, el pan de los gazpachos o el ajo caliente, y obligada a rociar con agua esta comida insípida, sin otra grasa que el hediondo aceite del condimento, sueña con el vino, viendo en él la energía de su existencia, la alegría de su pensamiento. Los pobres anhelaban con vehemencia de anémicos esta sangre de la tierra. El vaso de vino mitigaba el hambre y alegraba la vida un momento con su fuego: era un rayo de sol que pasaba por el estómago. Por esto, Zarandilla, más que de los guisos de su mujer, se preocupaba de la botella, manteniéndola al alcance de su mano, calculando previamente, con avaricia infantil, lo que podría beber Rafael, y asignándose el resto, sin consideración alguna, a la mujer que aprovechaba el menor descuido para retirarla, guardándose su parte.

Rafael, no pudiendo por los hábitos de su primera juventud acostumbrarse a la sobriedad del cortijo, encargaba al sobajanero (un muchacho, que iba diariamente a Jerez en un borriquillo) que renovase de vez en cuando su provisión de vino; pero la guardaba bajo llave, temiendo la intemperancia de los viejos.

La comida transcurría en medio del solemne silencio del campo, que parecía colarse en el cortijo por el abierto portón. Los gorriones piaban en los tejados; las gallinas cocleaban en el patio, picoteando, con las plumas erizadas, los intersticios del pavimento de guijarros. De la gran cuadra llegaban los relinchos de los caballos sementales y los rebuznos de los garañones, acompañados de pataleos y bufidos de gula satisfecha ante el pesebre lleno. De vez en cuando, un conejo asomaba a la puerta del tugurio sus orejas desmayadas, huyendo con medroso trote a la más leve voz, temblándole el rabillo sobre las posaderas sedosas, y de las lejanas pocilgas llegaban ronquidos de fiera, revelando una lucha de empellones de grasa y mordiscos traidores en torno de los barreños de bazofia. Cuando cesaban estos rumores de vida, tornaba a extenderse con religiosa majestad el silencio del campo, rasgado tenuemente por el arrullo de las palomas o el lejano campanilleo de una recua, deslizándose por la carretera que cortaba la inmensidad de tierras amarillas, como un río de polvo.

En esta calma patriarcal, fumando sus cigarrillos (otra buena costumbre que el viejo agradecía a Rafael), los dos hombres hablaban lentamente de los trabajos del cortijo, con toda la gravedad que las gentes del campo ponen en los asuntos de la tierra.

El aperador calculaba los viajes que había de hacer a una dehesa propiedad de don Luis, donde invernaban la torada y la yeguada del cortijo. La responsabilidad era del yegüero; pero don Luis, a quien interesaba más su ganadería que todas las cosechas, quería estar al corriente del estado de sus yeguas, y era por su salud por lo primero que preguntaba a Rafael siempre que le veía.

Al volver de sus viajes, Rafael hablaba con cierta admiración del yegüero y de los veladores a sus órdenes que cuidaban el ganado durante la noche. Eran hombres de una honradez primitiva, con el espíritu petrificado por la soledad y la monotonía de su existencia. Pasaban los días sin hablar, sin otra manifestación de pensamiento que los gritos a los animales sometidos a su custodia: «¡Aquí, Careto!»… «¡Anda a otro sitio, Resalá!» Y los bueyes y las yeguas obedecían sus voces y sus gestos, como si la continua comunicación de las bestias y el hombre acabase por elevar a unos y rebajar a otros, fundiendo las especies.

El antiguo contrabandista creía traer una provisión de nueva vida cuando bajaba al llano, al campo de interminables surcos que se perdían en el horizonte y sobre los cuales sudaba encorvada una muchedumbre turbulenta y miserable, roída por el odio y las necesidades.

La sierra era el escenario de su aventurera juventud, y al volver al cortijo recordaba con entusiasmo las montañas cubiertas de acebuches, alcornoques y encinas; las profundas cañadas con espesuras de lentisclos; las altas adelfas orlando los riachuelos, en cuya corriente servían de pasos grandes fragmentos de columnas con arabescos que el agua iba borrando poco a poco; y en el fondo, sobre las cumbres, las ruinas de alcázares moriscos, el castillo de Fátima, el castillo de la Mora Encantada, una decoración que hacia recordar los cuentos de los crepúsculos de invierno junto a la chimenea del cortijo.

