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Sangre y arena

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Avanzaba un criado hacia él tirando de un jaco cabizbajo, con el pelo largo y el costillar en doloroso relieve.

– ¿Qué traes ahí? – decía Potaje encarándose con el contratista – . Eso no e de resibo. Eso e una alimaña que no hay quien la monte. ¡Pa tu mare!..

El contratista, cachazudo, contestaba con grave calma. Si Potaje no se atrevía a montarlo, era porque los piqueros de ahora tenían miedo a todo. Con un caballo así, bueno y dócil, el señor Calderón, el Trigo u otro jinete de los buenos tiempos hubiese sido capaz de torear dos tardes seguidas sin dar una caída y sin que el animal recibiese un arañazo. ¡Pero ahora!.. Ahora sólo había mucho miedo y muy poca vergüenza.

Se insultaban el picador y el contratista con amistosa tranquilidad, como si entre ellos las mayores injurias perdiesen importancia por la fuerza de la costumbre.

– Tú lo que eres – contestaba Potaje– un frescales, más ladrón que José María el Tempraniyo. Anda y que suba en ese penco la pelá de tu agüela, que montaba en la escoba toos los sábaos al dar las doce.

Reían los presentes, y el contratista se limitaba a encoger los hombros.

– Pero ¿qué tié este cabayo? – decía tranquilamente – . ¡Arrepárale, mala alma! Mejor es que otros que tién muermo, o les dan vértigos, y que has sacao tú a la plaza, apeándote por las orejas antes de que te arrimases al toro. Más sano es que una manzana. Como que ha estao veintiocho años en una fábrica de gaseosas, cumpliendo como una presona desente, sin que nadie le pusiera farta. ¡Y vienes tú ahora, voceras, a meterte con él, poniéndole peros y fartándole como si fuese un mal cristiano!..

– ¡Que no lo quiero, vaya!.. ¡Que te quees con él!

El contratista se acercaba lentamente a Potaje, y con la tranquilidad de un hombre experto en estas transacciones, le hablaba al oído. El picador, fingiendo enfado, acabó por acercarse al jaco. ¡Por él que no quedase! No quería que le tuviesen por hombre intratable, capaz de perjudicar a un camarada.

Poniendo un pie en el estribo, dejó caer sobre el pobre jaco la pesadumbre de su cuerpo. Luego, colocándose la garrocha bajo el brazo, la apoyó en un gran poste empotrado en la pared, picando varias veces con gran esfuerzo, como si tuviera al extremo de la lanza un toro corpulento. El pobre jaco temblaba y doblaba las patas con estos encontronazos.

– No se regüerve mal… – dijo Potaje con tono conciliador – . El penco es mejó que yo creía. Tié güena boca, güenas piernas… Te saliste con la tuya. Que lo aparten.

Y el picador se apeaba, dispuesto a aceptar todo lo que le presentase el contratista luego de su aparte misterioso.

Gallardo se separó del grupo de aficionados que presenciaban sonrientes esta operación. Un portero de la plaza iba con él hacia donde estaban los toros. Atravesó una puertecilla, saliendo a los corrales. Una valla de mampostería que llegaba a la altura del cuello de un hombre limitaba el corral por tres de sus lados. Esta valla estaba afirmada por gruesos postes unidos al balconcillo superior. A trechos abríanse unas salidas tan angostas que sólo podía pasar por ellas un hombre de lado. En el amplio corral había ocho toros, unos acostados sobre las patas, otros de pie y con la cabeza baja, husmeando el montón de hierba que tenían delante.

El torero marchó a lo largo de estas galerías examinando a las reses. De vez en cuando salíase fuera de las vallas, asomando el cuerpo por las estrechas saeteras. Agitaba los brazos, dando alaridos salvajes de reto que sacaban a los toros de su inmovilidad. Unos saltaban nerviosos, acometiendo con la cabeza baja contra aquel hombre que venía a turbar la paz de su encierro. Otros se ponían firmes sobre las patas, aguardando con la cabeza alta y el gesto fosco a que el atrevido osase acercarse a ellos.

