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Sangre y arena

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Y Plumitas bajó los ojos, quedando un buen rato como absorto en la interna contemplación de su desgracia, viéndose sin lugar en la época presente.

De pronto requirió la carabina, intentando ponerse de pie.

– Me voy… Muchas grasias, señó Juan, por sus atensiones. Salú, señora marquesa.

– Pero ¿aónde vas? – dijo Potaje tirando de él – . ¡Siéntate, malaje! En ningún sitio estarás mejor que aquí.

EL picador deseaba prolongar la estancia del bandolero, satisfecho de hablar con él como con un amigo de toda la vida y poder contar luego en la ciudad su interesante encuentro.

– Yevo tres horas aquí; debo irme. Nunca paso tanto tiempo en un sitio descubierto y llano como La Rinconá. Tal vez a estas horas hayan ido con er soplo de que estoy aquí.

– ¿Ties mieo a los siviles? – preguntó Potaje– . No vendrán; y si vienen, yo estoy contigo.

Plumitas hizo un gesto despectivo. ¡Los civiles! Eran hombres como los demás; los había valientes, pero todos ellos padres de familia, que procuraban no verle y llegaban tarde al saber que estaba en un sitio. Unicamente iban contra él cuando la casualidad los ponía frente a frente, sin medio de evadirse.

– El mes pasao estaba yo en el cortijo de las Sinco chimeneas almorzando como estoy aquí, aunque sin tan güena compaña, cuando vi venir seis siviles de a pie. Estoy sierto de que no sabían que estaba yo allí y que venían sólo por refrescá. Una mala casualiá; pero ni ellos ni yo podíamos huir el bulto en presensia de toa la gente der cortijo. Eso se cuenta endispués, y las malas lenguas pierden el respeto y disen que si toos somos unos cobardes. El cortijero cerró la puerta, y los guardias comenzaron a dar culatazos pa que abriese. Yo le mandé que él y un gañán se colocasen tras las dos hojas. «Cuando os diga «¡ahora!», abrís de par en par.» Monté en la jaca y me puse el revólver en la mano. «¡Ahora!» Se abrió la puerta, y yo salí echando demonios. Ustés no saben lo que es la probesita de mi jaca. Me sortaron no sé cuántos tiros, pero ¡na! Yo también sorté lo mío al salir, y, según disen, toqué a dos guardias… Pa abreviá: que me fui agarrao al cuello de la jaca pa que no me hisieran blanco, y los siviles se la vengaron dándoles una paliza a los del cortijo. Por eso lo mejor es no decir na de mis visitas, señó Juan. Después vienen los del tricornio y lo marean a usté a preguntas y declarasiones, como si con esto fuesen a cogerme.

Los de La Rinconada asentían mudamente. Ya lo sabían ellos. Había que callar la visita, para evitarse molestias, como lo hacían en todos los cortijos y ranchos de pastores. Este silencio general era el auxiliar más poderoso del bandido. Además, todos estos hombres del campo eran admiradores del Plumitas. Su rudo entusiasmo lo contemplaba como un héroe vengador. Nada malo debían temer de él. Sus amenazas sólo pesaban sobre los ricos.

– No les tengo mieo a los siviles – continuó el bandido – . A quien temo es a los probes. Toos son güenos; pero ¡qué cosa tan fea es la miseria! Yo sé que no me matarán los del tricornio: no tién balas pa mí. Si alguien me mata, será algún probe. Les deja uno asercarse sin mieo, porque son del brazo de uno, y entonses se aprovechan del descuío. Yo tengo enemigos: gente que me la tié jurá. A veses hay charranes que yevan el soplo con la esperansa de unas pesetas, o descastaos que se les manda una cosa y no la hasen; y pa que toos respeten a uno, hay que tené la mano dura. Si uno les pincha de verdá, quea la familia pa vengarse. Si uno es bueno y se contenta con bajarles los calzones y haserles una carisia con un puñao de ortigas y cardos, se acuerdan de esta broma toa su vía… A los probes, a los de mi brazo, es a los que tengo mieo.