Zumbaban los insectos sobre las inquietas crestas de la maleza; arrastrábanse los lagartos entre las piedras; sonaban a lo lejos las esquilas con acompañamiento de balidos, y de vez en cuando, al trotar el caballo de Rafael por unos caminos que nunca habían conocido la rueda, abríase en lo alto de un ribazo la cortina de matorrales, asomando los cuernos y el hocico babeante de una vaca o el testuz curioso de un ternero que parecía extrañar la presencia de un hombre que no fuese el pastor.

 

Otras veces eran las yeguas de larga cola y sueltas crines que temblaban un momento con salvaje sorpresa al ver al jinete y huían monte arriba con violentas ondulaciones de ancas. Los potros las seguían, con las patas grotescamente cubiertas de pelo, como si llevasen pantalones.

Rafael miraba asombrado a los zagales nacidos en la sierra. Eran tímidos y huraños con la gente que llegaba de aquella llanura, a la que volvían los ojos con cierto temor supersticioso, como si en ella residiese el misterio de la vida. Eran pedazos de naturaleza, de una existencia rudimentaria y monótana. Andaban y vivían como podrían hacerlo un árbol o una piedra animados de movimiento. En su cerebro, insensible a todo lo que no fuesen sensaciones animales, apenas si las exigencias de la vida habían hecho florecer un ligero musgo de pensamiento. Miraban como fetiches milagrosos las grandes verrugas de los alcornoques, con las que podían fabricarse los tornillos, cazuelas naturales para confeccionar el gazpacho. Buscaban las pieles viejas de culebra, abandonadas entre los guijarros al cambiar de envoltura el reptil y festoneaban los caños de las fuentes con estos pellejos oscuros, atribuyendo a su ofrenda influencias misteriosas. Los largos días de inmovilidad en el monte, vigilando el pastar de las bestias, extinguía lentamente todo lo que en estos muchachos había de humano.

Cuando una vez por semana bajaba el mayor de los zagales a Matanzuela para llevarse las provisiones de vaqueros y yegüerizos, el aperador gustaba de hablar con este muchachón rudo y sombrío, que parecía un superviviente de las razas primitivas. Siempre le hacía la misma pregunta.

– Vamos a ver. ¿Qué es lo que te gusta más? ¿Qué es lo que deseas?..

El mocetón contestaba sin vacilar; como si de antemano tuviese bien determinados todos sus deseos.

– Casáme, jartáme y moríme…

Y al decir esto, enseñaba sus dientes blancos y fuertes de salvaje, con una expresión de hambre feroz: hambre de comida y de carne femenil, deseos de atracarse de una vez de aquellas cosas maravillosas que, según vagas noticias, devoraban los ricos; de gustar de un solo trago el amor brutal que turbaba sus sueños de jayán casto; de conocer la hembra, divinidad que admiraba de lejos al descender de la sierra y cuyos tesoros ocultos creía adivinar contemplando las grupas lustrosas y ágiles de las yeguas, las ubres sonrosadas y blancas de las vacas… ¡Y después, morirse! como si conocidas y apuradas estas sensaciones misteriosas, no restase nada de bueno en su vida de trabajo y privaciones.

¡Y estos zagales, condenados al salvajismo desde su nacimiento, como las criaturas a las que se deforma para explotar su fealdad, ganaban treinta reales al mes, a más de una triste pitanza que no acallaba los estremecimientos de su estómago excitado por el aire de la montaña y las aguas puras de las fuentes! ¡Y sus jefes, los yegüeros y vaqueros, tenían dos reales y medio cuando más, sin fiesta alguna durante el año; todos los días lo mismo, viviendo aislados, con su mísera hembra que procreaba pequeños salvajes, dentro de un chozón, negro y ahumado, un verdadero ataúd sin más entrada que un agujero de madriguera, las paredes de pedruscos sueltos y una cubierta de hojas de corcho!..

Rafael admiraba su probidad. Un hombre y dos zagales viviendo en esta miseria, custodiaban rebaños que valían muchos miles de duros. En la dehesa del cortijo de Matanzuela, los pastores no ganaban entre todos más de dos pesetas, y tenían confiados a su cuidado ochocientas vacas y cien bueyes, un verdadero tesoro de carne que podía extinguirse, morir, al menor descuido. Esta carne, cuya crianza vigilaban, era para gentes desconocidas: ellos sólo la comían cuando caía alguna res, víctima de enfermedades hediondas que no permitían su conducción fraudulenta a las ciudades.

