Abordajes literarios

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–¿Cuántas armas hay a bordo?

–¿De fuego? Ninguna. Espera. Manu compró en Saint John’s un rifle para su padre, es un cazador empedernido.

–Manu aquí, a mi lado, con la escopeta. El resto de los hombres con cocas y cuchillos de tronchar a lo largo de estribor, los abordaremos por estribor.

A sangre fría puede parecer una decisión disparatada, pero con la furia que golpeaba en nuestros corazones, como el latir de un tigre, sonó tan natural que nadie osó discutirla. Manu se puso junto a mí, la escopeta era nada menos que un Winchester de repetición con mira telescópica.

–¿Funciona?

–De peli.

–Le tiras al que yo te diga.

–No fallaré.

Repasé la fila de hombres, sus rostros curtidos, ofendidos, doloridos, jodidos, aguantaban estólidos los zarpazos del viento y mar dispuestos a cumplir lo que se les mandara. El oleaje no era peligroso para navegar pero sí para la aproximación que intentábamos, elegí tres voluntarios, los tres más jóvenes, los que supuse más ágiles.

–Tú, tú y tú. Vais a saltar al Bidebieta, a cortar el cable de arrastre, ¿entendido?

Ni rechistaron, provistos de hacha y sierra, escoplo y martillo, sobre el carel, parecían equilibristas angélicos, ángeles exterminadores, marinos valientes. Ninguno había cumplido los dieciocho años, el que fallara el salto no los cumpliría. El más crío, Paco, el chou, con quince abriles, me fijé en él mientras silbaba el agua entre los dos cascos con furia de turbina, flexionó las piernas al acecho de la ondulación más favorable, le vi tomar impulso en la cornamusa, improvisado trampolín, y saltar, le veo en el aire, se me detuvo el latir, lo veo ahora convertido en maquinista, un tipo con fibra, los tres con fibra, los veo a los tres en el aire. Levitaron como ángeles, de un casco a otro, en el más formidable de los abordajes. Las caras de asombro de los noruegos, les vigilaba acechando la mínima excusa que me permitiera meterles la retahíla entera del Winchester en su podrido cerebro de contable, pero no reaccionaron, nos dejaron hacer. Un suspiro de alivio al ver a los tres chavales corriendo alegres y furiosos hacia la roda del Bidebieta y descargar sobre el cable opresor hachazos de nervio y sollozos, un grito de triunfo cuando el cable roto saltó como un látigo hacia el Kautokieno.

–¡Cobardes!

–Así le dé a uno en los huevos.

Si alguien ve al Kautokieno en apuros, por mí puede pasar de largo y si le apetece tirar de la cadena que no se prive. No sé cuánto tardé en recuperarme, en poder utilizar la cuchara sin derramarme la sopa sobre los pantalones, pero tardé mucho más en quitar de mis sueños los rostros de Lolo y Carín, sonriéndome, “non teño maus”, “ven por min”, desde aquel día hay sonrisas irónicas que no soporto, sonrisas de chicle que aplastaría a puñetazos. La cosa terminó en el diario de navegación con un escueto “y sin más novedades dignas de reseñar finalizamos la singladura”.

–Firme aquí.

Es una orden, deberían añadir en los centros de oficiales. La cosa terminó con otra novedad más grave, en la mar las desgracias se enredan como en tierra las cerezas, tuvimos que declarar y nos engañaron los burócratas, los administrativos, los abogados y los agentes del seguro, del Lloyd’s o quien fuera, los parásitos. Dijimos la vedad creyendo que además de un orgullo era un mérito y nos hicieron firmar para comernos la palabra. Lo ponían en la letra pequeña y estaban en su derecho, el seguro de accidentes cubría sólo hasta el paralelo 67 y Manuel y Ricardo se ahogaron en el 68, por lo visto nos pasamos en el cumplimiento de nuestro deber y por eso las viudas se quedaron sin cobrar su seguro de muerte.

