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Los cuatro jinetes del apocalipsis

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–Entonces… ¿todo ha terminado entre nosotros?

Su voz temblorosa, suplicante, cargada de lágrimas, hizo que ella volviese la cabeza para ocultar su emoción.

Luego, en el penoso silencio, las dos desesperaciones formularon la misma pregunta, como si interrogasen á las sombras del futuro. «¿Qué será de mí?», murmuró el hombre. Y como un eco, los labios de ella repitieron: «¿Qué será de mí?»

Todo estaba dicho. Palabras irreparables se alzaban entre los dos como un obstáculo que había de ensancharse por momentos, impeliéndoles en opuestas direcciones. ¿Para qué prolongar la entrevista dolorosa?… Margarita mostró la resolución pronta y enérgica de toda mujer cuando desea cortar una escena: «¡Adiós!» Su rostro había tomado una palidez amarillenta, sus pupilas estaban mortecinas, humosas, como los vidrios de una linterna cuya luz se apaga. «¡Adiós!» Debía volver al lado de su herido.

Se marchó sin mirarle, y Desnoyers, por instinto, caminó en dirección opuesta. Cuando al serenarse quiso volver sobre sus pasos, vió cómo se alejaba dando el brazo al ciego, sin volver la cabeza una sola vez.

Tuvo la convicción de que ya no la vería más, y una angustia de asfixia oprimió su garganta. ¿Y con esta facilidad podían separarse eternamente dos seres que días antes contemplaban el universo concretado en sus personas?…

Su desesperación al quedar solo le hizo acusarse de torpeza. Ahora acudían sus pensamientos en tropel, y cada uno de ellos le pareció suficiente para convencer á Margarita. Indudablemente no había sabido expresarse: necesitaba hablar con ella otra vez… Y decidió permanecer en Lourdes.

Pasó una noche de tortura en el hotel, escuchando el rebullir del río entre las piedras. El insomnio le tuvo entre sus mandíbulas feroces, royéndolo con un suplicio interminable. Encendió la luz varias veces, pero no pudo leer. Sus ojos miraron con estúpida fijeza los dibujos del empapelado, las láminas piadosas de este cuarto que había servido de albergue á los peregrinos ricos. Permaneció inmóvil y abstraído como los orientales, que piensan en su carencia absoluta de pensamientos. Una idea única danzaba en el vacío de su cráneo: «Y no la veré más… ¿es esto posible?»

Se adormeció algunos instantes, para despertar con la sensación de un estallido horroroso que le enviaba por los aires. Y siguió desvelado, con sudores de angustia, hasta que en la sombra de la habitación se fué destacando un cuadrado de luz láctea. El amanecer empezaba á reflejarse en las cortinas de la ventana.

La caricia aterciopelada del día pudo al fin cerrar sus ojos. Al despertar, bien entrada la mañana, corrió á los jardines de la gruta… ¡Las horas de espera temblorosa é inútil, creyendo reconocer á Margarita en toda dama blanca que avanzaba guiando á un herido!

Por la tarde, después de un almuerzo cuyos platos desfilaron intactos, volvió al jardín en busca de ella. Al reconocerla dando el brazo al oficial ciego, experimentó una sensación de desaliento. Parecía más alta, más delgada, con el rostro afilado, dos oquedades de sombra en las mejillas, los ojos brillantes de fiebre, los párpados contraídos por el cansancio. Adivinó una noche de suplicio, de pensamientos escasos y tenaces, de estupefacción dolorosa igual á la suya en el cuarto del hotel. Sintió de pronto todo el peso del insomnio y la inapetencia, toda la emoción deprimente de las sensaciones crueles experimentadas en las últimas horas. ¡Cuán desgraciados eran los dos!…

Ella avanzaba con precaución, mirando á un lado y á otro, como el que presiente un peligro. Al descubrirle se apretó contra el ciego, lanzando á su antiguo amante una mirada de súplica, de desesperación, implorando misericordia… ¡Ay, esta mirada!

