El fin de la educación

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Sari: Educación #3
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Iría mucho más allá de los objetivos y de las posibilidades de este trabajo la descripción del proceso de génesis histórica de la tematización de conocimientos en disciplinas sistematizadas, que transcurre a lo largo del tiempo que va desde las primeras ciudades-imperio babilónicas hasta la Grecia clásica, y culmina en la Alejandría helenística. El ejemplo más paradigmático sería probablemente el de la geometría, desde los pitagóricos hasta los «Elementos» de Euclides en el siglo III a.C., ya en época helenística. Nos basta, en cualquier caso, con la génesis conceptual. Y nos interesaba fundamentalmente ilustrar este proceso de surgimiento de lo teórico desde una realidad previa eminentemente «técnica», práctica. Lo que en Aristóteles es ya la distinción entre Tekhné y Episteme; hoy, con las debidas distancias, entre técnica[8] y ciencia; entre práctica y teoría; entre competencia y conocimiento… Y remarcamos la distinción entre «competencia» y «conocimiento» por su relevancia en el discurso pedagógico actual, y por las omisiones clamorosas en que incurre dicho discurso, que explicitaremos en ulteriores capítulos de este trabajo.

En resumen, digamos pues que, aun habiendo antecedentes indudables en Egipto, Mesopotamia, India o China, el proceso de tematización del saber, y el consiguiente surgimiento de distintos corpus teóricos, cuajarán históricamente en Grecia. Y serán las propias características de estos saberes teóricos las que, para su transmisión, requerirán de algún tipo de instituciones que, más o menos germinalmente, se constituirán como los orígenes de lo que hoy llamamos sistema educativo.

Es a partir de este momento, no antes, cuando surge la noción de sistema educativo, entendido como institución, así como la de escuela, o academia, o liceo. Para ello se requieren dos condiciones. La primera, que se trate de una sociedad suficientemente compleja. Es decir, que funcione de acuerdo con un modelo relativamente avanzado de solidaridad orgánica, al menos en los ámbitos que nos incumben. La segunda, que entre los conocimientos a disposición los haya constituidos como saberes teóricos, o sea, que se encuentren en un nivel superior de abstracción con respecto a la mera destreza competencial propia del «saber cómo», en la medida que el «como» se ejecute que responde al «cómo» hacerlo, viene determinado por una construcción teórica previa que establezca el «qué» y el «porqué» de este «cómo».

A partir de este contexto, el proceso de adquisición de este tipo de conocimientos que, dada su naturaleza, requieren de un proceso previo de aprendizaje, se estructuró históricamente a partir de lo que conocemos como el modelo de la Academia. Con todos los matices que se quiera, este ha sido, desde Grecia hasta nuestros días, el modelo bajo el cual han funcionado los distintos sistemas educativos, pensados y constituidos con la finalidad de llevar a cabo la transmisión de dichos saberes y conocimientos. Un modelo cuya estructura básica consiste en la articulación del binomio docente/discente. Y es esta función de transmisión de conocimientos la que confiere a todo sistema educativo, a la propia noción de sistema educativo, su razón de ser. Una razón de ser de la cual carece si se le despoja de dicha función. Y todo esto surge históricamente en Grecia, hacia los siglos V y IV a.C.

Desde la perspectiva de su génesis conceptual, es en la Grecia clásica donde surge por primera vez algo que embrionariamente se corresponde con la noción de lo que hoy entendemos por escuela y por sistema educativo. Ello sin perjuicio de que el binomio docente/discente sea tan antiguo como la misma especie humana. Pero lo que sí aparece históricamente en Grecia es la tematización de ciertos conocimientos que, por mor de esta tematización, constituirán un corpus teórico cuyo conocimiento se requerirá con carácter previo a su aplicación práctica, y cuya enseñanza se impartirá en instituciones establecidas con este fin. La respuesta griega serán las comunidades hipocráticas, las pitagóricas, la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles, la Stoa, el Museo y la Biblioteca de Alejandría…