Patricia Ratto

Un laberinto de ecos y rumores

(Trasfondo, 2012)

Hoy, como estaba previsto, llegamos a nuestra área de patrulla y permanecimos en ella todo el día. Ya estoy cansado de dormir. Tengo el sueño cambiado, me acostumbré a dormir por las tardes y en la noche estoy despierto. Como no podemos estar levantados cuando no es nuestro turno de guardia, sino permanecer acostados, para no cansarnos y para economizar oxígeno, ya no sabemos qué hacer en la cama. Ahora estoy en mi cucheta, desde ahí puedo ver a Olivero, está boca abajo, medio incorporado, con el peso del cuerpo apoyado en los antebrazos, un cuaderno sobre la colchoneta de su cama, y escribe, escribe, por momentos se detiene a pensar un poco, agrega alguna que otra palabra con lentitud y luego toma velocidad y escribe, escribe. ¿Será una carta?, ¿serán anécdotas para un diario personal?, algunos de los otros dicen que escribe poemas para las novias que tiene. Ahora ha tomado el cuaderno, ha girado su cuerpo hasta quedar boca arriba y está leyendo lo que ha escrito. Yo saco el libro que había dejado debajo de mi almohada y me pongo también a leer: el animal no soportó estar afuera de la guarida y terminó volviendo a su ciego mundo cerrado. Olivero desciende de su cucheta, camina unos pasos hacia popa y entra en la cocina. El animal del libro sospecha ahora que lo acechan, teme, y está todo el tiempo escuchando un ruido de algo que se aproxima pero que, desde la madriguera, no puede ver. Olivero regresa de la cocina con un par de botellas pequeñas que, de pie en el pasillo, deposita sobre su cucheta; corta prolijamente unas hojas de su cuaderno, son unas hojas escritas, seguramente las que ha terminado de escribir recién, pone una hoja sobre otra, las enrolla, desenrosca la tapa de una de las botellitas, introduce las hojas en ella, vuelve a tapar; repite la operación con otras tres hojas que le han quedado: las enrolla, las introduce en la botella, coloca la tapa. Se queda viendo las dos botellas acostadas en su cama por unos instantes, ahora se dirige a su taquilla y allí las guarda. Hasta que paulatinamente, dice mi animal, al despertarme del todo, llega la sobriedad, apenas comprendo las prisas, respiro profundamente la paz que reina en mi casa, y que yo he perturbado, regreso al lugar en el que reposo, y me duermo en seguida por el cansancio que me sobreviene. Olivero ha regresado a su cucheta, se ha tendido en ella, ahora cierra la cortinita negra, seguro se dispone a dormir.

Están acostados los otros, cada uno en su cucheta, quietos, callados, con los ojos cerrados, tratando de dormir. Yo también estoy en mi cucheta, pero aún no duermo, me he quedado mirando hacia arriba, el fondo de la cucheta superior que es como un techo de la mía, o una tapa, miro hacia arriba y veo esa cucheta sabiendo que debajo está la mía y debajo de la mía a su vez hay otra, con alguien que también duerme o trata de dormir; todos apilados estamos, acaso todos muertos, un ataúd sobre otro, sólo que aún no nos hemos dado cuenta. ¿Podrá en verdad uno morirse y no saberlo?