Gallardo, que volvía a ocultarse rápidamente tras las vallas, examinaba el aspecto y carácter de las fieras, sin llegar a decidir cuáles eran las dos que debía escoger.

El mayoral de la plaza estaba junto a él: un hombrón atlético, con polainas y espuelas, vestido de grueso paño y con sombrero de campo sostenido por un barboquejo. Apodábanle el Lobato, y era un rudo jinete que pasaba en pleno campo la mayor parte del año, entrando en Madrid como un salvaje, sin curiosidad por ver sus calles ni querer pasar más allá de los alrededores de la plaza.

Para él, la capital de España era un circo con desmontes y terrenos yermos a su alrededor, y más allá un caserío misterioso que jamás había sentido deseos de conocer. El establecimiento más importante de Madrid era, según él, la taberna de Gallina, situada junto a la plaza, grato lugar de delicias, palacio encantador donde cenaba y comía a costas del empresario antes de volverse a la dehesa montado en su jaca, con la manta obscura en el borrén, las alforjas en la grupa y la pica al hombro. Entraba en la taberna gozándose en atemorizar a los criados con sus amistosos saludos: terribles apretones que hacían crujir los huesos y arrancaban gritos de dolor. Sonreía satisfecho de su fuerza y de que le llamasen «bruto», y se sentaba ante la pitanza, un plato del tamaño de una palangana lleno de carne y patatas, a más de un jarro de vino.

Guardaba los toros adquiridos por el empresario, unas veces en la dehesa de la Muñoza, otras, cuando el calor era excesivo, en las praderas de la sierra de Guadarrama. Los traía al encierro dos días antes de la corrida, a media noche, atravesando el arroyo Abroñigal, por las afueras de Madrid, con acompañamiento de jinetes y vaqueros. Desesperábase cuando el mal tiempo impedía la fiesta y el ganado quedaba en la plaza, no pudiendo volver él inmediatamente a las tranquilas soledades donde pastaban los otros toros.

Lento de palabra, torpe de pensamiento, este centauro que olía a cuero y a pasto seco expresábase con calor al hablar de su vida pastoril apacentando fieras. Parecíale estrecho el cielo de Madrid y con menos astros. Describía con un laconismo pintoresco las noches en la dehesa, con sus toros dormidos bajo la difusa luz de las estrellas y el denso silencio rasgado por los ruidos misteriosos de las espesuras. Las culebras del monte cantaban con una voz extraña en este silencio. Cantaban, sí señor. No había quien se lo discutiese al Lobato; lo había oído mil veces, y dudar de esto era llamarle embustero, exponiéndose a sentir el peso de sus manazas. Y así como cantaban los reptiles, hablaban los toros; sólo que él no había llegado a penetrar todos los misterios de su idioma. Eran a modo de cristianos, aunque andaban a cuatro patas y tenían cuernos. Había que verlos despertar cuando surgía la aurora. Saltaban gozosos como niños; jugueteaban acometiéndose de mentirijillas y cruzando sus cuernos; intentaban montarse unos a otros, con una alegría ruidosa, como si saludasen la presencia del sol, que es la gloria de Dios. Luego hablaba de sus lentas excursiones por la sierra de Guadarrama, siguiendo el curso de los riachuelos que bajan de las cumbres la nieve líquida, de una transparencia de cristal, alimento de los ríos; de los prados con su hierba llena de florecillas; del aleteo de los pájaros que venían a posarse entre los cuernos de los toros adormecidos; de los lobos que aullaban durante la noche, siempre lejos, muy lejos, como asustados por la procesión de fieras que llegaban tras el cencerro de los cabestros a disputarles su parte de bravía soledad… ¡Que no le hablasen de Madrid, donde se ahoga la gente! El sólo encontraba aceptable en este bosque infinito de casas el vino de Gallina y sus sabrosos guisos.

