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Sangre y arena

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VIII

En plena primavera la temperatura dio un salto atrás, con la extremada violencia del clima de Madrid, inconstante y loco.

Hacía frío. El cielo gris derramaba violentas lluvias, acompañadas algunas veces de copos de nieve. La gente, vestida ya con trajes ligeros, abría armarios y cofres para sacar capas y gabanes. La lluvia ennegrecía y deformaba los blancos sombreros primaverales.

Hacía dos semanas que no se daban funciones en la Plaza de Toros. La corrida del domingo aplazábase para un día de la semana en que hiciese buen tiempo. El empresario, los empleados de la plaza y los innumerables aficionados, a los que esta suspensión forzosa traía de mal humor, espiaban el firmamento con la ansiedad del labriego que teme por sus cosechas. Una clara en el cielo o la aparición de unas estrellas a media noche, cuando salían ellos de los cafés, les devolvían la alegría.

– Va a levantarse el tiempo… Pasado mañana corrida.

Pero las nubes volvían a juntarse, persistía la cerrazón gris, con su constante lloro, e indignábase la gente de la afición contra la temperatura, que parecía haber declarado guerra a la fiesta nacional… ¡País desgraciado! Hasta las corridas de toros iban siendo imposibles en él.

Gallardo llevaba dos semanas de forzoso descanso. Su cuadrilla quejábase de la inacción. En cualquier otro punto de España habrían sufrido resignados los toreros esta demora. La estancia en el hotel la pagaba el espada en todas partes menos en Madrid. Era una mala costumbre establecida hacía tiempo por los maestros vecinos de la capital. Se suponía que todos los toreros debían tener en la corte domicilio propio. Y los pobres peones y picadores, que habitaban una casucha de huéspedes tenida por la viuda de un banderillero, apretaban su existencia con toda clase de economías, fumando poco y quedándose a la puerta de los cafés. Pensaban en sus familias con una avaricia de hombres que a cambio de su sangre sólo recibían un puñado de duros. Cuando vinieran a darse las dos corridas, ya se habrían comido el producto de ellas.

El espada mostrábase igualmente malhumorado en la soledad de su hotel, pero no a causa del tiempo, sino de su mala suerte.

Había toreado la primera corrida en Madrid con resultado deplorable. El público era otro para él. Aún le quedaban partidarios de fe inquebrantable que se aferraban a su defensa; pero estos entusiastas, ruidosos y agresivos un año antes, mostraban ahora cierta tristeza, y cuando hallaban ocasión de aplaudirle lo hacían con timidez. En cambio, los enemigos y la gran masa del público, que desea peligros y muertes, ¡qué injustos en sus apreciaciones! ¡qué audaces para insultarle!.. Lo que toleraban a otros matadores, estaba vedado para él.

Le habían visto audaz, lanzándose ciegamente en el peligro, y así le querían para siempre, hasta que la muerte cortase su carrera. Había sido un suicida con suerte en los primeros tiempos, cuando necesitaba crearse un nombre, y la gente no transigía ahora con su prudencia. El insulto acompañaba siempre a sus intentos de conservación. Apenas tendía la muleta ante el toro a cierta distancia, estallaba la protesta. ¡No se arrimaba! ¡tenía miedo! Y bastaba que diese un paso atrás, para que el populacho saludase esta precaución con insultos soeces.

La noticia de lo ocurrido en Sevilla en la corrida de Pascua parecía haber circulado por toda España. Los enemigos se vengaban de largos años de envidia. Los compañeros profesionales, a los que había empujado muchas veces al peligro por exigencias de la emulación, propagaban con hipócritas expresiones de lástima la decadencia de Gallardo. ¡Se acabó el valor! La última cogida le había hecho demasiado prudente. Y los públicos, impresionados por estas noticias, fijaban sus ojos en el torero apenas salía a la plaza, con una predisposición a encontrar malo todo cuanto hiciese, así como antes le aplaudían hasta en sus defectos.