Me despierto sobresaltado, he tenido de nuevo pesadillas, algunos sueños se repiten, con leves variaciones son más o menos los mismos. Hay movimiento en el área del sonar; algo pasa. Me acerco a la cocina en busca de un café, Almaraz se está sirviendo en uno de los jarritos de acero y, en el momento en que el café va llegando a la mitad de la taza, llaman a puestos de combate. Desisto del café. Almaraz toma un trago de su taza, la deja en la pileta y sale hacia el compartimiento de control, está de planero de popa de combate. Me dirijo a sala de máquinas y, en el trayecto, veo a los tres sonaristas trabajando: Elizalde y Medrano sentados, con sus auriculares puestos, Cuéllar de pie, recibe los auriculares de parte de Medrano para confirmar algún rumor y luego se los regresa. En realidad no están ahí en el sonar, no están acá, están afuera, en el agua, son puro oído internándose en un laberinto de ecos y rumores, a la espera de lo que el mar les traerá. Rumor hidrofónico al azimut cero siete nueve, dice Cuéllar, luego de consultar con Elizalde y Medrano, e inician el ploteo para la clasificación del blanco. Rumbo cero siete cero, caer a babor cuarenta grados, ordena el comandante, y ponemos proa al buque enemigo siguiendo las estimaciones de los sonaristas. En sala de máquinas ya están Albaredo, Soria y Torres, otra vez la dotación que corresponde a este turno está completa, no sé por qué dos por tres hay uno que sobra, seguro alguien se confundió al armar las guardias. Igual me doy una vuelta para chequear los motores, aunque estoy seguro de que Albaredo ya lo ha hecho, necesito estar ocupado, como todos, mientras transcurre la espera, ese tiempo en suspenso del vamos-a-ver-qué-pasa. En eso descubro que mis botas ya no están en donde las había dejado, otra vez la broma, seguro las llevaron al sitio de siempre pero ahora eso es lo que menos importa, estamos decididamente en guerra, el enemigo se acerca y quién sabe cómo diablos va a seguir esto. Así que me quedo por aquí, por si me necesitan, pero un poco asomado a la zona de timoneles, y con el oído atento a lo que digan los sonaristas, la vista alerta para detectar el más mínimo gesto. Estarán escuchando el batir de las paletas del motor del buque y tratando de detectar... Destructor del tipo veintiuno o veintidós, anuncia de pronto Medrano en un susurro hacia comando. Emisión de sonar tipo uno ocho cuatro, agrega. Y todo se vuelve lento y silencioso, sólo gestos, movimientos medidos al compás de la espera. El comandante ordena caer en la dirección del blanco –Almaraz y Polski operan los planos; Navarrete, el timón– y aumentar la velocidad al máximo para acortar la distancia, los motores a toda máquina y en comando hay mucho movimiento. El comandante ordena exponer el periscopio de combate, hay un oficial junto a él; ahora se dispone a mirar hacia afuera para tratar de avistar el blanco. Hay mucha niebla, le dice el comandante al oficial y, mientras el oficial mira a su vez por el periscopio, yo me digo que quizá sea aquella misma niebla que ocultó nuestra partida en el puerto, que nos ha rodeado siempre y navega con nosotros como otro tripulante silencioso. Abajo periscopio, ordena el comandante, el oficial tampoco ha podido ver nada, nada más allá de la niebla. El blanco opera con helicópteros, anuncia Elizalde hacia comando, a una velocidad de dieciocho nudos, agrega. Ahora, aunque nadie diga nada, todos sabemos que la cosa se va a poner difícil; no va a ser sencillo disparar un torpedo y luego huir de los helicópteros. Camino lentamente en dirección a proa, Rocha sale del baño hacia su puesto, Egea me cruza con una bandeja con dos vasos vacíos y entra a la cocina, sigo avanzando, el cocinero lee Nippur de Lagash recostado en su cucheta; más adelante, sobre la mesa frente a los