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Sangre y arena

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Al llegar a los corrales, los jinetes delanteros se apartaban, quedando fuera de la puerta, y todo el tropel de toros, avalancha de polvo, patadas, bufidos y cencerreos, metíase en el recinto con ímpetu arrollador, cerrándose prontamente las vallas sobre el rabo del último animal. Gentes a horcajadas en los muros o asomadas a unas galerías los azuzaban con sus gritos o agitando los sombreros. Atravesaban el primer corral sin darse cuenta de su encierro, como si corriesen aún en campo libre. Los cabestros, aleccionados por la experiencia y obedientes a los pastores, quedábanse a un lado apenas atravesaban la puerta, dejando pasar tranquilamente el torbellino de toros que corría detrás bufando sobre su cuarto trasero. Estos sólo se detenían, con asombro e incertidumbre, en el segundo corral, viendo ante ellos la pared y encontrando, al revolverse, la puerta cerrada.

Comenzaba entonces el encajonamiento. Uno a uno eran dirigidos los toros, con tremolar de trapos, gritos y golpes de garrocha, hacia una callejuela, en mitad de la cual estaba colocado el cajón de viaje con las dos puertas levantadas. Era a modo de un pequeño túnel, al extremo del cual se veía el espacio libre de otros corrales, con hierba en el suelo y cabestros que paseaban placenteramente: una ficción de la lejana dehesa, que atraía a la fiera.

Avanzaba ésta lentamente por el callejón, como si husmease el peligro, temiendo poner sus pies en la suave rampa de madera que corregía la altura del encierro montado sobre ruedas. Adivinaba el toro un peligro en este pequeño túnel que se presentaba ante él como paso obligado. Sentía en su parte trasera los continuos pinchazos que le soltaban desde las galerías, obligándolo a avanzar; veía ante él dos filas de gentes asomadas a los balconajes, las cuales le excitaban con sus manoteos y silbidos. Del techo del cajón, donde se ocultaban los carpinteros, prontos a dejar caer las compuertas, pendía un trapo rojo, agitándose en el rectángulo de luz encuadrado por la salida del cajón. Los pinchazos, los gritos, el bulto informe que danzaba ante sus ojos como desafiándole y la vista de sus tranquilos compañeros que pastaban al final del pasadizo, acababan por decidirle. Tomaba carrera para atravesar el pequeño túnel, hacía temblar con su peso la rampa de tablas, pero apenas entraba en aquél, caía la compuerta delantera, y antes de que pudiese retroceder escurríase también la de detrás.

Sonaba el fuerte herraje de los cierres, y la bestia se veía sumida en la obscuridad y el silencio, prisionera en un pequeño espacio donde sólo le era posible acostarse sobre sus patas. Por una trapa del techo caían sobre ella brazadas de forraje, empujaban los mozos el calabozo ambulante sobre sus pequeñas ruedas, llevándolo al cercano ferrocarril, e inmediatamente otro cajón era colocado en el pasadizo, repitiéndose el engaño, hasta que quedaban listos para emprender el viaje todos los animales de la corrida.

Doña Sol admiraba, con su entusiasmo hambriento de «color», estos procedimientos de la gran industria nacional, y quería imitar a los mayorales y vaqueros. Gustábale la vida al aire libre, galopando por las inmensas llanuras seguidas de agudos cuernos y huesudas testas que podían dar la muerte con sólo un leve movimiento. Bullía en su alma la afición al pastoreo que todos llevamos en nosotros como herencia ancestral de remotos ascendientes, en la época en que el hombre, no sabiendo explotar las entrañas de la tierra, vivía de reunir a las bestias, sustentándose de sus despojos. Ser pastor, pero pastor de fieras, era para doña Sol la más interesante y heroica de las profesiones.

Gallardo, desvanecida la primera embriaguez de su buena suerte, contemplaba asombrado a la dama en las horas de mayor intimidad, preguntándose si serían iguales todas las señoras del gran mundo.