La veleidad característica de las muchedumbres ayudaba a este cambio de opinión. La gente estaba fatigada de admirar el valor de Gallardo, y gozaba ahora apreciando su miedo o su prudencia, como si esto la hiciese a ella más valerosa.

Nunca creía el público que estaba bastante cerca del toro. «¡Hay que arrimarse más!» Y cuando él, dominando con un esfuerzo de voluntad su organismo, que tendía a rehuir el peligro, conseguía matar un toro como en otros tiempos, la ovación no era igualmente ruidosa. Parecía haberse roto la corriente de entusiasmo que le unía antes con el público. Sus escasos triunfos servían para que la gente le abrumase con lecciones y consejos. «¡Así se mata! ¡Así debes hacer siempre, maulón!»

Los partidarios fieles reconocían sus fracasos, pero los excusaban hablando de las hazañas realizadas por Gallardo en las tardes de buena fortuna.

– Se descuida algo – decían – . Está cansado. ¡Pero cuando él quiere!..

– ¡Ay! Gallardo quería siempre. ¿Por qué no hacerlo bien, ganando el aplauso del público?.. Pero sus éxitos, que los aficionados creían un capricho de la voluntad, eran obra del azar o de un conjunto de circunstancias; la corazonada audaz de los buenos tiempos, que sólo la sentía ahora muy de tarde en tarde.

En varias plazas de provincia había oído ya silbidos. Las gentes del sol le insultaban con bramar de cuernos y toques de cencerro cuando se demoraba en dar muerte a los toros, clavándoles medias estocadas que no llegaban a hacer doblar las patas a la fiera.

En Madrid, el público «le aguardaba de uña», como él decía. Apenas le vieron los espectadores de la primera corrida pasar de muleta a un toro y entrar a matar, estalló el escándalo. ¡Les habían cambiado al «niño» de Sevilla! Aquel no era Gallardo: era otro. Encogía el brazo, volvía la cara, corría con una viveza de ardilla, poniéndose fuera del alcance del toro, sin serenidad para aguardarle a pie firme. Notábase en él una deplorable disminución de valor y de fuerzas.

La corrida fue un fracaso para Gallardo, y en las tertulias de los aficionados se habló mucho de este suceso. Los viejos, que encontraban malo todo lo presente, comentaron la flojedad de los toreros modernos. Presentábanse con un atrevimiento loco, y apenas sentían en la carne el contacto del cuerno… ¡se acabaron los hombres!

Gallardo, obligado al descanso por el mal tiempo, aguardaba impaciente la segunda corrida, con el propósito de realizar grandes hazañas. Le dolía mucho la herida abierta en su amor propio por las burlas de los enemigos. Si volvía a provincias con la mala fama de un fracaso en Madrid, era hombre perdido. El dominaría su nerviosidad, vencería aquella preocupación que le hacía huir el cuerpo y ver los toros más grandes y temibles. Considerábase con fuerzas para realizar el mismo trabajo de otros tiempos. Un poco de flojera en el brazo y en la pierna, pero esto pasaría.

Su apoderado le habló de una contrata ventajosísima para ciertas plazas de América. No; él no pasaba ahora los mares. Necesitaba demostrar en España que era el espada de siempre. Luego ya pensaría en la conveniencia de hacer este viaje.

Con el ansia del hombre popular que siente quebrantarse su prestigio, Gallardo exhibíase pródigamente en los lugares frecuentados por las gentes de la afición. Entraba en el Café Inglés, donde se reunen los partidarios de los toreros andaluces, y con su presencia evitaba que el implacable comentario siguiera cebándose en su nombre. El mismo, sonriente y modesto, iniciaba la conversación, con una humildad que desarmaba a los más intransigentes.

– Es sierto que no estuve bien, lo reconosco… Pero ya verán ustés en la prósima corría, así que aclare el tiempo… Se hará lo que se puea.