El pan del cortijo que se endurecía días y días en el chozón, algún puñado de garbanzos o habichuelas y el aceite rancio del país, eran todo su alimento. La leche les repugnaba, ahítos de su abundancia. Los pastores viejos sentían sublevarse su probidad cuando algún zagal ayudaba a la muerte de una bestia con el deseo de comer carne. ¿Dónde encontrar gente más buena y resignada?..

Al oír Zarandilla estas reflexiones de Rafael, las apoyaba con entusiasmo.

No había honradez como la de los pobres. ¿Y aún les tenían miedo creyéndoles malos?.. El se reía de la honradez de los señores de la ciudad.

– Mia tú, Rafaé, qué mérito tendrá que don Pablo Dupont, pongo el ejemplo, con toos sus millones sea bueno y no robe nada a naide. Los buenos de veras, son esos pobrecitos que viven como indios caribes, sin ver persona humana, muertecitos de jambre, guardándole al amo sus tesoros. Los buenos somos nosotros.

Pero el aperador, al pensar en los cortijos del llano no se mostraba tan optimista como el viejo. Los gañanes vivían también en la miseria y sufrían hambre, pero no eran gente tan noble y resignada como la del monte, que se conservaba pura en su aislamiento. Tenían los vicios de la aglomeración, eran desconfiados, veían enemigos en todas partes. A él mismo, que los trataba como hermanos de pobreza y muchas veces se exponía a que el amo le regañase por favorecerles, le miraban con odio, como si fuese un enemigo. Y sobre todo, eran holgazanes y había que azuzarlos como si fuesen esclavos.

El viejo se indignaba oyendo al aperador. ¿Y cómo quería que fuesen los gañanes? ¿Por qué habían de tener interés en trabajar?.. Él, gracias a su colocación en el cortijo, había podido llegar a viejo. Aún no tenía sesenta años y estaba peor que muchos señores de más edad que parecían hijos suyos. Pero se acordaba de los tiempos en que él y Eduvigis trabajaban a jornal y se habían conocido en las noches de promiscuidad de la gañanía, acabando por casarse. De sus compañeros de miseria, hombres o mujeres, quedaban muy pocos: casi todos habían muerto, y los que quedaban eran casi cadáveres, con el espinazo torcido y los miembros secos, deformados y torpes. ¿Era aquélla vida de cristianos? ¡Trabajar todo el día bajo el sol o sufriendo frío, sin más jornal que dos reales, y cinco como retribución extraordinaria e inaudita en la época de la siega! Era verdad que el amo daba la comida, ¡pero qué comida para cuerpos que de sol a sol dejaban sobre la tierra toda su fuerza!..

– ¿Tú crees, Rafaé, que eso es comé? Eso es engañá la jambre; prepará el cuerpo pa que lo coja la muerte.

En verano, durante la recolección, les daban un potaje de garbanzos, manjar extraordinario, del que se acordaban todo el año. En los meses restantes, la comida se componía de pan, sólo de pan. Pan seco en la mano y pan en la cazuela en forma de gazpacho fresco o caliente, como si en el mundo no existiera para los pobres otra cosa que el trigo. Una panilla escasa de aceite, lo que podía contener la punta de un cuerno, servía para diez hombres. Había que añadir unos dientes de ajo y un pellizco de sal, y con esto el amo daba por alimentados a unos hombres que necesitaban renovar sus energías agotadas por el trabajo y el clima.

Unos cortijos eran de pan por cuenta, y en ellos se daban tres libras por cabeza. Una telera de seis libras era el único alimento para dos días. Otros eran de pan largo, no había tasa, el gañán podía comer cuanto desease, pero el horno del cortijo sólo cocía cada diez días y las teleras cargadas de salvado eran tan ásperas y de tal modo se endurecían que el amo, echándola de generoso, salía ganando, pues nadie osaba hincarlas el diente, más que en la suprema desesperación del hambre.

