El fin de la educación

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Sari: Educación #3
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[2] Lewis Carrol pseudónimo de Charles Lutwidge Dogson (1832-1898), matemático y lógico, aficionado a la fotografía y escritor. Fue profesor de matemáticas en Oxford. Su fama universal procede de sus dos obras más conocidas: Alicia en el país de las Maravillas (1865) y Alicia a través del espejo (1872). La frase que citamos pertenece a la segunda.

[3] Jorge Luis Borges, «Funes el memorioso», en Ficciones, Barcelona, EMECÉ, 1989.

[4] En realidad, con la posverdad entraríamos en la fase siguiente a la de la frase de Lewis Carroll. No solo ya las palabras significan lo que su dueño quiera que signifiquen, sino que la misma palabra es el referente de construcción de la realidad imponiéndose a esta. Esto, que no es sino un instrumento ideológico utilizado con fines propagandísticos, está completamente extendido en el mundo educativo actual desde la irrupción de las nuevas pedagogías, y también en política, instancia de la cual provendría la invocación última al argumentum auctoritas. Si alguien niega esta realidad decretada por los dueños de las palabras o será un ignorante o alguien con intencionalidades siempre moral o políticamente cuestionables.

La contrastación con la realidad de los hechos es algo progresivamente arrinconado, por incómodo. De lo contrario, las nuevas pedagogías que han acabado imponiéndose en la mayoría de sistemas educativos de los países occidentales, no hubieran conseguido pasar de una fase meramente incipiente. Pero entonces es cuando hemos de pensar que si con todos los hechos materiales empíricamente contrastables en contra, los gobiernos siguen impulsando y dando pábulo a estos modelos, será porque ha de haber alguna razón, por más inconfesable que sea, que explique esta actitud. Y la «culpa» no sería entonces tanto del lobby de los pedagogos, como de quien los convirtió en «pedagocrátas», invistiéndolos con el poder necesario para llevar a cabo una gestión cuyos resultados, por otro lado, son perfectamente conocidos de antemano. Que dichos resultados sean deseables o indeseables, es solo una cuestión de valoración según los referentes de cada cual. Desde posiciones antitéticas, los conceptos de éxito y fracaso, o de deseabilidad e indeseabilidad, son intercambiables. El lobby pedagógico estaría entonces, en una posición incluso mucho más bochornosa que Sancho Panza puesto a fingido gobernador de la ínsula Barataria; para diversión de unos duques ociosos que se aburren en su propia molicie, en el caso del bueno de Sancho… ¿Como coartada en el de los pedagócratas?

[5] https://dle.rae.es/educación?m=form.

[6] Donde «educar» es, siguiendo también a la RAE: 1) dirigir, encaminar, doctrinar. 2) Desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc. 3) Desarrollar las fuerzas físicas por medio del ejercicio, haciéndolas más aptas para su fin. 4) Perfeccionar o afinar los sentidos. 5) Enseñar los buenos usos de urbanidad y cortesía.

[7] Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799), físico y matemático alemán. La cita corresponde a su única obra Aforismos, Barcelona, Edhasa, 2006.

[8] Clifford Geertz (1926/2006), antropólogo estadounidense precursor de la antropología simbólica y de la descripción densa de cultura.

[9] Clifford Geertz, La interpretación de las culturas [1973], Barcelona, Gedisa, 2008.

SEGUNDA PARTE

Límites y dominio: la deconstrucción del sistema educativo

4. El nuevo Procusto

Una antigua leyenda griega nos cuenta la historia de un tal Procusto, que regentaba una fonda en las afueras de Eleusis, en el camino de Atenas, y los hechos que allí sucedieron alrededor de una cama que su dueño utilizaba como vara de medir, con efectos letales para el que no encajara en sus estándares.

Además de posadero, Procusto era también un psicópata, y pasó a la historia, o a la leyenda, como uno de los asesinos en serie más famosos de la antigüedad. También por la peculiar forma como llevaba a cabo sus crímenes, y por la razón que supuestamente los inspiraba. Sentía una obsesión patológica por la uniformización. No soportaba que sus huéspedes no encajaran, por demasiado grandes o por demasiado pequeños, con las medidas de la cama que usaba como patrón; pensaba que todos tenían que ajustarse por igual a ella.