En ciertos cafés de la Puerta del Sol, donde se reunían otros aficionados de clase más modesta, no se atrevía a entrar. Eran los enemigos del toreo andaluz, los madrileños netos, amargados por la injusticia de que todos los matadores fuesen de Córdoba y Sevilla, sin que la capital tuviera un representante glorioso. El recuerdo de Frascuelo, al que consideraban hijo de Madrid, perduraba en estas tertulias con una veneración de santo milagroso. Los había de ellos que en muchos años no habían ido a la plaza, desde que se retiró el «negro». ¿Para qué? Contentábanse con leer las reseñas de los periódicos, convencidos de que no había toros, ni siquiera toreros, desde la muerte de Frascuelo. Niños andaluces nada más; bailarines que hacían monadas con la capa y el cuerpo, sin saber lo que era «recibir» un toro.

De vez en cuando circulaba entre ellos un soplo de esperanza. Madrid iba a tener un gran matador. Acababan de descubrir a un novillero, hijo de las afueras, que, después de cubrirse de gloria en las plazas de Vallecas y Tetuán, trabajaba los domingos en la plaza grande en corridas baratas.

Su nombre se hacía popular. En las barberías de los barrios bajos hablaban de él con entusiasmo, profetizándole los mayores triunfos. El héroe andaba de taberna en taberna bebiendo copas y engrosando el núcleo de partidarios. Los aficionados pobres que no asistían a las grandes corridas por ser cara la entrada, y esperaban al anochecer la salida de El Enano para comentar el mérito de unos lances no vistos, agrupábanse en torno del futuro maestro, protegiéndolo con la sabiduría de su experiencia.

– Nosotros – decían con orgullo – conocemos a las «estrellas» del toreo antes que los ricos.

Pero transcurría el tiempo sin que las profecías se cumpliesen. El héroe caía víctima de una cornada mortal, sin otro responso de gloria que cuatro líneas en los periódicos, o se «achicaba» tras una cogida, quedando convertido en uno de tantos paseantes que exhiben la coleta en la Puerta del Sol aguardando imaginarias contratas. Entonces los aficionados volvían los ojos a otros principiantes, esperando con una fe hebraica la llegada del matador gloria de Madrid.

Gallardo no osaba aproximarse a esta demagogia tauromáquica, que le había odiado siempre y celebraba su decadencia. Los más de ellos no iban a verle en el redondel, ni admiraban a ningún torero del presente. Esperaban su Mesías para decidirse a volver a la plaza.

 

Cuando vagaba al anochecer por el centro de Madrid, dejábase abordar en la Puerta del Sol y la acera de la calle de Sevilla por los vagabundos del toreo que forman corrillos en estos puntos, hablando de sus hazañas junto a los cómicos sin contrata y murmurando de los maestros con una rabia de desheredados.

Eran mozos que le saludaban llamándole «maestro» o «señó Juan», muchos con aire famélico, preparando con tortuosas razones la petición de unas pesetas, pero bien vestidos, limpios, flamantes, adoptando actitudes gallardas, como si estuviesen ahitos de los placeres de la existencia, y luciendo una escandalosa latonería de sortijas y cadenas falsas.

Algunos eran muchachos honrados que pretendían abrirse paso en la tauromaquia para sostener a sus familias con algo más que el jornal de un obrero. Otros, menos escrupulosos, tenían fieles amigas que trabajaban en ocupaciones indeclarables, satisfechas de sacrificar el cuerpo para la manutención y adecentamiento de un buen mozo que, a creer en sus palabras, acabaría por ser una celebridad.

Sin más equipo que lo puesto, pavoneábanse de la mañana a la noche en el centro de Madrid, hablando de contratas que no habían querido admitir y espiándose unos a otros para saber quién tenía dinero y podía convidar a los camaradas. Cuando alguno, por un recuerdo caprichoso de la suerte, conseguía una corrida de novillos en un lugar de la provincia, tenía antes que redimir el traje de luces, cautivo en una casa de préstamos. Eran vestímentas venerables que habían pertenecido a varios héroes, con los dorados opacos y cobrizos; oro de velón, según decían los inteligentes. La seda abundaba en remiendos, gloriosos recuerdos de cornadas en las que quedaban al aire faldones y vergüenzas, y estaba manchada de amarillentos rodales, viles vestigios de las expansiones del miedo.