Tres comidas tenían al día los braceros, todas de pan: una alimentación de perros. A las ocho de la mañana, cuando llevaban más de dos horas trabajando, llegaba el gazpacho caliente, servido en un lebrillo. Lo guisaban en el cortijo, llevándolo a donde estaban los gañanes, muchas veces a más de una hora de la casa, cayéndole la lluvia en las mañanas de invierno. Los hombres tiraban de sus cucharas de cuerno, formando amplio círculo en torno de él. Eran tantos, que para no estorbarse se mantenían a gran distancia del lebrillo. Cada cucharada era un viaje. Debían avanzar, encorvarse sobre el barreño, que estaba en el suelo, coger la cucharada y retirarse a la fila para devorar las sopas, de una tibieza repugnante. Al aproximarse, los gruesos zapatones hacían saltar el polvo o las pellas de barro, y las últimas cucharadas tenían el mismo sabor que si comiesen tierra.

A medio día era el gazpacho frío, preparado en el mismo campo. Pan también, pero nadando en un caldo de vinagre, que casi siempre era vino de la cosecha anterior, que se había torcido. Únicamente los zagales y los gañanes en toda la pujanza de su juventud, le metían la cuchara en las mañanas de invierno, engulléndose este refresco, mientras el vientecillo frío les hería las espaldas. Los hombres maduros, los veteranos del trabajo, con el estómago quebrantado por largos años de esta alimentación, manteníanse a distancia, rumiando un mendrugo seco.

Y por la noche, cuando regresaban a la gañanía para dormir, otro gazpacho caliente: pan guisado y pan seco, lo mismo que por la mañana. Al morir en el cortijo alguna res cuyas carnes no podían aprovecharse, se regalaba a los braceros, y los cólicos de la intoxicación alteraban por la noche el amontonamiento de carne adormilada en la gañanía. Otras veces, los que eran más brutales en su batalla con el hambre, si conseguían matar a pedradas en el campo un cuervo o algún otro pajarraco de rapiña, conducíanlo en triunfo al cortijo y lo guisaban, celebrando con una risa de desesperados este banquete extraordinario.

Los hombres empezaban de pequeños el aprendizaje de la fatiga aplastante, del hambre engañada. A la edad en que otros niños más felices iban a la escuela, ellos eran zagales de labranza por un real y los tres gazpachos. En verano servían de rempujeros, marchando tras las carretas, cargadas de mies, como los mastines que caminan a la zaga de los carros, recogiendo las espigas que se derramaban en el camino y esquivando los latigazos de los carreteros que los trataban como a las bestias. Después eran gañanes, trabajaban la tierra, entregándose a la faena con el entusiasmo de la juventud, con la necesidad de movimiento y el alarde fanfarrón de fuerza, propios del exceso de vida. Derrochaban su vigor con una generosidad que aprovechaban los amos. Estos preferían siempre para sus labores la inexperiencia de los mozos y de las muchachas. Y cuando aún no habían llegado a los treinta y cinco años se sentían viejos, agrietados por dentro, como si se desplomase su vida, y comenzaban a ver rechazados sus brazos en los cortijos.

Zarandilla, que había presenciado todo esto, indignábase de que tachasen de holgazanes a los braceros. ¿Por qué habían de trabajar más? ¿Qué aliciente les ofrecía el trabajo?..

– Yo he visto mundo, Rafaé. Yo he sido sordao, no de los de ahora, que van en ferrocarrí, como los señoritos, sino de los que llevaban morrión alto e iban a pie por las carreteras. Yo he corrío toda la nación matando hormigas, y he visto mucho en mis viajes.

Y evocaba el recuerdo de las campiñas de Levante, las vegas de Valencia y de Murcia, siempre verdes, pobladas como ciudades, viéndose de cada pueblo los campanarios de otros lugares vecinos; teniendo cada campo su vivienda rústica, y en ella una familia tranquila, y bien alimentada, sacando su alimentación de pedazos de terreno tan pequeños, que él, en su hipérbole andaluza, los comparaba con pañuelos de bolsillo. Los hombres trabajaban lo mismo de noche que de día, ayudados por sus familias, en un noble aislamiento, sin la emulación de grupo ni el miedo al aperador. El hombre no era un esclavo en cuadrilla: rara vez se conocía allí el bracero a jornal. Cada uno cultivaba lo suyo, y los vecinos se ayudaban en las faenas difíciles. El labrador trabajaba para él, y si el campo tenía un amo, éste limitábase a cobrar el arrendamiento, procurando por la fuerza de la costumbre y por miedo al compañerismo de los pobres, no aumentar los antiguos precios.