torpedos un lápiz tiembla con leves y nerviosas oscilaciones sin decidirse a rodar hacia uno u otro lado. Ya en proa lo veo a Olivero de pie, apoyado contra uno de los tubos lanzatorpedos. Grunwald y Heredia están sentados en el banco de babor, de perfil a los torpedos, me detengo unos pasos antes de llegar hasta ellos. La orden del comandante de disparar un torpedo contra el blanco detectado nos alcanza. Se va a realizar el lanzamiento en forma manual porque la computadora de control de tiro sigue sin funcionar. Se detienen los motores del submarino para poder operar y hacer los cálculos con más precisión. Un oficial llega con los datos que se necesitan; Olivero inicia las maniobras, abre la llave para inundar el tubo, se escucha girar la hélice del torpedo con un zumbido sordo, siseante, se abre la escotilla de lanzamiento. Por detrás de mí los otros comienzan a desenganchar con cuidado las cuchetas y a apilarlas a babor, para dejar libre el acceso a la sentina de torpedos. Grunwald lo mira a Heredia: tenemos que ponerle un nombre, le dice, es el primer torpedo de verdad que lanza la Armada Argentina. ¿Un nombre?, pregunta Heredia. Sí, para el torpedo, Mar del Plata, llamémoslo Mar del Plata, y crucemos los dedos para que dé en el blanco. Seguramente Marini acaba de oprimir el botón de lanzamiento en la computadora (eso sí funciona, el comando de lanzamiento, pero no el cálculo de tiro), porque escucho que la hélice acelera y el torpedo se impulsa y sale, cae un poco al entrar en el mar, queda una fracción de segundos suspendido en el agua y luego arranca rumbo al blanco, atado al barco por un hilo –un cordón umbilical que lo alimenta con datos para que busque al objetivo– que se va desenrollando para permitirle avanzar. Nos quedamos todos expectantes, los otros detrás de mí se han detenido, cada cual en lo que estaba haciendo, en el momento justo en que salió el torpedo, mudos, mirando hacia Olivero, hacia el tubo, ahora vacío de torpedo y lleno de agua. Cortó hilo, dice Olivero en un susurro y ahora todos sabemos que lo guiará su cabeza acústica buscando un ruido al que atacar. Y entonces imagino cómo ha de ser aquello que nunca veremos desde esta nave clausurada y ciega, la explosión del torpedo contra el barco enemigo, el fuego, el humo, el estupor, los heridos, la sangre, las cosas que alguna vez vimos en las películas pero que ahora pueden ocurrir en serio, aunque cómo saberlo, no vamos a ver nada, sólo vamos a percibir el eco del estallido y a sentir quizá algún cimbronazo, pero no los gritos, los gritos del dolor y del miedo, el ruido de la muerte apagado por el agua, los otros –los de afuera– flotando. Pero la detonación no llega, pasan los minutos y nada, quizá el torpedo ha seguido de largo, habrá terminado su batería y habrá caído en el fondo del mar, desactivado, muerto. Entonces lo veo a Grunwald que lo codea a Heredia y señala hacia arriba trazando círculos en el aire con el dedo índice alzado: yo también las escucho, hélices de helicópteros, los helicópteros que escoltan al barco al que intentamos dispararle han detectado –desde arriba– la estela que ha trazado nuestro torpedo y nos buscan. De pronto, Grunwald cierra los ojos, se sobresalta, los abre y le dice a Heredia: gordo, tu señora tuvo familia, un varón, fijate la hora, ya vas a ver que nació a esta hora. Heredia consulta su reloj y lo abraza. Se inician maniobras evasivas. Descendemos. Los otros retoman su trabajo de desmontar las cuchetas, pronto va a haber que cargar algún nuevo torpedo. Yo decido volver a sala de máquinas. El barco se inclina, la cortina de detrás de la mesa de proa se corre levemente y alcanzo a ver mis botas, nos estamos sumergiendo más y más, las hélices de los helicópteros se escuchan un tanto apagadas pero sabemos que aún siguen ahí.