Entre este populacho de la tauromaquia, amargado por el fracaso y mantenido en la obscuridad por la torpeza o el miedo, existían grandes hombres rodeados de general respeto. Uno que huía ante los toros era temido por la facilidad con que tiraba de navaja. Otro había estado en presidio por matar a un hombre de un puñetazo. El famoso Tragasombreros gozaba los honores de la celebridad luego que una tarde, en una taberna de Vallecas, se comió un fieltro cordobés frito en pedazos, con vino a discreción para hacer pasar los bocados.

Algunos de suaves maneras, siempre bien vestidos y recién afeitados, se apegaban a Gallardo, acompañándole en sus paseos, con la esperanza de que los invitase a comer.

– A mí me va bien, maestro – decía uno de buen rostro – . Se torea poco, los tiempos están malos, pero tengo a mi padrino… el marqués: ya lo conose usté.

Y mientras Gallardo sonreía de un modo enigmático, el torerillo rebuscaba en sus bolsillos.

– Me apresia mucho… ¡Mie usté qué pitillera me ha traío de París!..

Y mostraba con orgullo la metálica cigarrera, en cuya tapa lucían sus desnudeces unos angelitos esmaltados sobre una dedicatoria casi amorosa.

Otros buenos mozos, de aire arrogante, que parecían proclamar en sus ojos atrevidos el orgullo de su virilidad, entretenían alegremente al espada con el relato de sus aventuras.

En las mañanas de sol iban de cacería a la Castellana, a la hora en que las institutrices de casa grande sacan a pasear a los niños. Eran misses inglesas, frauleins alemanas, que acababan de llegar a Madrid con la cabeza repleta de concepciones fantásticas sobre este país de leyenda, y al ver a un buen mozo de cara afeitada y ancho fieltro, le creían inmediatamente torero… ¡Un novio torero!

– Son unas gachís sosas como el pan sin sá, ¿sabe usté, maestro? La pata grande, el pelo de cáñamo; pero se traen sus cosas, ¡vaya si se las traen!.. Y como apenas camelan lo que uno las dise, too es reír y enseñar los piños, que son mu blancos, y abrir los ojasos… No hablan cristiano, pero entienden cuando se les hase la seña del parné; y como uno es un cabayero y grasia a Dió quea siempre bien, dan pa tabaco y pa otras cosas, y se va viviendo. Yo yevo ahora tres entre manos.

Y el que así hablaba enorgullecíase de su guapeza incansable, que iba devorando los ahorros de las institutrices.

Otros dedicábanse a las extranjeras de los music-halls, bailarinas y cupletistas que llegaban a España con el ansia de conocer desde el primer día las dulzuras de «un novio togego». Eran francesas vivarachas, de naricilla empinada y corsé plano, que en su espiritual delgadez apenas si podían ofrecer algo tangible entre la rizada col de su faldamenta perfumada y susurrante; alemanas de carnes macizas, pesadas, imponentes y rubias como walkyrias; italianas de pelo negro y aceitoso, con la tez de morena verdosidad y la mirada trágica.

Los torerillos reían recordando sus primeras entrevistas a solas con estas devotas entusiastas. La extranjera temía siempre ser engañada, como si la desconcertase ver que el héroe legendario resultaba un hombre como los demás. ¿Realmente era togego?.. Y le buscaba la coleta, sonriendo satisfecha de su astucia cuando sentía entre las manos el peludo apéndice, que equivalía a un testimonio de identificación.

