Eslabones del mundo andino

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El ámbito del consumo

Capítulo 1. Las políticas del abasto durante el período colonial y el sistema de aprovisionamiento de las zonas auríferas del primer ciclo de auge de la minería neogranadina

Según el Diccionario de autoridades, el abasto consistía en “la provisión conveniente y necesaria para el mantenimiento común de algún pueblo”. Durante el período colonial, se consideraba como uno de los aspectos más relevantes para el buen gobierno de las ciudades, villas y de la “república” en general garantizar el suministro regular de los elementos de consumo alimenticio de primera necesidad, como lo eran los granos y la carne. En diferentes textos de aquel período continuamente se resaltaba que las autoridades municipales, como delegados del Rey, debían ser proveedores y protectores de los vasallos. Con miras a ello, debían velar por el buen funcionamiento del suministro alimenticio de las ciudades a su cargo, pues era uno de sus primeros deberes como “padres de la república”. Asimismo, esta era la mejor estrategia para ganar el respeto y la estima popular, y el modo más idóneo de mantener la obediencia de los vecinos y evitar los temidos tumultos, sediciones y motines de subsistencia.

Jerónimo de Bovadilla, autor del escrito titulado Política para corregidores y señores de vasallos en tiempos de paz y de que guerra, dedicó una buena parte de su obra no solamente al abasto de los granos, sino también al de la carne. A lo largo de las páginas enfocadas en el suministro de las carnicerías y los rastros municipales explicó todo lo concerniente a la manera en que se debía licitar la provisión pecuaria de las urbes, la función del obligado del abasto, el deber del cabildo de vigilar el beneficio, distribución y precio de la carne y la obligación de las autoridades municipales de no verse inmiscuidas en fraudes y negocios turbios alrededor del suministro de los rastros locales. Todas estas prácticas (tal como se deja ver tras bambalinas en dicho escrito) estaban legitimadas tanto por imaginarios religiosos judeocristianos (entre ellos la condena a la usura) como por el derecho romano.39 Y es que en aquella sociedad estamental de antiguo régimen existían una serie de preceptos tradicionales que no solamente regulaban las relaciones entre los diferentes miembros de la comunidad, sino que también establecían obligaciones mutuas entre los diversos estamentos que la componían, para que así funcionara de una manera armónica. Estas concepciones no solamente estaban legitimadas por principios religiosos, sino también por una serie de leyes paternalistas que las autoridades gubernamentales estaban obligadas a acatar para evitar el acaparamiento, supervisar los mercados, proteger al consumidor y, por ende, mantener el orden social. El atropello a estas prácticas sociales consuetudinarias y la violación de los acuerdos tácitos que componían “la economía moral de la multitud” podían convertirse en el detonante de violentos alzamientos populares.40

En fin, tal como lo han resaltado diferentes autores, el gobierno local, en representación del Rey, debía ser garante del bien común y como tal debía asegurar los suministros a la población. La organización de los abastos garantizaba el adecuado aprovisionamiento de la ciudad y permitía un control de los precios, y era, a su vez, uno de los presupuestos de la llamada paz social. En términos más generales, la operación apropiada del abasto cárnico expresaba el derecho de los ciudadanos a un orden cívico armónico. De tal forma, los motines por falta de alimentos o carestía estaban controlados con la acción paternalista de la Corona, pero al mismo tiempo la garantía de precios bajos en la urbe permitía asegurar la demanda de productos, cuestión que en definitiva favorecía el ingreso de gabelas a las arcas municipales y reales. El abasto controlado fue una parte no cuestionada y una característica integral de la vida municipal durante el período colonial, que se fundamentó en la premisa de que timarían a los consumidores en el mercado a menos que las ventas estuvieran estrechamente reguladas por las autoridades.41