Sintió vergüenza; su personalidad parecía haberse desdoblado: se contempló á si mismo con ojos de juez. ¿Qué hacía allí el llamado Julio Desnoyers, hombre seductor é inútil, atormentando con su presencia á una pobre mujer, queriendo desviarla de su noble arrepentimiento, insistiendo en sus egoístas y pequeños deseos, cuando la humanidad entera pensaba en otras cosas?… Su cobardía le irritó. Como el ladrón que se aprovecha del sueño de su víctima, él rondaba en torno de un hombre bueno y valeroso que no podía verle, que no podía defenderse, para robarle el único afecto que tenía en el mundo y que milagrosamente volvía hacia él. ¡Muy bien, señor Desnoyers!… ¡Ah, canalla!

Estos insultos exteriores le hicieron erguirse, altivo, cruel, inexorable, contra aquel otro yo digno de su desprecio.

Ladeó la cabeza: no quiso encontrar los ojos suplicantes de Margarita; tuvo miedo á su mudo reproche. Tampoco se atrevió á mirar al ciego, con su uniforme rapado y heroico, con su rostro envejecido por el deber y la gloria. Le temía como á un remordimiento.

Volvió la espalda al grupo: se alejó. ¡Adiós, amor! ¡Adiós, felicidad!… Marchaba ahora con paso firme; un milagro acababa de realizarse en su interior: había encontrado su camino.

¡A París!… Una ilusión nueva iba á poblar el inmenso vacío de su existencia sin objeto.

V

La invasión

Huía don Marcelo para refugiarse en su castillo, cuando encontró al alcalde de Villeblanche. El estrépito de la descarga le había hecho correr hacia la barricada. Al enterarse de la aparición del grupo de rezagados elevó los brazos desesperadamente. Estaban locos. Su resistencia iba á ser fatal para el pueblo. Y siguió corriendo para rogarles que desistiesen de ella.

Transcurrió mucho tiempo sin que se turbase la calma de la mañana. Desnoyers había subido á lo más alto de uno de sus torreones y con los anteojos exploraba el campo. No alcanzaba á distinguir la carretera; sólo veía los grupos de árboles inmediatos. Adivinó con la imaginación debajo de este ramaje una oculta actividad: masas de hombres que hacían alto, tropas que se preparaban para el ataque. La inesperada defensa de los fugitivos había perturbado la marcha de la invasión. Desnoyers pensó en este puñado de locos y su testarudo jefe: ¿qué suerte iba á ser la suya?…

Al fijar sus gemelos en las cercanías del pueblo vió las manchas rojas de los kepis deslizándose como amapolas sobre el verde de unas praderas. Eran ellos que se retiraban, convencidos de la inutilidad de su resistencia. Tal vez les habían indicado un vado ó una barca olvidada para salvar el Marne, y continuaban su retroceso hacia el río. De un momento á otro, los alemanes iban á entrar en Villeblanche.

Transcurrió media hora de profundo silencio. El pueblo perfilaba sobre un fondo de colinas su masa de tejados y la torre de la iglesia rematada por la cruz y un gallo de hierro. Todo parecía tranquilo, como en los mejores días de la paz. De pronto vió que el bosque vomitaba á lo lejos algo ruidoso y sutil, una burbuja de vapor acompañada de sordo estallido. Algo también pasó por el aire con estridente curva. A continuación, un tejado del pueblo se abrió como un cráter, volando de él maderos, fragmentos de pared, muebles rotos. Todo el interior de la casa se escapaba en un chorro de humo, polvo y astillas.

Los invasores bombardeaban á Villeblanche antes de intentar el ataque, como si temiesen encontrar en sus calles una empeñada resistencia. Cayeron nuevos proyectiles. Algunos, pasando por encima de las casas, venían á estallar entre el pueblo y el castillo. Los torreones de la propiedad de Desnoyers empezaban á atraer la puntería de los artilleros. Pensaba éste en la oportunidad de abandonar su peligroso observatorio, cuando vió que algo blanco, semejante á un mantel ó una sábana, flotaba en la torre de la iglesia. Los vecinos habían izado esta señal de paz para evitarse el bombardeo. Todavía cayeron unos cuantos proyectiles; luego se hizo el silencio.