– Usté no sabe lo que son esas hembras, maestro. Se pasan la noche besa que te besa, con la coleta en la boca, como si uno no tuviese na de mejor… ¡Y unos caprichos! Pa darles gusto tie uno que saltá de la cama a los medios de la habitasión y explicarles cómo se torea, poniendo acostá una silla, dándola capotasos con una sábana y clavando banderillas con los deos… ¡la mar! Y aluego, como son unas gachís que van por er mundo sacándole los reaños a too cristiano que se aserca a ellas, empiesan las petisiones en su media lengua, que ni Dios las entiende. «Novio togego, ¿me regalarías una capa de las tuyas, toda bordá de oro, pa lucirla cuando salga a bailar?» Ya ve usté, maestro, las tragaeras de esas niñas. ¡Como si las capas se comprasen lo mismo que compra uno un periódico! ¡Como si las tuviese uno a ocenas!..

Prometía la capa el torerillo con generosa arrogancia. Los toreros todos son ricos. Y mientras llegaba el vistoso regalo, iba estrechándose la intimidad; y el «novio» hacía empréstitos a su amiga; y si no tenía dinero, la empeñaba una joya; y a impulsos de la confianza, iba guardándose lo que encontraba al alcance de su mano, y cuando ella pretendía salir del ensueño amoroso, protestando de tales libertades, el buen mozo demostraba la vehemencia de su pasión y volvía por sus prestigios de héroe legendario dándola una paliza.

Gallardo se regocijaba con este relato, especialmente al llegar al último punto.

– ¡Así!.. ¡haces bien! – decía con una alegría salvaje – . ¡Duro con esas gachís! Tú las conoses. Así te querrán más. Lo peó que le pué pasar a un cristiano es achicarse con ciertas mujeres. El hombre debe haserse respetá.

Admiraba ingenuamente la falta de escrúpulos de estos mozos, que vivían de poner a contribución las ilusiones de las extranjeras de paso, y se compadecía a él mismo recordando sus debilidades con cierta mujer.

A estas distracciones que le ofrecía el trato con algunos torerillos uníase la pegajosidad de cierto entusiasta que le perseguía con sus súplicas. Era un tabernero de las Ventas, gallego, de recia musculatura, corto de pescuezo y rubicundo de color, que había hecho una pequeña fortuna en su tienda, donde bailaban los domingos criadas y soldados.

No tenía mas que un hijo, y este muchacho, pequeño de cuerpo y de contextura débil, estaba destinado por su padre a ser una de las grandes figuras de la tauromaquia. El tabernero, gran entusiasta de Gallardo y de todos los espadas de fama, lo había decidido así.

– El chico vale – decía – . Ya sabe usted, señor Juan, que yo entiendo algo de estas cosas. Me tiene a mí, que llevo gastado un porción de dinero por darle carrera, pero necesita un padrino si ha de ir adelante, y nadie mejor que usted. ¡Si usted quisiera dirigir una novillada en la que matase el chico!.. Iría la mar de gente: yo correría con todos los gastos.

Esta facilidad para «correr con los gastos», ayudando al chico en su carrera, había ocasionado grandes pérdidas al tabernero. Pero seguía adelante, sintiéndose alentado por el espíritu comercial, que le hacía sobrellevar los fracasos con la esperanza de enormes ganancias cuando su hijo fuese un matador de cartel.

El pobre muchacho, que en sus primeros años había manifestado aficiones al toreo, como la mayoría de los chicuelos de su clase, veíase ahora prisionero del entusiasmo del padre. Este había creído seriamente en su vocación, descubriendo cada día nuevas facultades en él. Su apocamiento de ánimo era tomado como pereza; su miedo, como falta de vergüenza torera. Una nube de parásitos, aficionados sin profesión, toreros obscuros que no guardaban de su pasado otro recuerdo que la coleta, agitábase en torno del tabernero, bebiendo gratuitamente y solicitando pequeños préstamos a cambio de sus consejos. Todos juntos formaban con el padre una asamblea deliberante, sin otro objeto que dar a conocer al público la «estrella» del toreo perdida en la obscuridad de las Ventas.