La ganadería desempeñó entonces un papel protagónico en el abasto de los rastros municipales y en el aprovisionamiento alimentario de las zonas mineras. Pero la importancia de este sector productivo transcendía los fines meramente alimentarios, puesto que no hay que olvidar que proveía al comercio animales de carga y de transporte, surtía a los pequeños trapiches de una importante fuerza motriz que resultaba necesaria para la molienda de la caña dulce (materia prima a partir del cual se producían aguardiente y mieles) y proveía a las poblaciones de objetos para su entretenimiento y diversión: los bovinos y equinos que se requerían para los festejos y regocijos populares. El ganado proporcionaba también materias primas de vital importancia en la cultura material y vida cotidiana de aquel entonces, como la carne para la preparación de tasajos y cecinas, el sebo y la gordana para la elaboración de velas y jabón, los cueros para la fabricación de todo tipo de artículos como zapatos de cordobán, rejos y fustes de vaquería, sillas de montar, sacos para el acarreo de material en las minas y utensilios domésticos como petacas, zurrones, cujas y lechos para dormir. Además, con los cuernos de los vacunos se fabricaban diversos artefactos de uso casero, las pezuñas se aprovechaban para la preparación de ungüentos, la vejiga del cerdo era empleada para envasar en ella manteca, la empella de su parte umbilical era utilizada en ciertas zonas como pomada medicinal y sus tripas se usaban para elaborar todo tipo de embutidos.

Pero tal actividad no solo fue importante como proveedora de fuerza motriz para el trabajo o los desplazamientos y como suministradora de alimentos y de materias primas. No debe olvidarse que dichos representantes de la cultura material europea resultaron muy útiles en el proceso de conquista, colonización y racionalización del espacio indiano pues la ganadería fue un elemento básico que facilitó el arraigo del europeo en el Nuevo Mundo y el desarrollo de su existencia bajo los parámetros hispánicos básicos; en palabras de algunos cronistas del siglo XVI, con la implantación de la ganadería se posibilitaba “la perpetuación de la tierra” y el establecimiento de “cristianos cimientos”. Es decir, los ganados se concebían como un instrumento que servía para domar y aplacar el rigor de las tierras conquistadas. En efecto, con el proceso de introducción, aclimatación y adaptación de ganados mayores y menores se introdujo una tradición que llevaba en la península ibérica varios siglos de desarrollo (con unos rasgos muy particulares respecto al resto de Europa), se alteró la fisonomía de las tierras americanas y se dio inicio a una revolución ecológica sin precedentes.

Tal como señala Maureen Ogle, para los hombres y las mujeres que se asentaron en América, la idea de un mundo sin el ganado era tan peculiar y peligrosa como la noción de un mundo sin Dios. Pero el ganado también representaba riqueza y proporcionaba la manera más fácil de convertir la tierra en un medio para obtener ganancias. La ganadería era un capital tangible que mediante una buena gestión se multiplicaba más rápidamente que la plata y el oro.42 Así que entre las ventajas económicas de la ganadería vale la pena resaltar su capacidad de movilizarse por sí mismo hacia los mercados y la peculiaridad de poder renovar espontáneamente su capital (las reses). Por esta última razón, la actividad pecuaria de la época no requería de una reinversión constante de caudales que le permitiera seguirse reproduciendo. Asimismo, el crecimiento de la producción, por su carácter principalmente extensivo, no exigía para ser aumentada más que de nuevas tierras y mano de obra, ambos factores asequibles sin mayores costos monetarios.43 Y no sobra recordar que el ganado, aunque fuera cimarrón, era una señal visible de posesión sobre vastas heredades generalmente muy mal delimitadas y un medio para ocupar ilegalmente tierras baldías, realengas, comunales o pertenecientes a las comunidades indígenas.

Ahora bien, el consumo de la carne y de otras materias primas derivadas del ganado estaba muy generalizado entre todos los estamentos de la sociedad colonial (aunque supeditado a una división cualitativa o a características diferenciadoras de acuerdo con la posición social) y por ello en la legislación indiana se reiteraba constantemente que las autoridades locales debían custodiar la provisión cárnica otorgando posturas a tiempo y de forma habitual a quienes pudieran suplir las carnicerías municipales con animales de buena calidad y vender la arroba o el arrelde de carne (y demás subproductos como cueros, sebo y menudos) al menor precio posible.44 A su vez, en el caso de que el remate del abastecimiento cárnico no pudiera otorgarse a una persona en particular, el ayuntamiento debía repartir las semanas de carnal del año entre los principales vecinos criadores de su jurisdicción para que así la localidad no padeciera las temidas crisis de mantenimientos. Una buena parte de las funciones de los cabildos y concejos municipales consistía también en regular los precios de tales víveres, examinar los pesos y medidas, evaluar la buena calidad de estos suministros, extirpar todo tipo de fraudes en su expendio, supervisar el aseo en las carnicerías, rastros y mataderos y facilitar el acceso a ejidos y tierras comunales de los animales destinados al abasto. Para aquel entonces, y como ya se enunció unos párrafos atrás, se consideraba que todas estas actividades eran determinantes para garantizar el bien común, evitar la propagación de enfermedades entre la población e impedir alteraciones del orden público.