Habló el Lobato al espada, ayudándole con sus indicaciones a escoger las dos reses. El mayoral no mostraba asombro ni respeto ante estos nombres famosos tan admirados por las gentes. El pastor de toros casi despreciaba al torero. ¡Matar a unos animales tan nobles con toda clase de engaños! El valiente era él, que vivía entre ellos, pasando ante sus cuernos en la soledad, sin otra defensa que su brazo, y sin aplauso alguno.

Al salir Gallardo del corral, otro hombre se unió al grupo, saludando con gran respeto al maestro. Era un viejo encargado de la limpieza de la plaza. Llevaba muchos años en este empleo y había conocido a todos los toreros famosos de su tiempo. Iba vestido pobremente, pero muchas veces lucía en sus dedos sortijas femeniles, y para sonarse sacaba de las profundidades de su blusa un pañuelito de batista, pequeño, con ricas blondas y gran cifra, que aún exhalaba débil perfume.

Se encargaba durante la semana él solo de barrer el inmenso circo, graderíos y palcos, sin quejarse de lo abrumador de este trabajo. Cuando el empresario, descontento de él, quería castigarle, abría la puerta a la pillería que vagaba por los alrededores de la plaza, y el pobre hombre desesperábase y prometía enmienda, para que esta irrupción de extraños no se encargase de su trabajo.

Cuando más, admitía como auxiliares a media docena de golfos, aprendices de torero, que le eran fieles a cambio de que en los días de fiesta les permitiese ver la corrida desde el «palco de los perros», una puerta con reja situada junto a los toriles, por donde se sacaba a los lidiadores heridos. Los ayudantes de la limpieza, agarrados a los hierros, presenciaban la corrida, rebullendo y peleándose como monos en jaula para ocupar la primera fila.

El viejo los distribuía hábilmente durante la semana al proceder a la limpieza de la plaza. Los chicuelos trabajaban en los tendidos de sol, los del público sucio y pobre, que deja como rastro de su paso un estercolero de cortezas de naranja, papeles y puntas de cigarro.

– ¡Ojo con el tabaco! – ordenaba a su tropa – . El que se me quede una colilla de puro no ve el domingo la corrida.

Limpiaba pacientemente la sombra, como un buscador de tesoros, agachándose en el misterio de los palcos para guardar en sus bolsillos los hallazgos: abanicos de señora, sortijas, pañuelos de mano, monedas caídas, adornos de trajes femeniles, todo lo que dejaba tras su paso una invasión de catorce mil personas. Amontonaba los residuos de los fumadores, picando las colillas y vendiéndolas como tabaco desmenuzado luego de exponerlas al sol. Los hallazgos de valor eran para una prendera, que compraba estos despojos del público olvidadizo o turbado por la emoción.

 

Gallardo contestó a los saludos melosos del viejo dándole un cigarro, y se despidió del Lobato. Quedaba convenido con el mayoral que éste enchiqueraría para él los dos toros escogidos. Los otros espadas no protestarían. Eran muchachos de buena suerte, en plena audacia juvenil, que mataban lo que les ponían delante.

Al salir otra vez al patio, donde continuaba la prueba de caballos, Gallardo vio separarse del grupo de espectadores a un hombre alto, enjuto y de tez cobriza, vestido como un torero. Por debajo de su fieltro negro asomaban unos tufos de pelo entrecano, y en torno de la boca marcábanse algunas arrugas.

¡Pescadero! ¿cómo estás? – dijo Gallardo estrechando su diestra con sincera efusión.

Era un antiguo espada que había tenido en su juventud horas de gloria, pero de cuyo nombre se acordaban muy pocos. Otros matadores, llegando después, habían obscurecido su pobre fama, y el Pescadero, luego de torear en América y sufrir varias cogidas, se había retirado con un pequeño capital de ahorros. Gallardo le sabía dueño de una taberna en las inmediaciones del circo, donde vegetaba lejos del trato de aficionados y toreros. No esperaba verle en la plaza, pero el Pescadero dijo con expresión melancólica:

– ¿Qué quiés? La afisión. Vengo poco a las corrías, pero aún me tiran las cosas del ofisio, y paso como vecino a ve estas cosas. Ahora no soy mas que tabernero.