El tabernero, prescindiendo de consultar a su hijo, organizaba corridas en las plazas de Tetuán y Vallecas, siempre «corriendo con los gastos». Estas plazas de las afueras estaban abiertas a todos los que sentían el deseo de ser corneados o pateados por un toro a la vista de unos cuantos centenares de espectadores. Pero los golpes no eran gratuitos. Para rodar por la arena, con los calzones rotos, manchado de sangre y de boñiga, había que pagar el valor de los asientos de la plaza, encargándose el mismo diestro o su representante de colocar los billetes.

El padre entusiasta llenaba la plaza de amigos, repartiendo las entradas entre los compañeros del gremio y gentes pobres de la «afición». Además, pagaba espléndidamente a los que formaban cuadrilla con su hijo, peones y banderilleros reclutados entre la gente de coleta que vagabundea por la Puerta del Sol, los cuales toreaban en traje de calle, mientras el espada mostrábase deslumbrante con su vestido de lidia. ¡Todo por la carrera del chico!

– ¡Tiene un traje de luces nuevo, que se lo ha hecho el mejor sastre, el que viste a Gallardo y a otros matadores! Siete mil reales me cuesta. ¡Me parece que con esto cualquiera se luce!.. Me tiene además a mí, que soy capaz de gastarme hasta la última peseta para que haga carrera. ¡Si muchos tuviesen un padre como yo!..

Quedábase el tabernero entre barreras durante la corrida, animando al espada con su presencia y con los ademanes de un grueso garrote que no le abandonaba nunca. Cuando el muchacho descansaba junto a la valla, veía aparecer como un fantasma de terror la cara mofletuda y roja de su padre y la cabeza del grueso palo.

– ¿Para eso me gasto yo el dinero? ¿Para qué estés ahí dándote aire como una señorita? ¡Ten vergüenza torera, ladrón! Sal a los medios y lúcete. ¡Ay, si yo tuviese tus años y no estuviese tan pesao!..

Cuando el muchacho quedaba ante el novillo empuñando muleta y estoque, con la cara pálida y las piernas temblorosas, el padre iba siguiéndole en sus evoluciones por detrás de la barrera. Estaba siempre ante sus ojos, como un maestro amenazador, pronto a corregir el más leve descuido en la lección.

Lo que más temía el pobre diestro, encerrado en su traje de seda roja con grandes golpes de oro, era el regreso a casa en las tardes que su padre fruncía el ceño, mostrándose descontento.

Entraba en la taberna tapándose con el rico y deslumbrante capote los fragmentos de camisa que se le escapaban por las roturas del calzón, doliéndole aún los huesos a causa de los revolcones que le había dado el novillo. La madre, mujer fuerte y mal encarada, corría a él con los brazos abiertos, conmovida por la emocionante espera durante toda la tarde.

– ¡Aquí tienes a este morral! – bramaba el tabernero – . Ha estao hecho un maleta. ¡Y para esto me gasto yo el dinero!..

Levantábase iracundo el temible garrote, y el hombre vestido de seda y oro, el que había asesinado poco antes a dos pequeñas fieras, intentaba huir, ocultando la cara tras un brazo, mientras la madre se interponía entre los dos.

– Pero ¿no ves que viene herido?

– ¡Herido! – exclamaba el padre con amargura, lamentando que no fuese cierto – . Eso es para los toreros de verdá. Echale unos puntos a la taleguilla y veas de lavarla… ¡A saber cómo la habrá puesto este ladrón!

Pero a los pocos días, el tabernero recobraba su confianza. Una mala tarde cualquiera la tiene. Matadores famosos había visto él quedar en público tan mal como su chico. ¡Adelante con la carrera! Y organizaba corridas en las plazas de Toledo y Guadalajara, apareciendo como empresarios amigos suyos, pero «corriendo él con los gastos» como siempre.