Don Marcelo estaba ahora en su parque, viendo cómo el conserje enterraba al pie de un árbol las armas de caza que existían en el castillo. Luego se dirigió hacia la verja. Los enemigos iban á llegar y había que recibirles. En esta espera inquietante, el arrepentimiento volvió á atormentarle. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué se había quedado?… Pero su carácter tenaz desechó inmediatamente las dudas del miedo. Estaba allí porque tenía el deber de guardar lo suyo. Además, ya era tarde para pensar en tales cosas.

Le pareció de pronto que el silencio matinal se cortaba con un sordo rasgón de tela dura.

–Tiros, señor– dijo el conserje—. Una descarga. Debe ser en la plaza.

Minutos después vieron llegar á una mujer del pueblo, una vieja de miembros enjutos y negruzcos, que jadeaba con la violencia de la carrera, lanzando en torno miradas de locura. Huía sin saber adonde ir, por la necesidad de escapar al peligro, de librarse de horribles visiones. Desnoyers y los porteros escucharon su explicación entrecortada por hipos de terror.

Los alemanes estaban en Villeblanche. Primeramente había entrado un automóvil á toda velocidad, pasando de un extremo á otro del pueblo. Su ametralladora disparaba á capricho contra las casas cerradas y las puertas abiertas, tumbando á las gentes que se habían asomado. La vieja abrió los brazos con un gesto de terror… Muertos… muchos muertos… heridos… sangre. A continuación, otros vehículos blindados se habían detenido en la plaza, y tras de ellos, grupos de jinetes, batallones á pie, numerosos batallones, que llegaban por todas partes. Los hombres con casco parecían furiosos: acusaban á los habitantes de haber hecho fuego contra ellos. En la plaza habían golpeado al alcalde y á varios vecinos que salían á su encuentro. El cura, inclinado sobre unos agonizantes, también había sido atropellado… Todos presos. Los alemanes habían de fusilarlos.

Las palabras de la vieja fueron cortadas por el ruido de algunos automóviles que se aproximaban.

–Abre la verja—ordenó el dueño al conserje.

La verja quedó abierta, y ya no volvió á cerrarse nunca. Terminaba el derecho de propiedad.

 

Se detuvo ante la entrada un automóvil enorme cubierto de polvo y lleno de hombres. Detrás sonaron las bocinas de otros vehículos, que se avisaban al detenerse con seco tirón de frenos. Desnoyers vió soldados apeándose de un salto, todos vestidos de gris verdoso, con una funda del mismo tono cubriendo el casco puntiagudo. Uno de ellos, que marchaba delante, le puso su revólver en la frente.

–¿Dónde están los franco-tiradores?—preguntó.

Estaba pálido, con una palidez de cólera, de venganza y de miedo. Le temblaban las mejillas á impulsos de la triple emoción. Don Marcelo se explicó lentamente, contemplando á corta distancia de sus ojos el negro redondel del tubo amenazador. No había visto franco-tiradores. El castillo tenía por únicos habitantes el conserje con su familia, y él, que era el dueño.

Miró el oficial al edificio y luego examinó á Desnoyers con visible extrañeza, como si lo encontrase de aspecto demasiado humilde para ser su propietario. Le había creído un simple empleado, y su respeto á las jerarquías sociales hizo que bajase el revólver.

No por esto desistió de sus gestos imperiosos. Empujó á don Marcelo para que le sirviese de guía; lo hizo marchar delante de él, mientras á sus espaldas se agrupaban unos cuarenta soldados. Avanzaron en dos filas, al amparo de los árboles que bordeaban la avenida central, con el fusil pronto para disparar, mirando inquietamente á las ventanas del castillo, como si esperasen recibir desde ellas una descarga cerrada. Desnoyers marchó tranquilamente por el centro, y el oficial, que había imitado la precaución de su gente, acabó por unirse á él cuando atravesaba el puente levadizo.