Cada vez que un nuevo huésped llegaba a la fonda para pasar la noche, Procusto lo recibía y colmaba de atenciones para, acto seguido, disculparse por la única cama que le quedaba libre, un camastro de hierro que, le confesaba, no sabía si se adaptaría del todo bien a la estatura y envergadura del viajero. Llevaba entonces al huésped ante el lecho y le rogaba que se tendiese en él para poder comprobar si era de su medida. En caso contrario, proseguía, él mismo se ofrecía a negociar con algún otro cliente el posible intercambio de camas.

Cuando el incauto huésped se estiraba sobre el camastro, Procusto activaba un mecanismo que lo ataba rápidamente a la cama por las cuatro esquinas y lo dejaba inmovilizado. Entonces comenzaba sus comprobaciones con extraordinario método y rigor. Si era demasiado alto y sus extremidades o su cabeza sobresalían de la superficie, procedía a serrarlas hasta que lo que quedaba del cuerpo encajara con la cama. Si era demasiado bajo, lo amartillaba y estiraba hasta descoyuntarlo, alargándolo hasta que sus nuevas medidas coincidieran con el lecho.

La cosa siempre acababa con la muerte del infortunado viajero, porque nadie coincidía jamás con el tamaño de la cama. Según parece, el camastro era ajustable, y Procusto siempre lo disponía previamente de manera que, si el huésped era alto, se le quedara corto, y si era bajo, largo. Otras versiones de la leyenda hablan de dos camas, una larga y otra corta. Según la estatura de la víctima, se le adjudicaba siempre la que no encajaba con él. No había salida. Los desdichados huéspedes de tan inusual fonda siempre acababan perfectamente ajustados al tamaño pensado para el teórico usuario de la cama.

Como nadie volvió nunca para contarlo, empezaron a circular historias de misteriosas desapariciones en posadas, pero sin que se pudiera saber qué había de cierto en los rumores, ni en qué lugar se encontraba la siniestra fonda donde aquel que entraba, acababa muerto por descoyuntamiento, por desmembración o por decapitación. Siempre elegía a sus víctimas entre forasteros procedentes de lugares lejanos, nunca a conocidos de quienes alguien pudiera dar razón. Y no faltaban tampoco los que consideraban que no eran más que fantasías calenturientas, producto de la imaginación popular y sin fundamento alguno.

Al final, el cazador fue cazado en su propia trampa y acabó probando la misma medicina que con tanto celo aplicaba a sus víctimas. El héroe que acabó con Procusto fue el mítico Teseo, el mismo que mató al Minotauro en el laberinto de Creta. Advertido previamente por un dios amigo de quién era y cómo las gastaba tan singular ventero, se presentó una noche en la posada, haciéndose pasar por un vulgar viajero camino de Atenas, en busca de un lugar donde pernoctar.

Según su costumbre, Procusto le mostró la cama al nuevo huésped y le rogó que se estirara en ella. Teseo inició entonces una conversación con el posadero, halagando su sabio proceder y celo profesional, admirándose de que, a su entender, el propio posadero encajara tan perfectamente con las medidas de la cama. Y le sugirió que se recostara sobre ella, para así poder tener el placer de observar visualmente la maravillosa identidad de proporciones entre la cama canónica y su dueño. Procusto le respondió que no era así, que él era demasiado alto y ancho para aquella cama. Teseo insistió, y sacó entonces a colación un tesoro enterrado en las inmediaciones, cuyo emplazamiento solo conocía él, retándole a una apuesta: el tesoro contra su fonda. Ofuscado por la codicia, el posadero psicópata mordió el anzuelo y cometió el primer error de su carrera delictiva, que fue también el último: aceptó la apuesta.

Se tendió en el lecho y, visiblemente satisfecho, le hizo observar a Teseo como, efectivamente, era más alto y ancho que la cama, conminándolo a revelarle el emplazamiento del tesoro. Teseo activó entonces el mecanismo y Procusto quedó maniatado e indefenso en su propio invento. Admitió Teseo que se había equivocado pero que iba a ponerle remedio al asunto. Le serró primero las partes de los brazos y las piernas que sobresalían, y luego la cabeza. Lo que quedó de Procusto encajaba perfectamente en la cama. Y, además, lo había conseguido con unos métodos a los que no podía poner objeción, ni aunque hubiera estado en condiciones de hacerlo, porque eran los suyos. Teseo ganó la apuesta y aquí concluyeron las andanzas de Procusto.