 

Su novillada en la plaza grande de Madrid fue, según el tabernero, de las más famosas que se habían visto. El espada, por una casualidad, mató medianamente dos novillos, y el público, que en su mayor parte había entrado gratis, aplaudió al niño del tabernero.

A la salida apareció el padre capitaneando una ruidosa tropa de golfos. Acababa de recoger a todos los que vagaban por los alrededores de la plaza y a los que se habían colado en ella aprovechando la falta de vigilancia en las puertas. El tabernero era hombre formal en sus tratos. Cincuenta céntimos por cabeza, pero con la obligación de gritar todos, hasta ponerse roncos, «¡viva el Manitas!», y llevar en hombros al glorioso novillero apenas saliese del redondel.

El Manitas, trémulo aún por los recientes peligros, se vio rodeado, empujado, levantado en alto por la ruidosa pillería, y así marchó llevado en triunfo desde la plaza a las Ventas, por el final de la calle de Alcalá, seguido de las miradas curiosas de la gente de los tranvías que cortaban irrespetuosamente la gloriosa manifestación. El padre marchaba satisfecho, con el garrote bajo el brazo, fingiéndose ajeno a este entusiasmo; pero cuando amainaba el griterío, corría a la cabeza del grupo, olvidando toda prudencia, con la rabia de un comerciante a quien no le dan el género que le corresponde por su dinero. El mismo daba la señal: «¡Viva el Manitas!» Y la ovación reanimábase con fuertes bramidos.

Habían pasado muchos meses, y el tabernero conmovíase aún recordando el suceso.

– Me lo trajeron a casa en hombros, señor Juan, lo mismo que a usted lo han llevado muchas veces, aunque sea mala la comparación. Ya ve usted si valdrá el chico… Sólo le falta un arrimo: que usted le eche una mano.

Y Gallardo, para librarse del tabernero, le contestaba con vagas promesas. Tal vez aceptase lo de dirigir la novillada. Ya se decidiría más adelante: quedaba mucho tiempo hasta el invierno.

Una tarde, al anochecer, el espada, entrando en la calle de Alcalá por la Puerta del Sol, dio un paso atrás a impulsos de la sorpresa. Una señora rubia bajaba de un carruaje a la puerta del Hotel de París… ¡Doña Sol! Un hombre que parecía extranjero le daba la mano, ayudándola a descender, y luego de hablar algunas palabras se alejó, mientras ella penetraba en el hotel.

Era doña Sol. El torero no dudaba de su identidad. Tampoco dudaba del carácter de las relaciones que debían unirla con aquel extranjero, luego de ver sus miradas y la sonrisa con que se despidieron. Así le miraba a él, así le sonreía en la época feliz, cuando cabalgaban juntos en las desiertas campiñas iluminadas de suave carmín por el sol moribundo. «¡Mardita sea!..»

Pasó malhumorado la noche con unos amigos, luego durmió mal, viendo reproducidas muchas escenas del pasado. Cuando se levantó entraba por los balcones la luz opaca y lívida de un día triste. Llovía, yendo acompañada el agua de copos de nieve. Todo era negro: el cielo, las paredes de enfrente, un alero goteante que alcanzaba a ver, el pavimento fangoso de la calle, los techos de los coches brillantes como espejos, las cúpulas movibles de los paraguas.

Las once. ¡Si fuese a ver a doña Sol! ¿Por qué no? La noche anterior había desechado este pensamiento con cierta cólera. Era «rebajarse». Había huido de él sin explicación alguna, y luego, al saberle en peligro de muerte, apenas se había interesado por su salud. Un simple telegrama en los primeros momentos, y luego nada: ni una mala carta de unas cuantas líneas, ella que con tanta facilidad escribía a los amigos. No, no iría a verla. El era muy hombre…

Pero a la mañana siguiente su voluntad parecía ablandada durante el sueño. «¿Por qué no?», volvió a preguntarse. Necesitaba verla otra vez. Era para él la primera mujer entre todas las que había conocido; le atraía con una fuerza distinta al afecto sentido por las otras. «La tengo ley», se dijo el torero, reconociendo su debilidad… ¡Ay! ¡cómo había sentido la violenta separación!..

