Eslabones del mundo andino

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Antes bien, se orientó hacia la emergente economía quiteña o se concentró en el abasto de las villas y ciudades vecinas que, aunque no prometían dividendos y ganancias tan espectaculares como las zonas mineras durante sus breves períodos de apogeo, eran más estables en sus necesidades, pautas de consumo y precios. Al mismo tiempo, eran menos vulnerables e incluso un poco más resistentes a las caídas y descensos económicos (debido a la mayor diversidad y presencia de actividades mercantiles). A todas luces, los mercados urbanos citados representaban para los criadores y tratantes una alternativa más sólida y menos riesgosa para la negociación de sus ganados que, como ya se dijo, en aquellas economías precapitalistas asumían el triple rol de dinero, capital y mercancía. En el siguiente capítulo nos concentraremos en analizar las características del abastecimiento cárnico y las pautas de consumo imperantes en Quito y Santafé a lo largo del siglo XVII, los dos principales centros consumidores permanentes de productos pecuarios de los Andes septentrionales.

Capítulo 2. Los sistemas de abasto y el consumo en las ciudades de Quito y Santafé

Estas capitales eran las sedes de sus respectivas audiencias y debido a su importante aglomeración demográfica, concentración del poder civil y eclesiástico, presencia de cajas reales, circulación monetaria y activa vida comercial, estimularon la oferta ganadera en muy heterogéneos conjuntos geográficos y áreas de producción pecuaria ora para satisfacer su creciente demanda de carne, ora para saciar los requerimientos de materias primas, ora para garantizar el adecuado funcionamiento de sus sistemas de aprovisionamiento de rastros y carnicerías (que a grandes rasgos seguían el mismo modelo de otras urbes del mundo hispánico). Ambas ciudades se irguieron como polos que atraían desde diversas partes los bienes de consumo necesarios para garantizar el mantenimiento de sus habitantes e impulsar sus respectivas actividades económicas.85

Desde este punto de vista, ambas capitales eran ejes coordinadores que, parafraseando a Marcelo Carmagnani, asumían además el papel de organizar tanto los intereses de tipo metropolitano (de naturaleza política, administrativa, de defensa y comercial) como los intereses locales y provinciales existentes en sus respectivos espacios de la monarquía compuesta.86 Además, dichas capitales en su papel de centros de aquellas grandes unidades administrativas –hermanas en algunos aspectos y rivales en otros– se cruzaban , o incluso chocaban, ora por los inciertos límites jurisdiccionales de entrambas audiencias sobre la enorme Gobernación de Popayán y sus abundantes riquezas mineras y ganaderas, ora por controlar la producción pecuaria del Alto Magdalena que tan indispensable llegó a ser a finales del siglo XVII para garantizar su aprovisionamiento cárnico. Así que en su rol como centros de consumo de diversos productos proveedores de alimento y fuerza motriz, Quito y Santafé impulsaron el comercio ganadero local, interprovincial y hasta intercolonial, a la par que requirieron de varias zonas de suministro acordes a sus dimensiones pues al ritmo del crecimiento demográfico tendieron a hacerse cada vez más aleatorias y dispersas espacialmente.87 Pero no por ello debemos olvidar que la función de ambas urbes iba más allá de ser meros agentes pasivos de consumo; también llegaron a desempeñar el papel de centros de acumulación, concentración, distribución y reparto de otros productos cuyo estudio no nos incumbe por ahora.

El consumo de carne y de productos pecuarios manufacturados en estos centros los convirtieron en los mercados más estables para la producción de este tipo. Asimismo, el crecimiento lento pero paulatino de su población y la incapacidad de las zonas cercanas de procurarles en su totalidad la carne que requerían estimularon el tráfico pecuario desde áreas foráneas de pastizales. Igualmente, la circulación de diversas mercancías permitió que, por medio del ganado, sus criadores y tratantes se vincularan directa o indirectamente a varios circuitos económicos, como lo fueron el de los textiles quiteños o el de la plata peruana.