Los hombres armados se esparcieron por las habitaciones en busca de enemigos. Metían las bayonetas debajo de camas y divanes. Otros, con un automatismo destructor, atravesaron los cortinajes y las ricas cubiertas de los lechos. El dueño protestó: ¿para qué este destrozo inútil?… Experimentaba una tortura insufrible al ver las botas enormes manchando de barro las alfombras, al oir el choque de culatas y mochilas contra los muebles frágiles, de los que caían objetos. ¡Pobre mansión histórica!…

El oficial le miró con extrañeza, asombrado de que protestase por tan fútiles motivos. Pero dió una orden en alemán, y sus hombres cesaron en las rudas exploraciones. Luego, como una justificación de este respeto extraordinario, añadió en francés:

–Creo que tendrá usted el honor de alojar al general de nuestro cuerpo de ejército.

La certeza de que en el castillo no se ocultaban enemigos le hizo más amable. Sin embargo, persistió en su cólera contra los franco-tiradores. Un grupo de vecinos había hecho fuego sobre los hulanos cuando avanzaban descuidados después de la retirada de los franceses.

Desnoyers creyó necesaria una protesta. No eran vecinos ni franco-tiradores: eran soldados franceses. Tuvo buen cuidado de callar su presencia en la barricada, pero afirmó que había distinguido los uniformes desde un torreón de su castillo.

El oficial hizo un gesto de agresividad.

–¿Usted también?… ¿Usted, que parece un hombre razonable, repite tales patrañas?

Y para cortar la discusión, dijo con arrogancia:

–Llevaban uniforme, si usted se empeña en afirmarlo, pero eran franco-tiradores. El gobierno francés ha repartido armas y uniformes á los campesinos para que nos asesinen. Lo mismo hizo el de Bélgica… Pero conocemos sus astucias y sabremos castigarlas.

El pueblo iba á ser incendiado. Había que vengar los cuatro cadáveres alemanes que estaban tendidos en las afueras de Villeblanche, cerca de la barricada. El alcalde, el cura, los principales vecinos, todos fusilados.

Visitaban en aquel momento el último piso. Desnoyers vió flotar por encima del ramaje de su parque una bruma obscura cuyos contornos enrojecía el sol. El extremo del campanario era lo único del pueblo que se distinguía desde allí. En torno del gallo de hierro volteaban harapos sutiles, semejantes á telarañas negras elevadas por el viento. Un olor de madera vieja quemada llegó hasta el castillo.

Saludó el alemán este espectáculo con una sonrisa cruel. Luego, al descender al parque, ordenó á Desnoyers que le siguiese. Su libertad y su dignidad habían terminado. En adelante, iba á ser una cosa bajo el dominio de estos hombres, que podrían disponer de él á su capricho. ¡Ay, por qué se había quedado!… Obedeció, montando en un automóvil al lado del oficial, que aún conservaba el revólver en la diestra. Sus hombres se esparcían por el castillo y sus dependencias para evitar la fuga de un enemigo imaginario. El conserje y su familia parecieron decirle ¡adiós! con los ojos. Tal vez le llevaban á la muerte…

Mas allá de las arboledas del castillo fué surgiendo un mundo nuevo. El corto trayecto hasta Villeblanche representó para él un salto de millones de leguas, la caída en un planeta rojo, donde hombres y cosas tenían la pátina del humo y el resplandor del incendio. Vió el pueblo bajo un dosel obscuro moteado de chispas y brillantes pavesas. El campanario ardía como un blandón enorme; la techumbre de la iglesia estallaba, dejando escapar chorros de llamas. Un hedor de quema se esparcía en el ambiente. El fulgor del incendio parecía contraerse y empalidecer ante la luz impasible del sol.