Con el tiempo, el nombre del posadero asesino se convirtió en el símbolo de cualquier forma de uniformización arbitraria. Y su mención ha permanecido, tanto en el uso popular como en varios campos especializados[1], por su manía de encajarlo todo a la perfección. En lógica y en ciencia lleva su nombre la falacia consistente en alterar los datos para hacerlos coincidir con la hipótesis previamente establecida. En matemáticas existe el análisis de Procusto y en informática la cadena procusteana. Igualmente, el término «procústeo» se ha definido por oposición a lo ergonómico; es decir, a la idea de que es el usuario el que ha de adaptarse a los objetos o a las cosas, siendo lo ergonómico su antónimo: las cosas adaptadas al usuario. También, en psicología existe el llamado síndrome de Procusto…

 

A Procusto se le conoció también por otros nombres: Damastes –avasallador, controlador–, Polipemón –(el que inflige) muchos daños– o Procoptas. Pero el que arraigó fue Procusto, que significaba en la lengua de su época «el estirador». El porqué de este alias resulta obvio, pero es incompleto. Porque «estiraba» a los pequeños para que alcanzaran las medidas estándar, al igual que «encogía» a los grandes amputándolos con la misma finalidad. Pero este segundo aspecto no quedó recogido en el nombre con que se hizo famoso. Quizás porque había más bajos que altos, o por cualquier otra razón, el caso es que en el imaginario popular se quedó en Procusto, estirador.

No consta que se supiera nunca nada más de Procusto, ni de su fonda, ni de su cama… pero vamos a suponer que sí, que la historia tuvo su continuidad en una segunda parte, que a continuación narraremos.

El descubrimiento de los crímenes de la fonda conmocionó a toda Grecia y el establecimiento se convirtió en leyenda y objeto de curiosidad un tanto morbosa. Algo así como lo que tres milenios después ocurrirá con la vieja casona de Norman Bates[2], a los pies de la cual se encontraba el motelucho donde este colega profesional de Procusto se convirtió en su émulo también en lo criminal; aunque por diferentes razones y valiéndose de otros medios.

Teseo había ganado la apuesta y la fonda le pertenecía. Pero para un semidiós probable hijo de Poseidón, la idea de regentar una fonda no era precisamente un destino al que se sintiera especialmente llamado. Además, tenía que llevar todavía a cabo unas cuantas proezas, como casarse con Fedra y concebir a Hipólito. De no haberlo hecho, hoy estaríamos privados de uno de los más bellos mitos fundacionales de la civilización occidental, lo cual hubiera sido una lástima.

Así que Teseo, llamado a mayores causas, donó la fonda a la polis de Eleusis y desapareció de la escena. Los gobernantes, a su vez, se la traspasaron a un nuevo posadero, cuyo nombre se ignora, y al cual nos referiremos como «nuestro amigo». Era un hombre sencillo y afable, probablemente de buen natural, aunque algo timorato y de no muchas luces. Como es lógico, estaba preocupado por la buena marcha de su negocio y entendía que un establecimiento famoso por las atrocidades que en él se habían cometido, no era precisamente la mejor tarjeta de presentación. Decidió que para borrar los malos recuerdos del pasado lo mejor era erradicar cualquier cosa que pudiera contribuir a evocarlos.

Lo más importante era evitar que los futuros clientes asociaran la cama en que iban a dormir con los crueles estiramientos que se habían practicado en ella. En su buena fe, consideró que el mejor modo de conseguirlo era transformar la cama de tal manera que la simple idea del estiramiento resultara imposible. Y ocurriéndosele solo una forma de hacerlo puso manos a la obra.

Contrató un herrero y le hizo reducir el camastro a un tamaño mínimo, en el que la persona de más baja estatura y de menor envergadura cupiera a la perfección. Nadie, ni la imaginación más calenturienta, podría asociar una cama tan pequeña con la posibilidad de un estiramiento. Con el hierro obtenido del empequeñecimiento de la cama, hizo forjar nuevas camas del mismo tamaño, con lo cual la fonda ganó en capacidad de acogida de huéspedes. El herrero que realizó el trabajo sugirió que quizás fuera mejor idea hacer unas camas más grandes, en las que cupieran también los más altos y corpulentos. Así, facilitando que cada cual ocupara el espacio de cama que necesitaba de acuerdo con las dimensiones de su cuerpo, todos podrían yacer igual de cómodamente, grandes o pequeños.