 

Splash de torpedo en el agua, dice Elizalde y aunque su tono de voz es suave me incorporo de un salto como si hubiera escuchado un grito. Con las cuchetas desarmadas dormimos tirados en el piso, sobre las frazadas o la ropa que cada uno consigue y amontona en el rincón que encuentra disponible. Máxima profundidad, ordena el comandante y se inician maniobras evasivas. A Fernández le ordenan eyectar un alcaseltzer para que burbujee y desoriente al torpedo, así que corre hacia el baño de suboficiales en donde se encuentra el eyector, pero la puerta está cerrada, hay alguien adentro, golpea con desesperación, algunos lo chistan para que no haga ruido, el torpedo busca el ruido, nos busca como olfateando el sonido, cualquier pequeña cosa que pueda escuchar, Heredia sale del baño en pelotas, tironeando hacia arriba su calzoncillo, con el overol caído hasta los tobillos, Fernández entra e inicia maniobras: abre el compartimento del eyector, introduce el señuelo en el tubo, cierra el compartimento, ahora tiene que abrir la válvula para llenar el tubo con agua pero decide saltearse ese paso para ahorrar unos segundos, va entonces a abrir la válvula de aire que se encuentra sobre el inodoro para que el aire inyectado a presión en el tubo del eyector empuje al falso blanco, pero no puede, hace fuerza, prueba con las dos manos, pero la válvula está pegada y no se mueve un milímetro. Nobrega, que lo está viendo, hace una seña hacia proa y se mete también en el baño para ayudar; desde proa llega Grunwald con una barreta, hace palanca y logra abrir la válvula, el señuelo sale despedido y comienza a burbujear; Heredia termina de subirse el overol, se persigna, se encamina a la zona de torpedos; por el eyector entra una bocanada de agua, que entre los que permanecen en el baño tratan de tapar; chorrean agua los tres mientras escuchan cómo se acerca el torpedo enemigo –la hélice zumbona girando locamente– cada vez con mayor intensidad; Linares se aferra al rosario que lleva en el cuello y mueve los labios en silencio, estará rezando mientras el torpedo se acerca, se acerca y yo me digo que quizá en el barco que lo ha disparado hay alguien imaginando nuestra explosión, el hueco infernal en la coraza del submarino que aumentará la presión hasta hacernos estallar en pedazos, de adentro hacia afuera, a todos y cada uno de nosotros, como si nos inflaran e inflaran hasta hacernos reventar. No habrá tiempo para nada, ni para gritar, ni para huir, ni para oír, ni para ver, la sangre teñirá el agua de un rojo restallante que poco a poco irá diluyéndose hasta volverse sólo agua. Las luces oscilan, estamos con poca batería, el comandante pregunta: ¿Remanente? Veinte por ciento, le responden. Zumba a estribor el torpedo. ¿Remanente? Quince por ciento, y sigue el torpedo, lo escucho, zumba y sigue, zumba y sigue. ¿Remanente? Diez por ciento, el submarino vibra, el comandante ordena detener máquinas para que no se agoten las baterías, se hace un silencio aún mayor, nada se oye, derivamos suavemente y el agua transparente retrocede al rojo y la sangre vuelve a los miembros y los miembros al cuerpo y los cuerpos al submarino y el hueco se sella y la chapa se restablece mientras el torpedo sigue de largo hasta que dejamos de escuchar la maldita pequeña hélice de su motor.

J.M.G. Le Clézio

Azar

(2016)

A los cincuenta y ocho años, Juan Moguer se encontraba más bien en su decadencia. Había vivido hasta entonces sin preocupación, en un torbellino de dinero, de gastos, de mujeres. Siempre atacado por las revistas, alegremente perseguido por aquellos mismos que lo habían adorado públicamente y que habían contribuido a su fortuna.

Para sus cincuenta años, Moguer había hecho una locura. Había realizado su sueño de chiquilín, mandando construir según sus planos, en los astilleros navales de Turku en Finlandia, un velero de ochenta pies principalmente en caoba, estilizado como un ala de albatros, al que había dado el nombre de Azzar, en recuerdo de la pequeña flor del naranjo que adornaba la cara feliz del dado con el cual él se medía con la fortuna, cuando era adolescente en Barcelona, en las Ramblas. Durante la realización del navío había velado hasta por los menores detalles, eligiendo las variedades que revestían el interior, la decoración y cada elemento que debía contribuir a hacer del Azzar a la vez su residencia ideal y su oficina de producción.

Había dedicado un cuidado particular al camarote delantero –lo llamaba pomposamente el camarote del armador– diseñando una cama monumental y triangular que ocupaba el extremo de la proa. Una cama donde los sueños tenían que poder prolongarse más allá del dormir, entre cortinas de satén negro, una suerte de balsa de lujo para deriva amorosa, o simplemente un olvido del mundo en el balanceo sedoso de las olas contra la roda, en alguna parte entre las islas y la tierra firme. Contiguo a la habitación había mandado acondicionar un cuarto de baño en madera gris, desde cuya inmensa bañera turquesa podía adivinar la línea oscura del horizonte. Finalmente, como no quería depender de nadie, se las ingenió en todo lo que podía simplificar la maniobra, conectando los cabrestantes y los cordajes a un tablero eléctrico que podía manejar solo desde la caseta del timón. La vela mayor y la vela de mesana se enrollaban sobre sus botavaras y el trinquete sobre su estay.