La creciente capacidad de consumo de estas capitales era entonces el mecanismo que estimulaba e impulsaba el tránsito de ganados desde diferentes espacios geográficos, y, por ende, era uno de los factores que permitía el establecimiento de articulaciones, enlaces y flujos comerciales de envergadura tanto interprovincial como intercolonial. Y es que el consumo (definido a grandes rasgos como la utilización de un bien para satisfacer directamente las necesidades humanas) es por antonomasia un estimulador de la producción y como tal tiene un papel esencial dentro de la dinámica de la economía. El consumo es uno de los componentes estructurales del proceso económico y conforma con la producción, la distribución y el intercambio una totalidad y un todo orgánico en el que se combinan de diferentes formas.88

La ciudad de Quito

A juzgar por lo expresado en diversas relaciones geográficas, la población de Quito y su estructura urbana progresaron paulatinamente desde finales del siglo XVI hasta las postrimerías de la centuria siguiente. Factores como el clima saludable, la ausencia de minas y sus formas de trabajo compulsivas han sido esbozados como las razones usuales de este incremento. Diversos autores han subrayado también que el crecimiento natural de la población y las migraciones de indios forasteros provenientes de algunas áreas del Perú y de la provincia de Popayán llevaron a que a lo largo de la sierra central ecuatoriana se diera para entonces una dinámica demográfica ascendente atípica en el contexto hispanoamericano. Estos naturales forasteros a los que se denominaba “peinadillos” habían llegado allí huyendo del trabajo en las minas y también habían sido atraídos por la supuesta abundancia y baratura de este espacio. Algunos de ellos trabajaban por cuenta propia como artesanos y comerciantes, mientras que otros fabricaban telas y alimentos procesados para su venta en el mercado local.89 Al mismo tiempo, el fugaz auge económico provocado por la extracción de minerales en los centros auríferos del interior de aquella audiencia (Zaruma y Santa Bárbara) hasta finales del siglo XVI y la reorientación de la economía quiteña con el posterior despegue de la industria textil en el macizo norcentral (que poseía grandes mercados en el virreinato del Perú y en el Nuevo Reino de Granada) favorecieron la expansión demográfica y física de aquella capital.90

A esto hay que agregar que durante aquellos años esta ciudad emergió como un importante eje comercial donde coincidían diversos circuitos económicos. Desde aquel espacio se exportaban pieles curtidas de carnero y manufacturas de cuero hacia el Alto Perú al igual que algún ganado mayor y menor en pie hacia la ciudad de Los Reyes. La fabricación de cordobanes y de calzado para su remisión al Perú dio origen a un vigoroso sector artesanal integrado por muchos mestizos y mulatos.91 Además, desde Quito se redistribuían hacia el interior de esta audiencia y hacia el vecino territorio del Nuevo Reino de Granada diversas mercancías legales e ilegales provenientes de diversos puertos del Pacífico. Por ejemplo, las ganancias en plata provenientes del comercio de tejidos y cuero hacia Potosí fueron rutinariamente reinvertidas en vino y en aguardiente de uva que posteriormente se destinaban a los campamentos mineros de Popayán.

Y no hay que olvidar que en aquella ciudad circulaban ampliamente tanto la plata peruana como el oro (amonedado y en polvo) extraído en los centros mineros de la gobernación de Popayán, los cuales eran el motor de estas densas redes de intercambio y “la sangre que circulando por las venas, mantiene con vigor el mutuo comercio de unos miembros con otros”.92 Durante sus respectivos períodos de auge, algunos mercaderes quiteños enviaban apoderados suyos hacia los centros mineros de Popayán y del Chocó para permutar plata por doblones u oro en polvo. Este material aurífero que entraba a Quito se empleaba, generalmente, para las compras en la plaza de Lima.93 Además, cabe reiterar que ropa y tejidos elaborados en los obrajes de dicha audiencia eran comerciados también en las áreas mineras y ganaderas del Nuevo Reino de Granada.94 Dadas pues las condiciones mencionadas, para aquel entonces la ciudad de Quito era considerada una capital de relevancia dentro del conjunto de la monarquía hispánica; no era un mero apéndice o satélite de los centros mineros peruanos, puesto que muchos de sus habitantes dedicados al comercio o a la producción de manufacturas habían establecido desde períodos muy tempranos vigorosas relaciones de intercambio y articulaciones materiales con los mercados septentrionales de la gobernación de Popayán y la Audiencia de Santafé que perduraron a lo largo de los siglos XVII y XVIII.95