Gallardo, contemplando su aspecto triste, recordaba al Pescadero que había conocido en su niñez, uno de los héroes más admirados por él, arrogante, favorecido por las mujeres, luciendo en La Campana, cuando iba a Sevilla, su calañés de terciopelo, la chaquetilla color de vino y la faja de seda multicolor, apoyado en un bastón de marfil con puño de oro. ¡Y así se vería él, vulgar y olvidado, si se retiraba del toreo!..

Hablaron largo rato de las cosas de su arte. El Pescadero, como todos los viejos amargados por la mala suerte, era pesimista. Se acabaron los buenos toreros. Ya no se veían gentes de corazón. Sólo mataban toros «de verdad» Gallardo y alguno que otro. Hasta las bestias parecían de menos poder. Y tras estas lamentaciones, insistió para que su amigo le acompañase a su casa. Ya que se habían encontrado, y el matador no tenía que hacer, debía visitar su establecimiento.

Accedió Gallardo, y en una de las calles sin terminar inmediatas a la plaza, entró en una taberna igual a todas, con la fachada pintada de rojo, vidrieras con visillos del mismo color, y un escaparate en el que se exhibían, sobre platos polvorientos, chuletas empanadas, pájaros fritos y frascos de hortalizas en vinagre. Dentro de la tienda un mostrador de cinc, toneles y botellas, mesas redondas con taburetes de madera, y en los muros numerosas estampas de colores representando toreros célebres y los lances más salientes de la lidia.

– Tomaremos unos «chatos» de Montilla – dijo el Pescadero llamando a un joven que estaba tras el mostrador y sonreía al ver a Gallardo.

Este se fijó en su cara y en una manga de su chaqueta, completamente vacía, que se arrollaba en el costado derecho.

– Yo creo que te conozco – dijo el matador.

– Ya lo creo que le conoces – interrumpió el Pescadero– . Es el Pipi.

El apodo hizo que Gallardo recordase inmediatamente su historia. Un muchacho valeroso, que clavaba magistralmente las banderillas, y al que también había bautizado un grupo de aficionados como «el torero del porvenir». Un día, en la plaza de Madrid, recibió una cornada en un brazo, y habían tenido que amputárselo, quedando inútil para la lidia.

– Lo he recogido, Juan – continuó el Pescadero– . Yo no tengo familia; mi compañera se murió, y me hago la cuenta de que tengo un hijo… ¡Miserias! Pero si al hombre, ensima de sus desgrasias, le quitas el güen corazón, ¿pa qué sirve?.. No creas que estamos en la abundancia el Pipi y yo. Vivimos como poemos; pero lo que yo tenga es de él, y vamos tirando grasias a los antiguos amigos que arguna vez vienen de merienda o a jugar al mus, y sobre too grasias a la escuela.

Gallardo sonrió. Había oído hablar de la escuela de tauromaquia establecida por el Pescadero cerca de su taberna.

– ¡Qué quiés, hijo! – dijo éste, como excusándose – . Hay que ayudarse, y la escuela consume más que toos los parroquianos de la taberna. Viene mu buena gente: señoritos que quién aprender pa lucirse en las becerrás; extranjeros que se entusiasman en las corrías y les entra la chiflaúra de hacerse toreros a la vejez. Ahora tengo uno dando lición. Viene toas las tardes. Vas a ve.

Y atravesando la calle, dirigiéronse a un solar cerrado por alta valla. Sobre los tablones unidos que servían de puerta destacábase un gran rótulo escrito con alquitrán: «Escuela de Tauromaquia».

Entraron. Lo primero que llamó la atención de Gallardo fue el toro: un animal de madera y juncos montado sobre ruedas, con cola de estopa, la cabeza de paja trenzada, una placa de corcho en el lugar del cuello y un par de cuernos auténticos y enormes, que infundían espanto a los alumnos.

Un mozo despechugado, con gorrilla y dos pinceles de pelo sobre las orejas, era el que comunicaba su inteligencia a la fiera, empujándola cuando los «estudiantes» se ponían enfrente con el capote en la mano.