Era lo que siempre había querido. Ser libre. Desembarazarse de todos sus bienes inmuebles y terrestres, sus departamentos en Nueva York, en Barcelona, sus muebles, sus autos, sus baratijas acumuladas en el curso de veinticinco años de cine, las condecoraciones y las recompensas, las cartas y recortes de prensa, los regalos, las fotos, los recuerdos. No había conservado más que lo necesario, aquello que necesitaba para continuar trabajando, aquello que pudiera entrar en el espacio del navío. Sin duda era la soledad lo que había guiado su elección. Después de su divorcio de Sarah, después de tanta celebridad, de tanta ligereza, Juan Moguer había comprendido por fin que se encontraba absolutamente solo. No estaba rodeado sino de servidores y de parásitos. Los grandes años, en la época del rodaje de Reino de la media luna, sobre los cayos a lo largo de Belice, eran una ola que se retiraba, dejando lugar al silencio. Era precisamente ese silencio que siempre había esperado. Refugiado en su castillo flotante, en el cockpit de madera oscura donde brillaban los instrumentos de cobre, Moguer pasaba a veces largas jornadas mirando caer la lluvia en la ensenada del puerto, en Palma de Mallorca, donde volvía a pasar el invierno. O bien iba solo a la ciudad, a sentarse en una terraza de café sobre el Paseo, para fingir que leía guiones, siempre las mismas historias estúpidas que le enviaban, estúpidas y aburridas, una papilla sentimental nauseabunda. A bordo del Azzar, dictaba su correspondencia a una secretaria temporal, o bien recibía visitantes interesados que buscaban un apoyo, dinero, un papel mínimo. Llegaba a encerrarse en un mutismo obstinado y vengativo, una suerte de astenia mental que lo invadía poco a poco, como una droga.

Sin que pudiera llamarlo amigo suyo, el único hombre con el que había guardado una relación sostenida era su piloto, un tal Andriamena, originario de Madagascar. Era un hombre al que no se le podía calcular la edad, alto y delgado como un adolescente, con un rostro liso, con algo de asiático pese a su piel muy negra. A bordo del Azzar se mantenía siempre en un silencio perfecto, discreto y tan presto a actuar como a dormir. Hablaba una lengua extraña mezcla de francés, inglés y créole; pero la verdad era que apenas hablaba. Por causa de su silencio Moguer había podido soportarlo tanto tiempo. Además, y sobre todo, Andriamena era un marino extraordinario que navegaba instintivamente, sin leer los mapas ni ocuparse de los instrumentos. Capaz de adivinar el tiempo con un día de anticipación, con sólo oler el aire u observar las nubes; capaz de maniobrar sin falla a ras de los escollos; capaz de las más locas temeridades como de la mayor prudencia. Moguer lo había conocido en Palma de Mallorca el año que precedió a su travesía por el Atlántico. Andriamena había sido desembarcado allí después de una oscura pelea, sin papeles, sin equipaje, con apenas un pantalón blanco y una camisa africana, esperando una admisión. Si el Azzar no hubiese llegado, probablemente habría terminado en una prisión, a la espera de que las autoridades encontrasen un país donde expulsarlo. Se había instalado a bordo del navío con naturalidad, exactamente como lo habría hecho un gato. Y Moguer lo había contratado, sin duda porque le gustaba esa manera de no exigir nada, de no pedir nada y de ocupar su lugar. Andriamena había servido primero como marinero, luego había reemplazado por su cuenta a casi toda la tripulación. Cuando Moguer proyectaba un crucero un poco prolongado, Andriamena reclutaba dos marinos, un cocinero, una sirvienta. Pero durante los meses de invernada, o cuando la escala en Palma se prolongaba, despedía a esa gente y hacía el trabajo él solo. Iba al mercado, cocinaba platos a la vez picantes y repetitivos, grandes marmitas de arroz al azafrán sembradas de camarones deshidratados, y cubos de verdura sazonada con pimentón. Aquello le recordaba a Moguer su infancia, esa suerte de pobreza áspera y obstinada que llegaba hasta el goce. Combinaba muy bien con el lujo grandilocuente de su castillo flotante.