Como epicentro político, religioso y económico fundado por Sebastián de Belalcázar en 1534, a principios del siglo XVII la ciudad poseía un presidente de la audiencia con sus respectivos oidores, un corregidor y un cabildo de regidores, una cancillería real, un juzgado de bienes de difuntos, una iglesia catedral, siete iglesias parroquiales, siete conventos, una casa y un colegio-seminario perteneciente a la Compañía de Jesús, tres monasterios y una caja real con sus respectivos oficiales de la Real Hacienda.96 Para mediados de aquella centuria, habían sido edificadas dos mil quinientas casas, lo que quiere decir que en el transcurso de casi setenta años el número de viviendas por poco se había triplicado. Por otra parte, existían tres mil quinientos vecinos en aquella capital y una población total que ascendía a veinticinco mil habitantes.

 

Para 1643, el ayuntamiento de esta ciudad calculaba que se requerían para el consumo de sus habitantes más de seis mil reses al año, una cuota que para entonces no alcanzaba a ser cubierta por los criadores de la comarca, a quienes el ayuntamiento les prohibía comerciar los bovinos hembra para posibilitar la reproducción y el crecimiento de los hatos locales y depender cada vez menos de la importación de novillos forasteros. Diez años después, este mismo organismo calculaba (tal vez de manera un poco exagerada) que la ciudad requería para su suministro entre doscientas cincuenta y trescientas reses por semana (entre doce mil doscientas cincuenta y catorce mil setecientas por año). Sin embargo, tan solo entre el 26% y el 32% de esta cantidad ingresaba a la carnicería local, pues lo restante era comercializado en el mercado de la carne que existía en aquella ciudad al margen del control e intervención de sus autoridades municipales y que para entonces era dominado por indios mindaláes o mercaderes.

El cabildo quiteño destinaba los ejidos circunvecinos de Iñaquito, Saguanchi, Machángara y Turubamba (también denominadas de Llano Barroso o Chillogallo) para poner a cebar los ganados introducidos por el obligado del abasto o por aquellas personas responsables del suministro semanal de las carnicerías de esta capital. También se utilizaban las tierras del valle de Tontaqui para poner a apacentar y cebar los chivatos provenientes del corregimiento de Otavalo que se requerían en Quito para el suministro de sebo y cordobanes.97 Otra zona de pastizales que se destinaba sobre todo para el engorde de los ganados provenientes de la gobernación de Popayán y que iban destinados a su venta en Quito u otras localidades de la sierra eran los llanos de Cayambe, Yaguarcocha e Ichubamba, los tres ubicados en la provincia de Carangüe y en particular en la jurisdicción de la villa de San Miguel de Ibarra apenas fundada en 1606.

En algunas relaciones geográficas sobre la Audiencia de Quito casi siempre fueron destacados los llanos de Cayambe por sus buenos pastos, potreros y bellas praderías que posibilitaban en poco tiempo el engorde de los ganados vacunos, ovinos, caballares y mulares que allí pacían, y ello dadas “la bondad y sustancia del agua y de la yerba”. A su vez, el historiador norteamericano Kris Lane ha señalado que también allí se criaban ovejas merinas y se producía lana, las cuales eran mercadeadas hacia el Alto Perú.98 Por su parte, las tierras de Yaguarcocha (término que significa “mar de sangre”) se encontraban a una legua de la villa de Ibarra. En aquellos prados, donde en efecto se localizaba una laguna, en tiempos prehispánicos las huestes de Huaina Cápac habían llevado a cabo una terrible matanza de indios pastos, y por esta razón este sitio había recibido tal denominación.99 En cuanto a los llanos de Ichubamba, el cabildo de Quito poseía allí por los menos cien caballerías de tierras, que constantemente le tocaba desalojar a la fuerza pues sin permiso algunos vecinos construían en ellos corrales y bardas en los que ponían a apacentar sus ovinos y no dejaban espacio para la ceba de los vacunos forasteros que se requerían con urgencia en el rastro local quiteño. A pesar de las constantes luchas del cabildo contra los invasores de estos terrenos, a lo largo del siglo XVII estuvieron destinados a su renta y por ello el cabildo estimaba que debían producir como propios más de cinco mil pesos. Sin embargo, estas tierras se dedicaban sobre todo a la estancia temporal de los ganados del obligado del abasto o de las personas que procuraban algunas semanas de carne a las carnicerías de la capital. A estas últimas se les cobraban doscientos pesos anuales y se les exigía prestar el servicio de suministro a la ciudad por lo menos dos veces al año.