El recuerdo de los campos, siempre verdes, alegraba después de tantos años al viejo Zarandilla, pasando como una visión luminosa por sus ojos oscuros.

Después hablaba con tristeza de la tierra en que vivía. Inmensos campos cuyo término perdíase en el horizonte; surcos que se juntaban y confundían a lo lejos como las varillas de un abanico, sin que ningún límite los cortase. Cuanto se abarcaba con la vista, tierras llanas o colinas, bancales labrados o manchones para el pasto, todo era de un amo. Podía un hombre caminar horas enteras sin salir de la propiedad de un solo dueño. Aquellos campos no eran para hombres: eran extensiones que sólo podían cultivar gigantes como los que aparecían en los cuentos, labrándolas con bestias que tuviesen pies y alas. Y la soledad por todas partes: ni un pueblo, ni otras viviendas que el cortijo. Había que caminar horas y más horas hasta el límite de otras propiedades.

 

Provincias enteras eran en Andalucía de un centenar de amos. Y la tierra, una tierra negra que llevaba en sus entrañas la reserva vital acumulada durante muchos siglos, por un cultivo débil y perezoso de brazos mercenarios, daba escape a su exceso de fuerza con un oleaje de plantas parásitas y nocivas que asomaban entre las cosechas. La escarda apenas si podía combatir esta florescencia de fuerzas perdidas.

El amo de la tierra se resignaba a aceptar lo que esta quisiera darle. La extensión suplía la debilidad de un cultivo rutinario. Si la cosecha era mala, se hacían economías sobre el trabajo de los braceros y sobre los gazpachos que los alimentaban. Nunca faltaban esclavos que ofreciesen sus brazos. A bandadas bajaban de la sierra las mujeres y los gañanes pidiendo trabajo.

El cielo era más azul y sereno que en aquellos países de eterno verdor e incesantes cosechas que él recordaba; lucía el sol con más fuerza, pero bajo su lluvia de oro, la tierra andaluza se mostraba triste, con la soledad del cementerio, silenciosa como si pesase sobre ella la muerte, con un revoloteo de negros pajarracos en lo alto, y abajo, en los campos sin límites, centenares de hombres alineados como esclavos, moviendo sus brazos con regularidad automática, vigilados por un capataz. ¡Ni un campanario; ni una aglomeración de casas blancas como en los países donde existían verdaderos labradores! ¡Aquí sólo se veían siervos trabajando una tierra odiada que jamás podía ser suya; preparando unas cosechas de las que no tocarían un solo grano!

– Y la tierra, Rafaé, es jembra, y a las jembras, pa que sean agradecías y se porten bien, hay que quererlas. Y el hombre no puede queré a una tierra que no es suya. Sólo deja el sudor y la sangre sobre los terrones de que puede sacar el pan. ¿Digo mal, muchacho?..

Que aquella inmensidad de tierra se repartiese entre los que la trabajaban, que los pobres supieran que del surco podían sacar algo más que un puñado de céntimos y los tres gazpachos, ¡y ya se vería si los del país eran holgazanes!

Resultaban malos trabajadores porque trabajaban para otros; porque tenían la obligación de defender su vida miserable unos cuantos años más, huyendo el cuerpo a la faena, prolongando los ratos de descanso concedidos para fumar un cigarro, llegando al tajo lo más tarde posible y retirándose cuanto antes. ¡Para lo que les daban!.. Pero que tuviesen su parte de tierra, y la cuidarían, peinándola y acicalándola a todas horas como una hija, y antes de que clarease el día estarían ya en ella con la herramienta en la mano. En medio de la noche se levantarían para las faenas urgentes; aquellas llanuras serían un paraíso, y cada pobre tendría su casita, y los lagartos no irían arrastrando su lomo rugoso y polvoriento días y días sin tropezar con una vivienda humana.

Rafael oponía reparos a los ensueños del viejo. Muy hermosas eran las tierras que había visto Zarandilla, con sus parcelas que bastaban a alimentar una familia. Pero allí había agua en abundancia.