Sus caprichos, sus veleidades de carácter, le tenían aturdido. No se atrevía a tutearla: no, eso no. Nunca lo había incitado ella a tal familiaridad, y una vez que quiso él intentarlo, torpe la lengua y trémula la voz, vio en sus ojos de dorado resplandor tal expresión de extrañeza, que retrocedió avergonzado, volviendo al antiguo tratamiento.

Ella, en cambio, le hablaba de tú, lo mismo que los grandes señores amigos del torero; pero esto sólo era en la intimidad, pues cuando tenía que escribirle una breve carta avisándole que no pasase por su casa por tener que salir con sus parientes, le trataba de usted, y no había en su estilo otras expresiones de afecto que las fríamente corteses que se dedican a un amigo de clase inferior.

– ¡Esa gachí!.. – murmuraba Gallardo, descorazonado – . Paese que ha vivío siempre con granujas que enseñaban sus cartas a too er mundo, y tié mieo. Cualquiera diría que no me cree cabayero porque soy un mataor.

Otras originalidades de la gran señora traían enfurruñado y triste al torero. A lo mejor, al presentarse en su casa, uno de aquellos criados que parecían grandes señores venidos a menos le cerraba el paso fríamente: «La señora no está. La señora ha salido.» Y él adivinaba que era mentira, presintiendo a doña Sol a corta distancia de él, al otro lado de puertas y cortinajes. Sin duda se cansaba, sentía una aversión repentina hacia él, y próximo el momento de la visita, daba orden a los criados para que no le recibiesen.

– ¡Vaya, se acabó el carbón! – decíase el espada al retirarse – . Ya no güervo más. Esta gachí no se divierte conmigo.

Y cuando volvía, avergonzábase de haber creído en la posibilidad de no ver más a doña Sol. Le recibía tendiéndole los brazos, estrujándolo entre sus blancas y firmes durezas de hembra belicosa, la boca algo torcida por una crispación de deseo, los ojos agrandados y vagos, con una luz extraña que parecía reflejar mentales desarreglos.

– ¿Por qué te perfumas? – protestaba ella, como si percibiese los más repugnantes hedores – . Es una cosa indigna de ti… Yo quiero que huelas a toro, que huelas a caballo… ¡Qué olores tan ricos! ¿No te gustan?.. ¡Di que sí, Juanín, bestia de Dios, animal mío!

Gallardo, una noche, en la dulce penumbra del dormitorio de doña Sol, sintió cierto miedo oyéndola hablar y viendo sus ojos.

– Tengo deseos de correr a cuatro patas. Quisiera ser toro y que tú te pusieras delante de mí, estoque en mano. ¡Flojas cornadas ibas a llevarte! ¡Aquí… aquí!

Y con los puños cerrados, a los que comunicaba su nerviosidad una nueva fuerza, marcaba terribles golpes en el busto del torero, cubierto sólo con una elástica de seda. Gallardo se echaba atrás, no queriendo confesar que una mujer podía hacerle daño.

– No; toro no. Ahora quisiera ser perro… un perro de pastor, con unos colmillos así de largos, y salirte al camino y ladrarte. «¿Ven ustedes ese fachendoso que mata fieras y que el público dice que es muy valiente? Pues ¡me lo como! ¡Me lo como así! ¡Haam!»

Y con histérica delectación clavó sus dientes en un brazo del torero, martirizando su hinchado bíceps. El espada lanzó una blasfemia, a impulsos del dolor, desasiéndose de aquella mujer hermosa y semidesnuda, con la cabeza erizada de serpientes de oro, como una bacante ebria.

Doña Sol pareció despertar.

– ¡Pobrecito! Le han hecho daño. ¡Y he sido yo!.. ¡yo, que a veces estoy loca! Déjame que te bese el mordisco, para curártelo. Déjame que te bese todas esas cicatrices tan monas. ¡Pobre de mi brutito, que le han hecho pupa!

Y la hermosa furia volvíase humilde y tierna, arrullando al torero con gestos de gata.