Ciertamente, podemos encontrar conocimientos de lo que hoy denominamos geometría en Babilonia, en Egipto o en China[9], ya en épocas muy anteriores a Pitágoras o a Euclides[10], pero no será hasta Grecia que se constituirá un conocimiento con un corpus teórico debidamente sistematizado, que se denominará Geometría. Y será por la condición teórica de estos conocimientos, que se requerirá de un proceso previo de aprendizaje, con las debidas instituciones e instructores que lo lleven a cabo. Porque no se trata de saberes inmediatos o meramente competenciales en el sentido de saber «cómo» hacer algo, sino de un saber «qué» se está haciendo y «por qué», de acuerdo con dicho corpus teórico adquirido previamente, que determina el proceder práctico en lo tocante a los ámbitos propios de su dominio. En otras palabras, «como» se haga es ahora la respuesta a un «cómo» que se pregunta desde un marco teórico específico previamente establecido.

Así, si situamos en Grecia la primera aproximación conceptual a la noción de sistema educativo, es precisamente a partir de la naturaleza de los saberes que se impartirán y de los requisitos inherentes a su aprendizaje y adquisición. Y esto es lo significativo en lo concerniente a nuestro objeto. La justificación, o la necesidad, de un tipo específico de instituciones destinadas a enseñar unos determinados conocimientos se encuentra precisamente en la naturaleza de dichos conocimientos; en la necesidad de un aprendizaje previo que guiará toda ulterior práctica y que faculta para su realización. Unas instituciones cuya finalidad es la transmisión de ciertos conocimientos y destrezas, y cuya función es llevar a cabo dicha transmisión de acuerdo con unos procesos dirigidos y orientados a la consecución de este fin.

Es verdad que equiparar los actuales sistemas educativos de cualquier país con la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles o las comunidades hipocráticas puede parecer algo intempestivo. Pero, aunque dichas instituciones no sean comparables materialmente con lo que hoy entendemos por sistema educativo, sí lo son formalmente en lo que refiere a la función que desempeñaban y al objetivo que perseguían, por más limitado que fuera.

Tampoco es relevante que tales instituciones fueran el resultado del programa político de un gobernante –caso de Tolomeo I con el Museo y la Biblioteca de Alejandría–, del proyecto de un aristócrata filántropo con inquietudes sociales y políticas –caso de Platón con su Academia–, de un acto de mecenazgo más o menos clientelista –El Liceo de Aristóteles–, o de unos cuantos eruditos que se ofrecían a enseñar sus conocimientos a cambio de emolumentos –caso de los sofistas y sus supuestas «falsas» enseñanzas, al menos según la tradición socrático-platónica.

Y no lo es, porque sin perjuicio de que tales motivaciones hayan sido y sigan siendo el origen de muchas instituciones educativas –públicas o privadas–, lo relevante es que llevaban a cabo, por primera vez y de forma sistematizada, las funciones y objetivos que hoy corresponden a los sistemas educativos. Que estas instituciones fueran, socialmente hablando, más o menos restringidas en su alcance, o elitistas en su acceso, eso son, en todo caso, aspectos que sin duda deberían ser de prioritaria atención en un tratado de historia social de la educación, pero que, en lo que aquí nos atañe, no afectan al concepto.

Llegados a este punto, nos interesa muy especialmente remarcar el criterio de demarcación establecido en relación a las funciones y el objetivo de un sistema educativo, con respecto a las distintas dimensiones que conforman el proceso educativo de una persona, de la educación como concepto.

Siendo el objetivo de un sistema educativo la transmisión de unos determinados conocimientos y destrezas, y su función llevarla a cabo para su realización efectiva, queda claro que, como mínimo en su génesis, el criterio de demarcación viene dado por la propia naturaleza de lo que allí se transmite. Serán, según el caso, conocimientos más teóricos, o habilidades y competencias más prácticas; nos basta con esta distinción entre lo que consideraremos escolar o académico, y el resto de ámbitos de que está constituido el proceso educativo de un individuo. Lo que se aprendía allí no se podía aprender en otro sitio.

Así pues, cuando hablamos de «educación», lo haremos referido a un ámbito muy concreto, uno más de los que constituyen la noción de educación en su acepción más genérica. Educación es un todo, y aquí nos referiremos a una de sus partes: aquella cuyas funciones corresponden a lo que tradicionalmente se ha venido llamando instituciones escolares o académicas, al sistema educativo. Y a lo que como tal le corresponde.