Detúvose Plumitas, y mirando al espada añadió:

– Aemás, están los afisionaos, los discipuliyos, la gente joven, que viene detrás arreando. Señó Juan, diga la verdá: ¿quién le da a usté más fatigas, los toros, o toos esos novilleros que salen empujaos por el hambre y quieren quitar los moños a los maestros?.. Lo mismo me pasa a mí. ¡Cuando igo que somos iguales!.. En ca pueblo hay un güen mozo que sueña con ser mi hereero y espera pillarme un día durmiendo a la sombra de un árbol y haserme volar la cabesa a boca de jarro. ¡Menúo cartel que se gana el que se cargue al Plumitas!..

Luego de esto se fue a la cuadra, seguido de Potaje, y un cuarto de hora después sacó al patio del cortijo la fuerte jaca, inseparable compañera de sus andanzas. El huesudo animal parecía más grande y lucido tras las breves horas de abundancia en los pesebres de La Rinconada.

Plumitas le acarició los flancos, interrumpiéndose en el arreglo de la manta sobre el arzón. Podía estar contenta. Pocas veces se vería tan bien tratada como en el cortijo del señor Juan Gallardo. Ahora a portarse bien, que la jornada iba a ser larga.

– ¿Y aónde vás, camará? – dijo Potaje.

– Eso no se pregunta… ¡Por er mundo! Ni yo mismo lo sé… ¡A lo que se presente!

Y poniendo la punta de un pie en uno de los estribos oxidados y manchados de barro, dio un salto, quedando erguido sobre la silla.

Gallardo se separó de doña Sol, que contemplaba los preparativos de marcha del bandido con sus ojos indefinibles y la boca pálida, apretada por la emoción.

El torero rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta y avanzó hacia el jinete, tendiéndole con disimulo unos papeles arrugados dentro de su mano.

– ¿Qué es eso? – dijo el bandido – . ¿Dinero?.. Grasias, señó Juan. A usté le han dicho que hay que darme argo cuando me voy de un cortijo; pero eso es pa los otros, pa los ricos que ganan er dinero de rositas. Usté lo gana exponiendo la vía. Somos compañeros. Guárdeselo, señó Juan.

El señor Juan se guardó los billetes, algo contrariado por esta negativa del bandido, que se empeñaba en tratarle como a un compañero.

– Ya me brindará usté un toro si arguna vez nos vemos en la plaza – añadió el Plumitas– . Eso vale más que too el oro der mundo.

Avanzó doña Sol hasta colocarse junto a una pierna del jinete, y quitándose una rosa de otoño que llevaba en el pecho, se la ofreció mudamente, mirándolo con sus ojos verdes y dorados.

– ¿Es pa mí? – preguntó el bandido con una entonación de sorpresa y asombro – . ¿Pa mí, señora marquesa?

Al ver el movimiento afirmativo de la señora, tomó la flor con embarazo, manejándola torpemente, como si fuese de abrumadora pesadez, no sabiendo dónde colocarla, hasta que al fin la introdujo en un ojal de su blusa, entre los dos extremos del pañuelo rojo que llevaba al cuello.

– ¡Esto sí que es güeno! – exclamaba, ensanchando con una sonrisa su faz carillena – . En la vía me ha pasao na igual.

El rudo jinete parecía conmovido y turbado al mismo tiempo por el carácter femenil del presente. ¡Rositas a él!..

Tiró de las riendas de la jaca.

– Salú a toos, cabayeros. Hasta que nos gorvamos a ve… Salú, güen mozo. Arguna vez te echaré un cigarro si pones una güena vara.

Se despidió dando un rudo manotón al picador, y el centauro le contestó con un puñetazo en un muslo que hizo temblar la recia musculatura del bandido. ¡Qué Plumitas tan simpático!.. Potaje, en la ternura de su embriaguez, quería irse al monte con él.

– ¡Adió! ¡adió!

Y picando espuelas a la jaca, salió a trote largo del cortijo.

Gallardo mostrábase satisfecho al ver que se alejaba. Después miró a doña Sol, que permanecía inmóvil, siguiendo con los ojos al jinete, el cual se empequeñecía en lontananza.

– ¡Qué mujer! – murmuró el espada con desaliento – . ¡Qué señora tan loca!..

Suerte que el Plumitas era feo y andaba haraposo y sucio como un vagabundo.

Si no, se va con él.