Los ejidos de Iñaquito se encontraban al norte de la ciudad y para finales del siglo XVI tenían dos leguas de extensión. En ellos había una laguna en donde abrevaban los ganados y que paulatinamente se fue desecando para ganar tierras de pastoreo. Según expresan algunas relaciones geográficas, esta masa de agua dulce fue mandada construir por Huaina Cápac para recrearse con la caza de patos, garzas y otras aves. Durante el período de las guerras civiles peruanas, este espacio se volvió célebre puesto que allí se enfrentaron las tropas rebeldes de Gonzalo Pizarro contra las huestes del virrey Blasco Núñez Vela el 18 de febrero de 1546. Por su parte, las tierras comunales de Turubamba o Chillogallo estaban ubicadas al sur y contaban cuatro leguas de largo y una legua de ancho. Estas heredades eran famosas porque allí proliferaba una planta forrajera llamada quijones que se caracterizaba por que poseía el sabor y el aroma de la menta. Los ganados que apacentaban en estos terrenos eran muy apetecidos puesto que se consideraba que su carne, al adquirir las propiedades de dicha herbácea, era más sabrosa que la de aquellos animales que pastaban en otros términos.100

Estas tierras municipales se requerían para el uso temporal de los obligados y demás proveedores de la carnicería o para rentarlas y obtener algunos ingresos económicos que se invertían en obras de infraestructura de la ciudad. Sin embargo, a lo largo del siglo XVII, estas zonas de pastizales fueron reduciendo su tamaño debido a las ocupaciones y usurpaciones ilegales efectuadas por algunos de los habitantes de Quito, quienes irrumpían sin permiso alguno para construir casas, establecer estancias, levantar cercas y corrales, cultivar chacras y poner a pastar cantidades de ganados superiores a las permitidas por las ordenanzas.101 Desde principios de la centuria, periódicamente los alguaciles de la capital (en compañía de uno de los alcaldes ordinarios y de los regidores) eran enviados hacia tales terrenos para desocuparlos mediante el uso de la fuerza, restaurar sus límites y mojones, y apresar a los invasores. El 27 de noviembre de 1602, en una de estas comisiones se quemaron varias chozas que se encontraron en los terrenos comunales de Iñaquito.102 En 1695, fueron reintegradas a la ciudad de Quito cien caballerías de tierras en los ejidos de Ichubamba, después de un largo litigio que había sostenido el cabildo con un tal Fernando de Vera y Flores.103

Otro factor que generó la contracción de las dimensiones de estas tierras comunales a lo largo de dicho siglo fueron las reparticiones de estancias de pan (en las que se sembraba trigo, cebada y maíz) que había hecho el cabildo quiteño a favor de algunos de sus moradores con el fin de aliviar la escasez de tierras que abrumaron a la capital como consecuencia de su acelerado desarrollo demográfico, al igual que las ventas de algunas porciones de tales heredades (con el respectivo permiso del virrey del Perú) para incrementar los propios del cabildo y aliviar transitoriamente las menguadas arcas municipales.104