 

Al mismo tiempo, la buena administración del abasto cárnico municipal acarreaba beneficios económicos a la localidad y tenía un peso relevante en la recaudación fiscal, pues una buena proporción de los propios o ingresos monetarios del cabildo se derivaban del arrendamiento de dehesas y tierras concejiles a los encargados del aprovisionamiento cárnico y de los derechos que se cobraban por el degüello y el sacrificio de ganado mayor y menor en el rastro municipal. Generalmente, la mayor parte de estos ingresos se destinaban a obras urbanas de infraestructura física, como la construcción de puentes o el acondicionamiento de caminos. De la misma manera, dado que la provisión cárnica de las capitales eran uno de los focos que estimulaban el comercio ganadero, durante el período colonial la Real Hacienda obtenía algunas entradas pecuniarias con este tipo de transacciones al imponerles gravámenes como la sisa y la alcabala.

Por esto puede decirse que el abastecimiento de carne por medio de animales en pie fue un problema sustancialmente urbano y de las cabeceras de los núcleos mineros. En general, ambos espacios, según lo establecido por la legislación, eran provistos de aquel producto tan importante para la vida humana bajo el sistema ya aludido, esto es, a través del remate que el cabildo ofrecía al mejor postor o por semanas que se repartían entre los criadores de la jurisdicción. Como dice José Matesanz, el sistema del abasto de carne era un servicio municipal que se dejaba al mejor licitador, no un monopolio privado legalizado por el cabildo. En el fondo el ayuntamiento cedía su preocupación de buscar ganado en diferentes áreas geográficas a un particular y, a la vez, asumía su responsabilidad de controlar los precios del producto en la ciudad mediante el contrato y las obligaciones previamente aceptados de mutuo acuerdo con el asentista. Entre las tareas que a este sujeto le correspondían estaban hacerse cargo de todas las cuentas de los costos y de los salarios del personal que trabajaba en los mataderos, inspeccionar a los cortadores de la carne, revisar la calidad del ganado que iba a ser pesado y vendido, examinar las básculas y, en general, comprar todo el ganado necesario para el suministro cárnico en consideración del bienestar público.

Aparte de estas condiciones principales, el obligado debía comprometerse a respetar las ordenanzas que el ayuntamiento expidiera sobre detalles del manejo de la carnicería. La ciudad casi siempre delegaba la administración y venta de carne en la persona del obligado, pero eso no significó que se olvidara de vigilar su desempeño y de controlar el funcionamiento del abasto mediante órganos administrativos como la fiel ejecutoría, las juntas de propios y el procurador general del cabildo. A la par, el obligado debía dar fianzas a satisfacción del cabildo para asegurar que cumpliría las condiciones de la concesión. Estas fianzas incluían un depósito en oro y la hipoteca de todos los bienes del obligado. En varias ocasiones el cabildo exigía también un fiador.45

El consumo cárnico en las zonas mineras del Bajo Cauca antioqueño, 1580-1630

Sin embargo, en la vida cotidiana este esquema tan organizado y un tanto rígido no siempre funcionaba, especialmente en los distritos auríferos neogranadinos dada la lejanía y aislamiento de la mayor parte de ellos con respecto a los centros de poder. En efecto, puesto que la mayor parte de los aluviones y placeres auríferos se hallaban en lugares apartados de las cabeceras municipales, el abasto de estas zonas tendía a ser irregular, informal y satisfecho por mercaderes minoristas itinerantes que de manera independiente y sin intervención de los entes municipales llegaban hasta estas áreas remotas para obtener oro a cambio de sus vituallas. Junto con la distribución de ganado en pie o carne fresca hacia estos contornos, los vendedores ambulantes llevaban carne salada (tasajos y cecinas), que aguantaba las largas travesías y se conservaba muy bien en esos cálidos temperamentos. En general, ambos productos eran elaborados en diversas zonas de crianza pecuaria y eran demandados masivamente en los epicentros mineros.46