VI

– Paece mentira, Sebastián. Un hombre como tú, con mujer y con hijos, prestarte a esas alcahueterías… ¡Yo que te creía otro y tenía la confiansa en ti cuando salías de viaje con Juaniyo! ¡Yo que me queaba tranquila porque iba con una persona de carácter!.. ¿Aónde están toas esas cosas de tus ideas y tu religión? ¿Es que eso lo manda la reunión de judíos que os juntáis en casa de don Joselito el maestro?

El Nacional, asustado por la indignación de la madre de Gallardo y conmovido por las lágrimas de Carmen, que lloraba silenciosa, ocultando su cara tras un pañuelo, se defendía torpemente. Pero al escuchar las últimas palabras, se irguió con gravedad sacerdotal.

– Señá Angustias, no me toque usté las ideas y deje en paz si quiere a don Joselito, que na tié que ver en too esto. ¡Por vía e la paloma azul! Yo fui a La Rinconá porque me lo mandó mi mataor. ¿Usté sabe lo que es una cuadrilla? Pues lo mismo que el ejérsito: disiplina y servilismo. El mataor manda, y hay que obedeser. Como que esto de los toros es de los tiempos de la Inquisisión, y no hay ofisio más reasionario.

– ¡Payaso! – gritó la señora Angustias – . ¡Güeno estás tú con toas esas fábulas de Inquisisión y reasiones! Entre toos estáis matando a esta probesita, que se pasa el día sortando lágrimas como la Dolorosa. Tú lo que quieres es tapá las charranás de mi hijo, porque te da a comé.

– Usté lo ha dicho, señá Angustias; Juaniyo me da a comé, eso es. Y como me da a comé, tengo que obedeserle… Pero venga usté aquí, señora: póngase en mi caso. Que me dise mi mataor que hay que ir a La Rinconá… Güeno. Que a la hora de dirnos me encuentro en el otomóvil con una señorona mu guapa… ¿Qué vamos a haserle? El mataor manda. Aemás, no iba yo solo. También iba Potaje, que es persona de arguna edá y de respeto, aunque sea un bruto. Nunca se ríe.

La madre del torero se indignó con esta excusa.

¡Potaje! Un mal hombre, que Juaniyo no debía yevar en su cuadrilla si tuviese vergüensa. No me hables de ese borracho, que le pega a su mujer y tiene muertos de hambre a los chicos.

 

– Güeno: fuera Potaje… Digo que vi aqueya señorona, ¿y qué iba a hasé? No era una pelandusca; es la sobrina der marqués, una partidaria del maestro, y los toreros ya sabe usté que han de estar bien con la gente que puede. Hay que vivir der público. ¿Qué mal hay en esto?.. Aluego, en er cortijo, ¡na! Se lo juro a usté por los míos: ¡na! ¡Güeno soy yo pa aguantar ese mochuelo, aunque me lo mandase mi mataor! Yo soy una persona desente, señá Angustias, y hase usté mal en yamarme eso feo que me ha yamao endenantes. ¡Por vía e la paloma!.. Cuando se es del comité y vienen a consultarle a uno en día de elecsiones, y concejales y diputaos han chocao esta mano que usté ve aquí, ¿se pueden haser siertos papeles?.. Repito que na. Se hablaban de usté, lo mismo que usté y yo; ca uno pasó la noche por su lao; ni una mala mirada, ni una palabra fea. Desensia a toas horas… Y si usté quisiera que viniese Potaje, él le diría…

Pero Carmen le interrumpió con una voz quejumbrosa cortada por suspiros.

– ¡En mi casa! – gemía con expresión de asombro – . ¡En el cortijo!.. ¡Y eya se acostó en mi cama!.. Yo lo sabía too, y cayaba, ¡cayaba!.. ¡Pero esto! ¡Josú! ¡Esto, que no hay en toa Seviya un hombre que se atreva a tanto!..

El Nacional intervino bondadosamente. Calma, señora Carmen. ¡Si aquello no tenía importancia! Una visita al cortijo de una mujer entusiasta del maestro, que deseaba ver de cerca cómo vivía en el campo. Estas señoras medio extranjeras son siempre caprichosas y raras. ¡Pues si ella hubiese visto a las francesas, cuando fue la cuadrilla a torear en Nimes y Arlés!..