La cogida atroz en la plaza de Sevilla cortó, con la rudeza del dolor físico, su despecho amoroso. La enfermedad y luego su tierna aproximación a Carmen durante la convalecencia le habían hecho resignarse con su desgracia. ¿Pero olvidar?.. Eso nunca. Había hecho esfuerzos por no acordarse del pasado; pero la más insignificante circunstancia, el paso por un camino en el que había galopado junto a la hermosa amazona, el encuentro en la calle con una inglesa rubia, el trato con aquellos señoritos de Sevilla que eran sus parientes, todo resucitaba la imagen de doña Sol. ¡Ay, esta mujer!.. No encontraría otra como ella. Al perderla, creía Gallardo haber retrocedido en su existencia. Ya no era el mismo. Creía estar algunos peldaños más abajo en la consideración social. Hasta atribuía a este abandono los fracasos en su arte. Cuando la tenía a ella, era más valiente. Al irse la gachí rubia, había comenzado la mala suerte para el torero. Si ella volviese, seguramente que renacerían los tiempos de gloria. Su ánimo, sostenido unas veces y agobiado otras por los espejismos de la superstición, creía esto firmemente.

Tal vez su deseo de verla fuese una corazonada feliz, igual a las que tantas veces le habían salvado en el redondel. ¿Por qué no?.. El tenía en su persona una gran confianza. Los fáciles triunfos con mujeres deslumbradas por el éxito le hacían creer en el encanto irresistible de su persona. Podía ser que doña Sol, al verle tras larga ausencia… ¡quién sabe!.. La primera vez que se encontraron a solas así fue.

Y Gallardo, seguro de su buena estrella, con la tranquilidad arrogante de un hombre de fortuna que forzosamente ha de despertar el deseo allí donde fije sus ojos, marchó al Hotel de París, situado a corta distancia del suyo.

Tuvo que esperar más de media hora en un diván, bajo la mirada curiosa de los empleados y los huéspedes, que volvieron la cara al oír su nombre.

Un criado le invitó a entrar en el ascensor, conduciéndolo a un saloncillo del primer piso, al través de cuyos balcones veíase la Puerta del Sol, obscura, con los techos de las casas negros, las aceras invisibles bajo las encontradas corrientes de los paraguas, y la plaza de luciente asfalto surcada por coches veloces, a los que parecía fustigar la lluvia, o por tranvías que se cruzaban en todas direcciones con un incesante campaneo que avisaba a los transeúntes, sordos bajo el abrigo de las cúpulas de tela.

Se abrió una puertecita disimulada en el papel de la pared, y apareció doña Sol entre susurros de seda, con un intenso perfume de carne fresca y rubia, en todo el esplendor del verano de su existencia.

Gallardo la devoraba con los ojos, abarcándola por entero con la exactitud de un buen conocedor que no olvida detalles. ¡Lo mismo que en Sevilla!.. No; más hermosa tal vez, con la tentación de una larga ausencia.

Se presentaba en elegante abandono, vistiendo una túnica exótica y con extrañas joyas, lo mismo que la vio él por vez primera en su casa de Sevilla. Los pies iban metidos en unas babuchas cubiertas de gruesos dorados, que, al sentarse ella, cruzando las piernas, quedaban como sueltas, próximas a escaparse de las finas extremidades. Le tendió la mano, sonriendo con amable frialdad.

– ¿Cómo está usted, Gallardo?.. Sabía que estaba en Madrid. Le he visto.

¡Usted!.. Ya no usaba su tuteo de gran señora, al que correspondía él con un tratamiento respetuoso de amante de clase inferior. Este «usted», que parecía igualarlos, desesperó al espada. Quería ser a modo de un siervo elevado por el amor hasta los brazos de la gran señora, y se veía tratado con la fría y cortés consideración que inspira un amigo vulgar.