Generalmente estos núcleos carecían de zonas aledañas que garantizaran su mantenimiento cárnico debido tanto a sus condiciones geomorfológicas poco idóneas para el desarrollo de la actividad ganadera como a la concentración de la mayor parte de su población esclava africana en las tareas mineras. Durante sus períodos de efímero esplendor estos ejes coordinadores atraían las granjerías necesarias para la subsistencia humana desde conjuntos geográficos que estaban más allá de los límites provinciales. El incremento de la capacidad de gasto, las diferenciales pautas de consumo y la especulación con los precios imperantes durante sus lapsos de bonanza en los distritos mineros espoleaban la circulación interior. El dinamismo de estos nuevos centros auríferos estimulaba el tráfico de diversas mercancías domésticas y extranjeras, la consolidación de eslabones económicos internos, la movilidad de personas y capitales y la emergencia de ciertas industrias de transformación.

Desde una u otra actividad económica especializada varias regiones de los Andes septentrionales fueron alcanzadas y se integraron a los deslumbrantes (aunque espasmódicos) efectos de arrastre que emanaban desde tales centros articuladores. Lo que se decía sobre aquellos lugares bañados en oro estimulaba la imaginación y la codicia de pobres y ricos, de débiles y poderosos. Individuos de todas las raigambres anhelaban el enriquecimiento personal que súbitamente ofrecían esos territorios misteriosos de los que tanto se rumoreaba en los puertos fluviales. Las riquezas emergentes llegaron a ejercer sobre muchos sujetos de la costa, la tierra caliente, los valles interiores y el altiplano un encanto irresistible, casi hechiceril. Como sucedió más tarde en los focos mineros del interior del Brasil, la fiebre del oro produjo alucinaciones en muchas mentes ansiosas de una fortuna.47

Las conquistas de Gaspar de Rodas en el Bajo Cauca antioqueño (en las cuencas de los ríos tributarios Porce y Nechí) abrieron una nueva frontera minera a partir de 1580 con el hallazgo de los yacimientos excepcionalmente ricos de Cáceres y Zaragoza. Posteriormente, las riquezas de los aluviones del río Nechí atrajeron a los habitantes de Remedios (la mayor parte proveniente del oriente neogranadino) quienes hacia 1590 mudaron la ciudad hacia esa zona y tropezaron con filones muy productivos. La década de 1590 fue testigo de un auge sin precedentes en la producción de oro en el Nuevo Reino de Granada y, a la par, fue el momento de mayor concentración de esclavos en los distritos aludidos. Parafraseando a Germán Colmenares, al finalizar el siglo XVI la importancia de la producción de Zaragoza, Cáceres y Remedios había relegado a un segundo lugar la de los distritos más antiguos de Buriticá, Cartago, Anserma, Pamplona, la región del río del Oro y los placeres de tierra caliente del distrito de Santafé (Vélez, Tocaima, Ibagué y Mariquita) cuya decadencia era notoria para aquel entonces debido a la escasez de mano de obra indígena y a las anticuadas técnicas de extracción del mineral. Así que a partir de 1580, la producción de oro se recuperó y sobrepasó los niveles de 1565-1570.48

En palabras de Vásquez de Espinosa, un par de décadas después de su fundación (en 1581) había en el distrito minero de Zaragoza una población compuesta por trescientos mineros españoles y por tres mil o cuatro mil negros cautivos que llevaban a cabo las actividades extractivas en los ricos depósitos y veneros aluviales de los ríos Porce, Nechí y sus fuentes de agua tributarias.49 Cada año se sacaban de allí entre trescientos y quinientos mil pesos de buen oro. Y aunque poco más de la tercera parte de este mineral producido se contrabandeaba, entre 1580 y 1620 había ingresado en la caja real de esta sola ciudad casi medio millón de pesos por concepto de fundición y ensaye, escobilla, alcabala y “otras rentas y aprovechamientos reales”. Fue tal la fama que adquirió en ese entonces como epicentro aurífero y “población muy opulenta”50 que sus minas de oro corrido no solo llegaron a ser consideradas “las más ricas y mejores que se han hallado de oro en las Indias” sino que hasta allí se desplazaron muchos sujetos con sus respectivas cuadrillas provenientes de otras áreas neogranadinas y de territorios foráneos circunvecinos como Veraguas (en Panamá). Además, en su fase de mayor esplendor, comerciantes con grandes canoas cargadas de mercancías se apresuraron a llegar desde Cartagena y Mompox para aprovecharse de los elevados precios que allí adquirían las vituallas y granjerías.51