En mitad del solar, un señor viejo y rechoncho, de ancha corpulencia, la tez arrebolada y el bigote blanco y recio, manteníase en mangas de camisa empuñando unas banderillas. Junto a la valla, recostada en una silla y apoyados los brazos en otra, había una señora casi de la misma edad y no menos voluminosa, con un sombrero cargado de flores. Su cara rubicunda, con manchas amarillas de salvado, ensanchábase de entusiasmo cada vez que su compañero ejecutaba una buena suerte. Agitábanse las rosas del sombrero y los falsos bucles de la cabellera, de un rubio escandaloso, con el impulso de sus risas. Aplaudía, abriendo al mismo tiempo las piernas, que tiraban de la falda, dejando al descubierto una parte de sus abultados y marchitos encantos.

El Pescadero, desde la puerta, explicó a Gallardo el origen de estas gentes. Debían ser franceses o de cualquier otro país: él no estaba cierto de quién eran ni le importaba; un matrimonio que iba por el mundo y parecía haber vivido en todas partes. El había tenido mil oficios, a juzgar por sus relatos: minero en Africa, colono en lejanas islas, cazador de caballos con lazo en las soledades de América. Ahora quería torear para ganar dinero lo mismo que los españoles, y asistía todas las tardes a la escuela con la firme voluntad de un niño testarudo, pagando generosamente sus lecciones.

– Figúrate tú: ¡torero con esa facha!.. ¡Y a los cincuenta años bien sonaos!

Al ver entrar a los dos hombres, el alumno bajó sus brazos armados de banderillas y la señora se arregló la falda y el florido sombrero. ¡Oh, cher maître!..

– Buenas tardes, mosiú; felices, madame– dijo el maestro llevándose la mano al sombrero – . A ve, mosiú, cómo va esa lición. Ya sabe lo que le he dicho. Quieto en su terreno, cita usté ar bicho, le deja vení, y cuando lo tiene ar lao, quiebra usté y le pone los palos en el morrillo. Usté no tié que preocuparse de na: el toro lo hará too por usté. Atensión… ¿Estamos?

Y apartándose el maestro se encaró con el terrible toro, o más bien, con el granuja que estaba detrás, puestas las manos en el cuarto trasero para empujarle.

– ¡Eeeeh!.. ¡Entra, Morito!

Fue un berrido espantoso el del Pescadero para que entrase el toro, excitando con estos gritos y con furiosas patadas en la tierra sus entrañas de aire y de junco y su testuz de paja. Y Morito acometió como una fiera, con gran estrépito de ruedas, cabeceante a causa de las desigualdades del terreno, y llevando a la cola aquel paje que le empujaba para hacerle menos fatigoso el camino. Jamás toro de ganadería famosa pudo compararse en inteligencia con este Morito, bestia inmortal banderilleada y estoqueada miles de veces, sin sufrir otras heridas que las insignificantes que le curaba el carpintero. Parecía tan sabio como los hombres. Al llegar junto al alumno, cambió de dirección para no tocarle con los cuernos, alejándose con los palos clavados en su cuello de corcho.

Una ovación saludó esta hazaña, quedando el banderillero firme en su sitio, arreglándose los tirantes del pantalón y los puños de la camisa. Su mujer, con la vehemencia del entusiasmo, se echó atrás, riendo al mismo tiempo que aplaudía, y otra vez la falda, a impulsos de ocultas exuberancias, volvió a dejar al descubierto los encantos inferiores.

– ¡De maestro, mosiú! – gritó el Pescadero– . Ese par es de primera.

Y el extranjero, conmovido por el aplauso del profesor, respondió con modestia, golpeándose el pecho:

– Mí hay lo más importante. Corrasón, mocho corrasón.

Luego, para festejar su hazaña, se dirigió al paje de Morito, que parecía relamerse adivinando la orden. Que trajesen un frasco de vino. Tres había vacíos en el suelo, cerca de la dama, cada vez más purpúrea y más movediza de ropas, acogiendo con grandes risotadas las hazañas toreras de su compañero.