– Total, na. ¡Too… «líquido»! Hombre, ¡por la paloma azul! Tendría gusto en conosé al desahogao que ha venío con el soplo. Yo de Juaniyo, si era arguien der cortijo, lo ponía en la puerta; y si de fuera, yamaba al jues pa que lo metiera en la cársel por embustero y mal enemigo.

Seguía llorando Carmen, sin escuchar las indignadas expresiones del banderillero, mientras la señora Angustias, sentada en una silla de brazos, contra los cuales se apelotonaba su desbordante obesidad, fruncía el ceño y apretaba la boca velluda y rugosa.

– Caya, Sebastián, y no mientas – dijo la vieja – . Lo sé too. Una juerga indesente el tal viaje al cortijo; una fiesta de gitanos. Hasta disen que estuvo con vosotros Plumitas el ladrón.

Aquí dio un salto el Nacional, a impulsos de la sorpresa y la inquietud. Le pareció que entraba en el patio, hollando las losas de mármol, un jinete mal pergeñado, con sombrero mugriento, y se apeaba de su jaca, apuntándole con una carabina por hablador y miedoso. Luego le pareció ver tricornios, muchos tricornios de brillante hule, bocas bigotudas y preguntonas, manos que escribían, y toda la cuadrilla, vestida con trajes de luces, atada codo con codo, camino de la cárcel. Aquí sí que había que negar enérgicamente.

– «¡Líquido!» ¡Too «líquido»! ¿Qué habla usté de Plumitas? Allí no hubo mas que desensia. ¡Hombre, no fartaba más sino que a un siudadano como yo, que yevo a las urnias más de cien votos de mi barrio, le acumulasen que es amigote der Plumitas!

La señora Angustias, vencida por las protestas del Nacional y poco segura de esta última noticia, acabó por no creerla. Bueno; nada del Plumitas. ¡Pero lo otro! ¡La ida al cortijo con aquella… hembra! Y firme en su ceguera de madre, que hacía caer toda la responsabilidad de los actos del espada sobre sus acompañantes, siguió increpando al Nacional.

– Ya le diré a tu mujer quién eres. La probesita matándose en su tienda, del amaneser a la noche, y tú yéndote de juerga, como un chaval. Debías tener vergüensa… ¡a tus años! ¡con tanto chiquiyo!..

El banderillero acabó por marcharse, huyendo de la señora Angustias, que, a impulsos de la indignación, mostraba la misma ligereza de lengua de los tiempos en que trabajaba en la Fábrica de Tabacos. Proponíase no volver más a la casa de su maestro.

Encontraba a Gallardo en la calle. Parecía malhumorado, pero al ver a su banderillero fingíase sonriente y animoso, como si no hiciesen mella en él los disgustos domésticos.

– Aqueyo está mal, Juaniyo. No güervo a tu casa aunque me yeven arrastrando. Tu mare me insulta como si fuese yo un gitano de Triana. Tu mujer yora y me mira, como si tuviese yo también la curpa de too. Hombre, otra vez haz el favor de no acordarte de mí. Toma a otro de socio cuando vayas con hembras.

Gallardo sonrió satisfecho. No sería nada; aquello pasaba pronto. Tormentas mayores había afrontado.

– Lo que debes asé es vení por casa. Así, con mucha gente, no hay bronca.

– ¿Yo? – exclamaba el Nacional– . Primero cura.

Tras estas palabras, el espada creía inútil insistir. Pasaba gran parte del día fuera de su casa, lejos del silencio huraño de las mujeres, interrumpido muchas veces con lagrimeos, y cuando volvía era con escolta, amparándose en su apoderado y otros amigos.

El talabartero fue también un gran auxiliar para Gallardo. Por primera vez miró éste a su cuñado como un hombre simpático, notable por su buen seso, y digno de mejor suerte. El era quien durante las ausencias del matador se encargaba de apaciguar a las mujeres, incluso a la suya, dejándolas como furias cansadas.

– Vamos a ve – decía – , ¿qué es too? Una niñá sin importancia. Ca uno es quien es, y Juaniyo es un presonaje, y nesesita tratarse con gentes de poer. ¡Que esa señora fue al cortijo! ¿y qué?.. Hay que orsequiar a las güenas amistades; así se pueen pedir favores y ayudar después a los de la familia. Na malo pasó: too calumnias. Estaba allí el Nacional, que es un hombre de carácter. Le conozco mucho.