En general, la preponderancia de la cría de ovinos en la sierra norte y central, sus rasgos climáticos y bajas temperaturas, su abrupta orografía, la estrechez de sus valles (o zonas de sabanas) y el hacinamiento demográfico incidieron en que la ciudad de Quito no fuera autosuficiente para saciar con los recursos de su jurisdicción (ubicados a unas cinco leguas a la redonda) su creciente requerimiento de ganado bovino. No le bastaba con las semanas de aprovisionamiento cárnico que, en ausencia del obligado del abasto, año tras año eran suministradas desde las tierras circunvecinas de Agato, Chillos, Pintag, El Orbe y Tanicuchí por algunos regidores y por las órdenes religiosas de la compañía de Jesús, Santo Domingo, San Agustín y La Merced (lo cual contrariaba algunas normas reales). Al respecto, los jesuitas poseían varias haciendas en el adyacente valle de Chillos y en particular en las montañosas tierras de Pintag en donde se encontraban las más extensas estancias ganaderas de aquella área. Este era uno de los núcleos internos que suplían una porción considerable de los cereales y carnes que requerían los residentes españoles de la ciudad de Quito (unos tres mil en 1620).105 Con los ganados, ovejas y cerdos provenientes de esta zona se suministraba solo un fragmento de las manufacturas de cuero, carne de cordero y jamones que Vásquez de Espinosa vio colgando en el mercado de Quito en 1615.106

Mapa 4. Ejidos y zonas de abasto ganadero adyacentes a la ciudad de Quito


Fuente: Elaboración propia.

Los mismos miembros del cabildo reconocían que no existía una persona en aquella jurisdicción que poseyera el ganado mayor suficiente para cumplir con la tarea de obligado del abasto, por lo cual el sujeto que muy de vez en cuando se hacía cargo de esta función se veía constreñido a acopiar los animales necesarios para surtir a la ciudad negociando semanas con los criadores de la zona a cambio de botijas de vino y otras cosas. A veces el ganado que entregaba este sujeto mediante aquellas prácticas de soborno y bajo aquel sistema de concierto o licitación no era de la mejor calidad. Por lo tanto, para evitar las demoras provocadas en las posturas, el incremento en el precio de la carne causado por esas formas de especulación y la llegada al matadero de animales enclenques, el cabildo prefería ocuparse directamente de la repartición de las semanas pues con ello aseguraba que las carnicerías fueran abastecidas de la mejor carne.107

Tampoco resultaban suficientes para saciar el creciente consumo cárnico de Quito y sus alrededores las reses que algunos diputados del ayuntamiento obligaban a suministrar a vecinos de la jurisdicción y de los distritos de Ibarra, Otavalo y Ambato. Desde finales del siglo XVI era usanza en aquella ciudad que estos criadores fueran apremiados por el corregidor de aquella capital y por algunos miembros de la mesa capitular “con todo rigor de derecho” para que prestaran este servicio a la ciudad. El cabildo les facilitaba el acceso a indios mitayos para el traslado de sus reses desde sus estancias y para su posterior sacrificio en la carnicería a cambio de que se les pagaran sus respectivos jornales. También los proveía de las herramientas y aderezos necesarios para la preparación y despacho de la carne si cancelaban dos o tres patacones a favor de los propios.

Por eso en aquellos tiempos calamitosos de escasez cárnica (provocados por alteraciones meteorológicas y agudizadas por el comercio clandestino de carne al menudeo) el cabildo quiteño (con apoyo del presidente y oidores de la audiencia) recurría con desesperación a los criadores de ganado mayor de Cuenca, Loja y Guayaquil ofreciéndoles diversas garantías (entre ellas ser exceptuados de la renta de los ejidos) para que ingresaran y sacrificaran sus ganados legalmente en dicha capital. Desde finales del siglo XVII fueron exaltadas las potencialidades pecuarias de la primera de estas ciudades en las relaciones geográficas que se escribieron sobre el virreinato del Perú. En efecto, los alrededores de la ciudad de Cuenca (ciudad meridional asentada desde 1557 en el camino que comunicaba a Quito con la ciudad de Los Reyes) fueron destacados siempre por sus pintorescas y fértiles praderías. Estas sabanas (que poseían dos y tres leguas de diámetro) se convirtieron durante la segunda mitad del siglo XVI en la despensa agropecuaria de los centros mineros de Loja, Zaruma, Santa Bárbara y Zamora. En 1572, el licenciado Salazar de Villasante anotó que aquella ciudad, y su comarca, se encontraba “en el mejor asiento del mundo, porque está en una planicie y la misma planicie tiene dos y tres leguas al derredor de ella, y todo grande pradería a do hay mucho ganado vacuno y carneruno y ovejuno; está tan barato como en Quito”.108