Pero nuestro amigo estaba obsesionado con evitar todo aquello que pudiera evocar los estiramientos de Procusto. Y para un pequeño en una cama grande, el estiramiento seguía siendo, como mínimo, imaginable. Él mismo, más bien de corta estatura, sufría frecuentes pesadillas en las que se veía tendido en una cama inmensa, sujetado por ataduras y descoyuntándose mientras los tensores le estiraban por los cuatro costados de su cuerpo. Se despertaba con sudores fríos, aterrorizado. Y se juraba a sí mismo que esto tenía que evitarse a toda costa, incluso en los detalles más ínfimos que pudieran hacerlo siquiera remotamente pensable.

Al herrero, hombre corpulento que no hubiera cabido en la cama ni por asomo, el encargo le pareció un desatino, pero como ducho en la profesión que era, cumplió correctamente con su cometido. Al fin y al cabo, pensó, no era él quien debería dormir en aquellas camas, y que cada cual se las componga como pueda. Además, el cliente siempre tiene razón. Cobró sus honorarios y se olvidó del tema.

Los problemas comenzaron tan pronto como empezaron a llegar clientes al reformado establecimiento. No había quejas por parte de los más bajitos, pero eran muy pocos. Los medio bajitos, que eran bastantes más, sí pasaban por ciertas dificultades. Tenían que dormir con los pies colgando del extremo de la cama, y con los brazos inmóviles pegados al torso, con cuidado de no caerse… Aun sí, pensaban, será solo una noche; total, que pase rápido y a olvidarse.

Peor lo tenían los «medio» altos. Les sobresalían piernas y brazos; y al menor movimiento se precipitaban al suelo. Intentaban enroscarse como orugas, siempre con la cabeza o el culo sobresaliendo, por arriba o por el lateral… Por la mañana se levantaban entumecidos, con los músculos rígidos, los huesos doloridos y terribles cefaleas. Nunca más, aquí no vuelvo… Y les esperaba una dura jornada de camino que mal iban a poder afrontar.

Para los altos, y no digamos ya para los muy altos, así como para los entrados en carnes de cualquier estatura, el tormento era infernal. Intentaban tenderse con los pies y las manos apoyadas sobre el suelo, sentados con las piernas cruzadas como los faquires; la mayoría acababan acostados en el suelo…

Pero las quejas no hacían mella en nuestro amigo, que las afrontaba con la entereza propia de la altura moral de sus convicciones. Se trataba de evitar que los bajitos pudieran sentirse traumatizados por los estiramientos infligidos a sus semejantes en el pasado. No es verdad que si la cama fuera más grande todos durmieren cómodamente. No solo porque los pequeños podrían evocar la posibilidad de los estiramientos, sino también porque se sentirían excluidos y humillados al caer en la cuenta de que aquellas camas no estaban pensadas para ellos, sino para los grandes. Y esto generaría frustración y baja autoestima. Quizás sí que los altos dormirían cómodos, pero solo físicamente. Porque nadie que sea buena persona puede dormir plácidamente con la conciencia tranquila, sabiendo que su comodidad tiene como precio el dolor de otro. Y si no lo sabía, allí estaba él para recordárselo. No solo era un homenaje a las víctimas (bajitas) de Procusto, era también una cuestión de equidad, de justicia, de discriminación positiva. Y de resarcimiento por el agravio del cual los bajitos habían sido objeto en el pasado.

A medida que las críticas arreciaban, nuestro amigo replicaba con redoblada contumacia en defensa de sus tesis. Cuando llegaba a la posada alguien de mediana estatura para arriba, lo aleccionaba previamente con sus admoniciones morales y de equidad, explicándole las razones por que la cama que se iba a encontrar era como era –nunca decía «pequeña», porque el término en sí ya era ofensivo por aplicarse también al prójimo que encajara con sus medidas–. Al final, los sermones acabaron convirtiéndose en filípicas culpabilizadoras del alto por el hecho de serlo. Y pocos se atrevían a objetar nada; para no parecer seres abyectos, y porque la alternativa era dormir a la intemperie.