[1] La cita de la frase original corresponde Aristóteles: «Ser se dice de muchas maneras» (Metafísica, libro V, 30).

[2] De acuerdo con Durkheim (La división del trabajo social, 1893), solidaridad mecánica sería la forma de colaboración y de organización propia de las comunidades humanas más simples, sin apenas especialización y división del trabajo, solo en función de la edad y del sexo. Se caracteriza por la total competencia de cada individuo, tanto en lo referente a los trabajos y actividades que se llevan a cabo, como en el conjunto de conocimientos y creencias a disposición de la tribu. La solidaridad orgánica, en cambio, se caracteriza por la especialización y la consiguiente división del trabajo e interdependencia. En este caso, ningún individuo posee «todos» los conocimientos del grupo.

 

[3] Se podría alegar que el ser humano no es la única especie capaz de transmitir culturalmente. Hay estudios que lo han detectado también en algunos primates, como los chimpancés, los orangutanes o los bonobos. Se trataría, en cualquier caso, de niveles muy incipientes en comparación al ser humano, como mínimo en relación al tema que nos ocupa.

[4] Los restos más antiguos hallados de Homo Sapiens son los del Omo I, en Kibish, Etiopía, datados en unos 195000 años.

[5] Cabe resaltar, en este sentido, algo que con frecuencia suele pasarse por alto con respecto a la esclavitud, sin menoscabo de su carácter moralmente aberrante. No se trata simplemente de que la esclavitud, como elemento de un determinado modo de producción histórico, surja como consecuencia del sojuzgamiento de unos grupos humanos por parte de otros que les privan de libertad y ponen su fuerza de trabajo a disposición para su propio provecho. Esto es sin duda descriptivamente así, pero para que se produzca la extensión de la esclavitud y su generalización, se requiere de un requisito lógicamente anterior, sin el cual no sería viable. La condición de posibilidad del esclavo es que un individuo sea capaz de producir con su fuerza de trabajo más de lo que precisa para subsistir; es decir, que produzca excedente. Y este es precisamente el escenario que propiciará el descubrimiento de la agricultura y la utilización de mano de obra esclava.

[6] El «funcionalismo» de Malinowski es, en este sentido, una buena herramienta para describir estas homologías funcionales en su vertiente social, pero no, obviamente, desde una perspectiva epistemológica, que es de lo que aquí se trata.

[7] Solo una breve aclaración en relación con esta última afirmación. Sin duda alguna, los postulados teóricos hipocráticos están a años luz de la biología y medicina actuales. En este sentido, podría decirse que su praxis estaría más próxima a la hechicería que a la medicina. Pero no es su validez frente a la medicina actual lo que aquí nos interesa, sino la propia idea de constituir la medicina como corpus teórico que guiará la práctica médica, con conceptos como los «humores» o la influencia del entorno ambiental en la salud humana, con independencia de que «acierte» o no.

[8] Utilizamos el término «técnica» en lugar de «tecnología», por dos razones. La primera, porque en la distinción clásica la «técnica» es la simple destreza en la realización de algo, sin amparo teórico. En segundo, porque «tecnología» refiere originariamente a los procesos y dispositivos técnicos resultado de la aplicación de principios científicos teóricos, o derivados de ellos. En rigor, pues, tecnología presupone un conocimiento científico previo, aunque pueda no estar a disposición del «tecnólogo», mientras que en «técnica» no tiene por qué ser así. Que actualmente la palabra «tecnología» se aplique a un ámbito que supone más sofisticación que el de «técnica» es en cierto modo, además de una derivación de los respectivos usos de ambos términos, dependiente de esta distinción. Hoy en día, en la práctica, todo saber competencial viene determinado por conocimientos de contenido teórico, de modo que, en el fondo, ambos términos serían sinónimos.

[9] Las primeras ternas «pitagóricas», por ejemplo las compuesta por los números naturales 3, 4 y 5, o 5, 12 y 13, parece ser que ya se conocían en China cinco siglos antes de Pitágoras (579/465 a.C.). Pero la teorización según la cual la suma de los cuadrados de dos números sea igual al cuadrado de un tercero, se cumple universalmente en la relación entre los catetos de un triángulo rectángulo y su hipotenusa, no será hasta los griegos que se «tematizará» –y demostrará, claro– mediante el conocido como teorema de Pitágoras.