Y por primera vez en su vida alababa al banderillero. Metido a todas horas en la casa, su auxilio era de gran valía para Gallardo. El solo bastábase para aplacar a las mujeres, aturdiéndolas con su charla continua. El torero no le regateaba su gratitud. Había dejado la tienda de talabartero porque los negocios iban mal, y aguardaba un empleo de su cuñado. Mientras tanto, el espada atendía a todas las necesidades de la familia, y al fin acabó rogando a él y a su hermana que se instalasen en la casa. Así, la pobre Carmen se aburriría menos; no estaría tan sola.

Un día, el Nacional recibió un aviso de la esposa de su matador para que fuese a verla. La misma mujer del banderillero le dio el recado.

– La he visto esta mañana. Venía de San Gil. La probe tiene los ojos como si yorase a toas horas. Ve a verla… ¡Ay, los hombres guapos! ¡Qué castigo!

Carmen recibió al Nacional en el despacho del espada. Allí estarían solos, sin miedo a que entrase la señora Angustias con sus vehemencias, o los cuñados, que se habían instalado en la casa con toda su prole, abusando de la superioridad que les proporcionaban las disensiones de la familia. Gallardo estaba en el club de la calle de las Sierpes. Huía de la casa, y muchos días, para evitar el encontrarse con su mujer, comía fuera, yendo con amigos a la venta de Eritaña.

El Nacional, sentado en un diván, quedó con la cabeza baja y el sombrero entre las manos, no queriendo mirar a la esposa de su maestro. ¡Cómo se había desmejorado! Sus ojos estaban enrojecidos y con profundos cercos obscuros. Las mejillas morenas y el filo de su nariz tenían una brillantez de color sonrosado que delataba el frote del pañuelo.

– Sebastián, va usté a decirme toíta la verdá. Usté es bueno, usté es el mejor amigo de Juan. Lo de la mamita, el otro día, fueron cosas de su carácter. Usté conoce lo buena que es. Un pronto, y después na. No haga caso.

El banderillero asentía con movimientos de cabeza, aguardando la pregunta. ¿Qué deseaba saber la señora Carmen?..

– Que me diga usté lo que pasó en La Rinconá, lo que usté vio y lo que usté se figura.

¡Ah, buen Nacional! ¡Con qué noble arrogancia irguió la cabeza, contento de poder hacer el bien, dando consuelo a aquella infeliz!.. ¿Ver? El no había visto nada malo.

– Se lo juro por mi pare, se lo juro… por mis ideas.

Y apoyaba sin miedo su juramento en el testimonio sacrosanto de sus ideas, pues en realidad no había visto nada, y no viéndolo, creía él lógicamente, con el orgullo de su perspicacia y sabiduría, que nada malo podía haber ocurrido.

– Yo me figuro que no son mas que amigos… Ahora, si ha habío argo endenantes, no sé. Disen las gentes por ahí… hablan… ¡se inventan tantas mentiras! Usté no haga caso, señá Carmen. ¡Alegría, y a vivir, que eso e la verdá!

Ella volvió a insistir. Pero ¿qué había pasado en el cortijo?.. El cortijo era su casa, y esto la indignaba, viendo unido a la infidelidad algo que le parecía un sacrilegio, un insulto directo a su persona.

– ¿Usté cree que soy tonta, Sebastián? Yo lo veo too. Denque empezó a fijarse en esa señora… o lo que sea, que yo le conocí a Juan lo que pensaba. El día que le brindó un toro y vino él con aquella sortija de brillantes, yo adiviné lo que había entre los dos, y me dieron ganas de coger el anillo y patearlo… Luego lo he sabio too, ¡too! Siempre hay gentes que se encargan de yevar soplos, porque esto hace mal a las personas. Ellos, además, no se han recatao; han ido a toas partes como si fuesen marío y mujé, a la vista de too er mundo, a cabayo, lo mismo que los gitanos que van de feria en feria. Cuando estábamos en el cortijo me yegaban noticias de too lo que hacía Juan; y luego, estando en Sanlúcar, también.