 

En ocasiones él también se iba, partía sin preaviso. Decía tan sólo: “Capitán, mañana parto”. ¿A dónde iba? Se encontraba con una mujer, quizás; es lo que Moguer imaginaba. Moguer había intentado retenerlo al principio, pero era un esfuerzo inútil. No tenía ninguna certeza de que volviese, y también por eso Moguer lo apreciaba. Era imprevisible. Era un verdadero hombre de mar.

Todos esos años, Moguer había vivido al día, sin molestarse por los otros, sin miramientos en lo moral, sin precauciones. No tenía patria, por consiguiente tampoco leyes. Su patria, pensaba, se limitaba al casco del Azzar, un estrecho perímetro que le resultaba tan familiar y tan sensible como su propio cuerpo. Su dormitorio en triángulo, su cama negra, en la proa, el cuarto de baño, la sala común vasta como un vestíbulo de palacio, donde había organizado todos sus encuentros, sus citas de negocios y de placer, sus fiestas, sus reuniones privadas, las “pequeñas coreografías íntimas” que su director Albán montaba para él con muchachas cada vez más jóvenes.

Pero su verdadera patria había sido el mar. Cada vez que tenía suficiente dinero para olvidar el mundo y marcharse, programaba un destino y se lanzaba a la aventura en alta mar. Experimentaba la misma ebriedad que la primera vez, cuando desde el timón del Azzar había sentido el cuerpo del gigante deslizarse entre las olas, rodando, trazando, haciendo crujir los aparejos, con la vibración característica del viento en los obenques, y esa impresión de peso que inflaba la vela mayor y el trinquete. Mientras tanto el Azzar abandonaba en los primeros días de junio de 1966 la costa de Finlandia, dejaba atrás Ahvenanmaa y las islas y se lanzaba hacia Estocolmo. Ahora volvía a considerar ese instante como si fuera ayer, la extensión del mar que resplandecía al sol, las bahías de un azul irreal, bordeadas de playas de arena blanca, y los chillidos de las gavinas en la estela. En un momento habían tenido la compañía de una alegre banda de delfines grises que caracoleaban delante de la roda. ¿Quién estaba con él en aquel primer recorrido? Stephen y Milena Kramer, Albán sin duda. ¿Angélica tal vez? O bien ella se le había unido en Estocolmo, siempre se hallaba descompuesta a bordo de los barcos, incluso cuando el mar estaba liso como un espejo. En cuanto a Sarah, ella se había negado desde el principio. Decía que le habían vaticinado un día que moriría ahogada. Se había instalado en su departamento de Londres, con Sarita. Fue el nacimiento del Azzar lo que la condujo a pedir el divorcio.

La llegada al mar natal fue magnífica, la felicidad de los sentidos y el placer de la revancha. Había navegado hacia Grecia, Sicilia, de isla en isla, rodeado de un halo de leyenda. Y cuando se acercaba a la Costa Azul recibió un telegrama del comandante del portaviones Enterprise invitándolo a Villefranche para la celebración del 4 de julio.

Las noches de invernada en Palma, Juan Moguer hurgaba en las cajas de zapatos donde había conservado fotos, algunas páginas de diarios viejos, de la época de Reino de la media luna, los borradores de guión de Edén. El papel se humedecía, las fotos estaban cubiertas de hongos, de cardenillos. Diez años, veinte años, la memoria se transforma en fibras, en manchas. Todo se había vuelto silencioso. Pero en la cabeza el rumor de la vida continuaba su estrépito, su música, sus cantinelas.