Gallardo, que entendía el amor a la antigua usanza, con intimidades iguales a las de la vida matrimonial, jamás consiguió pasar una noche entera en casa de doña Sol. Cuando creía sometida a la hembra en fuerza de amorosas generosidades, estallaba la orden imperiosa, el despego de la repugnancia física.

– Márchate. Necesito estar sola. Ya sabes que no puedo aguantarte. Ni a ti ni a nadie. ¡Los hombres! ¡qué asco!..

Y Gallardo emprendía la fuga humillado y triste por los caprichos de esta mujer incomprensible.

Una tarde, el torero, viéndola inclinada a las confidencias, sintió curiosidad por su pasado, queriendo conocer a los reyes y los grandes personajes que, al decir de la gente, habían transcurrido por la existencia de doña Sol.

Esta respondió a su curiosidad con una mirada fría de sus ojos claros.

– ¿Y a ti qué te importa eso?.. ¿Tienes, acaso, celos?.. Y aunque fuese verdad, ¿qué?..

Permaneció silenciosa largo rato, con la mirada vaga: su mirada de locura, acompañada siempre de pensamientos absurdos.

– Tú debes haber pegado a las mujeres – dijo mirándole con curiosidad – . No lo niegues. ¡Si eso me interesa mucho!.. A tu mujer, no; sé que es muy buena. Quiero decir a las otras mujeres, a todas esas que tratáis los toreros: a las hembras que aman con más furia cuanto más las golpean. ¿No? ¿De veras que no has pegado nunca?

Gallardo protestaba con una dignidad de hombre valeroso, incapaz de maltratar a los que no fuesen fuertes como él. Doña Sol mostraba cierta decepción ante sus explicaciones.

– Un día me has de pegar. Quiero saber lo que es eso – dijo con resolución.

Pero se entenebreció su gesto, se juntaron sus cejas, y un fulgor azulado animó el polvillo de oro de sus pupilas.

– No, bruto mío; no me hagas caso: no lo intentes. Saldrías perdiendo.

El consejo era justo, y Gallardo tuvo ocasión de acordarse de él. Un día, en momentos de intimidad, bastó una caricia algo ruda de sus manos de luchador para despertar la furia de aquella mujer que atraía al hombre y lo odiaba al mismo tiempo. «¡Toma!» Y su diestra, cerrada y dura como una maza, dio un golpe de abajo arriba en la mandíbula del espada, con una seguridad que parecía obedecer a determinadas reglas de esgrima.

Gallardo quedó aturdido por el dolor y la vergüenza, mientras la dama, como si comprendiese lo extemporáneo de su agresión, intentaba justificarla con una fría hostilidad.

 

– Es para que aprendas. Yo sé lo que sois vosotros los toreros. Me dejaría atropellar una vez, y acabarías zurrándome todos los días, como a una gitana de Triana… Bien está lo hecho. Hay que conservar las distancias.

Una tarde, al principio de la primavera, volvían los dos de una tienta de becerros en una dehesa del marqués. Este, con un grupo de jinetes, marchaba por la carretera.

Doña Sol, seguida del espada, metió su caballo por las praderas, gozándose en la blanda impresión que comunicaba el almohadillado de la hierba a las patas de las cabalgaduras.

El sol agonizante teñía de suave carmesí el verde de la llanura, espolvoreado de blanco y amarillo por las flores silvestres. Sobre esta extensión, en la que todos los colores tomaban un tono rojizo de lejano incendio, marcábanse las sombras de los caballos y los jinetes estrechas y prolongadas. Las garrochas que llevaban al hombro eran tan gigantescas en la sombra, que su línea obscura perdíase en el horizonte. A un lado brillaba el curso del río como una lámina de acero enrojecida medio oculta entre hierbas.

Doña Sol miró a Gallardo con ojos imperiosos.

– Cógeme de la cintura.

El espada obedeció, y así marcharon, con los caballos juntos, unidos los dos jinetes del talle arriba. La dama contemplaba sus sombras confundidas avanzando sobre la mágica luz de la pradera, con el cabeceo de una lenta marcha.