El Nacional creyó necesario intervenir, viendo que Carmen se conmovía con estos recuerdos e iba a llorar.

– ¿Y usté cree esos embustes, criatura? ¿No ve que son invensiones de gentes que la quieren mal?.. Envidias na más.

– No; conozco a Juan. ¿Usté cree que esto es lo primero?.. El es como es, y no puee ser de otro modo. ¡Mardito ofisio, que paece volver locos a los hombres! A los dos años de casado ya tuvo amores con una güena moza del Mercado, una carnicera. ¡Lo que yo sufrí al saberlo!.. Pero ni una palabra de mi parte. El cree aún que no sé na. Luego, ¡cuántas ha tenío! Bailaoras de tablao en los cafés, pelanduscas de esas que van por los colmaos, hasta perdidas de las que viven en casas públicas… No sé cuántas han sío, ¡docenas! y yo cayaba, queriendo conservar la paz de mi casa. Pero esta mujer de ahora no es igual que las otras. Juan anda chalao tras ella; está tonto; sé que ha hecho mil bajesas pa que ella, acordándose de que es una señorona, no le eche a la calle, avergonzada de tené relaciones con un torero… Ahora se ha ido. ¿No lo sabía usté? Se ha ido porque se aburría en Seviya. Yo tengo gentes que me lo cuentan too. Se ha ido sin despedirse de Juan, y cuando éste fue a verla el otro día, se encontró con la puerta cerrá. Y ahí le tiene usté, triste como un cabayo enfermo, y anda con los amigos con cara de entierro, y bebe pa alegrarse, y cuando vuelve a casa paece que le han dao cañaso. No; él no olvida a esa mujer. El señor estaba orgulloso de que le quisiera una hembra de esa clase, y padece en su orgullito al ver que le dejan. ¡Ay, qué asco le tengo! Ya no es mi marío: me paece otro. Apenas nos hablamos, como no sea pa reñí. Lo mismo que si no nos conociéramos. Yo estoy sola arriba y él duerme abajo, en una pieza der patio. No nos juntaremos más, ¡lo juro! Antes se lo pasaba too: eran malas costumbres del ofisio; la manía de los toreros, que se creen irresistibles pa las mujeres… pero ahora no quiero verlo; le he tomao repugnansia.

Hablaba con energía, brillando en sus ojos un fulgor de odio.

– ¡Ay, esa mujer! ¡Cómo lo ha cambiao!.. ¡Es otro! Sólo quiere ir con los señoritos ricos, y las gentes del barrio y toos los probes de Seviya que eran sus amigos y le ayudaron cuando empezó se quejan de él, y el mejor día le van a armar una bronca en la plaza por desagradesío. Aquí entra el dinero a espuertas y no es fácil contarlo. Ni él mismo sabe nunca lo que tiene; pero yo lo veo too. Juega mucho, pa que lo apresien sus nuevos amigos; pierde mucho también, y el dinero entra por una puerta y se va por otra. Na le digo. Al fin, él es quien lo gana. Pero ha tenío que pedir prestao a don José pa cosas del cortijo, y unos olivares que compró este año pa unirlos a la finca fue con dinero de otros. Casi too lo que gane en la temporá próxima será pa pagar deudas. ¿Y si tuviese una desgrasia? ¿Y si se viera en la nesesiá de retirarse, como otros?.. Hasta a mí ha querío cambiarme, lo mismo que él se ha cambiao. Se conose que el señó, al gorver a casa luego de visitar a su doña Sol o doña Demonios, nos encontraba muy fachas a su mamita y a mí con nuestros mantones y nuestras batas, como toas las hijas de la tierra. El es quien me ha obligao a ponerme esos gorros traíos de Madrí, con los que estoy muy mal, lo conozco, hecha una mona de las que bailan en los organillos. ¡Con tan rica que es la mantilla!.. El también el que ha comprao ese carro del infierno, el otomóvil, en el que voy siempre con miedo y que huele a demonios. Si le dejásemos, hasta le pondría sombrero con rabos de gallo a la pobre mamita. Es un fachendoso, que piensa en la otra y quiere hacernos lo mismo que ella, pa no avergonzarse de nosotras.