Al saber que el que llegaba con el maestro era el famoso Gallardo y reconocer su rostro, tantas veces admirado por ella en periódicos y cajas de cerillas, la extranjera perdió el color y sus ojos se enternecieron. ¡Oh, cher maître!.. Le sonreía, se frotaba contra él, deseando caer en sus brazos con todo el peso de su voluminosa y flácida humanidad.

Chocaron los vasos del vino por la gloria del nuevo torero. Hasta Morito tomó parte en la fiesta, bebiendo en su nombre el granuja que le servía de aya.

– Antes de dos meses, mosiú– dijo el Pescadero con su gravedad andaluza – , está usté clavando banderillas en la plaza de Madrí como el mismísimo Dió, y se yeva usté toas las parmas, y too er dinero, y toas las mujeres… con permiso de su señora.

Y la señora, sin dejar de mirar a Gallardo con ojos tiernos, conmovíase de gozo y una risa estrepitosa agitaba las ondas de grasa de su cuerpo.

Continuó su lección el extranjero, con una tenacidad de hombre enérgico. No había que desaprovechar el tiempo. Quería verse cuanto antes en la plaza de Madrid, conquistando todas aquellas cosas que le prometía el maestro. Su rubicunda compañera, viendo que los dos toreros se marchaban, volvió a sentarse, con el frasco de vino confiado a su custodia.

El Pescadero acompañó a Gallardo hasta el final de la calle.

– Adió, Juan – dijo con gravedad – . Puede que nos veamos mañana en la plaza. Ya ves en qué he venío a parar. Tener que comé de estos embustes y payasás.

Gallardo se alejó preocupado. ¡Ay! ¡Aquel hombre, que él había visto tirar el dinero en sus buenos tiempos con una arrogancia de príncipe, seguro de su porvenir!.. Había perdido los ahorros en malas especulaciones. La vida del torero no era para aprender el manejo de una fortuna. ¿Y aún le proponían que se retirase de la profesión? ¡Nunca! Había que arrimarse a los toros.

Durante toda la noche, este propósito pareció flotar sobre la laguna negra de su sueño. ¡Había que arrimarse! Y a la mañana siguiente, la resolución firmísima persistió en su pensamiento. Se arrimaría, asombrando al público con sus audacias.

Era tal su ánimo, que marchó a la plaza sin las inquietudes supersticiosas de otras veces. Sentía la certeza del triunfo, la corazonada de las tardes gloriosas.

La corrida fue accidentada desde su principio. El primer toro «salió pegando» con gran acometividad para las gentes de a caballo. En un instante echó al suelo a los tres picadores que le esperaban lanza en ristre, y de los jacos dos quedaron moribundos, arrojando por el perforado pecho chorros de sangre obscura. El otro corrió, loco de dolor y de sorpresa, de un lado a otro de la plaza, con el vientre abierto y la silla suelta, mostrando por entre los estribos sus entrañas azuladas y rojizas, semejantes a enormes embutidos. Arrastraban las tripas por el suelo, y al pisárselas él mismo con sus patas traseras, tiraba de ellas, desarrollándolas como una madeja confusa que se desenmaraña. El toro, atraído por esta carrera, marchó tras él, y metiendo la poderosa cabeza bajo su vientre lo levantó en los cuernos, arrojándolo al suelo y ensañándose en su mísero armazón quebrantado y agujereado. Al abandonarle la fiera, moribundo y pataleante, un «mono sabio» se aproximó para rematarlo, hundiéndole el hierro de la puntilla en lo alto del cráneo. El mísero jaco sintió una rabia de cordero en los estremecimientos de su agonía, y mordió la mano del hombre. Este dio un grito, agitó la diestra ensangrentada y apretó el puñal, hasta que el caballo cesó de patalear, quedando con las extremidades rígidas. Otros empleados de la plaza corrían de un lado a otro con grandes espuertas de arena, arrojándola a montones sobre los charcos de sangre y los cadáveres de los caballos.