El pretendido olvido de Procusto lo había hecho más presente y recordado que nunca. Y la mala fama de la fonda persistía sin que los desvelos de su dueño consiguieran contrarrestarla, aunque ahora era por otras razones. Cierto que ya no se torturaba ni asesinaba a nadie. Pero se dormía mal, muy mal. En realidad, no se dormía ni se descansaba. Para muchos, pasar una noche allí era un auténtico tormento. Y la función de una hospedería era, al fin y al cabo, ofrecer a los viajeros abrigo y reposo tras una dura jornada de camino, para que lo reemprendieran al día siguiente. Una función que cumplía solo para una minoría y que incumplía en distinta medida para la mayoría restante.

Mientras tanto, nuestro buen posadero seguía sin entender que al olvido de Procusto que había querido imponer, le precedía otro que él mismo ignoraba haber olvidado: que Procusto no era solo un «estirador», sino también un «encogedor»; y que tampoco con él los altos habían corrido mucha mejor suerte que los bajos. Uno siempre era demasiado bajo o demasiado alto para los estándares del viejo psicópata, que cambiaba además a su antojo. Y que, en definitiva, el problema, la raíz del mal, no era la cama, si no las veleidades criminales de Procusto, y el lecho, un pretexto. Pero esto iba más allá de las capacidades de comprensión de nuestro amigo.

Y ocurrió lo que ocurrió. Cada vez menos viajeros dormían en la fonda. Los que se lo podían organizar, planeaban la jornada evitando que la noche les sorprendiera por allí, parando en la posada siguiente, que estaba a un cuarto de jornada de camino. Los que no podían evitar la fonda, se limitaban a cenar. Y alargaban la noche lo más que podían, bebiendo para poder luego conciliar el sueño más fácilmente. Y cuando ya tenían bastante se la arreglaban con un jergón de paja en los establos. En verano incluso improvisaban los jergones a la intemperie.

Inflexible en lo de las camas, nuestro amigo intentó remediar la fuga de clientes mejorando el servicio de taberna. Impuso también una tarifa única, que comprendía cena y alojamiento; de modo que quien no deseaba cama, la pagaba igualmente, aunque no la utilizara. Servicio global inclusivo, se le llamó. También añadió un suplemento por el uso humano de los establos… Todo en vano.

El servicio de camas acabó siendo marginal. Pero como la gente alargaba al máximo el momento de irse a dormir, en la taberna de la fonda empezaron a ser habituales las francachelas, cada vez hasta más altas horas de la madrugada. Incluso los bajitos que se apuntaban a la fiesta empezaron a prescindir de las camas hechas a su medida; las más de las veces acababan tumbados a la bartola con el resto de compañeros de farra; cada cual ocupando felizmente y sin problemas el espacio de suelo que requería según sus dimensiones corporales.

Poco tardó la fonda en hacerse famosa por su vida nocturna. Y se convirtió en lugar de peregrinación de tunos, beodos, juerguistas y zascandiles de toda la Hélade. Haber pasado una noche allí se convirtió en signo de prestigio entre los círculos de la farándula ateniense. Pronto empezaron a acudir compañías de teatro ambulantes, músicos, aedos, sacerdotisas de Afrodita… que amenizaban las veladas y de paso se ganaban unos dracmas. Se abrió un pabellón termal adyacente para alivio de las resacas matutinas y algunas de las habitaciones se reconvirtieron en salas de juegos y apuestas… La sorprendente ampliación del negocio le resultó muy provechosa a nuestro amigo. Decimos sorprendente porque todo funcionaba alrededor de algo que no funcionaba: el servicio de hospedería, que era su supuesta actividad central.

Las camas seguían muertas de risa y el servicio de alojamiento se quedó en meramente testimonial. Solo ya como una simple tapadera… porque nuestro buen amigo se mantuvo inflexible en lo referente a la medida de las camas. Además, pensó acertadamente que si ahora ponía camas más grandes la gente se acostaría más temprano y el resto de actividades languidecerían, junto con los pingües beneficios que aportaban.

Pero la cosa duró poco. Los viajeros de verdad seguían necesitando una fonda de verdad, no solo de nombre, que ofreciera camas para poder descansar de la jornada de camino.