Corrían á través de los campos, con la velocidad de la desesperación, mujeres y niños dando alaridos. Las bestias habían escapado de los establos, empujadas por las llamas, para emprender una carrera loca. La vaca y el caballejo de labor llevaban pendiente del pescuezo la cuerda rota por el tirón del miedo. Sus flancos echaban humo y olían á pelo quemado. Los cerdos, las ovejas, las gallinas, corrían igualmente, confundidos con gatos y perros. Toda la animalidad doméstica retornaba á la existencia salvaje, huyendo del hombre civilizado. Sonaban tiros y carcajadas brutales. Los soldados, en las afueras del pueblo, insistían regocijados en esta cacería de fugitivos. Sus fusiles apuntaban á las bestias y herían á las personas.

Desnoyers vió hombres, muchos hombres, hombres por todas partes. Eran á modo de hormigueros grises que desfilaban y desfilaban hacia el Sur, saliendo de los bosques, llenando los caminos, atravesando los campos. El verde de la vegetación se diluía bajo sus pasos; las cercas caían rotas; el polvo se alzaba en espirales detrás del sordo rodar de los cañones y el acompasado trote de millares de caballos. A los lados del camino habían hecho alto varios batallones con su acompañamiento de vehículos y bestias de tiro. Descansaban para reanudar su marcha. Conocía á este ejército. Lo había visto en las paradas de Berlín, y también le pareció cambiado, como el del día anterior. Quedaba en él muy poco de la brillantez sombría é imponente, de la tiesura muda y jactanciosa, que hacían llorar de admiración á sus cuñados. La guerra, con sus realidades, había borrado todo lo que tenía de teatral el formidable organismo de muerte. Los soldados se mostraban sucios y cansados. Una respiración de carne blanca, atocinada y sudorosa, revuelta con el hedor del cuero, flotaba sobre los regimientos. Todos los hombres tenían cara de hambre. Llevaban días y días caminando incesantemente sobre las huellas de un enemigo que siempre conseguía librarse. En este avance forzado, los víveres de la Intendencia llegaban tarde á los acantonamientos. Sólo podían contar con lo que guardaban en sus mochilas. Desnoyers los vió alineados junto al camino devorando pedazos de pan negro y embutidos mohosos. Algunos se esparcían por los campos para desenterrar las remolachas y otros tubérculos, mascando su dura pulpa entre crujidos de granos de tierra. Un alférez sacudía los árboles frutales, empleando como percha la bandera de su regimiento. La gloriosa enseña, adornada con recuerdos de 1870, le servía para alcanzar ciruelas todavía verdes. Los que estaban sentados en el suelo aprovechaban este descanso extrayendo sus pies hinchados y sudorosos de las altas botas, que esparcían un vapor insufrible.

Los regimientos de infantería que Desnoyers había visto en Berlín reflejando la luz en metales y correajes, los húsares lujosos y terroríficos, los coraceros de albo uniforme semejantes á los paladines del Santo Graal, los artilleros con el pecho regleteado de fajas blancas, todos los militares que en los desfiles arrancaban suspiros de admiración á los Hartrott, aparecían ahora unificados y confundidos por la monotonía del color, todos de verde mostaza, como lagartos empolvados que en su arrastre buscan confundirse con el suelo.

Se adivinaba la persistencia de la férrea disciplina. Una palabra dura de los jefes, un golpe de silbato, y todos se agrupaban, desapareciendo el hombre en el espesor de la masa de autómatas. Pero el peligro, el cansancio, la certidumbre del triunfo, habían aproximado á soldados y oficiales momentáneamente, borrando las diferencias de castas. Los jefes salían un poco del aislamiento en que los mantenía su altivez y se dignaban conversar con sus hombres para infundirles ánimo. Un esfuerzo más, y envolverían á franceses é ingleses, repitiendo la hazaña de Sedán, cuyo aniversario se celebraba en aquellos días. Iban á entrar en París: era asunto de una semana. ¡París! Grandes tiendas llenas de riquezas, restoranes célebres, mujeres, champañ, dinero… Y los hombres, orgullosos de que sus conductores se dignasen hablar con ellos, olvidaban la fatiga y el hambre, reanimandóse como las muchedumbres de la Cruzada ante la imagen de Jerusalén. «¡Nach París!» El alegre grito circulaba de la cabeza á la cola de las columnas en marcha, «¡A París! ¡A París!…»