[10] Prosiguiendo y complementando la nota anterior, no es hasta los «Elementos» que podemos hablar de la Geometría como una disciplina sistematizada que funciona según sus propios axiomas, postulados y teoremas. Y esto es propiamente griego, culturalmente hablando; en realidad, los de Euclides no parece que fueran los primeros elementos de geometría que se escribieron, sino que hubo otros anteriores, como los hubo también coetáneos, siendo, eso sí, los de Euclides los más exitosos. Desde este mismo momento, la geometría no se puede aprender como un proceso vital sobre la marcha, como se podía aprender a recoger semillas y a sembrarlas, sino que requería de una sistematización en su aprendizaje, que necesariamente tenía que darse en un entorno igualmente establecido ad hoc; en este caso, el Museo de Alejandría.

2. El modelo educativo ilustrado y la Revolución industrial

En lo que aquí nos concierne, el modelo de la Academia, estructurado en torno al binomio docente/discente, será el que adoptarán todas las instituciones y sistemas educativos a lo largo de los tiempos que sucederán a la Grecia clásica y al Helenismo; como sería el caso de la Iglesia y las universidades, por ejemplo, durante toda la Edad Media. Pero en tanto que instituciones, nuestros sistemas educativos modernos son herederos directos de la Ilustración del siglo XVIII y de la Revolución industrial del XIX. En la Ilustración empezarán a pensarse, de acuerdo con el espíritu de la época; durante la Revolución industrial se irán desarrollando, también de conformidad con las exigencias que las profundas transformaciones que se estaban produciendo requerían de las nuevas sociedades que estaban surgiendo.

Nuestros sistemas educativos aparecen pues como resultado de la combinación, o de la adaptación, de los principios e ideales educativos ilustrados a la realidad que irá surgiendo en el siglo siguiente. Su desarrollo dependerá, ciertamente, de las características de cada país, de su nivel de desarrollo y de su propia tradición. En unos casos predominará más el modelo de mecenazgo filantrópico, a la manera de la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles; en otros se concretará más como un proyecto del nuevo estado moderno, que se estaba formando a su vez en aquellos mismos tiempos, digamos que más a la manera del Museo de Alejandría, impulsado y sostenido directamente por el rey o el estado.

Básicamente, en Occidente se configurarán dos modelos de sistema educativo, uno de inspiración más «liberal», con Gran Bretaña como modelo, y otro de corte más «napoleónico», estatalista, que será el modelo «continental» francés. En función de sus respectivas áreas de influencia y hegemonía, el resto de países irán adoptando uno u otro, o distintas combinaciones de ambos. En cualquier caso, es a partir del proyecto ilustrado que se desarrollarán progresivamente en su extensión.

Sí debemos hacer, en cualquier caso, una puntualización previa sobre un personaje algo controvertido, Jean Jacques Rousseau. Se trata de un pensador del siglo XVIII que suele aparecer en los manuales incluso como uno de los más genuinos representantes de la Ilustración y, en cierto modo, lo es. Aunque, como mínimo educativamente hablando, es un completo antiilustrado. Ello con el agravante de que su obra más popular, Emilio o De la Educación[1], plantea un modelo educativo que anticipa la posterior reacción romántica y que ha servido de fuente de inspiración a muchos movimientos pedagógicos modernos, influenciados más o menos directamente por su pensamiento, y notoriamente empeñados en la demolición del actual sistema educativo de herencia «ilustrada».

Digamos pues que, siendo verdad que nuestros sistemas educativos actuales son herederos directos de la Ilustración y de la Revolución industrial, también lo son de la reacción romántica que surgirá contra ambas y que, debidamente actualizada, sigue perviviendo desde entonces en el debate educativo, tanto en lo que refiere al cuestionamiento de las funciones propias del sistema educativo, como a su finalidad. Y que Rousseau sería, al menos educativamente hablando, un conspicuo representante de esta reacción antiilustrada.