Por su parte, la ciudad de Cáceres (que se encontraba a treinta leguas al occidente de Zaragoza) fue fundada en 1576 por el gobernador Rodas en una colina distante una legua de la orilla derecha del Cauca y a tres leguas río arriba del puerto fluvial del Espíritu Santo.52 Sin embargo, al juzgar por una petición hecha por Luis de Sotomayor (procurador general de Cáceres) para 1590 dicha ciudad se había trasladado seis leguas hacia el norte para facilitar la entrada (a través del río Cauca y sus afluentes) de mayor cantidad de mercaderías como carne, tasajos y sal desde Mompox, Tamalameque y Tenerife.53 El consumo de estos productos resultaba indispensable para el sustento de los españoles y de las cuadrillas de esclavos que habitaban dicho distrito minero en donde el oro se lavaba en banas y estrechos playones inundables a lo largo del río Cauca y en varios de sus tributarios como el Nurí, el Puquí, el Purí y el Rayo. En una relación de 1583 esta población fue caracterizada como “una tierra falta de comida”, de “poca fruta” y donde no había cría de ganados. Pero a pesar de ello, para ese entonces había ciento cincuenta negros trabajando en sus placeres auríferos54 y un cuarto de siglo después la población esclava que laboraba en aquellas minas de aluvión se había duplicado.55 Para 1595, dicha ciudad le había entregado a la Corona casi diez mil pesos en impuestos, la mayor parte de los cuales (el 60%) se originaba en gravámenes sobre la actividad minera.56 Y si ha de creerse lo expresado por fray Pedro Simón, entre 1580 y 1618 ingresaron a la caja real de Cáceres más de ciento veinte mil pesos por concepto de gravámenes sobre el oro fundido, ensayado y marcado.57

Entre tanto la ciudad de Remedios había sido fundada en 1559 por Francisco Martínez de Ospina en el valle de Corpus Christi (gobernación de Mariquita) pero fue reubicada varias veces hasta que en 1592 se le asentó a poca distancia de la población vecina de Zaragoza, en un territorio “de temperamento cálido y enfermo, de terreno áspero, montuoso y lleno de pantanos, pero muy abundante de lavaderos de oro”.58 El descubrimiento de los depósitos de veta y aluvión de esta zona desencadenó una de las mayores fiebres del oro que ocurrieron en el Nuevo Reino de Granada, pues españoles con cuadrillas de esclavos se lanzaron a la nueva Remedios desde Cartagena, Antioquia y Mariquita.59 Durante sus primeros años, las minas de esta zona producían anualmente más de ciento cincuenta mil pesos en oro60 y, según refiere una “relación sumaria” que yace en el Archivo de Indias, un año después de su reasentamiento se creó en dicha ciudad una caja real, a cuyas arcas ingresaron (entre septiembre de aquel año y abril de 1608) poco más de 281.870 pesos por concepto de diezmos de oro en polvo, fundición y ensaye.61 Para 1595, habitaban en esta ciudad y su jurisdicción alrededor de mil quinientos esclavos, el 80% de los cuales se dedicaba al laboreo de las minas y el 20% restante (junto con algunos indios encomendados) al beneficio de algunas rozas y sementeras.

 

Gráfica 1. Producción de oro en Remedios, Cáceres, Zaragoza y Guamocó, 1576-1635


Fuente: Sluiter, The gold and silver of Spanish América c. 1572-1648, Berkeley, Bancroft Library - Universidad de California, 1998, pp. 109-110, 119-124.

Estas áreas, especialmente durante sus efímeros períodos de esplendor, no solo producían el oro que estimulaba todo tipo de comercio y transacciones, sino que también se convertían en focos de atracción de miles de personas que en su calidad de mano de obra (esclava o concertada), mineros, señores de cuadrilla o simples comerciantes itinerantes se asentaban allí de manera transitoria o permanente para extraer, adquirir o beneficiarse de aquel preciado metal. Como es lógico, los miles de personas allí aglutinadas requerían ser provistas de los géneros indispensables para su sustento cotidiano y de aquellos bastimentos “necesarios para la conservación y labor de dichas minas” como lo eran los negros esclavos, las herramientas de trabajo y los animales de labor. De los objetos de consumo alimenticio los más importantes, imprescindibles y más demandados eran la carne, el maíz y el plátano.