La escasez de comida la compensaban con los productos de una tierra rica en vinos. Al saquear las casas, rara vez encontraban víveres, pero siempre una bodega. El alemán humilde, abrevado con cerveza y que consideraba el vino como un privilegio de los ricos, podía desfondar los toneles á culatazos, bañándose los pies en oleadas del precioso líquido. Cada batallón dejaba como rastro de su paso una estela de botellas vacías, un alto en un campo lo sembraba de cilindros de vidrio. Los furgones de los regimientos, no pudiendo renovar sus repuestos de víveres, cargaban vino en todos los pueblos. El soldado, falto de pan, recibía alcohol… Y este regalo iba acompañado de buenos consejos de los oficiales. La guerra es la guerra: nada de piedad con unos adversarios que no la merecían. Los franceses fusilaban á los prisioneros y sus mujeres sacaban los ojos á los heridos. Cada vivienda equivalía á un antro de asechanzas. El alemán sencillo é inocente que penetraba solo iba á una muerte segura. Las camas se hundían en pavorosos subterráneos, los armarios eran puertas disimuladas, todo rincón tenía oculto á un asesino. Había que castigar á esta nación traidora que preparaba su suelo como un escenario de melodrama. Los funcionarios municipales, los curas, los maestros de escuela, dirigían y amparaban á los franco-tiradores.

Desnoyers se aterró al considerar la indiferencia con que marchaban estos hombres en torno del pueblo incendiado. No veían el fuego y la destrucción; todo carecía, de valor ante sus ojos: era el espectáculo ordinario. Desde que atravesaron las fronteras de su país, pueblos en ruinas, incendiados por las vanguardias, y pueblos en llamas nacientes, provocadas por su propio paso, habían ido marcando las etapas de su avance por el suelo belga y el francés.

Al entrar el automóvil en Villeblanche tuvo que moderar su marcha. Muros calcinados se habían desplomado sobre la calle, vigas medio carbonizadas obstruían el paso, obligando al vehículo á virar entre los escombros humeantes. Los solares ardían como braseros entre casas que aún se mantenían en pie, saqueadas, con las puertas rotas, pero libres del incendio. Desnoyers vió en estos rectángulos llenos de tizones, sillas, camas, máquinas de coser, cocinas de hierro, todos los muebles del bienestar campesino, que se consumían ó retorcían. Creyó distinguir igualmente un brazo emergiendo de los escombros y que empezaba á arder como un cirio. No; no era posible… Un hedor de grasa caliente se unía á la respiración de hollín de maderas y cascotes.

Cerró los ojos: no quería ver. Pensó por un momento que estaba soñando. Era inverosímil que tales horrores hubiesen podido desarrollarse en poco más de una hora. Creyó á la maldad humana impotente para cambiar en tan corto espacio el aspecto de un pueblo.

Una brusca detención del carruaje le hizo mirar. Esta vez los cadáveres estaban en medio de la calle: eran dos hombres y una mujer. Tal vez habían caído bajo las balas de la ametralladora automóvil que atravesó el pueblo precediendo á la invasión. Un poco más allá, vueltos de espalda á los muertos, como si ignorasen su presencia, varios soldados comían sentados en el suelo. El chauffeur les gritó para que desembarazasen el paso. Con los fusiles y los pies empujaron los cadáveres, todavía calientes, que dejaban á cada volteo un rastro de sangre. Apenas quedó abierto algo de espacio entre ellos y el muro, pasó adelante el vehículo… Un crujido, un salto. Las ruedas de atrás habían aplastado un obstáculo frágil.