– Y aquí también – gritaba el viejo. – Ahí tienes la sierra, que asín que caen cuatro gotas, llora por toos los costaos.

¡Agua!.. Barcos iban por los ríos de Andalucía hasta muy tierra adentro, mientras en sus orillas los campos se resquebrajaban de sed. ¿No era mejor que los hombres hicieran fructificar el suelo y comiesen con la hartura de la abundancia, aunque los barcos descargasen en los puertos de la costa? ¡Agua!.. que les diesen los campos a los pobres y ellos la traerían a buenas o a malas, impulsados por la necesidad. No serían como los señores, que por mal que se presente la cosecha, siempre sacan para vivir poseyendo tanta tierra, y conservan el cultivo lo mismo que los abuelos de sus abuelos. Los campos que él había admirado en otros países eran inferiores a los de Andalucía. No tenían en sus entrañas esa condensación de fuerzas que crea el abandono: estaban cansados y había que cuidarlos, dándoles continuamente el medicamento del guano. Eran, según Zarandilla, como las señorones que admiraba él en Jerez, hermosas y apuestas con el atractivo del cuidado y los artificios del lujo.

– Y esta tierra nuestro, Rafaé, es como las muchachas que bajan de la sierra con el manijero. Van plagadas de la miseria que recogen en la gañanía; no se lavan la cara, comen mal; pero si las adecentasen, ya se vería lo bonitas que son.

Una tarde de Febrero hablaban el aperador y Zarandilla de los trabajos del cortijo, mientras la señá Eduvigis lavaba la loza en la cocina. Habíase acabado la siembra de los garbanzos, los yeros y los arvejones. Ahora, las cuadrillas de muchachas y de gañanes se dedicaban a escardar los campos de cereales. Aún podían sostener el combate con el escardillo contra las hierbas parásitas. Después, cuando el trigo creciese, tendrían que arrancarlas a mano, encorvados durante el día, con los riñones quebrantados por el dolor.

Zarandilla, que falto de vista parecía haber aguzado sus oídos, interrumpió a Rafael, ladeando su cabeza como para escuchar mejor.

– Muchacho, paece que truena.

Palidecía la gran mancha de sol sobre los guijarros del patio; las gallinas corrían en rueda, cocleando, como si quisieran huir de la ráfaga de viento que erizaba sus plumas. Rafael prestó oído también. Sí que tronaba: iban a tener tempestad.

Los dos hombres salieron al portal del cortijo. Por la parte de la sierra, el cielo estaba negro y las nubes corríanse como una cortina lúgubre entenebreciendo el campo. Aún no era media tarde y todos los objetos envolvíanse en la vaguedad difusa del anochecer. El cielo parecía haber descendido, tocando las crestas de las montañas, devorándolas en su seno oscuro, como si las decapitase. Pasaban a bandadas con el pavor de la fuga, graznando estridentemente, los pájaros de presa.

– ¡Camará!.. ¡la que se nos viene encima! – exclamó Zarandilla, que ya no veía nada, como si para él hubiese cerrado la noche.

Los altos vástagos de las piteras, únicas líneas verticales que rompían la monotonía de los campos, se inclinaron unos tras otros, como si fuesen a romperse, y a continuación una ráfaga fría e impetuosa chocó contra el cortijo. Temblaron las puertas, oyose el estrépito de las ventanas al cerrarse con violencia, y aullaron los mastines lúgubremente, tirando de sus cadenas, como si con su mirada de bestias viesen a la tempestad entrar por el portalón sacudiendo su capa de agua y relampagueándola los ojos.

Una claridad lívida inflamó el espacio, y el trueno estalló sobre el cortijo con un estrépito seco que conmovió los cimientos, despertando en los establos un eco de mugidos, relinchos y patadas. Cayó la lluvia de golpe, en grandes masas, como si se desfondase el cielo, y los dos hombres tuvieron que refugiarse bajo el arco de entrada, no viendo más que un pedazo de campo al través de la herradura del portalón.

Del suelo, golpeado por el latigazo del agua, desprendíase un vapor tibio; el olor de tierra mojada perfume de los aguaceros violentos. Lejos, muy lejos, por los surcos convertidos en arroyos que no podían engullir todo el golpe de agua, corrían hacia el cortijo grupos de gentes. Apenas si se les veía al través de la capa liquida de la atmósfera.