Estos tres elementos conformaban el sustento alimenticio de la fuerza de trabajo que laboraba en las minas (de filón o de aluvión) pues proporcionaban los carbohidratos, las proteínas y los minerales que requerían las cuadrillas para sobrevivir y para llevar a cabo las duras faenas cotidianas. Del ganado vacuno en pie se requerían especialmente novillos y toretes capados o vacas machorras, cuya edad oscilara entre los tres y los cuatro años. De estos se vendía su carne fresca por arrobas o arreldes, y se comercializaban sus menudos, lomos, lenguas, sebo y gordana. Los porcinos también tenían una amplia demanda en aquellas zonas mineras antioqueñas y de ellos se aprovechaba su carne, grasa, tocino y tripas. Algunos de estos animales llegaban a las minas de oro antioqueñas desde zonas tan lejanas como la jurisdicción de Pasto. En 1603, un par de vecinos de Cáceres (Bartolomé González Pantoja y Francisco de Guzmán y Ruiz) condujeron desde una parte hacia otra una piara compuesta por más de un centenar de marranos, los cuales antes de llegar a su destino final tuvieron que ser internados por las jurisdicciones de Caloto y Buga pues allí se adquirían las decenas de fanegas de maíz que requerían estos animales para ser alimentados a lo largo de tan extensa travesía.62 A la par, a dichas zonas mineras llegaban productos cárnicos previamente manufacturados como carnes saladas, curadas y secas (tasajos y cecinas), velas de sebo, botijuelas de manteca y longanizas. En mucha menor proporción, circulaban en las zonas mineras jamones y quesos provenientes del oriente neogranadino y que al parecer eran consumidos únicamente por los mineros más boyantes.

Tabla 1. Precios del ganado en pie y sus productos derivados en las zonas mineras del Bajo Cauca antioqueño


Fuentes: AGN, Colonia, Abastos, Signatura: SC. 1, 14, D. 14, f. 314r; AHA, Libros, T. 442, D. 8354, Leg. 52, f. 46r; AHA, Mortuorias, T. 321, D. 6146, f. 17r; NUCSA, Protocolos de Escribanos, Testamento de Francisco de Trejo, Año de 1636.

Debido entonces a la típica falta de vida agropecuaria (por los rasgos geomorfológicos del territorio o por el poco esmero de sus habitantes en dichas tareas)63 y a la especulación en los precios que suscitaba la producción del oro, las zonas mineras fueron los epicentros por antonomasia de la demanda de productos pecuarios. Es decir, mientras el dorado mineral abundaba en determinado sector, este se convertía en un núcleo que, por su enorme capacidad de consumo, la creciente necesidad de elementos cárnicos, el requerimiento de animales de labor y los lucrativos costos que sus habitantes estaban dispuestos a pagar por ellos, estimulaba la producción ganadera en diversos territorios adyacentes unos, lejanos otros. Así que como había señalado a finales del siglo XVI fray Jerónimo de Escobar en su “Relación de La Provincia de Popayán”, los distritos mineros que florecían por ese entonces “vivían y se sustentaban de acarreto”, es decir, necesitaban importar los mantenimientos y provisiones que requerían los mineros y sus cuadrillas desde zonas lejanas (muchas de ellas ubicadas a centenares de leguas) y, en particular, desde la gran despensa pecuaria del valle del río Cauca. Además, dichos distritos eran “estériles de comidas” a pesar de que algunos gozaban de “sano y escogido temple” porque la mano de obra estaba concentrada en las tareas mineras y, por ende, las actividades agropecuarias estaban prácticamente abandonadas.