– Parece que vivimos en otro mundo – murmuró – , un mundo de leyenda: algo así como las praderas que se ven en los tapices. Una escena de libros de caballerías: el paladín y la amazona que viajan juntos con la lanza al hombro, enamorados y en busca de aventuras y peligros. Pero tú no entiendes de esto, bestia de mi alma. ¿Verdad que no me comprendes?

El torero sonrió, mostrando sus dientes sanos y fuertes, de luminosa blancura. Ella, como atraída por su ruda ignorancia, aumentó el contacto de los cuerpos, dejando caer la cabeza sobre uno de sus hombros y estremeciéndose con el cosquilleo de la respiración de Gallardo en los músculos de su cuello.

Así caminaron en silencio. Doña Sol parecía adormecida en el hombro del torero. De pronto se abrieron sus ojos, brillando en ellos la expresión extraña que era precursora de las más raras preguntas.

– Di: ¿no has matado nunca a un hombre?

Gallardo se agitó, llegando en su asombro a despegarse de doña Sol. ¡Quién! ¿él?.. Nunca. Era un buen muchacho, que había seguido su carrera sin hacer daño a nadie. Apenas si se había peleado con los camaradas de las capeas cuando se quedaban con los cuartos por ser más fuertes. Unas cuantas bofetadas en ciertas disputas con los compañeros de profesión; un botellazo en un café: estas eran todas sus hazañas. Le inspiraba un respeto invencible la vida de las personas. Los toros eran otra cosa.

– ¿De suerte, que no has tenido nunca ganas de matar a un hombre?.. ¡Y yo que creía que los toreros…!

Se ocultó el sol, perdió la pradera su fantástica iluminación, se apagó el río, y la dama vio obscuro y vulgar el paisaje de tapiz que tanto había admirado. Los otros jinetes marchaban lejos, y ella espoleó su caballo para unirse al grupo, sin decir una palabra al espada, como si no se diese cuenta de que la seguía.

En las fiestas de Semana Santa volvió a la ciudad la familia de Gallardo. El espada toreaba en la corrida de Pascua. Era la primera vez que iba a matar en presencia de doña Sol después que la conocía, y esto preocupábale, haciendo que dudase de sus fuerzas.

Además, no podía torear en Sevilla sin sentir cierta emoción. Aceptaba un fracaso en cualquier plaza de España, pensando que no volvería a ella en mucho tiempo; ¡pero en su tierra, donde estaban sus mayores enemigos!..

– A ver si te luces – decía el apoderado – . Piensa en los que te van a ver. Quiero que quedes como el primer hombre del mundo.

El sábado de Gloria se verificó a altas horas de la noche el encierro de las reses destinadas a la corrida, y doña Sol quiso asistir como piquero a esta operación, que ofrecía el encanto de realizarse en la sombra. Los toros habían de ser conducidos desde la dehesa de Tablada a los corrales de la plaza.

Gallardo no asistió, a pesar de sus deseos de acompañar a doña Sol. Se opuso el apoderado, alegando lo necesario que le era descansar, para encontrarse fresco y vigoroso en la tarde siguiente. A media noche, el camino que conduce de la dehesa a la plaza estaba animado como una feria. En las quintas iluminábanse las ventanas, pasando por ellas sombras agarradas, moviéndose con el contoneo del baile al son de los pianos. En las ventas, las puertas rojas extendían un rectángulo de luz sobre el suelo obscuro, y en su interior sonaban gritos, risas, rasgueo de guitarras, choques de cristales, adivinándose que circulaba el vino en abundancia.

Cerca de la una de la madrugada pasó por la carretera un jinete con menudo trote. Era el «aviso», un rudo pastor que se detenía ante las ventas y las casas iluminadas, anunciando que el encierro iba a pasar antes de un cuarto de hora, para que apagasen las luces y quedara todo en silencio.