 

El público estaba de pie, gesticulando y vociferando. Sentíase entusiasmado por la fiereza de la bestia y protestaba de que en el redondel no quedase ni un picador, gritando a coro: «¡Caballos! ¡caballos!»

Todos estaban convencidos de que iban a salir inmediatamente, pero les indignaba que transcurriesen unos minutos sin nuevas carnicerías. El toro permanecía aislado en el centro del redondel, soberbio y mugidor, levantando los cuernos sucios de sangre, ondeándole las cintas de la divisa sobre su cuello surcado de rasgones azules y rojos. Salieron nuevos jinetes, y otra vez se repitió el repugnante espectáculo. Apenas se aproximaba el picador con la garrocha por delante, ladeando el jaco para que el ojo vendado no le permitiese ver a la fiera, era instantáneo el choque y la caída. Rompíanse las picas con un chasquido de madera seca, saltaba el caballo enganchado en los poderosos cuernos, brotaban sangre, excrementos y piltrafas de este choque mortal, y rodaba por la arena el picador como un monigote de piernas amarillas, cubriéndole inmediatamente las capas de los peones.

Un caballo, al ser herido en el vientre, esparció en torno de él, vaciando sus entrañas, una lluvia nauseabunda de excremento verdoso, que vino a manchar los trajes de los toreros cercanos.

El público celebraba con risas y exclamaciones las ruidosas caídas de los jinetes. Sonaba la arena sordamente con el choque de los cuerpos rudos y sus piernas forradas de hierro. Unos caían de espaldas, como talegos repletos, y su cabeza, al encontrar las tablas de la valla, producía un eco lúgubre.

– Ese no se levanta – gritaban en el público – . Debe tener abierto el melón.

Y sin embargo, se levantaba, extendía los brazos, rascábase el cráneo, recobraba el recio castoreño, perdido en la caída, y volvía a montar en el mismo caballo, que los «monos sabios» incorporaban a fuerza de empellones y varazos. El vistoso jinete hacía trotar al jaco, que arrastraba por la arena sus entrañas, cada vez más largas y pesadas con la agitación del movimiento. El picador, sobre esta debilidad agónica, dirigíase al encuentro de la fiera.

– ¡Vaya por ustés! – gritaba arrojando su sombrero a un grupo de amigos.

Y apenas se colocaba ante el toro, clavándole su pica en el cuello, hombre y caballo iban por lo alto, partiéndose el grupo en dos piezas con la violencia del choque y rodando cada una por su lado. Otras veces, antes de que acometiese el toro, los «monos sabios» y parte del público avisaban al jinete. «Apéate.» Pero antes de que pudiera hacerlo, con la torpeza de sus piernas rígidas, el caballo se desplomaba, muerto instantáneamente, y el picador caía expelido por las orejas, chocando su testa sordamente contra la arena.

Los cuernos del toro no llegaban nunca a enganchar a los jinetes; pero ciertos picadores, al quedar en el suelo, permanecían exánimes, y un grupo de servidores de la plaza tenía que cargar con su cuerpo, llevándolo a la enfermería para que le curasen una fractura de hueso o lo reanimaran de su conmoción, que tenía el aspecto de la muerte.

Gallardo, ansioso de atraerse la simpatía del público, iba de un lado a otro, y consiguió un gran aplauso tirando de la cola al toro para librar a un picador que estaba en el suelo, próximo a ser enganchado.

Mientras banderilleaban, Gallardo, apoyado en la valla, paseaba su vista por los palcos. Debía estar en ellos doña Sol. Al fin la vio, pero sin mantilla blanca, sin nada que recordase a aquella señora de Sevilla semejante a una maja de Goya. Parecía, con su cabellera rubia y su sombrero original y elegante, una extranjera de las que contemplan por primera vez una corrida de toros. A su lado estaba el amigo, aquel hombre del que hablaba ella con cierta admiración y al que mostraba las cosas interesantes del país. ¡Ay, doña Sol! Pronto iba a ver quién era el buen mozo al que había abandonado. Tendría que aplaudirle en presencia del extranjero aborrecido; se entusiasmaría, aun contra su voluntad, arrastrada por el contagio del público.