 

Desnoyers continuaba en su asiento, encogido, estupefacto, cerrando los ojos. El horror le hizo pensar en su propio destino. ¿Adónde le llevaba aquel teniente?…

En la plaza vió la casa municipal que ardía; la iglesia no era mas que un cascarón de piedra erizado de lenguas de fuego. Las casas de los vecinos acomodados tenían las puertas y ventanas rotas á hachazos. En su interior se agitaban los soldados, siguiendo un metódico vaivén. Entraban con las manos vacías y surgían cargados de muebles y ropas. Otros, desde los pisos superiores, arrojaban objetos, acompañando sus envíos con bromas y carcajadas. De pronto tenían que salir huyendo. El incendio estallaba instantáneamente, con la violencia y la rapidez de una explosión. Seguía los pasos de un grupo de hombres que llevaban cajones y cilindros de metal. Alguien que iba al frente designaba los edificios, y al penetrar por sus rotas ventanas pastillas y chorros de líquido, se producía la catástrofe de un modo fulminante.

Vió surgir de un edificio en llamas dos hombres que parecían dos montones de harapos, llevados á rastras por varios alemanes. Sobre la mancha azul de sus capotes distinguió unas caras pálidas, unos ojos desmesuradamente abiertos por el martirio. Sus piernas arrastraban por el suelo, asomando entre las tiras de los pantalones rojos destrozados. Uno de ellos aún conservaba el kepis. Expelían sangre por diversas partes de sus cuerpos: iban dejando atrás el blanco serpenteo de los vendajes deshechos. Eran heridos franceses, rezagados que se habían quedado en el pueblo, sin fuerzas para continuar la retirada. Tal vez pertenecían al grupo que, al verse cortado, intentó una resistencia loca.

Deseando restablecer la verdad, miró al oficial que tenía al lado y quiso hablar. Pero éste le contuvo: «Franco-tiradores disfrazados, que van á recibir su castigo.» Las bayonetas alemanas se hundieron en sus cuerpos. Después, una culata cayó sobre la cabeza de uno de ellos… Y los golpes se repitieron con sordo martilleo sobre las cápsulas óseas, que crujían al romperse.

Otra vez pensó el viejo en su propia suerte. ¿Adonde le llevaba este teniente á través de tantas visiones de horror?…

Llegaron á las afueras del pueblo, donde los dragones habían establecido su barricada. Las carretas estaban aún allí, pero á un lado del camino. Bajaron del automóvil. Vió un grupo de oficiales vestidos de gris, con el casco enfundado, iguales en todo á los otros. El que le había conducido hasta este sitio quedó inmóvil, rígido, con una mano en la visera, hablando á un militar que estaba unos cuantos pasos al frente del grupo. Miró á este hombre y él también le miró con unos ojillos azules y duros que perforaban su rostro enjuto surcado de arrugas. Debía ser el general. La mirada arrogante y escudriñadora le abarcó de pies á cabeza. Don Marcelo tuvo el presentimiento de que su vida dependía de este examen. Una mala idea que cruzase por su cerebro, un capricho cruel de su imaginación, y estaba perdido. Movió los hombros el general y dijo unas palabras con gesto desdeñoso. Luego montó en un automóvil con dos de sus ayudantes, y el grupo se deshizo.

La cruel incertidumbre del viejo encontró interminables los momentos que tardó el oficial en volver á su lado.

–Su Excelencia es muy bueno—dijo—. Podía fusilarle, pero le perdona. ¡Y aún dicen ustedes que somos unos salvajes!…

Con la inconsciencia de su menosprecio, explicó que lo había traído hasta allí convencido de que le fusilarían. El general deseaba castigar á los vecinos principales de Villeblanche, y él había considerado por su propia iniciativa que el dueño del castillo debía ser uno de ellos.

–El deber militar, señor… Así lo exige la guerra.