Este mandato en nombre de la fiesta nacional era obedecido con más presteza que una orden de la autoridad. Quedaban a obscuras las casas, confundiendo su blancura con la lóbrega masa de los árboles; callaban las gentes, agrupándose invisibles tras las verjas, empalizadas y alambrados, con el silencio del que aguarda algo extraordinario. En los paseos inmediatos al río extinguíanse uno a uno los faroles de gas conforme avanzaba el pastor dando gritos anunciadores del encierro.

Permaneció todo en silencio. Arriba, sobre las masas de la arboleda, centelleaban los astros en la densa calma del espacio; abajo, a ras de tierra, notábase un leve movimiento, un susurro contenido, como si en la sombra se revolviesen enjambres de insectos. La espera pareció larguísima, hasta que en el fresco silencio sonaron muy lejanos los graves tintineos de unos cencerros. ¡Ya venían! ¡Iban a llegar!..

Aumentó el estruendo de los cobres, acompañado de un galopar confuso que hacía estremecerse el suelo. Pasaron al principio algunos jinetes, que parecían gigantescos en la obscuridad, a todo correr de sus caballos, con la lanza baja. Eran los pastores. Luego, un grupo de garrochistas de afición, entre los cuales galopaba doña Sol, palpitante por esta carrera loca al través de las sombras, en la cual un paso en falso de la cabalgadura, una caída, significaba la muerte por aplastamiento bajo las duras patas del feroz rebaño que venía detrás, ciego en su desaforada carrera.

Sonaron furiosos los cencerros; las bocas abiertas de los espectadores, ocultos en la obscuridad, tragaron varios golpes de polvo, y pasó como una pesadilla el rebaño feroz, monstruos informes de la noche, que trotaban, pesados y ágiles a la vez, estremeciendo sus moles de carne, dando horrorosos bufidos, corneando a las sombras, asustados e irritados al mismo tiempo por los gritos de los zagales que los seguían a pie y por el galopar de los jinetes que cerraban la marcha acosándolos con sus picas.

El tránsito de esta tropa pesada y ruidosa duró sólo un instante. Ya no quedaba más que ver… La muchedumbre, satisfecha de este espectáculo fugaz después de larga espera, salía de sus escondrijos, y muchos entusiastas rompían a correr detrás del ganado, con la esperanza de ver su entrada en los corrales.

Al llegar cerca de la plaza echábanse a un lado los jinetes, dejando paso libre a las bestias, y éstas, con el impulso de su carrera y la rutina de seguir a los cabestros, metíanse en «la manga», callejón formado de empalizadas que las conducía a los corrales.

Los garrochistas de afición felicitábanse por el buen éxito del encierro. El ganado había venido «bien arropao», sin que un solo toro se distrajese ni apartase, dando que hacer a piqueros y peones. Eran animales de buena casta: lo mejorcito de la ganadería del marqués. Al día siguiente, si los maestros tenían vergüenza torera, iban a verse grandes cosas… Y con la esperanza de una buena fiesta, fueron retirándose jinetes y peones. Una hora después quedaban completamente solitarios los alrededores de la plaza, confundiéndose ésta en la obscuridad y guardando en sus entrañas las bestias feroces, que, tranquilas en el corral, volvían a reanudar el último sueño de su existencia.

A la mañana siguiente, Juan Gallardo se levantó temprano. Había dormido mal, con una inquietud que poblaba su sueño de pesadillas.