 

El banderillero prorrumpió en protestas. Eso no. Juan era bueno, y hacía todo esto porque quería mucho a la familia y deseaba para ella lujos y comodidades.

– Será Juaniyo como usté quiera, señá Carmen, pero argo hay que dispensarle… ¡Vamo, que muchas se mueren de envidia viéndola a usté! ¡Ahí es na: ser la señora del más valiente de los toreros, con el dinero a puñaos, y una casa que es una maraviya, y dueña arsoluta de too, porque el maestro deja que usté disponga toas las cosas!

Los ojos de Carmen se humedecieron y se llevó el pañuelo a ellos para contener las lágrimas.

– Mejó quisiera ser la mujé de un zapatero. ¡Cuántas veces lo he pensao! ¡Si Juan hubiese seguío en su ofisio, en vez de coger este mardesío de la torería!.. Más feliz sería yo con un pobre mantón yendo a llevarle la comía al portal donde trabajase, como trabajaba su pare. No habría güenas mozas que me lo quitasen; sería mío; pasaríamos nesesiá; pero los domingos, muy apañaos, nos iríamos a una venta a merendar. Aemás, ¡los sustos que paso con los marditos toros! ¡Esto no es viví! Mucho dinero, ¡mucho! pero crea usté, Sebastián, que pa mí es como si fuese veneno, y cuanto más entra en casa, peor estoy y más se me pudre la sangre. ¿Pa qué quiero los gorros y too este lujo?.. La gente cree que soy la mar de feliz y me envidia, y a mí se me van los ojos tras las mujeres pobres que pasan nesesiá pero van con su chiquiyo al brazo, y cuando sienten penas las olvían mirando al pequeño y riéndose con él… ¡Ay, los chiquiyos! Yo sé cuál es mi desgrasia… ¡Si tuviéramos uno!.. ¡Si Juan viese un pequeño en casa que fuera suyo, suyo too él, argo más que son los sobriniyos!..

Lloró Carmen, pero con lágrimas continuas que se escapaban entre los pliegues del pañuelo, bañando sus mejillas coloreadas por el llanto. Era el dolor de la mujer infecunda envidiando a todas horas la suerte de las madres; la desesperación de la esposa que al ver apartarse al marido finge creer en diversas causas, pero en el fondo del pensamiento atribuye esta desgracia a su esterilidad. ¡Un hijo que los uniese!.. Y Carmen, convencida por el paso de los años de lo inútil de este deseo, desesperábase contra su destino, mirando con envidia a su silencioso oyente, en el cual la Naturaleza había prodigado lo que ella tanto ansiaba.

El banderillero salió cabizbajo de esta entrevista y se fue en busca del maestro, encontrándolo a la puerta de los Cuarenta y cinco.

– Juan, he visto a tu mujer. Aqueyo está cada vez peor. Veas de amansarla, de ponerte bien.

– ¡Mardita sea! ¡Así acabe una enfermeá con ella, contigo y con mí mesmo! Esto no es viví. ¡Premita Dió que el domingo me agarre un toro, y ya hemos concluío! ¡Pa lo que vale la vía!..

Estaba algo borracho. Desesperábale el mutismo ceñudo que encontraba en su casa, y más todavía – aunque él no lo confesaba a nadie – aquella fuga de doña Sol sin dejar para él una palabra, un papel con cuatro líneas de despedida. Le habían puesto en la puerta, peor que a un sirviente. Ni siquiera sabía dónde estaba aquella mujer. El marqués no se había interesado gran cosa por el viaje de su sobrina. ¡Muchacha más loca! Tampoco le había avisado a él al marcharse, pero no por esto iba a creerla perdida en el mundo. Ya daría señales de existencia desde algún país «raro», adonde habría ido empujada por sus caprichos.

Gallardo no ocultaba su desesperación en la propia casa. Ante el silencio de su mujer, que permanecía con los ojos bajos o le miraba ceñuda, resistiéndose a contestar a sus preguntas para no entablar conversación, el espada prorrumpía en deseos mortales.

– ¡Mardita sea mi suerte! ¡Ojalá me enganche un miura el domingo y me campanee, y me traigan a casa en una espuerta!

– ¡No digas eso, malaje! – clamaba la señora Angustias – . No tientes a Dió; mia que eso trae mala suerte.