Cuando llegó para Gallardo el momento de matar su toro, que era el segundo, el público le acogió benévolamente, como si olvidase su enfado de la corrida anterior. Las dos semanas de suspensión por la lluvia parecían haber infundido a la muchedumbre una gran tolerancia. Deseaba encontrarlo todo bueno en una corrida tan esperada. Además, la bravura de los toros y la gran mortandad de caballos había puesto al público de buen humor.

Marchó Gallardo hacia la fiera, descubierta la cabeza luego del brindis, con la muleta por delante y moviendo la espada como un bastón. Detrás de él, aunque a una distancia prudente, iban el Nacional y otro torero. Algunas voces protestaron desde el tendido. ¡Cuántos acólitos!.. Parecían un clero parroquial marchando a un entierro.

– ¡Fuera too er mundo! – gritó Gallardo.

Y los dos peones se detuvieron porque lo decía de veras, con un acento que no daba lugar a dudas.

Siguió adelante hasta llegar cerca de la fiera, y allí desplegó la muleta, dando aún algunos pasos más, como en sus buenos tiempos, hasta colocar el trapo junto al babeante hocico. Un pase; ¡olé!.. Un murmullo de satisfacción corrió por los tendidos. El niño de Sevilla volvía por su nombre; tenía vergüenza torera. Iba a hacer alguna de las suyas, como en los mejores tiempos. Y sus pases de muleta fueron acompañados de ruidosas exclamaciones de entusiasmo, mientras en el graderío se reanimaban los partidarios, increpando a los enemigos. ¿Qué les parecía aquello? Gallardo se descuidaba algunas veces, lo reconocían… ¡pero la tarde que él quería!

Aquella tarde era de las buenas. Cuando vio al toro con las patas inmóviles, el mismo público le impulsó con sus consejos. «¡Ahora! ¡Tírate!»

Y Gallardo se arrojó sobre la bestia con el estoque por delante, saliendo de la amenaza de los cuernos rápidamente.

Sonó un aplauso, pero fue muy breve, siguiéndole un murmullo amenazador, en el que se iniciaron estridentes silbidos. Los entusiastas dejaban de mirar al toro para volverse indignados contra el resto del público. ¡Qué injusticia! ¡Qué falta de conocimiento! Había entrado muy bien a matar…

Pero los enemigos señalaban al toro sin desistir de sus protestas, y toda la plaza se unía a ellos con una explosión ensordecedora de silbidos.

La espada había penetrado torcida, atravesando al toro y asomando su punta por uno de los costados, junto a una pata delantera.

Todos gesticulaban y braceaban con aspavientos de indignación. ¡Qué escándalo! ¡Aquello no lo hacía ni un mal novillero!..

El animal, con la empuñadura de la espada en el cuello y la punta asomando por el arranque de un brazo, empezó a cojear, agitando su enorme masa con el vaivén de un paso desigual. Esto pareció conmover a todos con generosa indignación. ¡Pobre toro! Tan bueno, tan noble… Algunos echaban el cuerpo adelante, rugiendo de furia, como si fuesen a arrojarse de cabeza en el redondel. ¡Ladrón! ¡Hijo de tal!.. ¡Martirizar así a un bicho que valía más que él!.. Y todos gritaban con vehemente ternura por el dolor de la bestia, como si no hubiesen pagado para presenciar su muerte.

Gallardo, estupefacto ante su obra, inclinaba la cabeza bajo el chaparrón de insultos y amenazas. «¡Mardita sea la suerte!..» Había entrado a matar lo mismo que en sus buenos tiempos, dominando la impresión nerviosa que le hacía volver la cara como si no pudiese soportar la vista de la fiera que se le venía encima. Pero el deseo de evitar el peligro, de salirse cuanto antes de entre los cuernos, le había hecho rematar la suerte con aquella estocada torpe y escandalosa.