¡Que no le diesen a él corridas en Sevilla! En otras poblaciones vivía como un soltero, olvidado momentáneamente de la familia, en una habitación de hotel completamente extraña, que «no le decía» nada, pues nada tenía suyo. Pero vestirse el traje de lidia en su propio dormitorio, encontrando en sillas y mesas objetos que le recordaban a Carmen; salir hacia el peligro de aquella casa que había él levantado y contenía lo más íntimo de su existencia, le desconcertaba e infundía igual zozobra que si fuese por primera vez a matar un toro. Además, sentía el miedo a los compatriotas, con los cuales debía vivir siempre, y cuya opinión era más importante para él que los aplausos del resto de España. ¡Ay, el terrible momento de la salida, cuando, vestido por Garabato con el traje de luces, bajaba al patio silencioso! Los sobrinillos venían a él intimidados por los adornos brillantes de su vestidura, tocándolos con admiración, sin atreverse a hablar; la bigotuda de su hermana le daba un beso con gesto de terror, como si fuese a morir; la mamita se ocultaba en los cuartos más obscuros. No; no quería verle, sentíase enferma. Carmen mostrábase animosa, muy pálida, apretando los labios, azulados por la emoción, moviendo nerviosamente las pestañas para mantenerse serena; y cuando le veía ya en el vestíbulo, llevábase de pronto el pañuelo a los ojos, estremecido el cuerpo por las bascas de suspiros y llantos que no lograban salir, y su hermana y otras mujeres tenían que sostenerla para que no viniese al suelo.

Era para acobardar hasta al propio Roger de Flor de que hablaba su cuñado.

– ¡Mardita sea!.. ¡Vamos, hombre – decía Gallardo – , que ni por too el oro der mundo torearía uno en Seviya, si no fuese por el aquel de dar gusto a los paisanos y que no digan los sinvergüenzas que tengo mieo a los públicos de la tierra!

Al levantarse, anduvo el espada por la casa con un cigarrillo en la boca, desperezándose para probar si sus membrudos brazos conservaban su agilidad. Tomó en la cocina una copa de Cazalla, y vio a la mamita, siempre diligente a pesar de sus años y sus carnes, moviéndose cerca de los fogones, tratando con maternal vigilancia a las criadas, disponiéndolo todo para el buen gobierno de la casa.

Gallardo salió al patio, fresco, luminoso. Los pájaros canturreaban en el silencio matinal, saltando en sus jaulas doradas. Un chorro de sol descendía hasta las losas de mármol. Era un triángulo de oro que envolvía en su base la orla de hojas verdes de la fuente y el agua del tazón, burbujeante a impulsos de las redondas boquitas de unos peces rojos.

El espada vio casi tendida en el suelo a una mujer vestida de negro, con el cubo al lado, moviendo un trapo sobre las losas de mármol, que parecían resucitar sus colores bajo la húmeda caricia. La mujer levantó la cabeza.

– Güenos días, señó Juan – dijo con la familiaridad cariñosa que inspira todo héroe popular.

Y clavó en él con admiración la mirada de un ojo único. El otro perdíase bajo un oleaje de arrugas concéntricas que parecían afluir a la cuenca negruzca y hundida.

El señor Juan no contestó. Con nervioso impulso corrió a la cocina, llamando a la señora Angustias.

– Pero mamita, ¿quién es esa mujer, esa tuerta roía que está lavando er patio?

– ¡Quién ha de sé, hijo!.. Una probe. La asistenta se ha puesto mala, y he llamao a esa infeliz, que está cargá de hijos.

El torero mostrábase inquieto, con una expresión en la mirada de zozobra y de miedo. ¡Maldita sea! ¡Toros en Sevilla, y para colmo, la primera persona que se echaba a la cara… una tuerta! Vamos, hombre, que lo que le pasaba a él no le ocurría a nadie. Aquello no podía ser de peor pata. ¿Era que deseaban su muerte?..

Y la pobre mamita, aterrada por los tétricos pronósticos del torero y su vehemente enfado, intentaba sincerarse. ¿Cómo iba ella a pensar en eso? Era una pobre que necesitaba ganarse una peseta para los pequeños. Había que tener buen corazón y dar gracias a Dios porque se había acordado de ellos, librándolos de miserias iguales.

Gallardo acabó por tranquilizarse con estas palabras; el recuerdo de las antiguas privaciones le hizo ser tolerante con la pobre mujer. Bueno; que se quedase la tuerta, y que ocurriese lo que Dios quisiera.

Y atravesando el patio casi de espaldas para no encontrarse con el ojo temible de aquella hembra de mal agüero, el matador fue a refugiarse en su despacho, inmediato al vestíbulo.