Pero el cuñado intervenía con su aire sentencioso, aprovechando la ocasión para halagar al espada.

– No haga usté caso, mamita. A éste no hay toro que lo toque. ¡Como no le arroje un cuerno!..

El domingo era la última corrida del año que iba a torear Gallardo. Pasó la mañana sin los vagos temores y las preocupaciones supersticiosas de otras veces. Se vistió alegremente, con una excitación nerviosa que parecía aumentar el vigor de sus brazos y sus piernas. ¡Qué gozo poder correr por la arena amarilla, asombrando con sus gallardías y atrevimientos a una docena de miles de espectadores!.. Su arte solo era verdad: lo que proporciona entusiasmos de muchedumbres y dinero a granel. Lo demás, familia y amoríos, sólo servía para complicar la existencia y dar disgustos. ¡Ay, qué estocadas iba a soltar!.. Sentíase con la fuerza de un gigante, era otro hombre: ni miedo ni peocupaciones. Hasta mostraba impaciencia por no ser aún la hora de ir a la plaza, muy al contrario de otras veces, en que iba retardando el temido momento. Su ira por los disgustos domésticos y por aquella fuga que lastimaba su vanidad ansiaba descargarla sobre los toros.

Cuando llegó el carruaje, atravesó Gallardo el patio, sin fijarse, como otras veces, en la emoción de las mujeres. Carmen no apareció. ¡Bah, las hembras!.. Sólo servían para amargar la vida. En los hombres se encontraban únicamente los afectos durables y la alegre compañía. Allí estaba su cuñado, admirándose a sí mismo antes de ir a la plaza, satisfecho de un terno de calle del espada que se había arreglado a su medida antes de que lo usase el dueño. Con ser un ridículo charlatán, valía más que toda la familia. Este no le abandonaba nunca.

– Vas más hermoso que er propio Roger de Flor – le dijo el espada alegremente – . Sube al coche y te yevaré a la plaza.

El cuñado se sentó junto al grande hombre, trémulo de orgullo al pasar por las calles de Sevilla y que todos le viesen metido entre las capas de seda y los gruesos bordados de oro de los toreros.

La plaza estaba llena. Esta corrida importante al final de otoño había atraído gran público, no sólo de la ciudad, sino del campo. En los tendidos de sol veíase mucha gente de los pueblos.

Gallardo mostró desde el primer instante la nerviosa actividad que le poseía. Veíasele lejos de la barrera, saliendo al encuentro del toro, entreteniéndole con sus lances de capa mientras los picadores aguardaban el momento en que acometiese éste a sus míseros caballos.

Notábase en el público cierta predisposición contra el torero. Le aplaudían como siempre, pero las demostraciones de entusiasmo eran más nutridas y calurosas en la parte de la sombra, donde los tendidos ofrecían filas simétricas de blancos sombreros, que en la parte del sol, viva y abigarrada, donde quedaban muchos en mangas de camisa bajo el chicharreo del calor solar.

Gallardo adivinaba el peligro. Que tuviese mala suerte, y una mitad del circo se levantaría vociferante contra él, llamándole desagradecido e ingrato con los que le «levantaron». Mató su primer toro con mediana fortuna. Se arrojó, audaz como siempre, entre los cuernos, pero la espada tropezó en hueso. Los entusiastas le aplaudieron. La estocada estaba bien marcada, y de la inutilidad de su esfuerzo no tenía él la culpa. Volvió por segunda vez a entrar a matar; la espada quedó en el mismo sitio, y el toro, al moverse tras la muleta, la despidió de la herida, arrojándola a alguna distancia. Entonces, tomando de manos de Garabato un estoque nuevo, volvió hacia la fiera, que le aguardaba aplomada sobre sus patas, con el cuello chorreando sangre y el hocico baboso casi tocando la arena.

El maestro, plantando su muleta ante los ojos del toro, fue echando atrás tranquilamente con la punta de la espada los palos de las banderillas que le caían sobre el testuz. Iba a «descabellarlo». Apoyó la punta del acero en lo alto de la cabeza, buscando entre los dos cuernos el sitio sensible. Hizo un esfuerzo para clavar la espada, y el toro se estremeció dolorosamente, pero siguió en pie, rechazando el acero con un rudo cabezazo.