Más allá del «problema» con Rousseau, sigue siendo difícil sintetizar un movimiento tan complejo y extenso como lo fue la Ilustración. No es un movimiento homogéneo y hay significativas diferencias entre sus más genuinos representantes. A su vez, estas diferencias lo son tanto en función de sus respectivos lugares de origen y sus respectivas tradiciones, como de sus propios sistemas de pensamiento en cada caso. Ello no obstante, también es evidente que hubo algo que se llamó Ilustración, y que hay un substrato compartido por la mayoría de los autores que se inscriben en este movimiento: el espíritu ilustrado; y que en la medida que autores como Fontenelle, Condorcet o Diderot, por ejemplo, convergen en muchos aspectos cuando tratan el tema educativo, es perfectamente legítimo hablar de un proyecto educativo ilustrado.

Seguiremos aquí la caracterización de la «Ilustración» propuesta por Isaiah Berlin[2] para abordar luego sus implicaciones educativas. No solo porque consideremos que se trata de una síntesis muy afortunada sino también porque la llevó a cabo con la intención de oponerla a la reacción romántica. Y el debate entre Ilustración y Romanticismo es fundamental para entender la posterior controversia educativa de los dos siglos y medio siguientes, hasta nuestros días. En realidad, el debate educativo actual sigue siendo en gran medida el de la pugna entre el modelo ilustrado y el romántico.

Para Berlin, la Ilustración es un movimiento plenamente incardinado en la tradición occidental, cuya aportación más relevante y decisiva consiste en el sesgo que imprimirá a dicha tradición, que por lo demás comparte plenamente. Este sesgo, genéricamente entendido, sería lo que se ha conocido como «el espíritu ilustrado». Para determinar en qué medida y cómo este espíritu se manifiesta y expresa, Berlin recurre a tres proposiciones que, de alguna manera, se constituirían en sendos principios fundantes sobre los que se habría construido la tradición occidental, que serían los siguientes:

1. Toda pregunta tiene respuesta y, si no la tiene, entonces es que se trata de una pregunta mal formulada.

2. Todas las respuestas son cognoscibles, y su conocimiento es adquirible y transmisible.

3. Todas las respuestas han de ser compatibles entre sí. Es decir, una respuesta verdadera a una pregunta no puede ser incompatible, o entrar en contradicción, con la respuesta verdadera a otra. Es una exigencia racional lógica.

Se trata, ciertamente, de tres proposiciones que constituyen la clave de bóveda de la tradición occidental, como mínimo desde el Helenismo en adelante. Las diferencias entre las distintas manifestaciones de esta tradición provendrán, en todo caso, de cómo cada escuela, corriente, tendencia o creencia las entienda e interprete.

Con respecto al primer principio cabe asumir que, como suele ocurrir tantas veces, uno no dé con las respuestas a muchas de las preguntas (genuinas, bien formuladas) que se hace; ni uno mismo ni toda la humanidad en conjunto. Será entonces porque, o bien no hemos alcanzado todavía el nivel de conocimientos necesario para dar con la respuesta y entenderla, o acaso porque solo esté al alcance de Dios o de alguna otra inteligencia superior. Pero haberla, hayla.

Lo que no se admite bajo ningún concepto es la irreductibilidad de lo real, la asunción de que haya cosas «inexplicables» o, mejor, «incognoscibles» en sí. Podía acaso ser todavía así en Platón, pero ya no en el Helenismo y en el cristianismo[3]. Las discrepancias se producirán, en todo caso, en la posible explicación del porqué no alcanzamos la respuesta.

Desde una perspectiva religiosa –entendiendo este término en el sentido helenístico–, será porque no hemos sido creados con la inteligencia necesaria para acceder al conocimiento último del universo. Pero Dios sí tiene las respuestas y la racionalidad del universo queda salvaguardada por la garantía de su existencia. Desde un planteamiento más racionalista, en cambio, las preguntas seguirán sin tener respuesta, pero entonces será porque todavía no disponemos de conocimientos suficientes para entender ciertos fenómenos. No se trata tanto de que «todavía» no hayamos alcanzado la comprensión de algo, como de que la explicación existe en algún lugar y ha de ser alcanzable, más tarde o más temprano, al menos como marco de referencia.