 

Las paredes blancas, chapadas de azulejos árabes hasta la altura de un hombre, estaban adornadas con prospectos de corridas de toros impresos en sedas de diversos colores. Diplomas con vistosos títulos de asociaciones benéficas recordaban las corridas en que Gallardo había toreado gratuitamente para los pobres. Innumerables retratos del diestro, de pie, sentado, con la capa tendida o entrando a matar, atestiguaban el cuidado con que los periódicos reproducían los gestos y diversas actitudes del grande hombre. Sobre la puerta veíase un retrato de Carmen puesta de mantilla blanca, que hacía resaltar más aún la negrura de sus ojos, y con un golpe de claveles en la obscura cabellera. En el testero opuesto, sobre el sillón de la mesa-escritorio, parecía presidir el aspecto ordenado de la pieza una enorme cabeza de toro negro, con ojos de vidrio, narices brillantes de barniz, una mancha de pelos blancos en la frente y unos cuernos enormes, de fino remate, con una claridad marfileña en su base, que gradualmente iba obscureciéndose, hasta tomar la densidad de la tinta en las puntas agudísimas. Potaje el picador prorrumpía en imágenes poéticas de las suyas al contemplar la enorme astamenta de aquel animal. Eran tan grandes y tan separados sus cuernos, que un mirlo podía cantar en la punta de uno de ellos sin que le oyesen desde el otro.

Gallardo se sentó junto a la mesa, elegante y llena de bronces, sin encontrar en su superficie otra incorrección que el polvo de varios días. La escribanía, de tamaño colosal, con dos caballos metálicos, tenía el tintero blanco y limpio. Los vistosos palilleros, rematados por cabezas de perro, carecían de plumas. El grande hombre no necesitaba escribir. Don José, su apoderado, corría con todos los contratos y demás documentos profesionales, y él echaba las firmas, lentas y complicadas, en una mesilla del club de la calle de las Sierpes.

A un lado estaba la librería: un armario de roble con los cristales siempre cerrados, viéndose al través de ellos las imponentes filas de volúmenes, respetables por su tamaño y su brillantez.

Cuando don José comenzó a titular a su matador «el torero de la aristocracia», sintió Gallardo la necesidad de corresponder a esta distinción instruyéndose, para que sus poderosos amigos no rieran de su ignorancia, como les ocurría con otros compañeros de profesión. Un día entró en una librería con aire resuelto.

– Envíeme usté tres mil pesetas de libros.

Y como el librero quedara indeciso, cual si no le comprendiese, el torero afirmó enérgicamente:

– Libros, ¿me entiende usté?.. Libros de los más grandes; y si no le paece mal, que tengan doraos.

Gallardo estaba satisfecho del aspecto de su biblioteca. Cuando hablaban en el club de algo que no llegaba a entender, sonreía con expresión de inteligencia, diciéndose:

– Eso debe estar en arguno de los libros que tengo en er despacho.

Una tarde de lluvia, en que estaba malucho de salud, vagando por la casa sin saber qué hacer, acabó por abrir el armario con una emoción sacerdotal y tiró de un volumen, el más grande, como si fuese un dios misterioso extraído de su santuario. Renunció a leer a los primeros renglones, y comenzó a pasar hojas, deleitándose con alegría infantil en la contemplación de las láminas: leones, elefantes, caballos de salvaje crin y ojos de fuego, asnos a fajas de colores, como si los hubiesen pintado con arreglo a falsilla… El torero avanzaba descuidado por el camino de la sabiduría, hasta que tropezó con los pintarrajeados anillos de una serpiente. ¡Huy! ¡La bicha, la fatídica bicha! Y convulsivamente cerró los dedos centrales de su mano, avanzando el índice y el meñique en forma de cuernos, para conjurar la mala suerte. Quiso seguir, pero todas las láminas representaban horrorosos reptiles, y acabó por cerrar el libro con manos trémulas y devolverlo al armario, murmurando: «¡Lagarto! ¡lagarto!» para desvanecer la impresión de este mal encuentro.