La primera travesía del océano, Juan Moguer no quiso compartirla con nadie. Era la mayor prueba de su vida; para llevarla a cabo quería estar solo con Andriamena. Tras la larga espera en las islas de Cabo Verde, todo el mes de diciembre, mientras se intensificaba el viento, partieron hacia el Oeste, sobre un océano magníficamente calmo, en la dirección del sol poniente. La roda del Azzar rompía las olas sin esfuerzo, apartando las nubes de peces voladores. Sin duda Moguer no había vivido jamás un momento más intenso en su existencia. Sarah no lo podía entender. Todo el resto, los honores, el dinero, las películas, aun el amor, todo se borraba. Eran imágenes, fotos mohosas acomodadas en sus cajas de zapatos, las baratijas, los recuerdos, los trofeos que había tirado antes de irse.

El cuerpo del Azzar avanzaba por el medio del océano. En la cresta de cada ola que venía había colgada una cabellera de espuma que se rasgaba en el viento. El casco no gemía, no mostraba ningún signo de esfuerzo. Apenas una pequeña desaceleración antes de remontar la ola. Y siempre la vibración del mástil y de los estayes tendidos como nervios.

Por la noche, Moguer no podía dormirse. Escuchaba cada ruido, cada chirrido, cada oleada. Luego Andriamena le tocaba el hombro, y él saltaba de su catre en el cockpit para tomar su turno en el timón. No era cuestión de soñar despierto en el gran lecho triangular. Ni en el cuarto de baño con su bella bañadera turquesa. Por otra parte, Andriamena la utilizaba para almacenar las botellas de agua mineral. Moguer no se afeitaba más. Para lavarse, se contentaba con pasar un poco de agua potable por la cara, por el cuello. Todo estaba salado, frío, pegajoso. De noche, el océano era un demonio invisible, maligno. Se encontraban a veintidós grados de latitud Norte, casi sobre la línea de Cáncer. El primer día del año habían bebido una botella de champaña refrescada en el agua de mar.

Moguer no podría olvidar jamás el momento en que el Azzar llegó a la visión de la primera isla. Al vigésimo sexto día de travesía (había consignado todo meticulosamente en el libro de a bordo), al alba, hacia las seis, con un mar hermoso, habían visto algo, más bien lo habían sentido, una presencia, muy cerca, por encima de la línea del horizonte, hacia el Sur, Sudoeste. Las olas ahora llevaban el barco, rodaban bajo la popa. En unos minutos apareció una larga franja de tierra oscura, bordeada de una cascada de olas rompientes. Como en la leyenda, fueron recibidos primero por un vuelo de gaviotas que rozaban sus caras, el ojo malvado clavado en esos intrusos, y derrapaban en el viento chillando. Luego se produjo la entrada triunfal en la bahía de Pointe-à-Pitre.

Era esta ebriedad la que Moguer había cultivado en adelante en soledad. Un sentimiento de un poder infinito, algo que lo emparentaba con un rey o con un héroe. Ser dueño de su propio destino, de su porvenir. Donde otros habrían seguido los caminos habituales, de salones en palacios, acudiendo a sus citas en paquebotes de crucero o en sus avionetas particulares, él había franqueado la prueba de este océano completamente solo con un marino taciturno. Llegaba adonde nadie lo esperaba. Podía cambiar de rumbo, ir hacia Antigua, Puerto Rico, o bien remontar el viento hacia el Sur, hacia Saint Lucia, Barbados o aún más lejos, hasta Trinidad y Tobago. Luego hacia el continente salvaje, violento, sobre un mar manchado con el barro de los ríos, hacia Barranquilla, hacia Cartagena. Era libre. La fuerza de las olas había entrado en él. El viento, la luz del sol, la sal habían comido sus pestañas y quemado su cara del alba al crepúsculo. Todavía tenían para treinta días de víveres y de agua potable, todo era posible, incluido el virar al Sudeste y rehacer la ruta que los corsarios seguían antaño de Brasil a la costa africana.

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