 

Una vez colapsaron aquellos núcleos auríferos a finales de dicha centuria (por escasez de mano de obra, mínimas innovaciones técnicas y declive de la calidad del oro extraído) los ganados vacunos y ovejunos de esta área se destinaron sobre todo para abastecer a Guayaquil, Riobamba, Quito y la zona obrajera norcentral, y a la par numerosas manadas de bovinos vivos eran trasladadas hacia las tierras sureñas del virreinato del Perú para su venta. Debido entonces a su riqueza pecuaria, desde el siglo XVI en adelante floreció en aquella ciudad la manufactura artesanal de pieles, con las cuales se fabricaban sillas de montar, muebles y zapatos que también se distribuían en los mercados del Perú.109

Durante la segunda mitad del siglo XVII y mucho más que en períodos anteriores, las autoridades de Quito apelaban también continuamente a los principales ayuntamientos de las principales ciudades y zonas pecuarias de la provincia de Popayán (Cali, Buga e incluso Cartago) para que persuadieran a sus más importantes ganaderos o tratantes de ganados a presentar sus posturas para el abasto de las carnicerías de aquella lejana capital. A cambio de esto, el gobierno de esta ciudad se comprometía no solamente a desembarazarles y prestarles las tierras comunales de sus contornos, sino también a exceptuarlos del pago de cualquier derecho derivado del uso de las rutas pecuarias. Asimismo, como era costumbre, se les facilitaban indios mitayos para que les ayudaran en el tráfico y trasiego de aquellas reses forasteras hacia la ciudad.

En general, el abasto cárnico de aquella capital (al igual que en otras poblaciones del mundo hispánico) se extendía desde el domingo de resurrección hasta carnestolendas y la venta al público de la carne y de sus productos derivados se efectuaba los días sábados. El suministro de la carne era un privilegio exclusivo que se realizaba por aparte y de manera separada con respecto al estanco del aprovisionamiento de sebo y al abastecimiento de carneros para la capital, algo muy diferente a lo que sucedía en la neogranadina ciudad de Santafé y otras urbes hispanoamericanas en donde estos tres negocios quedaban bajo el poder de un solo individuo con potestades monopólicas. Así que en Quito cada uno de estos ámbitos estaba bajo la responsabilidad de un sujeto diferente y cada uno tenía su propio espacio especializado y su propia mano de obra dentro de la carnicería de la ciudad, que al parecer era un edificio compuesto de varios patios que a principios del siglo XVII no estaban empedrados ni aderezados. Para este entonces, el cabildo ordenó que la carne solo se despachara al público a través de unos barrotes de hierro y que a las puertas de la carnicería se les pusieran cerrojos y se mantuvieran cerradas, para que así los matarifes y despachadores pudieran laborar en paz y no se dieran las arbitrarias intromisiones de desconocidos para provocar altercados y pendencias.110

Al igual que sucedía en la ciudad de Santafé, las pautas de consumo de la población quiteña estaban influenciadas por las diferencias estamentales. El consumo de ciertas carnes más finas que otras marcaba las desigualdades de estatus y era una estrategia para distanciarse del resto de los miembros de aquella sociedad jerarquizada y organicista. La carne de los caprinos y ovinos (al igual que en la meseta chibcha) estaba extendida entre la mayor parte de la población (especialmente entre la indígena) y su uso era bastante ordinario en todo tipo de preparaciones culinarias. El trato y el comercio de este tipo de ganado estaba dominado por los naturales y su consumo estaba tan extendido que para la segunda mitad del siglo XVII la matanza de estos animales no se realizaba en un rastro asignado por el cabildo ni estaba regulado por este organismo, sino que al parecer el beneficio y expendio de esta carne se realizaba con toda libertad dentro de Quito y sus alrededores. La reproducción masiva del ganado lanar en la Audiencia de Quito había desplazado desde la segunda mitad del siglo XVI a los camélidos (llamas, alpacas y vicuñas) que se habían extendido hasta esta zona con la expansión incaica. Para 1585, se calculaba que existían seiscientas mil ovejas en la región interandina de la sierra central. Las mayores concentraciones de este tipo de ganado menor se encontraban en los distritos de Riobamba y Latacunga.111