Eleusis era el paso obligado en la ruta que conectaba el norte de Grecia y el Ática, al este, con el istmo de Corinto y el Peloponeso, al sudoeste. Por allí pasaban comerciantes con sus mercancías en cualquier dirección; atletas que iban o venían de Olimpia; peregrinos que se dirigían o regresaban de Delfos; ancianos que buscaban en los balnearios de Epidauro alivio para sus achaques… Hasta se hablaba de tres provectos caballeros –un ateniense, un espartano y un cretense–, sobre cuyas conversaciones se escribió siglos después un famoso libro que trataba sobre las leyes de la polis…

 

Pero una cosa es que fuera de paso obligado y otra muy distinta que lo fuera hacer parada. Todos aquellos que, por la asiduidad con que frecuentaban la ruta ya se conocían el paño, empezaron a buscar itinerarios alternativos. Y de ser un sitio típico donde se hacía parada y fonda, pasó a ser lugar de pasada de largo. Los hubo que planificaron las etapas de su viaje para que no les cayera la noche en aquella fonda, sino en la siguiente, que ofrecía camas normales. Otros optaron por el trayecto marítimo: si era en sentido norte-sur, cruzaban por el brazo entre Locria y Acaya; si era este-oeste, entre el Pireo y Argos.

Ya no se mataba ni torturaba a nadie, pero las camas de aquella fonda seguían siendo un auténtico tormento para una gran parte de viajeros; no porque evocaran a Procusto, sino por su pequeñez. Tampoco las francachelas les interesaban: necesitaban descansar por la noche, después de una dura jornada de camino, para reponer fuerzas y reemprender su viaje nada más despuntar el alba. En resumen, la mayor parte de los viajeros de siempre o empezaron a pasar de largo evitando pernoctar en la fonda o ya ni pasaban porque seguían otras rutas.

Al poco tiempo, la mutable y antojadiza farándula de Atenas se cansó de la fonda y optó por otros lugares más exóticos y refinados para proseguir con sus farras. Y solo quedaron como clientes algún viajero desinformado que caía por allí sin saber dónde se metía, algunos pequeñitos que no tenían problema con las minúsculas camas, y los autóctonos que iban a emborracharse y podían volver andando a sus casas y dormir en sus propias camas. Pero eso no fue todo. La pérdida de clientela al faltar los viajeros empobreció el mercado local, que se enriquecía con ellos, y los pocos comerciantes y mercaderes foráneos que todavía acudían a vender sus productos dejaron de hacerlo. Al empobrecimiento se le añadió la carestía de bienes básicos y de todo tipo.

No se sabe con certeza cómo concluyó la historia. Como es sabido, los misterios de Eleusis se perdieron y nunca más se supo. Aunque dieron pie a múltiples especulaciones. Al parecer, algunos prohombres de Eleusis, preocupados por el mal cariz que estaban tomando las cosas, decidieron construir una nueva fonda al otro lado de la ciudad, poniendo, eso sí, a nuestro posadero de gerente, como buen conocedor del oficio que era. Había camas de todos los tamaños, a elección del huésped, pero con tarifas reguladas según sus medidas. Pero en la vieja posada de Procusto se mantuvo el mismo modelo, aduciendo que era una cuestión de principios en un servicio público. Además, la nueva posada era un negocio privado y él un gerente obligado a presentar resultados, no sus principios morales. La antigua fonda siguió con su andadura, ya definitivamente convertida en un tugurio de mala muerte.

Hay también otra versión, según la cual nuestro amigo vendió la fonda y se trasladó a Epidauro. Allí, con el dinero acumulado en los buenos tiempos, construyó un resort por todo lo alto, para ciudadanos ricos en busca de solaz y diversión. En cuanto a la posada de Procusto, una de las cláusulas del contrato de traspaso obligaba a mantener las mismas camas a perpetuidad. En dicha cláusula habrían influido tanto las manías de nuestro amigo, como las presiones de los magnates propietarios de la nueva fonda, para asegurarse que nunca fuera una posible competencia. No se sabe quién adquirió la fonda, siendo este otro de los insondables misterios perdidos de Eleusis.

Cierto que ambos relatos resultan en parte contradictorios y en parte conjugables. Estas cosas suelen ocurrir con todo relato mitológico. No olvidemos que, también según algunas versiones, Paris y Helena se fueron a Egipto, y allí vivieron felices y comieron perdices, mientras tanto aqueos y troyanos se mataban entre ellos por dos fantasmas enviados para despistar. O que a Ulises, nada más llegar a Ítaca, lo mató su hijo Telémaco de un flechazo al confundirlo con un pordiosero…

Tampoco aquí sabemos exactamente el final. Porque los finales son lo de menos, y lo importante es la lección que podemos obtener del relato. Aquí lo que nos interesa es cómo «nuestro amigo», queriendo dejar a Procusto atrás, incurrió en un «procustismo» acaso no tan explícitamente cruel, pero sí mucho más estúpido.