A partir de los escasos y fragmentarios datos cuantitativos hallados en algunos protocolos notariales y libros de registros del pago de sisas y alcabalas, sabemos que por los menos 5.421 vacunos y 1.893 puercos llegaron al mercado antioqueño entre 1592 y 1603 desde las zonas pecuarias de la gobernación de Popayán y que más de 6.817 reses y 689 cerdos lo hicieron entre 1617 y 1649.64 Las aludidas fuentes documentales señalan que los más ricos mineros antioqueños de aquel período (tales como Diego Beltrán del Castillo, Fernando del Toro Zapata, Miguel Velásquez de Obando, Fernando de Caicedo, Alonso de Rodas, Rodrigo Hidalgo y Fernando de Zafra) compraron grandes contingentes de ganados a los más importantes terratenientes del valle del Cauca, entre los que cabe destacar a Antón Díaz, Juan de Hinestroza, Jorge López de Vilachuaga, Diego Fernández Barbosa, Juan López de Ayala, Andrés de la Cruz, Pedro de Lemos, Cristóbal Quintero Príncipe, entre otros. Con bastante frecuencia los más renombrados mineros antioqueños de aquel entonces adquirían manadas que oscilaban entre quinientos y mil doscientos animales para alimentar a sus cuadrillas a través de agentes intermediarios que residían sobre todo en Anserma o enviaban a sus propios parientes con ciertas cantidades de oro en polvo para que los obtuvieran directamente en las estancias de los más reconocidos ganaderos de los pastizales vallecaucanos. Al mismo tiempo, algunos de estos mineros exigían que algunas de las deudas que con ellos habían contraído algunos habitantes de la gobernación de Popayán les fueran canceladas con reses, cerdos y hasta con mulas.

Sin lugar a dudas, los envíos de ganado desde una provincia hacia otra fueron superiores a las cifras señaladas. A pesar de la aparente pobreza de estos datos cuantitativos, ellos nos dan indicio de varios fenómenos de trascendental importancia para comprender el devenir de la economía neogranadina del siglo XVII: la existencia de una estrecha relación comercial entre las provincias de Antioquia y Popayán desde finales del siglo XVI y a lo largo del siglo XVII. El abastecimiento de animales en pie y productos cárnicos de los distritos mineros antioqueños dependía en una importante proporción de la producción pecuaria de las dehesas del norte del valle geográfico del río Cauca, una zona en la que –cabe decirlo a modo de ilustración– existían para la segunda década del siglo XVIII casi ciento cincuenta mil reses y poco más de quince mil yeguas, cuyo multiplico bianual se calculaba aproximadamente en cincuenta mil y cinco mil cabezas respectivamente.65

Tabla 2. Algunos ganados remitidos desde la Gobernación de Popayán y el valle del río Cauca hacia la provincia de Antioquia


Fuentes: AHA, Tierras, T. 162, D. 4246, f. 2r-2v; AHA, Libros, T. 442, D. 8354, Leg. 52, f. 46r; AHA, Libros, T. 442, D. 8354, Leg. 92, f. 9v, 10r; AHA, Libros, T. 443, D. 8355, Leg. 14, f. 8r, 8v, 9r, 15v, 19r, 19v, 20r; NUCSA, Protocolo de Escribanos, Libro de los años 1630 a 1635, Año de 1635, f. 117r-117v; NUCSA, Protocolo de Escribanos, Libro del año 1641, f. 8r; AHA, Libros, T. 442, D. 8354, Leg. 44, f. 11r-11v, 12r, 13v 15v y 16r; AHA, T. 636, f. 72r; NUCSA, Protocolos de Escribanos, Año de 1643, f. 31r; NUCSA, Protocolos de Escribanos, año de 1635, f. 6v; NUCSA, año de 1638, f. 75r; AHC, Escribanos, Notaría Primera, T. 1, f. 175r-176v, 260v-261v, 262v-264v; Arboleda, Gustavo, Historia de Cali. Desde los orígenes de la ciudad hasta la expiración del período colonial, Cali, Universidad del Valle, 1956, p. 169.

Gran parte de aquellos ganaderos vallecaucanos sumaban a su papel de criadores el de revendedores de bovinos adquiridos de propietarios de más modestas condiciones o bien compraban reses en el Hato Real de Roldanillo para negociarlos después tanto en los distritos mineros de Anserma como en los del Bajo Cauca antioqueño. Asimismo, muchos de ellos llegaron a ejercer durante un par de años el monopolio del abasto cárnico en algunos de dichos distritos mineros y a establecer hatos ganaderos en los valles de Aburrá y Rionegro para poner allí a descansar y apacentar los ganados mayores y menores que importaban desde Pasto, Cali, Buga y Cartago, tanto de heredades propias como de ajenas.