La lana de esas ovejas de origen castellano era destinada como materia prima para los obrajes que abundaban en aquel territorio y con sus cueros se elaboraban cordobanes que se comerciaban incluso en el virreinato del Perú junto con sus pieles curtidas. La manufactura de corambres en Quito y sus alrededores era llevada a cabo en docenas de tenerías y curtidurías que anualmente sacrificaban una cantidad de cabras muy superior a la que había sido permitida por las ordenanzas municipales. Los gremios de curtidores, talabarteros, zapateros y zurradores tenían tanta importancia en aquella capital que anualmente el cabildo nombraba un alcalde veedor que debía custodiar los intereses de estos grupos artesanales así como evaluar a los individuos que pretendieran ejercer tales oficios.112

La demanda de corambres en los mercados foráneos del Perú había llevado a que la calidad de los cordobanes que circulaban en el mercado local quiteño fuera muy baja. Muchos se vendían podridos, mortecinos o mal beneficiados, y aún así con ellos se elaboraba el calzado destinado a la población local. También se hacían fraudes con el cuero de macho (el cual era más fino y caro), pues se le suplantaba con piel de oveja. Esto obligó al cabildo de Quito a tomar medidas restrictivas, ya que “el calzado que hacen es de muy poca dura y los vecinos de esta ciudad gastan en el dicho calzado mucho más de lo que gastarían si el dicho corambre saliese bien beneficiado y pues no es justo que esto se permita.”113. Así que para evitar estas trampas que tanto vejaban el nivel de gastos de consumo de los quiteños se nombró a un inspector para que vigilara la manufactura de diferentes tipos de pieles en las curtidurías locales. Su tarea consistía en evaluar todas las badanas salidas de las tenerías y permitir la distribución solo a las que cumplieran los mínimos criterios de buena calidad. Para ejercer su tarea, el veedor estaba obligado a marcarlas con un herrete y a clasificarlas según su origen y calidad. Sin embargo, al parecer dicha medida no llegó a ponerse en práctica, pues era imposible que un solo individuo pudiera llevar a cabo la titánica tarea de señalar los centenares de cueros que se producían en aquella ciudad semanalmente.114

También miles de ovejas y de carneros vivos eran transportadas hacia Lima y otros espacios del virreinato peruano para su venta, una práctica que parece haberse generalizado en las postrimerías del siglo XVI y un rentable negocio en el que participaron activamente varios mercaderes portugueses. Para esta época también se enviaban caballos, mulas y algunos productos animales procesados hacia Lima y Charcas al igual que piaras de cerdos hacia los centros mineros entonces en auge de Almaguer, Caloto y Anserma (en la provincia de Popayán).115 Según se expresa en algunas actas capitulares, en 1602 el portugués Tomé de Varicos había comprado en Quito y sus términos entre dieciocho mil y veinte mil carneros para negociarlos en la meridional capital virreinal y otras partes. Enterado el cabildo quiteño sobre este negocio, que ponía en peligro el sustento cárnico de la mayor parte de sus habitantes, se le ordenó al mercader que no sacara los animales sin la previa licencia del corregidor y sin que antes aquella capital tomara lo necesario para su abastecimiento. De no acatar estas órdenes, tendría que cancelar una multa de doscientos patacones.116

Así que para aquellos años se padeció en Quito una notoria escasez de estos animales, puesto que diversos tratantes (entre ellos Esteban Martín, Luis de Vinueza, el portugués Cristóbal de Valencia y Pereira, Diego de Villalobos Sandoval, Gabriel Muñoz y Francisco de Paredes) los adquirían para revenderlos o para enviarlos a los mercados meridionales. Debido a estas operaciones especuladoras, en un par de años el precio de los ovinos se duplicó y nadie vendía sus carneros por menos de seis pesos. El ayuntamiento tuvo que intervenir contabilizando los animales pertenecientes a estos mercaderes, tomando por la fuerza lo necesario para el abasto de las carnicerías y pagando por cada uno de ellos el precio usual de tres pesos.117