La llave de la librería andaba desde entonces por los cajones de la mesa, revuelta con impresos y cartas viejas, sin que nadie se acordase de ella. El espada no sentía la necesidad de leer. Cuando sus entusiastas llegaban con algún periódico taurino que «venía ardiendo», lo que significaba siempre ataques para sus rivales de profesión, Gallardo lo daba a leer a su cuñado o a Carmen, y escuchaba con sonrisa beatífica, mascullando el puro.

– ¡Eso está güeno! Pero ¡qué plumita de oro tienen esos niños!..

Cuando los papeles «venían ardiendo» contra Gallardo, nadie se los leía, y el espada hablaba con desprecio de los que escriben sobre toreo y son incapaces de dar un mal capotazo en el redondel.

Este encierro en el despacho sólo sirvió para aumentar sus inquietudes de aquella mañana. Quedose contemplando, sin saber por qué, la testa del toro, y el recuerdo más penoso de su vida profesional acudió a su memoria. Era una satisfacción de vencedor tener en su despacho, visible a todas horas, la cabeza de aquella mala bestia. ¡Lo que le había hecho sudar en la plaza de Zaragoza! Gallardo creía a aquel toro con tanto saber como una persona. Inmóvil y con ojos de malicia diabólica, esperaba a que el espada se acercase, sin dejarse engañar por el trapo rojo, tirándole siempre al cuerpo. Los estoques iban por el aire, sin lograr herirle, despedidos por los cabezazos. El público se impacientaba, silbando e insultando al matador; éste iba detrás del toro, siguiéndole en sus movimientos de un lado a otro de la plaza, sabiendo que si entraba a matar derechamente sería él el muerto; hasta que, al fin, sudoroso y fatigado, aprovechó una ocasión para acabar con él por medio de un golletazo traidor, entre el escándalo de la muchedumbre, que arrojaba botellas y naranjas. ¡Una vergüenza este recuerdo!.. Gallardo acabó por creer de tan mal agüero como el encuentro con la tuerta el permanecer en el despacho contemplando la testa de aquel bicho fatal.

– ¡Mardito seas tú y el roío der amo que te crió! ¡Así se güerva veneno la hierba que coman toos los de tu raza!..

Garabato vino a avisarle que en el patio le esperaban unos amigos. Eran aficionados entusiastas: los partidarios que venían a visitarle en días de corrida. El espada olvidó instantáneamente todas sus preocupaciones, y salió sonriente, la cabeza atrás, el ademán arrogante, como si fuesen enemigos personalísimos aquellos toros que le esperaban en la plaza y deseara verse cuanto antes frente a ellos, echándolos a rodar con su certero estoque.

Comió poco y solo, como todos los días de corrida, y cuando comenzó a vestirse desaparecieron las mujeres. ¡Ay, cómo odiaban ellas los trajes luminosos guardados cuidadosamente en fundas de tela, vistosas herramientas con que se había fabricado el bienestar de la familia!..

La despedida fue, como otras veces, desconcertante y anonadadora para Gallardo. La fuga de las mujeres para no verle partir; la dolorosa entereza de Carmen, que se esforzaba por mantenerse serena, acompañándole hasta la puerta; la curiosidad asombrada de los sobrinillos, todo irritaba al torero, arrogante y bravucón al ver llegada la hora del peligro.

– ¡Ni que me yevasen a la horca! ¡Vaya, hasta luego! Tranquiliá, que no pasará na.

Y montó en el carruaje, abriéndose paso entre los vecinos y curiosos agrupados frente a la casa, los cuales deseaban mucha suerte al señor Juan.

Para la familia era más angustiosa la tarde cuando el espada toreaba en Sevilla. No tenían la resignación de otras veces, que les hacía aguardar pacientemente el anochecer con la llegada del telegrama. Aquí el peligro desarrollábase cerca, y esto despertaba el ansia de noticias, deseando saber la marcha de la corrida a cada cuarto de hora.