Después de esta excusa reanudó los elogios á Su Excelencia. Iba á alojarse en la propiedad de don Marcelo, y por esto le perdonaba la vida. Debía darle las gracias… Luego volvieron á temblar de cólera sus mejillas. Señalaba unos cuerpos tendidos junto al camino. Eran los cadáveres de los cuatro hulanos, cubiertos con unos capotes y mostrando por debajo de ellos las suelas enormes de sus botas.

–¡Un asesinato!—exclamó—. ¡Un crimen que van á pagar caro los culpables!

Su indignación le hacía considerar como un hecho inaudito y monstruoso la muerte de los cuatro soldados, como si en la guerra sólo debieran caer los enemigos, manteniéndose incólume la vida de sus compatriotas.

Llegó un grupo de infantería mandado por un oficial. Al abrirse sus filas vió Desnoyers entre los uniformes grises varios paisanos empujados rudamente. Iban con las ropas desgarradas. Algunos tenían sangre en el rostro y en las manos. Los fué reconociendo uno por uno mientras los alineaban junto á una tapia, á veinte pasos del piquete: el alcalde, el cura, el guardia forestal, algunos vecinos ricos cuyas casas había visto arder.

Iban á fusilarlos… Para evitarle toda duda, el teniente continuó sus explicaciones.

–He querido que vea usted esto. Conviene aprender. Así agradecerá mejor las bondades de Su Excelencia.

Ninguno de los prisioneros hablaba. Habían agotado sus voces en una protesta inútil. Toda su vida la concentraban en sus ojos, mirando en torno con estupefacción… ¡Y era posible que los matasen friamente, sin oir sus protestas, sin admitir las pruebas de su inocencia!

La certidumbre de la muerte dió de pronto á casi todos ellos una noble serenidad. Inútil quejarse. Sólo un campesino rico, famoso en el pueblo por su avaricia, lloriqueaba desesperado, repitiendo: «Yo no quiero morir… yo no quiero morir.»

Trémulo y con los ojos cargados de lágrimas, Desnoyers se ocultó detrás de su implacable acompañante. A todos los conocía, con todos había batallado, arrepintiéndose ahora de sus antiguas querellas. El alcalde tenía en la frente la mancha roja de una gran desolladura. Sobre su pecho se agitaba un harapo tricolor: la banda municipal, que se había puesto para recibir á los invasores y que éstos le habían arrancado. El cura erguía su cuerpo pequeño y redondo, queriendo abarcar en una mirada de resignación las víctimas, los verdugos, la tierra entera, el cielo. Parecía más grueso. El negro ceñidor, roto por las violencias de los soldados, dejaba libre su abdomen y flotante su sotana. Las melenas plateadas chorreaban sangre, salpicando de gotas rojas el blanco alzacuello.

Al verle avanzar por el campo de la ejecución con paso vacilante á causa de su obesidad, una risotada salvaje cortó el trágico silencio. Los grupos de soldados sin armas que habían acudido á presenciar el suplicio saludaron con carcajadas al anciano. «¡A muerte el cura!…» El fanatismo de las guerras religiosas vibraba en su burla. Casi todos ellos eran católicos ó protestantes fervorosos; pero sólo creían en los sacerdotes de su país. Fuera de Alemania, todo resultaba despreciable, hasta la propia religión.

El alcalde y el sacerdote cambiaron de lugar en la fila, buscándose. Se ofrecían mutuamente, el centro del grupo con una cortesía solemne.

–Aquí, señor alcalde; este es su sitio: á la cabeza de todos.

–No; después de usted, señor cura.

Discutían por última vez, pero en este momento supremo era para cederse el paso, queriendo cada uno humillarse ante el otro.

Habían unido sus manos por instinto, mirando de frente al piquete de ejecución, que bajaba sus fusiles en rígida fila horizontal. A sus espaldas sonaron lamentos. «Adiós, hijos míos… Adiós, vida… Yo no quiero morir… ¡no quiero morir!…»