Queremos creer, concediéndole el beneficio de la duda, que en su caso fue por el olvido de su propia ignorancia, al pensar solo en uno de los muchos colectivos agraviados, cuando en realidad todos habían sido víctimas, sin entender que con sus reparaciones condenaba a muchos a seguirlo siendo. Y a no haber sabido entender que el mal no estaba en las camas, sino en Procusto, primero, y en él mismo, después, por su estulticia. Aunque la segunda versión insinúa que acaso no fuera tan cenutrio, sino un pillastre que acabó enriquecido aprovechándose del mito de Procusto…

Sea como fuere, lo cierto es que Procusto se hizo famoso y su nombre pasó a la historia, en lógica, en matemáticas, en informática, incluso en marketing… casi siempre, eso sí, peyorativamente, o como contraconcepto. Aun así, no hay razones para pensar que le hubiera importado demasiado saber que iba a trascenderse a sí mismo como un psicópata. A «nuestro amigo», en cambio, de haber existido realmente, sin duda alguna le hubiera sorprendido desagradablemente saber que, a pesar de la aversión que creía sentir por anterior propietario de la fonda, no dejaba de ser una proyección de él, un nuevo Procusto. Y un caso de manual de lo que en psicología social se conoce como el «síndrome de Procusto»[3].

Se trata de un conjunto de síntomas que configuran un cuadro morboso que se resuelve en el rechazo a cualesquiera semejantes con características que superen a las propias. Suele presentarse bajo la forma de recelo u odio ante aquellos que destacan, en cualquier ámbito, por encima de la medida propia, adoptando con frecuencia actitudes y acciones de discriminación y acoso de los que sobresalen. Porque se los ve como un peligro, por el temor de ser superados o desplazados por ellos. La única diferencia entre el Procusto de la leyenda y el personaje que aquí hemos inventado consiste en que el primero se ceñía a unas medidas arbitrarias que cambiaba a su antojo, mientras que en el segundo las medidas de referencia son siempre las propias.

Se puede ver también como una forma de mediación negativa. A diferencia de las formas de mediación que plantea René Girard en su Mentira romántica y verdad novelesca[4], que se producen en concurrencia por un mismo objeto con el sujeto que la ejerce, aquí estaríamos ante una contramediación, al menos en tanto que negación de la propia posibilidad de un mediador y supresión del hecho causante de la mediación. La concurrencia no se produce por el objeto en disputa, ni se anhela ser como el concurrente mediador, por lo general sin solución de continuidad, sino que esta se dirime en el rechazo, la repugnancia; por igual hacia el mediador que hacia el objeto de sus logros. Esto puede darse tanto individual como socialmente, es decir, psicológicamente o sociológicamente.

En la obra antecitada, René Girard nos expone, entre otros, dos ejemplos que ilustran a la perfección la diferencia entre las formas de mediación más o menos usuales, con respecto a la de «nuestro amigo», que de tanto obsesionarse con la idea de hacer olvidar a Procusto, acabó víctima del síndrome que hoy lleva su nombre. Los dos ejemplos son, el primero, Don Quijote con respecto a Amadís de Gaula, obviamente en la obra de Miguel de Cervantes; el segundo, la relación entre un marido y el antiguo amante de su mujer, ya fallecida, en la novela de Fiódor Dostoyevski El eterno marido.

Para Don Quijote, el ideal de caballero andante es Amadís de Gaula –protagonista de una celebérrima novela del género de caballería de la época, de autoría discutida–, el modelo a seguir, su referente y su ejemplo. Pero lo que desea Don Quijote no es ser Amadís, sino ser su par, ser como él. Es decir, ni quiere quitarle a su amada, ni su espada, ni su castillo. Pero quiere ser como él en lo tocante al seguimiento del ideal y el código de honor del caballero andante. Por esto es el ejemplo a seguir y a imitar. En realidad, lo que persigue Don Quijote es emular las gestas de Amadís y sus ideales. Si Amadís mató gigantes, él tomará por tales a los molinos de viento contra los que arremeterá, inevitablemente en un tiempo ya sin gigantes.

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