 

El creyente en Dios, por ejemplo, puede recurrir a la leyenda del santo que mientras deambulaba por la playa pensando en el misterio de la Santísima Trinidad vio a un niño que estaba recogiendo agua de la orilla y la vertía en un pozo que había cavado en la arena. El santo le preguntó qué estaba haciendo y el niño le respondió que quería poner en el pozo toda el agua del mar. Al objetarle benévolamente que esto era imposible, el niño se transfiguró en ángel y le replicó que más imposible era todavía que él pudiera resolver el enigma en que estaba pensando. Fue una revelación. El santo entendió entonces que hay cosas que no estamos capacitados para comprender. No es que no tengan explicación, sino que nosotros no tenemos capacidad para alcanzarla dada nuestra finitud constituyente.

A su vez, la actitud racionalista quedaría ejemplarizada en el debate sostenido por dos gigantes intelectuales, Leibniz y Newton –este a través de Samuel Clarke[4]–, a propósito de sus respectivas concepciones del espacio, relacional en el primero, absoluto en el segundo. Leibniz detectaba deficiencias en la noción newtoniana de espacio absoluto. Ante las réplicas de Newton, Leibniz admitía que no podía resolverlas con su propia noción de espacio relacional… porque no había todavía a disposición una matemática suficientemente desarrollada. Pero que la habría tarde o temprano si seguíamos perseverando en el desarrollo de las matemáticas.

En definitiva, o Dios o las Matemáticas, pero la explicación está siempre en algún lugar. En ambos casos, dentro de la clásica contraposición entre mito y logos, estamos en el logos, que no es sino la exigencia de un orden racional. Puede que sigamos en el caos, pero no porque el mundo sea caótico sino por nuestras limitaciones, en un caso, o por nuestra ignorancia «provisional», en el otro. Lo contrario sería admitir la irracionalidad del universo, el pensamiento mágico. Y en tradición occidental, ya sea desde la razón o desde el monoteísmo, esto no se admite, porque el orden se presupone.

El segundo principio incide de lleno en el ámbito educativo. A la cognoscibilidad de toda respuesta le es inherente la transmisibilidad de su conocimiento. Es decir, el conocimiento, en tanto que lógico y racional, es transmisible porque todo ser humano está dotado de una mente lógica y racional. No se trata ya de facultades mágicas o de propiedades intransferibles. Habrá sin duda diferencias individuales de tipo intelectual, con mayores o menores aptitudes para ciertas cuestiones, y con bagajes y adiestramientos distintos, pero, en rigor, todo conocimiento es transmisible.

Ahora bien, la transmisión de esta cognoscibilidad no es inmediata, sino que requiere de mediación; solo se alcanza a través de la adquisición del dominio de ciertas técnicas, cuyo previo aprendizaje es condición necesaria para acceder a ella, y también para su transmisión, para su enseñanza. Sería el caso de la conocida anécdota de George Steiner y el teorema de Fermat. Hombre básicamente de letras, pero interesado por la ciencia, cuando en 1995 se anunció la demostración del teorema de Fermat, Steiner acudió a sus colegas de matemáticas en Cambridge para que le explicaran dicha demostración. La respuesta fue: «No podemos. Tendrías que dedicarte antes a estudiar funciones elípticas durante quince años». Cognoscible, sí, pero no a primera vista…

El tercer principio, finalmente, apela a la necesidad lógica inherente a las dos anteriores: el universo tiene una estructura racional. Quizás no llegaremos nunca a comprenderlo en su totalidad y la misma pretensión de conseguirlo sea en sí una utopía. Pero es una utopía necesaria porque actúa como mediadora, como referente. Y porque solo desde este horizonte mental podemos medir nuestras propias carencias y seguir avanzando. Otra cosa es que el referente deje de funcionar como tal y se convierta en un absoluto cuyo cumplimiento efectivo se convierte en una exigencia inaplazable; con ello estaríamos en la realización de la utopía, por lo general en su versión distópica; lo que ha ocurrido en más de una ocasión. En cualquier caso, sí es cierto que, como mínimo desde el Helenismo, estas tres proposiciones constituyen el espinazo de la tradición occidental.

Lo que aportará de novedoso la Ilustración a esta tradición, en tanto que heredera y sucesora del espíritu de la Revolución científica del siglo anterior, será una drástica concreción de los medios válidos para obtener respuestas satisfactorias, verdaderas, estableciendo el lugar desde el cual han de hacerse las preguntas, y el procedimiento para alcanzar las respuestas. Este lugar es la razón y el procedimiento la remisión a sus exigencias lógicas. Quedan entonces fuera las revelaciones religiosas o las verdades asumidas por la tradición y los dogmas.

De este sesgo que la Ilustración aporta a la tradición occidental, «restringiendo» –por decirlo así– los criterios de validez a partir de los cuales podemos establecer la verdad o la falsedad de las respuestas que obtengamos a nuestras preguntas, se infieren las dos nociones más genuinamente ilustradas, que serán su aportación explícita a la tradición. La primera será la noción de «progreso»; la segunda será la de «ciudadanía». Ambas permean los dos ámbitos de lo humano, el conocimiento o discurso teórico, y la decisión o discurso práctico, la moral.

Para poder hablar de «progreso», en el sentido que se entiende dicha noción en la tradición occidental desde hace apenas tres siglos, es decir, desde la Ilustración, se requiere de una concepción de la realidad que, en principio, no era tan evidente en sí misma. Se ha de haber interiorizado la idea según la cual cualquier generación que puebla la Tierra en un tiempo determinado, está en una posición de ventaja frente a las generaciones que la han precedido. Esto solo será posible a partir de la metabolización intelectual del discurso científico que se consolidará en el siglo XVII y de sus implicaciones.

Porque no es tan evidente que en todo tiempo se haya entendido por parte de sus contemporáneos que el presente esté en situación de ventaja con respecto al pasado. Sin duda era una idea ajena a la mentalidad medieval, pero también porque no había razones que indujeran a concebirla. Se trata de una representación de la realidad, y de una filosofía de la historia, que solo deviene posible, como condición necesaria, con la concepción del mundo que comporta el discurso científico, y con la aplicación sucesiva de los avances técnicos que comportará un progresivo aumento en la capacidad de dominio sobre el medio. Y supone el paso de una visión estática del mundo, a una visión dinámica, con la historia avanzando en el sentido lineal que marcan los sucesivos avances de la humanidad en su conocimiento y dominio, tanto del medio como de sí misma.

No es que con anterioridad no se fuera consciente de que la humanidad había avanzado desde sus orígenes hasta el momento presente, pero se entendía de otra manera. Ya fueran ateos, agnósticos, teístas o deístas, el tiempo del mundo se seguía entendiendo desde el marco de referencia cronológico de la Biblia, es decir, unos cinco mil años. El fijismo no solo era biológico, sino también geológico, cosmológico…

La edad del universo, la de la Tierra y la de la especie humana era la misma. Y todo había sido así desde la creación. Para unos era una revelación divina que para otros no servía, pero para todos seguía siendo el único marco de referencia conceptual posible. Por otro lado, los avances de la humanidad se habían ido produciendo, comparativamente hablando, muy lentamente, como mínimo en el sentido de que fueran perceptibles en el marco temporal de dos o tres generaciones. Y los últimos mil años, los de la Edad Media, se habían caracterizado por una visión estática del mundo, que se correspondía con la correspondiente cosmología de un orden eterno.

Si hoy en día proyectamos nuestra mirada sobre los mil años que van del siglo V al XV, percibimos claramente que, aunque más lentamente, era un mundo cambiante y en movimiento, pero también que los coetáneos del momento no lo entendían así. Pensemos por otro lado que, por ejemplo, el tiempo que se invertía en el siglo XV para viajar de Roma a París era prácticamente el mismo que en los tiempos del Imperio romano. Se seguía dependiendo del transporte de sangre. Y si en lugar de los siglos V y XV, tomamos como referentes el II y el XII, la comparación se hubiera visto incluso como desfavorable para el «presente». Porque en el siglo II estaban en funcionamiento las calzadas romanas que unían el Imperio de un extremo a otro, mientras que en el XII o habían desaparecido o su deterioro las hacía impracticables en la mayoría de casos, quedando solo como un vestigio de otros tiempos. Lo mismo por lo que refiere al transporte naval, o a las dimensiones y estructura de las ciudades. Podríamos poner muchos otros ejemplos. En definitiva, la idea de progreso, tal como hoy la entendemos, era, por lo general, ajena al mundo medieval.